Nota previa.- Pasados 25 años de lo que abajo relato, y lejos ya de Venezuela, me decido a completar y publicar hoy lo que, estando aún en Venezuela, comencé a escribir el 29-11-2012. Es un resumen que incluye lo que, del caso que relato, considero más relevante para el propósito de este artículo, que no es otro que ilustrar cómo zafarse del drogamor.
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27-09-2021
Carlos M. Padrón
Por los varios artículos que en esta sección he puesto hablando de que no sólo es posible zafarse del drogamor, sino que hacerlo es una cuestión de importancia vital, he recibido por e-mail muy variopintas observaciones, algunas cuasi burlas, y también abiertas peticiones de que explique cómo puede un drogamorado escapar del peligroso drogamor.
En la sección Drogamor dije que la clave para escapar es usar la decactetización hasta que el caso esté debidamente ‘elaborado’, o sea, listo para su cierre sin dejar cabos sueltos que nos persigan de por vida.
Pero como eso parece no haber sido suficiente, por cuanto se me piden explicaciones más detalladas, voy a contar, de forma muy, pero muy resumida, cómo logré zafarme del drogamor la cuarta vez que caí en él, pues fue para esa vez, y no para las tres anteriores, cuando ya sabía qué hacer para salvarme. Antes, ni siquiera había acuñado yo la palabra ‘drogamor’.
La historia —verídica, aunque he cambiado nombres de personas hechos y lugares— ocurrió hace 25 años, y aquí la reduzco sólo a los hechos y palabras relevantes para el fin mencionado, o sea, para ilustrar cómo detectar que se está drogamorado, y cómo aplicar la decactetización. Y la magnitud de tal reducción sólo puede apreciarse cuando se sabe que el caso al que apliqué con éxito la decactetización me tomó nada menos que 3 años y 9 meses de mi vida (exactamente 1.341 días). Tuve buen cuidado de anotar las fechas, porque eso ayuda para el proceso de decactetización.
Lo puesto en letra cursiva son comentarios míos que destacan puntos clave en el proceso de decactetización.
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Cuando yo llevaba poco más de un año en Madrid, en uno de mis viajes a Venezuela en 1995 fui a una oficina bancaria a hacer una operación que requería de mi presencia personal, y me atendió la gerente del departamento, una dama llamada Vanessa.
Según mi inveterada costumbre, en silencio la examiné en detalle, y me pareció atractiva aunque no mucho. Su cara era bonitica y su cuerpo me pareció bien proporcionado para su tamaño, si bien su actitud me resultó un tanto infantil para una mujer cuarentona.
Por motivos de la evolución de esa operación bancaria, Vanessa me llamó varias veces a Madrid, y como en especial la última de las llamadas me evitó un problema crediticio, de regreso definitivo en Venezuela la llamé para darle las gracias, y la invité a almorzar.
Dudó por un momento. Le pregunté si había algún problema y me dijo que no estaba segura de si el banco permitiría que sus gerentes socializaran con clientes, pero que no iba a preguntar, sino que se arriesgaría a aceptar mi invitación.
Y después de ese almuerzo vinieron otros, además de cenas, asistencias a fiestas —con baile como parte de ellas—, bautizos, reuniones y diligencias de familiares suyos, etc.
En largas chácharas nos contamos nuestras vidas. Vanessa era, al igual que yo, divorciada, y tenía una hija adolescente. En Caracas, y por razones sociales y de trabajo, conocía a medio mundo, gozaba de don de gentes, y su manera de actuar y hablar resultaba fresca, abierta y simpática.
Pasados unos cuatro meses de nuestra primera salida, para mi sorpresa —pues, como ya dije, no me deslumbró tanto cuando la vi por primera vez— caí en cuenta de que me había enamorado de aquella mujer, algo que, como siempre ocurre, Vanessa notó antes que yo, y procedió a comportarse en consecuencia, haciendo gala de lo que luego vi muy claro: un deseo de manipular nuestra relación, de un estira y encoge que sólo satisfacía a su ego.
