24-06-2023
Carlos M. Padrón
Sin ánimo de jactancia debo comenzar diciendo que durante mi vida laboral visité 36 países diferentes y volé en 42 líneas aéreas diferentes (muchas ya desaparecidas), por lo cual perdí hace tiempo el interés por ver lugares nuevos y quedé hastiado de viajes aéreos, y no porque tenga miedo a volar, sino por lo mucho volado y porque, desde que se implantó el control de seguridad en los aeropuertos, quedó atrás, al menos para mí, lo de que volar era un placer. Y no soy masoquista.
Además de esto, en mi columna tengo un defecto congénito, defecto que se manifestó cuando yo tenía 40 años y que desde entonces supe cómo controlarlo, pero se agravó mucho como consecuencia de la radioterapia que no sólo mermó mi masa muscular —por lo cual apenas tengo fuerza física para nada—, sino que me dejó con dificultad para caminar debido a una debilidad en las piernas, y en la espalda un malestar permanente que varía de una simple molestia a un dolor agudo que, cuando camino, sobre todo sobre pisos con desniveles, me obliga a interrumpir la marcha sentándome o acostándome.
Por eso, hasta cada uno de los muchos aunque cortos viajes aéreos que, debido a mi tratamiento, he tenido que hacer entre La Palma y Tenerife es para mí una especie de tortura que me deja exhausto.
Pero Alicia, mi hija mayor, me dijo que ella, su esposo y sus dos hijos, vendrían a Madrid a mediados de junio y que le gustaría que nos reuniéramos allá, algo que hizo que, olvidando mi aversión a viajar y todo lo demás, aceptara la sugerencia de mi hija.
Y aceptado eso, de acuerdo con Chepina (mi esposa) decidimos que, llevando cada uno sólo un roller (esa pequeña maleta con ruedas que las líneas aéreas permiten llevar a bordo), nos iríamos a Madrid, y luego —por aquello de “Ya que estamos en el burro, arre burro pa´lante” (un dicho popular en la Canarias de mis tiempos)— cuando los míos se fueran, nosotros iríamos en tren AVE a Valencia donde, previo acuerdo, nos esperaría nuestra amiga exIBMista Rosa Masferré, y donde podríamos encontrarnos también con otros exIBMistas y otros conocidos.
De izquierda a derecha: 1. Ricardo Marimón, mi yerno; 2. Gabriel, mi nieto; 3. Carlos Padrón; 4. Alexandra, mi nieta; 5. Alicia, mi hija; 6. Chepina, mi esposa
Los dos hermosos días pasados junto a los míos, fueron días llenos de esos momentos que uno atesora como buenos recuerdos de la vida, como verdaderos hitos en nuestra existencia.
En la cara buena cabe también destacar la entrañable cena con el amigo exIBMista Rafael García y su esposa Miriam, a quien vimos por última vez cuando ambos vinieron a La Palma en 2009 a visitarnos; y la visita que, moviéndose por su cuenta, hizo Chepina a su amiga Adela, a quien no veía desde hacía tiempo.
Una vez que mi hija y los suyos se fueron de Madrid, nosotros fuimos a la estación Chamartín para tomar el AVE a Valencia. Allí, para bajar desde la sala de espera hasta el andén de trenes hay escaleras mecánicas.
Cuando nos llegó el turno de abordaje, Chepina entró primero en la escalera mecánica y yo lo hice después, detrás de ella, llevando el roller en mi mano derecha y agarrándome con la izquierda al pasamano. Pero apenas apoyé mi pie derecho en el primer escalón de la escalera, mi pierna derecha perdió su fuerza (ya me ha ocurrido antes) y caí hacia adelante sobre Chepina haciendo que ella cayera también hacia adelante… y ahí comenzó nuestro calvario.
Por suerte, alguien o algo paró de inmediato la escalera. Los pasajeros que venían detrás de mí me ayudaron a levantarme, y enseguida apareció a mi lado un joven con uniforme de Sanidad pública que insistía en que yo necesitaba asistencia médica, pero, como nada me dolía, dije que nada tenía (o eso creí), pues sólo me sentía atolondrado por el golpe recibido en la cabeza contra el lateral de la escalera y, cuando por fin caí en cuenta de que existía Chepina y, preocupado, miré hacia adelante, sólo vi que alguien estaba rodeado de varias personas que miraban hacia abajo, hacia los escalones, y que ese alguien tenía que ser ella.
