[FP}> El Recreo, alimento para el alma

A diferencia de Venezuela, donde las reuniones de amigos se hacían unas veces en la casa de alguno, luego en casa de otro y así, aquí la costumbre es hacerlas en un lugar público, como un restaurante, terraza, etc.

El grupo de amigos del que, por suerte, formamos parte Chepina y yo desde hace años, nos reunimos cada jueves, y también desde hace años, en una terraza de la plaza de Los Llanos, y ahí, entre dos a tres horas de amena tertulia (algo que Laura, una de las tertulianas, bautizó como El Recreo), recargamos baterías en sesiones que son alimento para el alma (para mí, lo son en alto grado) y que es la mejor forma que de socializar que he encontrado a aquí, con varios amigos y conocidos de mis tiempos de los 70 en mi pueblo natal. Esta foto corresponde al recreo de ayer jueves 28 que ha sido el más concurrido.

20230928=9 en el recreo

Simulando la esfera de un reloj, comenzando desde lo que sería la 1 (la silla vacía) y siguiendo el sentido de las manecillas del reloj, de arriba hacia abajo son:  1) Oswaldo Izquierdo y su esposa Rosa Margot Triana;  2; Rosa Pais;  3, José María Brito y su esposa Laura Calahorro;  4, Edita Martín y su esposo Álvaro Taño;  4, Mi esposa, Carmen Josefina Pernía (Chepina), y yo, Carlos M. Padrón.

Una foto, cortesía de Oswaldo Izquierdo, que guardaré en lugar preferente en mi coleccion de eventos entrañables, y por la que doy desde aquí mis gracias a todos los asistentes.

[FP}> Nos ha dejado otro para mí muy querido amigo: Mario Rigoberto Rodríguez Cáceres (q.e.p.d.)

10-07-2023

Carlos M. Padrón

Pocos lo conocen por ese nombre, pues entre los muchachos de nuestra época le hemos llamado siempre Pancho, y desde que fue mayor lo llamaron Berto.

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Cuando ayer, domingo 09-07-2023, sufriera en la playa del Puerto de Tazacorte un paro cardiorrespiratorio, fue trasladado al Hospital General de La Palma donde falleció a las 2 de la tarde de ese mismo día, triste noticia que pronto supimos por llamada de su esposa Eyilda.

Desde que éramos quinceañeros (nacimos el mismo año) Berto y yo fuimos amigos, y juntos vivimos varias correrías y anécdotas. Ya de vuelta yo en Canarias, nos vimos con frecuencia en visitas a nuestros domicilios o en comidas o celebraciones de cumpleaños.

Alto, delgado, tiposo y guapo resultaba atractivo para las muchachas de El Paso que entre ellas lo llamaban “El sheriff”

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Su sentido del humor era tan proverbial como su timidez. Cuando contaba algo que sonara a chisme, solía usar una frase que, según me dijo, era propia de un viejo “filósofo” de su barrio: “Lo digo como me lo dijeron; si miento es por boca de otro”.

A comienzos de 1957, atravesando La Cumbre Nueva, que recorre la isla de norte a sur como si fuera su columna vertebral, Berto y yo fuimos caminando desde El Paso a Breña Alta a ver los desastres que una tromba marina había causado en sólo una noche. Pernoctamos en La Breña, en casa de mi familia y, al día siguiente y siempre caminando, continuamos a Santa Cruz de La Palma donde el atractivo y timidez de Berto dieron lugar a una frase lapidaria.

Cuando bajábamos por la acera de una calle, y por la contraria subía una muchacha de muy buen ver, ésta, sin disimulo alguno, clavó sus ojos en Berto. Pero como él evitó la mirada, cuando ya la muchacha hubo pasado detuve a Berto tomándolo por un brazo y, bastante molesto, le dije:

—¿Cómo es posible que hayas tratado así a esa muchacha? ¿¡No se te ocurrió hacer otra cosa!?

Su respuesta, sin inmutarse, dicha sin alterar su marcha y con la sonrisa pícara que adoptaba casi siempre, fue:

—Me miró, la miré; nada me dijo, nada le dije.

Y los fines de semana del verano de ese año 1957 decidimos ir a Tazacorte a “enregar” (término que usaba él para referirse a pasear dando vueltas dentro de un mismo recinto, como una plaza) con muchachas de ese pueblo, pues nos resultaban más extrovertidas que las de El Paso. Tanto él como yo conseguimos, cada uno, una que nos gustaba, aunque la relación durara sólo ese verano.

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Eyilda, Berto, Chepina y yo en enero de 2019, en el 80° cumpleaños de Berto

Desde hace años comenzó a sufrir de varias afecciones, pero después de haber cruzado bromas por teléfono con él hace muy pocos días, la noticia de su inesperada muerte ha sido más dura para mí.

Buena persona y mejor amigo, fue el único hijo varón que tuvieron sus padres y, tal vez por añoranza de no haber tenido hermanos, varias veces le escuché decir que, si de él dependiera, no tendría un solo hijo, sino más de uno. Y vaya si lo logró: tuvo seis.

Desde aquí hago llegar nuestro pésame para todos ellos y sus descendientes, y en especial para nuestra amiga Eyilda.

Que descanses en paz, querido amigo Berto.

[FP}> Un viaje de dos caras, como una moneda: la una, un hermoso recuerdo familiar; la otra, algo para el olvido

24-06-2023

Carlos M. Padrón

Sin ánimo de jactancia debo comenzar diciendo que durante mi vida laboral visité 36 países diferentes y volé en 42 líneas aéreas diferentes (muchas ya desaparecidas), por lo cual perdí hace tiempo el interés por ver lugares nuevos y quedé hastiado de viajes aéreos, y no porque tenga miedo a volar, sino por lo mucho volado y porque, desde que se implantó el control de seguridad en los aeropuertos, quedó atrás, al menos para mí, lo de que volar era un placer. Y no soy masoquista.

Además de esto, en mi columna tengo un defecto congénito, defecto que se manifestó cuando yo tenía 40 años y que desde entonces supe cómo controlarlo, pero se agravó mucho como consecuencia de la radioterapia que no sólo mermó mi masa muscular —por lo cual apenas tengo fuerza física para nada—, sino que me dejó con dificultad para caminar debido a una debilidad en las piernas, y en la espalda un malestar permanente que varía de una simple molestia a un dolor agudo que, cuando camino, sobre todo sobre pisos con desniveles, me obliga a interrumpir la marcha sentándome o acostándome.

Por eso, hasta cada uno de los muchos aunque cortos viajes aéreos que, debido a mi tratamiento, he tenido que hacer entre La Palma y Tenerife es para mí una especie de tortura que me deja exhausto.

Pero Alicia, mi hija mayor, me dijo que ella, su esposo y sus dos hijos, vendrían a Madrid a mediados de junio y que le gustaría que nos reuniéramos allá, algo que hizo que, olvidando mi aversión a viajar y todo lo demás, aceptara la sugerencia de mi hija.

Y aceptado eso, de acuerdo con Chepina (mi esposa) decidimos que, llevando cada uno sólo un roller (esa pequeña maleta con ruedas que las líneas aéreas permiten llevar a bordo), nos iríamos a Madrid, y luego —por aquello de “Ya que estamos en el burro, arre burro pa´lante” (un dicho popular en la Canarias de mis tiempos)— cuando los míos se fueran, nosotros iríamos en tren AVE a Valencia donde, previo acuerdo, nos esperaría nuestra amiga exIBMista Rosa Masferré, y donde podríamos encontrarnos también con otros exIBMistas y otros conocidos.

