23-10-2007
Carlos M. Padrón
Creo que fue allá por los años 80, época en que el facilismo comenzaba a hacerse notar en Canarias, cuando a algunos esnobs de El Paso les dio por la moda de las camas antiguas, de ésas hechas de hierro forjado que se habían usado muchos años atrás y que al momento, ya desarmadas e incompletas —cabeceras por un lado, pies por otros, etc.— servían como improvisadas puertas en el corral de algunos animales domésticos o simplemente yacían abandonadas y oxidadas en algún rincón olvidado.
La fiebre de este esnobismo se hizo contagiosa y, en particular las parejas que iban a casarse, recorrían la isla de La Palma buscando camas de hierro para, luego de restaurarlas, instalarlas en el que sería su dormitorio conyugal.
Recuerdo que siendo yo adolescente había en mi casa una de esas camas, que yo detestaba porque se movía en todas direcciones creando la sensación de que se desarmaría en cualquier momento y que quien en ella estuviera acostado iría a dar con sus huesos en el suelo.
En esa época, ya fueran de hierro o de madera, a las camas se les ponían colchones artesanales, hechos en casa, que se rellenaban con pinillo (aguja de pino seca) o con paja de trigo o cebada, y, en este último caso, el relleno se hacía en el verano, luego de la trilla del cereal que proporcionara la paja.
Lo que salía del colchón cuando se lo vaciaba era una masa formada por el relleno puesto el año anterior que con el uso diario se había compactado como por efecto de una prensa hidráulica. Pero una vez lavada la funda del colchón y llenada ésta con la paja fresca, el colchón adquiría un grosor varias veces mayor al que tenía antes del vaciado. Y cuando uno se echaba en él, se hundía arrullado por el característico chasquido de la paja al ser oprimida por el peso del cuerpo. Eso sí, cada día se hundía un poco menos hasta que la paja se asentaba para luego pasar a la etapa de compactación.
Pero si el relleno era de pinillo, la cosa tenía otro cariz, pues el nombre de “aguja de pino” no era gratuito ya que se trataba de verdaderas agujas vegetales que atravesaban el forro del colchón y la “sábana de abajo”, y se clavaban en el cuerpo del durmiente. La solución era poner, entre sábana de abajo y colchón, una manta bastante gruesa o una pieza de tela dura, como el dril, que no permitiera el paso de las agujas de pino. Cuando el pinillo por fin se asentaba, ya podía prescindirse de esa protección, aunque de vez en cuando el durmiente recibía un sorpresivo y poco agradable pinchazo al darse vuelta en la cama.
En el pueblo había algunos llamados “viejos”, que no lo eran tanto por la edad como por el sentido común y la chispa sarcástica que tenían para expresarlo cada vez que se les presentaba la oportunidad, y a casa de uno de éstos —que estaba más que fastidiado por la bendita manía de resucitar algo que, como las camas de hierro, había sido dejado de lado tiempo atrás por lo caro, incómodo y poco práctico— llegó un día una de estas parejas de tórtolos a punto de casarse, y ante todos los de la casa —el “viejo”, su esposa e hijas— se lamentaron de que estaban desesperados porque llevaban semanas buscando sin éxito una vieja cama de hierro, y luego pasaron a preguntar si sabían de alguien que tuviera una y quisiera venderla si no regalarla.
El “viejo”, que en silencio había escuchado todo sentado en un rincón fumando su cachimba, se levantó, y mientras en un gesto de clara molestia caminaba hacia la puerta de salida, comentó con tono de airado sarcasmo:
«Ya me tienen cansado con la moda de “las cosas de antes”. Ahora, camas de hierro pa’rriba y camas de hierro pa’bajo, ¡pero todavía no he visto, coño, que le hayan puesto un colchón de pinillo a ninguna!»