Con la escalera aún detenida, algunos amables pasajeros nos ayudaron a llegar hasta el andén, y allí estaba la pobre Chepina toda magullada y quejándose de dolor y aún atendida por pasajeros que se portaron maravillosamente y la ayudaron hasta dejarla en su asiento dentro del vagón.
Aunque con mi dolor de espalda a millón, por la caída y el consiguiente estrés, cojeando y poco a poco pude llegar al asiento mío y, cuando ya junto a Chepina vi cómo estaba ella, cómo estaban su pie izquierdo, brazos y piernas (rasguños y moretones por todas partes visibles estando ella vestida), y me contó detalles de lo suyo y de que por el intenso dolor sintió que iba a desmayarse, caí en cuenta de que debimos quedarnos en Madrid, pero ya el tren estaba en marcha.
Una azafata, también servicial y amable, trajo dos veces dos bolsas de hielo para que Chepina se pusiera una sobre el pie izquierdo y otra en su rasguñado y dolorido brazo, y al llegar el tren a Valencia trajo para Chepina una silla de ruedas que alguien, creo que la misma azafata, empujó hasta dejar a Chepina en el banco que había en la cabecera de la cola para esperar taxi.
Y así, Chepina en silla de ruedas y yo renqueando detrás, nos recibió Rosa Masferré quien, a partir de ese momento, se convirtió en nuestro ángel de la guarda.
La cola para esperar un taxi era como de 50 metros, con un promedio de 2 o 3 personas en fondo, y los taxis llegaban de a cuentagotas. Rosa se puso al final de la cola mientras nosotros esperábamos en el banco y, pasada casi media hora, no hubo nadie que, viendo el deplorable estado en que se encontraba Chepina, tuviera la cortesía de cederle su puesto, hasta que una persona, creo que extranjera, lo hizo.
Rosa dejó entonces su puesto en la cola, aún a unos 5 metros de la cabecera, y en taxi, a cuyo chofer dio Rosa indicaciones, nos fuimos los tres hasta Urgencias del hospital más cercano donde en poco tiempo atendieron a Chepina.
Le dijeron que tenía esguince, le vendaron la pierda izquierda y le prescribieron descanso manteniendo en alto esa pierna y con hielo sobre el pie correspondiente. Y, debido a sus dolores, le recetaron calmantes que Rosa nos trajo de una farmacia cercana.
Desde ahí, fuimos en taxi al Hotel Sorolla, de la cadena catalana Sercotel, en el que Chepina había reservado y en el que los empleados de recepción, que hablaban con un para mí extraño acento, mostraron cero empatía, aunque vieron muy bien cómo estaba Chepina, tan jodida que aún no entiendo cómo pudo llegar hasta la recepción que está alta con respecto a la calle y con las necesarias escaleras y la obligada rampa para sillas de ruedas.
Si se ve el número de países que he visitado y se toma en cuenta que en los más de ellos pernocté en dos o más ciudades, podrá el lector hacerse idea de en cuantos hoteles he dormido, pero ninguno tan bizarro como ese Hotel Sorolla.
Para registrarnos me obligaron a firmar cinco formularios que, dado mi estado de ánimo y la urgencia por poner en cama a Chepina, no leí (de haberlo hecho no los habría entendido porque los escritos legaloides de este país parecen hechos para que sólo un abogado los entienda) y, aunque ya nuestra estancia estaba pagada, me pidieron un número de tarjeta de crédito para, según dijeron, cargar los gastos por posibles daños y por consumos del minibar. Como nuestras tarjetas de débito son de las que ahora no muestran su número, Rosa dio el número de la suya.
Sillas de ruedas no tenía el hotel, pero sí nos prestaron unas muletas, y Rosa llamó a su hija y le pidió que nos trajera desde su casa una silla de ruedas que, por motivos, familiares, guardaban ellos.
Ya en la habitación del hotel, Chepina pidió por internet al Centro de Salud de Los Llanos una cita con nuestro médico de cabecera, y se la dieron para el jueves 22 a las 10:30, o sea, para la mañana siguiente al día de nuestra llegada a casa. Ese tipo de citas nos ha funcionado bien varias veces.
Cuando por fin me saqué la ropa vimos que yo tenía en varias partes del cuerpo rasguños y moratones, pero, como parece que la radioterapia modificó también mi umbral de dolor, esas heridas me duelen sólo si hago presión sobre ellas.