20230716=Madrid. Con Ali y familia

De izquierda a derecha:  1. Ricardo Marimón, mi yerno;  2. Gabriel, mi nieto; 3. Carlos Padrón;  4. Alexandra, mi nieta;  5. Alicia, mi hija;  6. Chepina, mi esposa

Los dos hermosos días pasados junto a los míos, fueron días llenos de esos momentos que uno atesora como buenos recuerdos de la vida, como verdaderos hitos en nuestra existencia.

En la cara buena cabe también destacar la entrañable cena con el amigo exIBMista Rafael García y su esposa Miriam, a quien vimos por última vez cuando ambos vinieron a La Palma en 2009 a visitarnos; y la visita que, moviéndose por su cuenta, hizo Chepina a su amiga Adela, a quien no veía desde hacía tiempo.

Una vez que mi hija y los suyos se fueron de Madrid, nosotros fuimos a la estación Chamartín para tomar el AVE a Valencia. Allí, para bajar desde la sala de espera hasta el andén de trenes hay escaleras mecánicas.

Cuando nos llegó el turno de abordaje, Chepina entró primero en la escalera mecánica y yo lo hice después, detrás de ella, llevando el roller en mi mano derecha y agarrándome con la izquierda al pasamano. Pero apenas apoyé mi pie derecho en el primer escalón de la escalera, mi pierna derecha perdió su fuerza (ya me ha ocurrido antes) y caí hacia adelante sobre Chepina haciendo que ella cayera también hacia adelante… y ahí comenzó nuestro calvario.

Por suerte, alguien o algo paró de inmediato la escalera. Los pasajeros que venían detrás de mí me ayudaron a levantarme, y enseguida apareció a mi lado un joven con uniforme de Sanidad pública que insistía en que yo necesitaba asistencia médica, pero, como nada me dolía, dije que nada tenía (o eso creí), pues sólo me sentía atolondrado por el golpe recibido en la cabeza contra el lateral de la escalera y, cuando por fin caí en cuenta de que existía Chepina y, preocupado, miré hacia adelante, sólo vi que alguien estaba rodeado de varias personas que miraban hacia abajo, hacia los escalones, y que ese alguien tenía que ser ella.

Con la escalera aún detenida, algunos amables pasajeros nos ayudaron a llegar hasta el andén, y allí estaba la pobre Chepina toda magullada y quejándose de dolor y aún atendida por pasajeros que se portaron maravillosamente y la ayudaron hasta dejarla en su asiento dentro del vagón.

Aunque con mi dolor de espalda a millón, por la caída y el consiguiente estrés, cojeando y poco a poco pude llegar al asiento mío y, cuando ya junto a Chepina vi cómo estaba ella, cómo estaban su pie izquierdo, brazos y piernas (rasguños y moretones por todas partes visibles estando ella vestida), y me contó detalles de lo suyo y de que por el intenso dolor sintió que iba a desmayarse, caí en cuenta de que debimos quedarnos en Madrid, pero ya el tren estaba en marcha.

Una azafata, también servicial y amable, trajo dos veces dos bolsas de hielo para que Chepina se pusiera una sobre el pie izquierdo y otra en su rasguñado y dolorido brazo, y al llegar el tren a Valencia trajo para Chepina una silla de ruedas que alguien, creo que la misma azafata, empujó hasta dejar a Chepina en el banco que había en la cabecera de la cola para esperar taxi.

Y así, Chepina en silla de ruedas y yo renqueando detrás, nos recibió Rosa Masferré quien, a partir de ese momento, se convirtió en nuestro ángel de la guarda.

La cola para esperar un taxi era como de 50 metros, con un promedio de 2 o 3 personas en fondo, y los taxis llegaban de a cuentagotas. Rosa se puso al final de la cola mientras nosotros esperábamos en el banco y, pasada casi media hora, no hubo nadie que, viendo el deplorable estado en que se encontraba Chepina, tuviera la cortesía de cederle su puesto, hasta que una persona, creo que extranjera, lo hizo.

Rosa dejó entonces su puesto en la cola, aún a unos 5 metros de la cabecera, y en taxi, a cuyo chofer dio Rosa indicaciones, nos fuimos los tres hasta Urgencias del hospital más cercano donde en poco tiempo atendieron a Chepina.

Le dijeron que tenía esguince, le vendaron la pierda izquierda y le prescribieron descanso manteniendo en alto esa pierna y con hielo sobre el pie correspondiente. Y, debido a sus dolores, le recetaron calmantes que Rosa nos trajo de una farmacia cercana.

Desde ahí, fuimos en taxi al Hotel Sorolla, de la cadena catalana Sercotel, en el que Chepina había reservado y en el que los empleados de recepción, que hablaban con un para mí extraño acento, mostraron cero empatía, aunque vieron muy bien cómo estaba Chepina, tan jodida que aún no entiendo cómo pudo llegar hasta la recepción que está alta con respecto a la calle y con las necesarias escaleras y la obligada rampa para sillas de ruedas.

Si se ve el número de países que he visitado y se toma en cuenta que en los más de ellos pernocté en dos o más ciudades, podrá el lector hacerse idea de en cuantos hoteles he dormido, pero ninguno tan bizarro como ese Hotel Sorolla.

Para registrarnos me obligaron a firmar cinco formularios que, dado mi estado de ánimo y la urgencia por poner en cama a Chepina, no leí (de haberlo hecho no los habría entendido porque los escritos legaloides de este país parecen hechos para que sólo un abogado los entienda) y, aunque ya nuestra estancia estaba pagada, me pidieron un número de tarjeta de crédito para, según dijeron, cargar los gastos por posibles daños y por consumos del minibar. Como nuestras tarjetas de débito son de las que ahora no muestran su número, Rosa dio el número de la suya.

Sillas de ruedas no tenía el hotel, pero sí nos prestaron unas muletas, y Rosa llamó a su hija y le pidió que nos trajera desde su casa una silla de ruedas que, por motivos, familiares, guardaban ellos.

Ya en la habitación del hotel, Chepina pidió por internet al Centro de Salud de Los Llanos una cita con nuestro médico de cabecera, y se la dieron para el jueves 22 a las 10:30, o sea, para la mañana siguiente al día de nuestra llegada a casa. Ese tipo de citas nos ha funcionado bien varias veces.

Cuando por fin me saqué la ropa vimos que yo tenía en varias partes del cuerpo rasguños y moratones, pero, como parece que la radioterapia modificó también mi umbral de dolor, esas heridas me duelen sólo si hago presión sobre ellas.

Según comprobamos después, los precios del hotel son un robo, pues el primer día que decidimos bajar a desayunar a la cafetería (Chepina ya en silla de ruedas), un desayuno para dos, con café, croissants/cachitos y algo más, nos costó 34 euros, algo que en las cafeterías de Madrid donde desayunamos no habría costado más de 12. De los precios de almuerzos o cenas, mejor no hablar, como tampoco de lo que pretendían cobrar por traer una comida a la habitación.

Cuando después de ese desayuno quisimos regresar a nuestra habitación, no reparé en la disponibilidad de ascensores y, para tomar uno, quise volver al nivel recepción, uno más bajo que el de la cafetería. Para ello tuvimos que bajar por una rampa de muy pocos metros y, por la falta de fuerza que ya mencioné, estuve a punto de que la silla de ruedas con Chepina a bordo se escapara de mis manos y se estrellara contra un murito que había al final de la corta rampa. Mi susto fue mayúsculo.

En lo que sí se portaron bien los de la cafetería del hotel fue en darme gratis la cubeta de hielo que necesitamos cada día para que Chepina se pusiera hielo sobre su pie izquierdo.