Más tarde entendí que tenía razón una veterana astróloga que me dijo que no había conocido a un Aries que no fuera sádico y engreído, y Vanessa era Aries.
A pesar de ser, como de hecho soy, un romántico confeso e irredento, soy también poseedor de una poco frecuente pero útil dicotomía entre sentimiento y razón. Y ésta, la razón, saltó de inmediato y me recordó que apenas me separé de la que fue mi mujer, se me dijo que no se me ocurriera establecer ninguna relación sentimental seria antes de que pasaran unos tres años, algo de lo que tomé buena nota porque me gusta escarmentar en cabeza ajena.
Y ahí comenzaron mis dudas sobre mi relación con Vanessa, pero, sintiéndome huérfano de afectos, me arriesgué a seguir adelante porque tampoco era bueno cortar en seco y porque no había encontrado yo aún el fallo por donde abrir el hueco de la decactetización.
Aguantar por lo menos 18 meses sin formalizar ningún compromiso mayor (vida en pareja, embarazo, etc.) es clave para descubrir ese fallo. El primero de los tres fallos que más contribuyeron a que la decactetización consiguiera su propósito tuvo lugar exactamente a los 18 meses del comienzo de mi relación con Vanessa.
De los casi diarios almuerzos y cenas —a veces ambos el mismo día; creo que mientras salí con Vanessa visité más restaurantes que los que había visitado en toda mi vida, lo cual es muy significativo habida cuenta de que no soy amigo de ellos— pasamos a reuniones, diurnas y nocturnas, en nuestras respectivas casas, excursiones de montaña, viajes al interior del país, con pernocta en un buen hotel si el viaje era de más de un día, etc.
En la primera de esas excursiones montañeras, a las que Vanessa iba siempre vistiendo un pantalón lycra muy ceñido, me puse deliberadamente detrás de ella para recrearme mirando su trasero bien formado, pero no hubo en mí la explosión de atracción sexual que era de esperar, algo tan insólito que se me hizo claro que si yo seguía con aquella mujer era debido a mi orfandad de cariño, lo cual, pensé, era para una relación una base mejor que el sexo, pero eso no disipaba las dudas que la relación me había creado.
Y fue entonces cuando, sumando esto al sadismo y a cómo Vanessa me lo aplicaba aprovechándose de una necesidad emocional mía que no era correspondida en igual medida, decidí comenzar el largo y minucioso proceso de decactetización recomendado por el Dr. M. Scott Peck.
Para ello empecé a tomar buena nota de lo que sigue, y a magnificarlo adrede al máximo, enfatizando sólo lo malo que podría generar en el futuro.
- Las acciones y rasgos de carácter que Vanessa tenía, y que a mí, aunque me gustaban en ella, nunca me gustaron en ninguna otra mujer. Síntoma típico de drogamor.
- Sus afirmaciones sobre cómo sería su proceder ante ciertas situaciones que yo consideraba importantes.
- Sus opiniones sobre asuntos clave, como la imagen sobre sí misma, los hombres, el sexo, la relación de pareja, su familia, sus amistades, etc.
Y, sobre todo, yo esperaba poder cazarla en una mentira, en un incumplimiento, en una falta de honestidad, o sea, en una falla de las que para mí son de vital importancia, como lo es el engaño.
La consiguiente lucha entre drogamor y decactetización me deprimió, mis defensas se vinieron abajo, y me pasaba enfermo la mayor parte del tiempo, de lo cual se aprovechó, entre otras, mi afección de garganta que reapareció más agresiva que nunca, y un día, estando yo en México, la depresión me dejó totalmente mudo y no pude completar el trabajo que allí había ido yo a hacer.