Según comprobamos después, los precios del hotel son un robo, pues el primer día que decidimos bajar a desayunar a la cafetería (Chepina ya en silla de ruedas), un desayuno para dos, con café, croissants/cachitos y algo más, nos costó 34 euros, algo que en las cafeterías de Madrid donde desayunamos no habría costado más de 12. De los precios de almuerzos o cenas, mejor no hablar, como tampoco de lo que pretendían cobrar por traer una comida a la habitación.
Cuando después de ese desayuno quisimos regresar a nuestra habitación, no reparé en la disponibilidad de ascensores y, para tomar uno, quise volver al nivel recepción, uno más bajo que el de la cafetería. Para ello tuvimos que bajar por una rampa de muy pocos metros y, por la falta de fuerza que ya mencioné, estuve a punto de que la silla de ruedas con Chepina a bordo se escapara de mis manos y se estrellara contra un murito que había al final de la corta rampa. Mi susto fue mayúsculo.
En lo que sí se portaron bien los de la cafetería del hotel fue en darme gratis la cubeta de hielo que necesitamos cada día para que Chepina se pusiera hielo sobre su pie izquierdo.
Poco a poco, y a pesar de los intensos dolores que los calmantes no lograban disminuir, la pobre Chepina, que es de muy poco quejarse, con su acostumbrada sonrisa y buen talante aprendió a usar las muletas y con ellas se manejó dentro de la habitación.
Nuestra estancia en ese hotel estaba prevista para 4 días (17 a 21). Dado mi problema para caminar, el plan era que, como Chepina es muy buena para orientarse y manejarse en ciudades que no conoce, para conocer Valencia, con Rosa o sola, usaría metro, bus o taxi; mientras, que yo, que en 1993 conocí Valencia, me quedaría en el hotel. Pero, dado lo ocurrido, ahí tuvimos que quedarnos los dos, y fue nuestra amiga Rosa quien se encargó de traernos, cada día después del primero, desayuno, almuerzo y cena. Algo que te agradeceremos de por vida, querida Rosa.
Chepina y Rosa Masferré
Rosa Masferré conmigo
El vuelo que Chepina había reservado para regresar a Madrid (a la terminal T4, la más enredada de las muchas que conozco) y tomar desde allí el vuelo directo a La Palma salía de Valencia a las 6 de la mañana y, como no somos adivinos, Chepina no había pedido sillas de ruedas para esos vuelos, ambos de Iberia. Cuando desde el hotel quiso hacerlo a través de la página de Iberia, le reservaron dos sillas para el vuelo a La Palma, pero sólo una para el de Valencia a la T4 porque, dijeron, no había más sillas disponibles.
El buen amigo Leo Masina, también exIBMista y que vive en Valencia, me dijo que esa gestión de sillas debía hacerse con Aena, la empresa que está a cargo de los servicios en todos los aeropuertos españoles, y me dio el número de teléfono al que, después de las 8 de la mañana, podría yo llamarles.
Así lo hice y, cuando por fin pude hablar con un humano, la respuesta fue que para el vuelo desde Valencia a Madrid sólo teníamos asignada una silla de ruedas, y que así lo confirmaba. Lo que no me dijo, ni yo le pregunté, es cómo conseguiría yo esa silla al llegar al aeropuerto de Valencia a las 5 de la mañana.
Como Leo tampoco sabía, llamé de nuevo a Aena y me dijeron textualmente que “a la entrada principal del aeropuerto hay a la izquierda un tablero que tiene un botón para solicitar los servicios de Aena”. Nosotros entendimos que había que entrar al aeropuerto por la entrada principal y a la izquierda veríamos el tal tablero; pero no, éste está antes de entrar.
Mi gran preocupación era ahora cómo asegurar que un taxi nos llevara al aeropuerto para llegar a las 05:00 de la mañana, o sea, una hora antes de la salida de nuestro vuelo.
Cuando en mis bajadas a por hielo vi que en la recepción había sólo una muchacha que no era ninguna de las antipáticas que estaban el primer día, le expuse mi problema de taxi y de cómo bajar a Chepina, sentada en la silla de ruedas y por la larga rampa que había que usar para llegar al nivel de la calle, algo que yo solo no podría hacer y no me arriesgaría a hacerlo.