Poco a poco, y a pesar de los intensos dolores que los calmantes no lograban disminuir, la pobre Chepina, que es de muy poco quejarse, con su acostumbrada sonrisa y buen talante aprendió a usar las muletas y con ellas se manejó dentro de la habitación.

Nuestra estancia en ese hotel estaba prevista para 4 días (17 a 21). Dado mi problema para caminar, el plan era que, como Chepina es muy buena para orientarse y manejarse en ciudades que no conoce, para conocer Valencia, con Rosa o sola, usaría metro, bus o taxi; mientras, que yo, que en 1993 conocí Valencia, me quedaría en el hotel. Pero, dado lo ocurrido, ahí tuvimos que quedarnos los dos, y fue nuestra amiga Rosa quien se encargó de traernos, cada día después del primero, desayuno, almuerzo y cena. Algo que te agradeceremos de por vida, querida Rosa.

20230621=Hot. Valencia. CHP y Rosa

Chepina y Rosa Masferré

20230621=Hot. Valencia. Rosa y CMP

Rosa Masferré conmigo

El vuelo que Chepina había reservado para regresar a Madrid (a la terminal T4, la más enredada de las muchas que conozco) y tomar desde allí el vuelo directo a La Palma salía de Valencia a las 6 de la mañana y, como no somos adivinos, Chepina no había pedido sillas de ruedas para esos vuelos, ambos de Iberia. Cuando desde el hotel quiso hacerlo a través de la página de Iberia, le reservaron dos sillas para el vuelo a La Palma, pero sólo una para el de Valencia a la T4 porque, dijeron, no había más sillas disponibles.

El buen amigo Leo Masina, también exIBMista y que vive en Valencia, me dijo que esa gestión de sillas debía hacerse con Aena, la empresa que está a cargo de los servicios en todos los aeropuertos españoles, y me dio el número de teléfono al que, después de las 8 de la mañana, podría yo llamarles.

Así lo hice y, cuando por fin pude hablar con un humano, la respuesta fue que para el vuelo desde Valencia a Madrid sólo teníamos asignada una silla de ruedas, y que así lo confirmaba. Lo que no me dijo, ni yo le pregunté, es cómo conseguiría yo esa silla al llegar al aeropuerto de Valencia a las 5 de la mañana.

Como Leo tampoco sabía, llamé de nuevo a Aena y me dijeron textualmente que “a la entrada principal del aeropuerto hay a la izquierda un tablero que tiene un botón para solicitar los servicios de Aena”. Nosotros entendimos que había que entrar al aeropuerto por la entrada principal y a la izquierda veríamos el tal tablero; pero no, éste está antes de entrar.

Mi gran preocupación era ahora cómo asegurar que un taxi nos llevara al aeropuerto para llegar a las 05:00 de la mañana, o sea, una hora antes de la salida de nuestro vuelo.

Cuando en mis bajadas a por hielo vi que en la recepción había sólo una muchacha que no era ninguna de las antipáticas que estaban el primer día, le expuse mi problema de taxi y de cómo bajar a Chepina, sentada en la silla de ruedas y por la larga rampa que había que usar para llegar al nivel de la calle, algo que yo solo no podría hacer y no me arriesgaría a hacerlo.

La muchacha me dijo que ellos solían pedir taxi para esas horas tempranas, y que el taxista siempre subía a la recepción y que, tal vez, él podría encargarse de bajar a Chepina, pues a esa hora no habría en el hotel nadie que pudiera ayudarme, lo cual no me extrañó porque nunca vi allí ni un solo office-boy de los que siempre vi en los hoteles y que, entre otros servicios, se ofrecen a subir o bajar a/desde la habitación el equipaje de los clientes.

El martes 20 en la tarde bajé de nuevo a recepción y tuve la suerte de encontrar, y otra vez sola, a la misma muchacha con la que ya había hablado yo antes. Le pedí que nos despertara a las 03:30 del día 21 y que pidiera que el taxi estuviera listo para salir a las 04:30, pero me quedé con la gran preocupación de cómo bajar a Chepina hasta el taxi.

En la noche del 20 dejamos listo el equipaje. Nos despertaron a las 03:30 y, luego del aseo posible, bajamos a recepción antes de las 04:30. Por suerte, no sólo estaba allí, sola y monda, la misma muchacha (por lo visto le había tocado el turno de noche), sino que también estaba ya el taxista, un señor como sesentón que hablaba con acento andaluz.

Le expliqué lo de mi necesidad de que él bajara a Chepina por la rampa, la colocara en el taxi, subiera con la silla de ruedas ya vacía y bajara luego los dos rollers, un servicio por el que, le dije, le pagaría lo que él pidiera. Su respuesta fue “Usted tranquilo”. Echó mano a la silla de ruedas y la bajó con Chepina a bordo, y al rato regresó con la silla vacía y se llevó los dos rollers.

Ya más tranquilo, devolví a la muchacha del hotel las tarjetas-llave y demás, ella chequeó en el sistema, y al rato me dijo que todo estaba bien, o sea, entendí que no había cargos que hacer en la tarjeta de crédito de Rosa; espero que así sea.

También le expliqué que, según el acuerdo que Rosa había hecho con alguien del hotel cuyo nombre yo no sabía, ella podía dejar en recepción la silla de ruedas y pasaría a buscarla el mismo día 21. La muchacha, siempre muy amable, puso sobre la silla un papel en el que escribió “Rosa Masferré” y se la llevó.

Aplicando mi sistema para, cuando no me queda de otra, bajar o subir escaleras, bajé hasta el taxi y partimos rumbo al aeropuerto al que, por suerte, llegamos a las 04:40.

Durante el viaje, el bueno del taxista no paró de hablar, identificó nuestro acento y hasta se interesó por el volcán de La Palma, me ayudó a dejar a Chepina en un asiento muy cerca de la entrada del aeropuerto y un tanto lejos de su taxi. A mi pregunta de cuánto le debía, me dijo que 21,25€. Le di 30, me pidió que esperara para buscar en su coche el vuelto, y cuando le dije que nada de eso, que los 30 eran para él, me dio las gracias y hasta me hizo una especie de reverencia.

Miré a la izquierda, vi el tablero que los de Aena me habían dicho, fui hasta él, apreté el botón y ni siquiera sonó repique alguno. Repetí la operación varias veces, pero con el mismo resultado. Analizando mejor el tablero, vi que en letra no muy visible decía que ese servicio estaba disponible a partir de las 06:00 de la mañana.

Después de recordar a los ancestros del operador de Aena que, aunque le di los datos de nuestro vuelo, incluida la hora de salida, me dijo que sólo tendría una silla de ruedas, viendo yo que en el tablero había números de teléfono a los que llamar, opté por llamar al mismo que Leo me había dicho que sólo atenderían después de las 08:00 y, para mi sorpresa, me contestaron.

Expliqué lo que yo quería, la operadora me dijo que esperara porque iba a comunicarme con un operador. Quedé con mi teléfono pegado al oído y, de pronto, escuché la voz somnolienta de un hombre quien, apenas comencé a explicarle mi caso, me dijo que yo estaba equivocado porque estaba hablando con Raúl. Miré entonces la pantalla de mi teléfono y vi que decía que yo había llamado a mi primo Raúl, que vive en El Paso.

Sé que la tecnología informática hace cosas raras, pero en este caso se pasó porque no le encuentro explicación alguna.

Frustrado, molesto y preocupado por el tiempo disponible, opté por entrar a la terminal y buscar el counter de Iberia. A un par de empleados uniformados como personal del aeropuerto pregunté dónde estaba ese counter. Uno de ellos, una muchacha joven, me miró y siguió caminando sin decir palabra, y el otro me dijo que estaba al final del área donde nos encontrábamos, un largo pasillo de unos 60 metros donde sólo hay counters de líneas aéreas.