La parte buena de la crisis de lo de la garganta fue que mi otorrino descubrió que la causa era una vieja sinusitis cuya mucosidad, ya rancia, se había adherido a la pared trasera de los senos nasales, y tendrían que operarme para extraerla. El día que fui a que me hicieran los últimos exámenes y se fijara la fecha de mi operación, el otorrino, un excelente profesional, me miró muy serio y, sin más, me dijo: «Ven cuando estés mejor, pues yo no meto al quirófano a nadie que esté deprimido». Eso, que me sonó a humillante bofetada, tuvo la virtud de picar mi deteriorada autoestima y darme ánimos para continuar, con redoblados bríos, el proceso de decactetización.
Mo operación, que fue en la mañana, requirió que me quedara hospitalizado por una noche. Vanessa se ofreció a quedarse conmigo, a lo cual me negué.
Entre los diálogos que sostuve con ella, y a los que saqué mucho provecho, destacan éstos:
—A todos los hombres que me han amado [que eran unos tres, según me dijo], incluido el padre de mi hija, los he dejado yo, y todos siguen amándome todavía—, me dijo un día.
—No soy un hombre como ésos—, le respondí.
—No, tú eres masoquista, pues te vas y siempre vuelves.
Era cierto que yo hice eso varias veces, pero lo que ella no sabía era que yo lo hacía para darme un respiro, para recapitular repasando todo lo ocurrido, revisar mi estrategia, ajustarla a los hechos, recuperar ánimos y volver luego a buscar más argumentos. Fueron esas vueltas mías lo que ella interpretó como masoquismo.
Otro diálogo de antología fue el siguiente. Decidido a comprobar lo que ya yo suponía, le pregunté:
—¿Qué esperas del hombre que sea tu pareja?
Sin pensarlo apenas, como si ya la respuesta la supiera de memoria y la tuviera lista para soltarla en cualquier momento, me dijo:
—Que me consienta; que me sea fiel; que siempre crea que soy, y me lo diga, una mujer única y especial; que me lleve de viaje a países que me gustaría conocer; que me lleve a cenar a buenos restaurantes; que le guste que yo vaya de compras; que no olvide agasajarme en las fechas de nuestros aniversarios; que no critique nada mío…
—Y todo eso, ¿a cambio de qué?—, le pregunté.
Creo que si en aquel momento ella hubiera descubierto algo tan impactante como que yo era extraterrestre no habría puesto la expresión de asombro que puso. Se quedó boquiabierta, mirándome fijamente y, a todas luces, sin saber qué contestar, pues, según me dijo tiempo después, ese hombre tenía que darse por más que satisfecho con sólo tenerla a ella por mujer. [Claro, ¡cómo no se me había ocurrido tan obvia y equitativa correspondencia!].
Y, después de una larga pausa, me preguntó, entre asombrada y molesta:
—¿¡Cómo que a cambio de qué!?
—Sí, quiero saber qué le darías tú al hombre que satisfaga esa larga lista de aspiraciones que tienes—, le expliqué.
Nuevo titubeo, esta vez ya bastante azorada y algo sonrojada —nunca supe si de ira o de vergüenza—, y, de pronto, una respuesta insólita:
—Bueno, ¡le haría sopitas ricas!
Ante ésta y otras declaraciones de calibre parecido, me encontré indeciso en cómo definirla: si una adolescente cuarentona, o una cuarentona adolescente.
Otras «perlas» que de inmediato alimentaron la batería de la decactetización fueron:
- “No quiero hacerte daño”, me dijo un día en que era obvio mi deplorable estado de ánimo, pero lo dijo en tono sarcástico, pues ella estaba muy consciente de los efectos que su actitud me causaba. Y otra vez recordé lo de la astróloga y los Aries.
- «¿¡Cuándo me he quedado yo en casa un viernes en la noche!?». [Siendo, como soy, eminentemente hogareño, no tendría futuro una relación mía con una mujer así].
- «¿Para qué sirven los hombres? ¡Sólo para hacernos hijos!». [Con tal creencia, ¿qué relación heterosexual puede salir adelante?].