La muchacha me dijo que ellos solían pedir taxi para esas horas tempranas, y que el taxista siempre subía a la recepción y que, tal vez, él podría encargarse de bajar a Chepina, pues a esa hora no habría en el hotel nadie que pudiera ayudarme, lo cual no me extrañó porque nunca vi allí ni un solo office-boy de los que siempre vi en los hoteles y que, entre otros servicios, se ofrecen a subir o bajar a/desde la habitación el equipaje de los clientes.
El martes 20 en la tarde bajé de nuevo a recepción y tuve la suerte de encontrar, y otra vez sola, a la misma muchacha con la que ya había hablado yo antes. Le pedí que nos despertara a las 03:30 del día 21 y que pidiera que el taxi estuviera listo para salir a las 04:30, pero me quedé con la gran preocupación de cómo bajar a Chepina hasta el taxi.
En la noche del 20 dejamos listo el equipaje. Nos despertaron a las 03:30 y, luego del aseo posible, bajamos a recepción antes de las 04:30. Por suerte, no sólo estaba allí, sola y monda, la misma muchacha (por lo visto le había tocado el turno de noche), sino que también estaba ya el taxista, un señor como sesentón que hablaba con acento andaluz.
Le expliqué lo de mi necesidad de que él bajara a Chepina por la rampa, la colocara en el taxi, subiera con la silla de ruedas ya vacía y bajara luego los dos rollers, un servicio por el que, le dije, le pagaría lo que él pidiera. Su respuesta fue “Usted tranquilo”. Echó mano a la silla de ruedas y la bajó con Chepina a bordo, y al rato regresó con la silla vacía y se llevó los dos rollers.
Ya más tranquilo, devolví a la muchacha del hotel las tarjetas-llave y demás, ella chequeó en el sistema, y al rato me dijo que todo estaba bien, o sea, entendí que no había cargos que hacer en la tarjeta de crédito de Rosa; espero que así sea.
También le expliqué que, según el acuerdo que Rosa había hecho con alguien del hotel cuyo nombre yo no sabía, ella podía dejar en recepción la silla de ruedas y pasaría a buscarla el mismo día 21. La muchacha, siempre muy amable, puso sobre la silla un papel en el que escribió “Rosa Masferré” y se la llevó.
Aplicando mi sistema para, cuando no me queda de otra, bajar o subir escaleras, bajé hasta el taxi y partimos rumbo al aeropuerto al que, por suerte, llegamos a las 04:40.
Durante el viaje, el bueno del taxista no paró de hablar, identificó nuestro acento y hasta se interesó por el volcán de La Palma, me ayudó a dejar a Chepina en un asiento muy cerca de la entrada del aeropuerto y un tanto lejos de su taxi. A mi pregunta de cuánto le debía, me dijo que 21,25€. Le di 30, me pidió que esperara para buscar en su coche el vuelto, y cuando le dije que nada de eso, que los 30 eran para él, me dio las gracias y hasta me hizo una especie de reverencia.
Miré a la izquierda, vi el tablero que los de Aena me habían dicho, fui hasta él, apreté el botón y ni siquiera sonó repique alguno. Repetí la operación varias veces, pero con el mismo resultado. Analizando mejor el tablero, vi que en letra no muy visible decía que ese servicio estaba disponible a partir de las 06:00 de la mañana.
Después de recordar a los ancestros del operador de Aena que, aunque le di los datos de nuestro vuelo, incluida la hora de salida, me dijo que sólo tendría una silla de ruedas, viendo yo que en el tablero había números de teléfono a los que llamar, opté por llamar al mismo que Leo me había dicho que sólo atenderían después de las 08:00 y, para mi sorpresa, me contestaron.
Expliqué lo que yo quería, la operadora me dijo que esperara porque iba a comunicarme con un operador. Quedé con mi teléfono pegado al oído y, de pronto, escuché la voz somnolienta de un hombre quien, apenas comencé a explicarle mi caso, me dijo que yo estaba equivocado porque estaba hablando con Raúl. Miré entonces la pantalla de mi teléfono y vi que decía que yo había llamado a mi primo Raúl, que vive en El Paso.
Sé que la tecnología informática hace cosas raras, pero en este caso se pasó porque no le encuentro explicación alguna.