Llegué al final y no vi nada de Iberia. Allí pregunté de nuevo a otro empleado que me dijo que Iberia estaba al otro extremo del largo pasillo. Soportando no sé cómo el dolor de espalda y la falta de estabilidad, llegué hasta el otro extremo, pero tampoco vi nada de Iberia. Para colmo, se repitió la operación con los “muy atentos” empleados (tal vez les molestó que yo no les hablara en valenciano), y de nuevo fui hasta el otro extremo del pasillo.

Cuando por tercera vez me dijeron lo mismo caminé como pude y por tramos cortos, recostándome en la pared para recuperar aliento y alivio del dolor, y recostado estaba cuando reparé en que en una de las colas a la entrada de la sala para esperar vuelos había un empleado de Aena que llevaba en silla de ruedas a una mujer mayor que parecía extranjera.

Me acerqué a él y, en tono creo que suplicante (lo noté en su cara) le pedí que, por favor, me ayudara a conseguir una silla porque mi mujer llevaba rato sentada sola fuera de la terminal y teníamos riesgo de perder nuestro vuelo que salía a las 06:00. Su respuesta fue un asombrado “¡¿Quéeee?!”.

Cuando le expliqué en detalle mi caso, el tipo casi montó en cólera porque no entendió cómo pidieron que usara el tablero si me vuelo salía a las 6 de la mañana. Me pidió que lo acompañara y, llevando aún la silla con la vieja señora, me llevó hasta un área de Aena en la que había una veintena de sillas de ruedas y, a cargo de ese área, un empleado de Aena. Cuando el otro le explicó a éste mi caso, el a cargo de las sillas maldijo por irresponsable a no sé a quién, y me consiguió una silla y un empleado de Aena que me hiciera el servicio.

Con él salí fuera de la terminal, donde Chepina había quedado sola y a cargo de los rollers, y el de Aena la sentó en la silla. Creo que mientras la empujaba iba arrastrando uno de los rollers, y que yo, haciendo eses y lidiando con el dolor de espalda, caminaba detrás de él arrastrando el otro.

Ese empleado nos atendió hasta que pasamos el fastidioso control de seguridad y, yo diría que por los pelos en cuanto a tiempo, nos sentó en el avión con destino a la T4 de Madrid.

Allí nos recibieron con una silla de ruedas para cada uno, aunque a veces me pidieron que yo caminara ciertos tramos hasta llegar a la mía y, en raros medios de transporte que se conectaron al avión como si fueran mangas de abordaje, y después de escalas aquí y escalas allá con chequeo de documentos, nos dejaron (al menos sin tener que pasar control de seguridad; ventaja de ir en tránsito) en la T4 frente a la oficina de Aena, y nos pidieron que esperáramos allí hasta que vinieran a buscarnos poco antes de la hora de abordar el vuelo a La Palma.

Dada la proximidad a la oficina de Aena, pedí que me confirmaran que en La Palma tendríamos dos sillas de ruedas, y me dijeron que sí, que tendríamos dos.

Llegado el momento de abordaje, no había silla para mí, sólo para Chepina, pero, como la puerta de embarque a La Palma estaba cerca, seguí haciendo de tripas corazón y, apoyándome en pasamanos y en el respaldo de los asientos, pude llegar al mío, y detrás de mí entraron a Chepina en su silla hasta ocupar el suyo.

Luego las azafatas gestionaron cambios de asiento para que los dos estuviéramos juntos, pues inicialmente Chepina tenía fila 10 y yo 9.

Algo a destacar de ese abordaje es que la empleada a cargo de verificar los boarding passes, de pronto cogió el micrófono y, enfadada, dijo “Se recuerda a los pasajeros que este vuelo es a La Palma, no a Palma de Mallorca ni a Las Palmas de Gran Canaria”. Así es de “bien” conocida mi isla natal.

A menos que se caiga el vuelo, dije con sarcasmo a Chepina, creo que llegaremos a La Palma.

Y sí, llegamos a La Palma, pero tampoco había silla de ruedas para mí. Los de Aena a cargo de eso me pidieron que caminara desde mi asiento hasta la puerta del avión, pero cuando me vieron caminar concluyeron que sí necesitaban para mí una silla de ruedas. Desde su asiento hasta la puerta del avión sí trajeron a Chepina en silla de ruedas. Y nos pidieron paciencia.

No sé cómo hicieron, pero después de una espera un tanto larga, mi silla apareció y en sendas sillas nos llevaron hasta el parking junto a nuestro coche/carro.

Para ver de viajar a casa en nuestro coche, tuve un problema al que por suerte encontré solución.

Me explico. Ir en taxi desde Los Llanos, donde vivimos, hasta el aeropuerto de La Palma cuesta unos 50€, y el viaje de regreso creo que cuesta más. Como tampoco queríamos molestar a amigos o parientes para que nos hicieran ese servicio, Chepina averiguó que dejar estacionado nuestro coche por una semana en el parking del aeropuerto de La Palma costaría 54€, bastante menos que los 90€ de taxis, así que, manejando Chepina (yo ya no lo hago) fuimos hasta el aeropuerto y en su parking dejamos nuestro coche.

Pero Chepina no podría manejar de regreso, así que Jorge, un primo mío hermano de Raúl, ése al que desperté en la madrugada, se comprometió a ayudarnos. Raúl trajo a Jorge hasta el aeropuerto, y con Jorge manejando nuestro coche llegamos a casa donde ya nos esperaban unos amigos que, además de traer una muleta para Chepina, nos trajeron también comida. Más tarde, otra amiga nos trajo un sabroso y enorme bizcocho, de ésos a los que aquí llamamos bizcochón y que, si mal no recuerdo, se usaba en mis tiempos como obsequio de bienvenida.

Las ventajas de contar con muy buenos parientes y muy buenos amigos son algo imprescindible y del más alto valor y necesidad en la vida.

Debo reconocer que el servicio que con extrema amabilidad nos dieron todos los empleados de Aena a cargo de las sillas de ruedas fue algo encomiable y digno de agradecer y hacer saber. Ellos no tienen culpa de que, según supimos, Aena no sólo tenga falta de personal, sino también falta de sillas de ruedas.

Y creo que hasta aquí llegó mi relación con los viajes y las escaleras mecánicas, y hasta con los populares apartamentos airbnb, pues de los tres en los que hasta ahora nos hemos alojado, en dos no me ha ido bien.

Ya en casa, Chepina quiso revisar lo de la cita del 22 a las 10:00 en el Centro de Salud y, para ingrata sorpresa, la cita había desaparecido. Dispuestos a conseguir ayuda cuanto antes, Chepina pidió cita a un fisioterapeuta que una prima mía nos había recomendado y, por suerte, la dio para el 22 a las 08:00.

Con ayuda de la muleta, Chepina pudo caminar desde el ascensor del edificio en que vivimos hasta el taxi, entrar en él con los trabajos que eran de esperar, y así llegamos, antes de las 08:00, frente al despacho del fisioterapeuta, y dispuestos a que, al salir de allí, compraríamos en una farmacia cercana dos muletas, pues Chepina no se manejaba bien con sólo una, pero sí había aprendido en Valencia a manejarse con dos.

El fisioterapeuta llegó puntual y llevó a Chepina a su lugar de trabajo al que vi que un carrito trajo varios aparatos electrónicos. Yo quedé sentado en la recepción, y al rato, y para mi susto y sorpresa, escuché gritos de Chepina, unos más agudos y largos que otros, pero gritos quejumbrosos de una mujer que no tiene costumbre de quejarse y menos de lloriquear.