Y lo más valioso de todo fueron, entre otros de índole similar, los tres hechos que detallo a continuación y que, cuando comenzaron, los bauticé como Putadas de Vanessa.
En una gasolinera de Caracas vi una calcomanía (pegatina) con las siglas PDV a las que de inmediato les di mentalmente el significado de Putadas De Vanessa y, para mejor recordar lo de las putadas y sacarles provecho en el proceso de decactetización, compré la calcomanía y la pegué en la parte externa de la base de la maleta —donde ésta tiene las ruedas— que usaba yo en mis frecuentes viajes.
Así, cuando al regresar de un viaje esperaba yo en el área de recogida de equipajes del aeropuerto, y aparecía mi maleta en la banda giratoria, siempre veía las letras PDV que refrescaban en mi memoria lo que para mí significaban, enfriaban mis ganas de ver a Vanessa después de mi viaje, y me preparaban para recordar y aprovechar más las PDVs ya habidas, y las más que sospechaba yo que vendrían.
Así fue, y éstas fueron las tres PDVs que me sacaron del hoyo:
1.- La parrillada
Un amigo y compañero IBMista me invitó —además de a otros varios compañeros, con sus cónyuges o novios/as— a una parrillada en su casa un sábado de junio de 1997. No queriendo ser yo el único que, posiblemente, asistiría sin pareja, pedí a Vanessa que me acompañara.
Me dijo que sí, pero una hora antes de la convenida para salir me llamó para decirme que no, porque unos amigos la habían invitado a la práctica de un deporte que a ella le gustaba mucho.
[Alguien que no cumpla su palabra no tiene futuro conmigo].
2.- La boda
Al recibir yo en agosto de 1997 la invitación a la boda del hijo de un buen amigo mío, le pedí a Vanessa que me acompañara a esa boda. Miró su agenda y me dijo que, por trabajo, tendría que viajar al exterior, pero que regresaría a tiempo para acompañarme. Sin embargo, dos días antes de la boda, por vía de su familia me envió aviso de que no podría estar de vuelta a tiempo.
Cuando por fin regresó y le pregunté qué había pasado, su respuesta, sin tapujos, fue que unos amigos la habían invitado a quedarse unos días más en la casa de ellos.
Al notar mi poco agradable sorpresa, y sabiendo ella que soy persona que cumple lo que promete, me dijo tranquilamente: «Carlos, con tal de hacer algo que me guste, prefiero incumplir lo prometido a alguien, que tener que lamentar el no haber disfrutado de ese algo por querer cumplir lo que prometí».
[«Otra joya más para mi colección», me dije].
3.- La película
Un domingo de septiembre de 1999, al regresar de uno de nuestros casi fijos almuerzos de fin de semana, pasamos frente a una sala de cine en la que anunciaban el estreno de la película “The Thomas Crown affair”. Al ver el cartel de anuncio, Vanessa dijo:
—¡Ay! Yo vi esa película hace años y me gustó mucho. Me han dicho que ésta es un remake y me gustaría verla.
—¿Cuándo quieres que vengamos?—, le pregunté.
—Pues podría ser el martes a la función de las 6:30 de la tarde.
—Bien— le respondí—, el martes te llamaré antes de ir a recogerte.
Y así lo hice desde mi oficina, pero me contestó que no podría ir conmigo a ver la tal película porque se le había presentado un compromiso. Me quedé tranquilo y me fui a mi casa.
El sábado siguiente —o sea, apenas cuatro días después— al pasar de nuevo frente al mismo cine, Vanessa, de lo más tranquila, me dijo
—No me gustó la película.
La sorpresa al escuchar eso me generó el presentimiento de que algo bueno resultaría, así que, también muy tranquilo, le pregunté:
—¿Y cuándo la viste?
—El pasado martes—, contestó sin inmutarse.