Frustrado, molesto y preocupado por el tiempo disponible, opté por entrar a la terminal y buscar el counter de Iberia. A un par de empleados uniformados como personal del aeropuerto pregunté dónde estaba ese counter. Uno de ellos, una muchacha joven, me miró y siguió caminando sin decir palabra, y el otro me dijo que estaba al final del área donde nos encontrábamos, un largo pasillo de unos 60 metros donde sólo hay counters de líneas aéreas.
Llegué al final y no vi nada de Iberia. Allí pregunté de nuevo a otro empleado que me dijo que Iberia estaba al otro extremo del largo pasillo. Soportando no sé cómo el dolor de espalda y la falta de estabilidad, llegué hasta el otro extremo, pero tampoco vi nada de Iberia. Para colmo, se repitió la operación con los “muy atentos” empleados (tal vez les molestó que yo no les hablara en valenciano), y de nuevo fui hasta el otro extremo del pasillo.
Cuando por tercera vez me dijeron lo mismo caminé como pude y por tramos cortos, recostándome en la pared para recuperar aliento y alivio del dolor, y recostado estaba cuando reparé en que en una de las colas a la entrada de la sala para esperar vuelos había un empleado de Aena que llevaba en silla de ruedas a una mujer mayor que parecía extranjera.
Me acerqué a él y, en tono creo que suplicante (lo noté en su cara) le pedí que, por favor, me ayudara a conseguir una silla porque mi mujer llevaba rato sentada sola fuera de la terminal y teníamos riesgo de perder nuestro vuelo que salía a las 06:00. Su respuesta fue un asombrado “¡¿Quéeee?!”.
Cuando le expliqué en detalle mi caso, el tipo casi montó en cólera porque no entendió cómo pidieron que usara el tablero si me vuelo salía a las 6 de la mañana. Me pidió que lo acompañara y, llevando aún la silla con la vieja señora, me llevó hasta un área de Aena en la que había una veintena de sillas de ruedas y, a cargo de ese área, un empleado de Aena. Cuando el otro le explicó a éste mi caso, el a cargo de las sillas maldijo por irresponsable a no sé a quién, y me consiguió una silla y un empleado de Aena que me hiciera el servicio.
Con él salí fuera de la terminal, donde Chepina había quedado sola y a cargo de los rollers, y el de Aena la sentó en la silla. Creo que mientras la empujaba iba arrastrando uno de los rollers, y que yo, haciendo eses y lidiando con el dolor de espalda, caminaba detrás de él arrastrando el otro.
Ese empleado nos atendió hasta que pasamos el fastidioso control de seguridad y, yo diría que por los pelos en cuanto a tiempo, nos sentó en el avión con destino a la T4 de Madrid.
Allí nos recibieron con una silla de ruedas para cada uno, aunque a veces me pidieron que yo caminara ciertos tramos hasta llegar a la mía y, en raros medios de transporte que se conectaron al avión como si fueran mangas de abordaje, y después de escalas aquí y escalas allá con chequeo de documentos, nos dejaron (al menos sin tener que pasar control de seguridad; ventaja de ir en tránsito) en la T4 frente a la oficina de Aena, y nos pidieron que esperáramos allí hasta que vinieran a buscarnos poco antes de la hora de abordar el vuelo a La Palma.
Dada la proximidad a la oficina de Aena, pedí que me confirmaran que en La Palma tendríamos dos sillas de ruedas, y me dijeron que sí, que tendríamos dos.
Llegado el momento de abordaje, no había silla para mí, sólo para Chepina, pero, como la puerta de embarque a La Palma estaba cerca, seguí haciendo de tripas corazón y, apoyándome en pasamanos y en el respaldo de los asientos, pude llegar al mío, y detrás de mí entraron a Chepina en su silla hasta ocupar el suyo.
Luego las azafatas gestionaron cambios de asiento para que los dos estuviéramos juntos, pues inicialmente Chepina tenía fila 10 y yo 9.
Algo a destacar de ese abordaje es que la empleada a cargo de verificar los boarding passes, de pronto cogió el micrófono y, enfadada, dijo “Se recuerda a los pasajeros que este vuelo es a La Palma, no a Palma de Mallorca ni a Las Palmas de Gran Canaria”. Así es de “bien” conocida mi isla natal.
A menos que se caiga el vuelo, dije con sarcasmo a Chepina, creo que llegaremos a La Palma.