Eso duró casi una hora, y luego, ¡milagro!: Chepina salió caminando, sin muleta ni venda en la pierna; sólo con unos largos como esparadrapos de color azul que he visto en algunos futbolistas.

El milagroso y experto fisioterapeuta le encontró dos esguinces en la cara interna del pie izquierdo y le dijo que nada de reposo ni de muletas ni de venda; que así como estaba, y hasta la próxima cita, podía moverse libremente, aunque con cuidado, por la casa o por la calle.

Le pedí cita para mí, aunque mi caso es diferente, y tanto que acerca de él me dijo un fisioterapeuta que lo mío era de ‘agua y ajo’, o sea, de ‘aguantarse y a joderse’. Sin embargo, espero que en algo me pueda ayudar este fisioterapeuta que obró el “milagro” con Chepina.

[FP}— Nos ha dejado otro para mí muy querido amigo: Gilberto Cruz Calero (q.e.p.d.)

19-12-2022

Carlos M. Padrón

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Falleció a las 12 de anoche en el Hospital General de La Palma víctima de un repentino derrame cerebral contra el que nada pudo hacerse.

Aunque su nombre era Gilberto, lo llamábamos Bero. Según él me explicó, cuando era pequeño le preguntaban cómo se llamaba, y contestaba que Gilbero. De ahí —y por economía verbal, supongo— se pasó a Bero. Para más señas, se añadía Carracote, que es el apodo dado a su familia desde generaciones anteriores.

Hemos sido amigos desde que yo tenía 12 años, y a partir de ahí cultivamos nuestra amistad y proximidad cada vez que tuvimos oportunidad, siendo la más destacada lo que vivimos según conté en “Agonía en La Caldera: 50° aniversario de una excursión que pudo ser mortal”, una aventura que, porque estuvo a punto de causarnos la muerte, fundamentó nuestra amistad por el resto de nuestras vidas.

Como logramos escapar con bien de este evento, cada vez que pudimos, los cuatro amigos que lo vivimos nos reuníamos en la fecha aniversario para celebrar que aún respirábamos. Con la marcha de Bero, ya quedamos sólo tres.

clip_image0022009. La Cumbrecita. Celebración del 53 aniversario. De derecha a izquierda: Wifredo, Lelo, Bero y yo.

Cuando después él se fue a Tenerife a sus estudios de aparejador y yo ya trabajaba allí, seguimos con lo nuestro. Y estando yo ya en Venezuela, cada vez que tuve oportunidad me acerqué a Canarias y muchas de esas veces fue Bero quien me recogía (o nos recogía, si yo llegaba acompañado) en el aeropuerto y luego me/nos paseaba por Tenerife para que yo hiciera visitas que necesitaba hacer o a conocer lugares no visitados antes. La vuelta a la isla fue algo bastante frecuente.

En la mayoría de nuestros encuentros, tanto en Tenerife como en La Palma, íbamos a “pagar una promesa”, que es el nombre que él jocosamente daba a ir a comer con amigos a un restaurante, pues con su buen humor de siempre le buscaba el lado chistoso a todo.

La foto que sigue es de junio de 1969 cuando desde Caracas vine a El Paso por la gravedad de mi padre, que murió el 24 de ese mes. Bero había venido desde Tenerife por la fiesta del Sagrado.

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Dos veces (1980 y 2001 y siempre un noviembre) estuvo en Venezuela, donde aún tiene familia, y las dos veces estuvo en mi casa. En la visita de 1980 nos tomamos en mi casa esta foto:

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Y en la de 2001 pude devolverle el favor de recogidas y llevadas al aeropuerto. Además, vino a mi casa el día 07 de ese mes y me hizo el honor de quedarse esa noche.

Aunque a nuestras edades la muerte nos golpea cada vez con mayor frecuencia, cada golpe nos duele, y éste ha dolido a muchos, pues Bero tenía muchos amigos que hoy estamos de luto.

Vaya desde aquí nuestro pésame para toda su familia, tanto la de aquí como la de Venezuela, que hoy lloran una muerte inesperada.

Que descanses en paz, querido amigo Bero.

[FP}> 60 años de mi entrada a Olivetti de Venezuela

10-09-2022

Carlos M. Padrón

Hoy se cumplen 60 años de mi entrada a Olivetti de Venezuela, C.A., algo que nunca pensé hacer, pero que, por no desairar a un compañero de trabajo que yo tenía en Comercial Barberá, acepté acompañarlo a Olivetti, donde él había trabajado antes, para que me hicieran una entrevista de trabajo, pues, según ese compañero de trabajo, en Comercial Barberá estaba yo perdiendo el tiempo.

Mientras esperaba que me recibiera quien en Olivetti me iba a entrevistar, vi cómo una máquina imprimía sola registros contables, y eso me enamoró. Mal sabía yo que ese incidente sería el comienzo de mi camino hacia IBM y hacia los mayores cambios en mi vida.

Quien me entrevistó en Olivetti fue José Cerezo, natural, como yo, de la isla de La Palma, y acepté el trabajo que me ofreció siempre que éste me diera acceso a entender la programación de la máquina que los dos oíamos trabajando sola.

Como gerente que Cerezo era del departamento encargado de la venta de tales máquinas, aceptó mi condición, y así, el 24/08/1962 dije adiós al catalán Floreal Barberá, dueño de Comercial Barberá, y el 10/09/1962, después de los quince días de preaviso que debí cumplir con esa firma, entré en Olivetti.

El compañero de trabajo que me llevó a Olivetti era un gallego de apellido Álvarez, de profesión auditor, que también regresó a Olivetti, pero que, para cuando yo destaqué en esa compañía y quise darle las gracias, ya se había ido. Por más que lo busqué, no di con él, y quedé con el mal sabor de boca que me deja el no poder mantener contacto con las personas que han sido claves en mi vida.

Como ya lo hice en el artículo “Mi llegada a la computación y a IBM – Un tributo a quienes influenciaron mi vida. Hechos y anécdotas”, hoy publico esto como un intento más de hacerle llegar a Álvarez mi agradecimiento.

[*FP}> Un aniversario más (y no uno cualquiera) de la excursión que pudo ser mortal

Hoy, día 6, es el 66 aniversario de la aventura que tres de mis amigos y yo vivimos en nuestra excursión a La Caldera (El Paso), según relaté en este artículo:

Agonía en La Caldera: 50° aniversario de una excursión que pudo ser mortal

Hemos de agradecer que, aunque todos ya octogenarios, a pesar de enfermedades y dolencias, algunas propias de la edad y otras no, los cuatro estamos aún vivos y nos vemos así:.

20220706=Los cuatro de La Caldera

Y los cuatro debemos estar alertas porque se dice que 666 es el número del Anticristo, algo que, de ser cierto, presagiaría un mal año para nosotros, como ya lo fue para la entonces muchacha que mencioné en mi relato.

[*FP}— Acerca de mi libro «Aquel futuro de mil caminos». Reedición con aclaratoria

Los Llanos de Aridane, 23-05-2022

Después de saber la opinión que acerca de mi libro “Aquel futuro de mil caminos” tienen muchas personas que, a diferencia de muchas otras, nunca emigraron a Venezuela, he caído en cuenta, siete años después, de los errores que en mi libro cometí. El más básico es que debí reseñar uno por uno los 24 casos reales que contiene el libro, y sin hacer que todos fueran vivencias de Mario, el protagonista, un personaje que, ahora lo entiendo, inventé sin necesidad.

Creo que este libro es el menos comprendido de los editados en Canarias porque sólo lo entienden quienes nacieron terminada ya la Guerra Civil, fueron educados bajo la represión sexual impuesta por el dúo Iglesia-Franquismo, y emigraron a Venezuela en la década de los años 60. Me incluyo entre esas víctimas.