Y ésa fue la gota que colmó el vaso: a la tercera fue la vencida. Me costó un mundo reprimir un grito de triunfo, aunque, por más que traté, no pude disimular una sonrisa. Extrañada, Vanessa me preguntó de qué me reía, y al contestarle que se debía a que me había acordado de un chiste, ella —cuyo sentido del humor, al igual que su oído musical, brillaban por su ausencia— replicó «¡Tú y tus chistes!».
Llegados frente a su casa me invitó a entrar, pero rehusé. Nos dimos el acostumbrado beso de despedida y, rebozando alegría, puse rumbo a la casa mía.
Por fin había yo conseguido y puesto en su lugar la última piedra del edificio de la decactetización: ¡Vanessa me había engañado, me había incumplido tres veces, y se había quedado tan fresca!
Era la prueba de deshonestidad que yo había estado esperando, la que concluía el proceso de elaboración del caso y me permitía cortar, sin más, aquélla para mí peligrosa y dañina relación. Esa noche dormí a pierna suelta, tan bien como no había dormido en años.
Como pasaron varios días y no la llamé, me llamó ella:
—¿Por qué no me has llamado?—, me preguntó.
—Porque se acabó lo que tú creíste masoquismo—, fue mi respuesta.
—¿Y cómo es eso?—, replicó sorprendida.
—Pues que no soy como esos hombres que dices que te siguen amando aunque los dejaste. Se acabó, Vanessa, esta vez soy yo el que deja.
Tal vez pudo más el impacto de tal declaración que la curiosidad por saber más, pues cortó la llamada.
Meses después, cuando yo estaba ya con Chepina, nos encontramos a Vanessa en un centro comercial, y las presenté. No sé qué impresión sacaría Vanessa de ese encuentro, pero días después vino a mi casa para, según me dijo, comprarme un CD de canciones de mi hija Elena.
Entró, no sentamos, uno frente al otro, en el porche trasero, le serví una copa y ella, que venía en falda bastante corta, cruzó las piernas y comenzó a balancear el pie que le quedaba en el aire, de forma tal que la zapatilla que calzaba ese pie hacía, al chocar contra el calcañar, un ruido muy audible, tanto por la intensidad como por la machacona frecuencia.
Al no estar ya drogamorado sospeché de inmediato que algo tan premeditado tenía que ser una trampa. Miré de reojo las zapatillas y caí en cuenta de que eran unas que yo le había regalado, así que me hice el loco y no me di por aludido.
Habrían pasado unos 5 minutos cuando, sin más, me preguntó:
—¿Y qué es de la vida de la mujer que me presentaste el otro día en el centro comercial?
—¿Te refieres a Chepina?—, le pregunté a mi vez para no dar oportunidad a que luego me dijera que se trataba de otra.
—Sí, creo que me dijiste que se llamaba así.
—Pues está trabajando.
Entonces miré adrede miré mi reloj y añadí,
—Ya debe llegar dentro de un rato.
Vanessa enrojeció de golpe y, con voz alterada, me preguntó:
—¿¡Quieres decir que vive aquí!?
—Sí, somos pareja—, le respondí muy tranquilo.
Se levantó de inmediato y se fue a toda prisa.
Después de tantos años, las pocas veces que, por algún hecho azaroso, recuerdo el caso Vanessa y me percato de cuán a punto estuve de caer en un negro precipicio, me recorre un escalofrío. Y de nuevo, como aquel lejano día en que me sentí al fin liberado y lúcido, recuerdo también que éste fue en mi vida el cuarto —y espero que último— episodio de drogamor, y me vienen a la memoria unos versos entresacados de la «Balada del niño arquero», maravilloso poema de mi inmortal paisano, el gran poeta Tomás Morales, que mentalmente recito así:
Cuatro veces, drogamor, me has herido.
Más de cuatro pasaron tus flechas silbando a mi oído.
He cerrado la verja de hierro que guarda la entrada
y he arrojado después al estanque la llave oxidada.