Y sí, llegamos a La Palma, pero tampoco había silla de ruedas para mí. Los de Aena a cargo de eso me pidieron que caminara desde mi asiento hasta la puerta del avión, pero cuando me vieron caminar concluyeron que sí necesitaban para mí una silla de ruedas. Desde su asiento hasta la puerta del avión sí trajeron a Chepina en silla de ruedas. Y nos pidieron paciencia.
No sé cómo hicieron, pero después de una espera un tanto larga, mi silla apareció y en sendas sillas nos llevaron hasta el parking junto a nuestro coche/carro.
Para ver de viajar a casa en nuestro coche, tuve un problema al que por suerte encontré solución.
Me explico. Ir en taxi desde Los Llanos, donde vivimos, hasta el aeropuerto de La Palma cuesta unos 50€, y el viaje de regreso creo que cuesta más. Como tampoco queríamos molestar a amigos o parientes para que nos hicieran ese servicio, Chepina averiguó que dejar estacionado nuestro coche por una semana en el parking del aeropuerto de La Palma costaría 54€, bastante menos que los 90€ de taxis, así que, manejando Chepina (yo ya no lo hago) fuimos hasta el aeropuerto y en su parking dejamos nuestro coche.
Pero Chepina no podría manejar de regreso, así que Jorge, un primo mío hermano de Raúl, ése al que desperté en la madrugada, se comprometió a ayudarnos. Raúl trajo a Jorge hasta el aeropuerto, y con Jorge manejando nuestro coche llegamos a casa donde ya nos esperaban unos amigos que, además de traer una muleta para Chepina, nos trajeron también comida. Más tarde, otra amiga nos trajo un sabroso y enorme bizcocho, de ésos a los que aquí llamamos bizcochón y que, si mal no recuerdo, se usaba en mis tiempos como obsequio de bienvenida.
Las ventajas de contar con muy buenos parientes y muy buenos amigos son algo imprescindible y del más alto valor y necesidad en la vida.
Debo reconocer que el servicio que con extrema amabilidad nos dieron todos los empleados de Aena a cargo de las sillas de ruedas fue algo encomiable y digno de agradecer y hacer saber. Ellos no tienen culpa de que, según supimos, Aena no sólo tenga falta de personal, sino también falta de sillas de ruedas.
Y creo que hasta aquí llegó mi relación con los viajes y las escaleras mecánicas, y hasta con los populares apartamentos airbnb, pues de los tres en los que hasta ahora nos hemos alojado, en dos no me ha ido bien.
Ya en casa, Chepina quiso revisar lo de la cita del 22 a las 10:00 en el Centro de Salud y, para ingrata sorpresa, la cita había desaparecido. Dispuestos a conseguir ayuda cuanto antes, Chepina pidió cita a un fisioterapeuta que una prima mía nos había recomendado y, por suerte, la dio para el 22 a las 08:00.
Con ayuda de la muleta, Chepina pudo caminar desde el ascensor del edificio en que vivimos hasta el taxi, entrar en él con los trabajos que eran de esperar, y así llegamos, antes de las 08:00, frente al despacho del fisioterapeuta, y dispuestos a que, al salir de allí, compraríamos en una farmacia cercana dos muletas, pues Chepina no se manejaba bien con sólo una, pero sí había aprendido en Valencia a manejarse con dos.
El fisioterapeuta llegó puntual y llevó a Chepina a su lugar de trabajo al que vi que un carrito trajo varios aparatos electrónicos. Yo quedé sentado en la recepción, y al rato, y para mi susto y sorpresa, escuché gritos de Chepina, unos más agudos y largos que otros, pero gritos quejumbrosos de una mujer que no tiene costumbre de quejarse y menos de lloriquear.
Eso duró casi una hora, y luego, ¡milagro!: Chepina salió caminando, sin muleta ni venda en la pierna; sólo con unos largos como esparadrapos de color azul que he visto en algunos futbolistas.
El milagroso y experto fisioterapeuta le encontró dos esguinces en la cara interna del pie izquierdo y le dijo que nada de reposo ni de muletas ni de venda; que así como estaba, y hasta la próxima cita, podía moverse libremente, aunque con cuidado, por la casa o por la calle.
Le pedí cita para mí, aunque mi caso es diferente, y tanto que acerca de él me dijo un fisioterapeuta que lo mío era de ‘agua y ajo’, o sea, de ‘aguantarse y a joderse’. Sin embargo, espero que en algo me pueda ayudar este fisioterapeuta que obró el “milagro” con Chepina.