La mayoría de estas personas ya murieron, y las que quedan aquí, pero que no emigraron, opinan que mi libro es (doy sólo algunos ejemplos) la historia de un hombre que tuvo mala suerte en el amor, una biografía agazapada (ojalá hubiera sido yo el protagonistas de algunas de las vivencias de Mario), una novela de la que se espera continuación a ver qué pasa con el matrimonio del protagonista, una novela cuyo protagonista es un gilipollas, etc. O sea, fracasé en mi intento de poner de relieve los estragos causados por esa represión, porque, simplemente, ésos que no salieron de aquí no sufrieron sus nefastos efectos y, como no emigraron a otras tierras, no tuvieron con qué comparar.

La prueba más clara de esto salió de mi conversación con un matrimonio coetáneo de dos buenos amigos míos pasenses que nunca emigraron. Hablando acerca de mi libro y de los hombres pasenses que emigraron a Venezuela y olvidaron a la mujer e hijos que aquí habían dejado, la amiga me dijo que en su barrio se dieron tres casos. Mi respuesta fue que si eso lo proyectaba a todo El Paso, los casos tal vez llegarían a la docena, incluido el de ‘fulanito’, pariente lejano de ella.

Asombrada me preguntó si yo conocí a ‘fulanito’, a lo cual respondí que lo conocí porque fui a verlo, hablé con él y su caso está en mi libro. La próxima pregunta de ella fue que por qué haría él eso, a lo cual respondí que porque, según me dijo él y me dijeron otros (y me ciño a argumentos comunes a todos los casos), la respuesta sexual que en Venezuela recibían de la venezolana que allá habían encontrado como pareja les hizo sentirse liberados y ver lo que, más que falta de interés, sintieron ellos como desprecio, engaño o trampa de parte de la mujer que aquí habían dejado, algo que había afectado su autoestima y les había hecho perder el legítimo disfrute del sexo que ahora conocían y que aquí nunca tuvieron.

Seguros de que la mujer de aquí ni siquiera en el cuidado personal podría cambiar, y jamás podría darles lo que les daba la de allá, decidieron no volver.

La respuesta que mi amiga dio a esta mi explicación me dejó frío: “¡Como si eso fuera tan importante!”. En su cabeza no cabe que lo sexual pueda producir tales consecuencias.

Entendí que así pensarían todas las de su época, y que ella no había hablado al respecto con las mujeres que, digamos que de La Palma, emigraron a Venezuela en compañía de sus maridos, o se reunieron con ellos más tarde, y, después de estar allá por un tiempo, algunas cayeron en cuenta del daño que les había hecho la represión sexual, de la que ellas, al igual que sus maridos, habían sido víctimas.

Las que nunca aceptaron esto no lograron sacudirse ese lastre, y pagaron el precio, y hubo otras que, al igual que sus maridos, sí se lo sacudieron y hasta consiguieron sacarle provecho permanente, pues esa represión deja huellas imperecederas.

Repuesto del shock que me causó la esclarecedora respuesta de mi amiga, comprendí que en mi libro debí decir que el estrago que esa represión ocasionó entre esos hombres emigrados a Venezuela —hombres que en Canarias fueron ciudadanos ejemplares por íntegros, honestos y trabajadores—, debe ser analizado al revés, o sea que si  partiendo de los efectos se valora la causa, hay que concluir que algo que produjo tan terribles efectos tiene que haber sido una causa terriblemente dañina, como realmente lo fue.

Y así he llegado a pensar que el título de mi libro debió ser “El por qué de las viudas blancas”, pero cuando lo escribí desconocía yo el apropiado nombre que en un documental canario le habían dado a las mujeres cuyos maridos emigraron a Venezuela y se olvidaron de ellas: viudas blancas.

P.D.- Porque no había mujer ni hijos involucrados, y por no reactivar el dolor de un hermano, buen amigo mío, no mencioné en el libro el caso de un pasense de 20 años que a la semana de haber llegado a Venezuela salió a cenar con unos amigos paisanos que lo habían acogido en Caracas y, terminada la cena, los amigos lo llevaron a un burdel. Una prostituta le mostró lo que el muchacho nunca había visto, y éste cayó muerto fulminado por un derrame cerebral.

¿Qué veinteañero de ahora no sabe de sexo y no ha visto, aunque sea en fotos, el cuerpo desnudo de una mujer? Eso explica por qué cuando leen mi libro dicen que Mario era un gilipollas.

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04-09-2015

Carlos M. Padrón

De la presentación oficial

Como anuncié en «Presentación de mi novela «Aquel futuro de mil caminos«», el acto tendría lugar el viernes 21/08/2015 a las 20:00 horas, en la Casa de La Cultura de El Paso, y así fue.

Gracias a la valiosa y desinteresada colaboración que para el caso pusieron varios de mis amigos, el presentador oficial fue el Dr. Oswaldo Izquierdo Dorta, quien es Doctor en Filología Románica, catedrático de Lengua y Literatura Española, inspector en Enseñanza Secundaria, profesor de la UNED, así como escritor e investigador, y sobre su obra y currículo podrán verse datos en estas entradas:

Confieso que yo no tenía idea de la existencia de este tipo de presentaciones de libros, y cuando el amigo Roberto González me lo mencionó, lo asocié con las imágenes vistas en TV en las que aparece un escritor que, sentado en una librería junto a una pila de ejemplares de su libro, firma los que la gente compra. Pero no, se trata de algo muy diferente.

En este caso, y como muestra la foto que sigue, tras una mesa ubicada sobre el escenario de la Casa de la Cultura de El Paso nos sentamos el Dr. Oswaldo Izquierdo (a la izquierda), don Andrés Carmona (al centro) —concejal de cultura del Ayuntamiento de El Paso, y gracias a quien se consiguió fecha y lugar para celebrar este acto como uno más de los correspondientes a la Bajada de la Virgen del Pino—, y yo, frente a una audiencia de más de 40 personas que, según opiniones dadas luego por conocedores de estos actos, fue más que buena para un pueblo agropecuario y pequeño como El Paso, y para un acto que, porque no fue previsto con la debida anticipación, no pudo aparecer en el programa oficial de las fiestas de esa bajada, y que, por ello, apenas tuvo promoción.

Durante la intervención de don Andrés Carmona

Abrió el acto don Andrés Carmona, quien me presentó ante el público, y luego el doctor Oswaldo Izquierdo hizo lo que considero una detallada y precisa exégesis de mi novela, pues captó con precisión el trasfondo que en ella hay.

Terminada la disertación del doctor Izquierdo, éste invitó a un coloquio y a una sesión de preguntas y respuestas entre los asistentes y yo, acto que tuvo la virtud de emocionarme más allá de lo que me habría gustado hacerlo, y, entre esto y la dedicatoria y firma de los ejemplares que de «Aquel futuro de mil caminos» compraron algunos de los asistentes, trascurrió más tiempo del que nos habían asignado para este acto.

A quienes no hayan leído aún mi novela ‘Aquel futuro de mil caminos’, les sugiero que escuchen antes, en la voz de los expositores, los archivos de audio asociados a las entradas que siguen (la sugerencia es también válida para quienes ya la hayan leído):

  1. Introducción a cargo de don Andrés Carmona
  2. Presentación a cargo del Dr. Oswaldo Izquierdo
  3. Coloquio con el autor
  4. Sesión de preguntas y respuestas

Nota: Estos cuatro archivos son de audio, pero, como fueron grabados desde lejos y con un celular, para escucharlos hay que darle mucho volumen al aparato donde se los reproduzca y, si posible, usar auriculares.

O lean la versión escrita de la

Durante las dedicatorias y firmas

20150821-CMP firmando 1

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Después de la presentación, una foto de familia

De izq. a derecha: Violeta Padrón, Chepina Pernía de Padrón, Víctor Hernández Padrón, María del Carmen Padrón, María Celia Padrón, y Carlos M. Padrón

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Y un brindis de celebración

Sólo me resta expresar, una vez más y por este medio, mi agradecimiento a todos los asistentes, a don Andrés Carmona, quien, aunque avisado ya tarde, consiguió darnos espacio y tiempo para la presentación, y a los buenos amigos:

  • Dr. Oswaldo Izquierdo, por su excelente análisis de mi novela,
  • Roberto González Rodríguez, quien se encargó de servirme de enlace personal con la editorial, y a tal fin viajó dos veces desde La Laguna a La Orotava.
  • Javier Simón, quien se prestó a recibir y entregar los libros destinados a El Paso.
  • Dr. José María Brito Pérez, quien efectuó ante Oswaldo Izquierdo las gestiones oportunas para que éste hiciera la presentación de que trata este artículo.

Comoquiera que el amigo Wifredo Ramos, cronista oficial de El Paso, no pudo asistir a esa presentación, me hizo llegar el texto de lo que en ella habría usado como guía para una disertación; un texto que, como Wifredo estuvo apremiado de tiempo por incidentes imprevistos y de última hora, resultó una especie de resumen de apuntes para una exposición más larga y elaborada. El resumen puede verse AQUÍ.

[FP}— Cómo zafarse del drogamor. Un caso verídico

Nota previa.- Pasados 25 años de lo que abajo relato, y lejos ya de Venezuela, me decido a completar y publicar hoy lo que, estando aún en Venezuela, comencé a escribir el 29-11-2012. Es un resumen que incluye lo que, del caso que relato, considero más relevante para el propósito de este artículo, que no es otro que ilustrar cómo zafarse del drogamor.

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27-09-2021

Carlos M. Padrón

Por los varios artículos que en esta sección he puesto hablando de que no sólo es posible zafarse del drogamor, sino que hacerlo es una cuestión de importancia vital, he recibido por e-mail muy variopintas observaciones, algunas cuasi burlas, y también abiertas peticiones de que explique cómo puede un drogamorado escapar del peligroso drogamor.

En la sección Drogamor dije que la clave para escapar es usar la decactetización hasta que el caso esté debidamente ‘elaborado’, o sea, listo para su cierre sin dejar cabos sueltos que nos persigan de por vida.

Pero como eso parece no haber sido suficiente, por cuanto se me piden explicaciones más detalladas, voy a contar, de forma muy, pero muy resumida, cómo logré zafarme del drogamor la cuarta vez que caí en él, pues fue para esa vez, y no para las tres anteriores, cuando ya sabía qué hacer para salvarme. Antes, ni siquiera había acuñado yo la palabra ‘drogamor’.

La historia —verídica, aunque he cambiado nombres de personas hechos y lugares— ocurrió hace 25 años, y aquí la reduzco sólo a los hechos y palabras relevantes para el fin mencionado, o sea, para ilustrar cómo detectar que se está drogamorado, y cómo aplicar la decactetización. Y la magnitud de tal reducción sólo puede apreciarse cuando se sabe que el caso al que apliqué con éxito la decactetización me tomó nada menos que 3 años y 9 meses de mi vida (exactamente 1.341 días). Tuve buen cuidado de anotar las fechas, porque eso ayuda para el proceso de decactetización.

Lo puesto en letra cursiva son comentarios míos que destacan puntos clave en el proceso de decactetización.

***

Cuando yo llevaba poco más de un año en Madrid, en uno de mis viajes a Venezuela en 1995 fui a una oficina bancaria a hacer una operación que requería de mi presencia personal, y me atendió la gerente del departamento, una dama llamada Vanessa.

Según mi inveterada costumbre, en silencio la examiné en detalle, y me pareció atractiva aunque no mucho. Su cara era bonitica y su cuerpo me pareció bien proporcionado para su tamaño, si bien su actitud me resultó un tanto infantil para una mujer cuarentona.

Por motivos de la evolución de esa operación bancaria, Vanessa me llamó varias veces a Madrid, y como en especial la última de las llamadas me evitó un problema crediticio, de regreso definitivo en Venezuela la llamé para darle las gracias, y la invité a almorzar.

Dudó por un momento. Le pregunté si había algún problema y me dijo que no estaba segura de si el banco permitiría que sus gerentes socializaran con clientes, pero que no iba a preguntar, sino que se arriesgaría a aceptar mi invitación.

Y después de ese almuerzo vinieron otros, además de cenas, asistencias a fiestas —con baile como parte de ellas—, bautizos, reuniones y diligencias de familiares suyos, etc.

En largas chácharas nos contamos nuestras vidas. Vanessa era, al igual que yo, divorciada, y tenía una hija adolescente. En Caracas, y por razones sociales y de trabajo, conocía a medio mundo, gozaba de don de gentes, y su manera de actuar y hablar resultaba fresca, abierta y simpática.

Pasados unos cuatro meses de nuestra primera salida, para mi sorpresa —pues, como ya dije, no me deslumbró tanto cuando la vi por primera vez— caí en cuenta de que me había enamorado de aquella mujer, algo que, como siempre ocurre, Vanessa notó antes que yo, y procedió a comportarse en consecuencia, haciendo gala de lo que luego vi muy claro: un deseo de manipular nuestra relación, de un estira y encoge que sólo satisfacía a su ego.

Más tarde entendí que tenía razón una veterana astróloga que me dijo que no había conocido a un Aries que no fuera sádico y engreído, y Vanessa era Aries.

A pesar de ser, como de hecho soy, un romántico confeso e irredento, soy también poseedor de una poco frecuente pero útil dicotomía entre sentimiento y razón. Y ésta, la razón, saltó de inmediato y me recordó que apenas me separé de la que fue mi mujer, se me dijo que no se me ocurriera establecer ninguna relación sentimental seria antes de que pasaran unos tres años, algo de lo que tomé buena nota porque me gusta escarmentar en cabeza ajena.

Y ahí comenzaron mis dudas sobre mi relación con Vanessa, pero, sintiéndome huérfano de afectos, me arriesgué a seguir adelante porque tampoco era bueno cortar en seco y porque no había encontrado yo aún el fallo por donde abrir el hueco de la decactetización.

Aguantar por lo menos 18 meses sin formalizar ningún compromiso mayor (vida en pareja, embarazo, etc.) es clave para descubrir ese fallo. El primero de los tres fallos que más contribuyeron a que la decactetización consiguiera su propósito tuvo lugar exactamente a los 18 meses del comienzo de mi relación con Vanessa.

De los casi diarios almuerzos y cenas —a veces ambos el mismo día; creo que mientras salí con Vanessa visité más restaurantes que los que había visitado en toda mi vida, lo cual es muy significativo habida cuenta de que no soy amigo de ellos— pasamos a reuniones, diurnas y nocturnas, en nuestras respectivas casas, excursiones de montaña, viajes al interior del país, con pernocta en un buen hotel si el viaje era de más de un día, etc.

En la primera de esas excursiones montañeras, a las que Vanessa iba siempre vistiendo un pantalón lycra muy ceñido, me puse deliberadamente detrás de ella para recrearme mirando su trasero bien formado, pero no hubo en mí la explosión de atracción sexual que era de esperar, algo tan insólito que se me hizo claro que si yo seguía con aquella mujer era debido a mi orfandad de cariño, lo cual, pensé, era para una relación una base mejor que el sexo, pero eso no disipaba las dudas que la relación me había creado.

Y fue entonces cuando, sumando esto al sadismo y a cómo Vanessa me lo aplicaba aprovechándose de una necesidad emocional mía que no era correspondida en igual medida, decidí comenzar el largo y minucioso proceso de decactetización recomendado por el Dr. M. Scott Peck.

Para ello empecé a tomar buena nota de lo que sigue, y a magnificarlo adrede al máximo, enfatizando sólo lo malo que podría generar en el futuro.

  • Las acciones y rasgos de carácter que Vanessa tenía, y que a mí, aunque me gustaban en ella, nunca me gustaron en ninguna otra mujer. Síntoma típico de drogamor.
  • Sus afirmaciones sobre cómo sería su proceder ante ciertas situaciones que yo consideraba importantes.
  • Sus opiniones sobre asuntos clave, como la imagen sobre sí misma, los hombres, el sexo, la relación de pareja, su familia, sus amistades, etc.

Y, sobre todo, yo esperaba poder cazarla en una mentira, en un incumplimiento, en una falta de honestidad, o sea, en una falla de las que para mí son de vital importancia, como lo es el engaño.

La consiguiente lucha entre drogamor y decactetización me deprimió, mis defensas se vinieron abajo, y me pasaba enfermo la mayor parte del tiempo, de lo cual se aprovechó, entre otras, mi afección de garganta que reapareció más agresiva que nunca, y un día, estando yo en México, la depresión me dejó totalmente mudo y no pude completar el trabajo que allí había ido yo a hacer.

La parte buena de la crisis de lo de la garganta fue que mi otorrino descubrió que la causa era una vieja sinusitis cuya mucosidad, ya rancia, se había adherido a la pared trasera de los senos nasales, y tendrían que operarme para extraerla. El día que fui a que me hicieran los últimos exámenes y se fijara la fecha de mi operación, el otorrino, un excelente profesional, me miró muy serio y, sin más, me dijo: «Ven cuando estés mejor, pues yo no meto al quirófano a nadie que esté deprimido». Eso, que me sonó a humillante bofetada, tuvo la virtud de picar mi deteriorada autoestima y darme ánimos para continuar, con redoblados bríos, el proceso de decactetización.

Mo operación, que fue en la mañana, requirió que me quedara hospitalizado por una noche. Vanessa se ofreció a quedarse conmigo, a lo cual me negué.

Entre los diálogos que sostuve con ella, y a los que saqué mucho provecho, destacan éstos:

—A todos los hombres que me han amado [que eran unos tres, según me dijo], incluido el padre de mi hija, los he dejado yo, y todos siguen amándome todavía—, me dijo un día.

—No soy un hombre como ésos—, le respondí.

—No, tú eres masoquista, pues te vas y siempre vuelves.

Era cierto que yo hice eso varias veces, pero lo que ella no sabía era que yo lo hacía para darme un respiro, para recapitular repasando todo lo ocurrido, revisar mi estrategia, ajustarla a los hechos, recuperar ánimos y volver luego a buscar más argumentos. Fueron esas vueltas mías lo que ella interpretó como masoquismo.

Otro diálogo de antología fue el siguiente. Decidido a comprobar lo que ya yo suponía, le pregunté:

—¿Qué esperas del hombre que sea tu pareja?

Sin pensarlo apenas, como si ya la respuesta la supiera de memoria y la tuviera lista para soltarla en cualquier momento, me dijo:

—Que me consienta; que me sea fiel; que siempre crea que soy, y me lo diga, una mujer única y especial; que me lleve de viaje a países que me gustaría conocer; que me lleve a cenar a buenos restaurantes; que le guste que yo vaya de compras; que no olvide agasajarme en las fechas de nuestros aniversarios; que no critique nada mío…

—Y todo eso, ¿a cambio de qué?—, le pregunté.

Creo que si en aquel momento ella hubiera descubierto algo tan impactante como que yo era extraterrestre no habría puesto la expresión de asombro que puso. Se quedó boquiabierta, mirándome fijamente y, a todas luces, sin saber qué contestar, pues, según me dijo tiempo después, ese hombre tenía que darse por más que satisfecho con sólo tenerla a ella por mujer. [Claro, ¡cómo no se me había ocurrido tan obvia y equitativa correspondencia!].

Y, después de una larga pausa, me preguntó, entre asombrada y molesta:

—¿¡Cómo que a cambio de qué!?

—Sí, quiero saber qué le darías tú al hombre que satisfaga esa larga lista de aspiraciones que tienes—, le expliqué.

Nuevo titubeo, esta vez ya bastante azorada y algo sonrojada —nunca supe si de ira o de vergüenza—, y, de pronto, una respuesta insólita:

—Bueno, ¡le haría sopitas ricas!

Ante ésta y otras declaraciones de calibre parecido, me encontré indeciso en cómo definirla: si una adolescente cuarentona, o una cuarentona adolescente.

Otras «perlas» que de inmediato alimentaron la batería de la decactetización fueron:

  • “No quiero hacerte daño”, me dijo un día en que era obvio mi deplorable estado de ánimo, pero lo dijo en tono sarcástico, pues ella estaba muy consciente de los efectos que su actitud me causaba. Y otra vez recordé lo de la astróloga y los Aries.
  • «¿¡Cuándo me he quedado yo en casa un viernes en la noche!?». [Siendo, como soy, eminentemente hogareño, no tendría futuro una relación mía con una mujer así].
  • «¿Para qué sirven los hombres? ¡Sólo para hacernos hijos!». [Con tal creencia, ¿qué relación heterosexual puede salir adelante?].

Y lo más valioso de todo fueron, entre otros de índole similar, los tres hechos que detallo a continuación y que, cuando comenzaron, los bauticé como Putadas de Vanessa.

En una gasolinera de Caracas vi una calcomanía (pegatina) con las siglas PDV a las que de inmediato les di mentalmente el significado de Putadas De Vanessa y, para mejor recordar lo de las putadas y sacarles provecho en el proceso de decactetización, compré la calcomanía y la pegué en la parte externa de la base de la maleta —donde ésta tiene las ruedas— que usaba yo en mis frecuentes viajes.

Así, cuando al regresar de un viaje esperaba yo en el área de recogida de equipajes del aeropuerto, y aparecía mi maleta en la banda giratoria, siempre veía las letras PDV que refrescaban en mi memoria lo que para mí significaban, enfriaban mis ganas de ver a Vanessa después de mi viaje, y me preparaban para recordar y aprovechar más las PDVs ya habidas, y las más que sospechaba yo que vendrían.

Así fue, y éstas fueron las tres PDVs que me sacaron del hoyo:

1.- La parrillada

Un amigo y compañero IBMista me invitó —además de a otros varios compañeros, con sus cónyuges o novios/as— a una parrillada en su casa un sábado de junio de 1997. No queriendo ser yo el único que, posiblemente, asistiría sin pareja, pedí a Vanessa que me acompañara.

Me dijo que sí, pero una hora antes de la convenida para salir me llamó para decirme que no, porque unos amigos la habían invitado a la práctica de un deporte que a ella le gustaba mucho.

[Alguien que no cumpla su palabra no tiene futuro conmigo].

2.- La boda

Al recibir yo en agosto de 1997 la invitación a la boda del hijo de un buen amigo mío, le pedí a Vanessa que me acompañara a esa boda. Miró su agenda y me dijo que, por trabajo, tendría que viajar al exterior, pero que regresaría a tiempo para acompañarme. Sin embargo, dos días antes de la boda, por vía de su familia me envió aviso de que no podría estar de vuelta a tiempo.

Cuando por fin regresó y le pregunté qué había pasado, su respuesta, sin tapujos, fue que unos amigos la habían invitado a quedarse unos días más en la casa de ellos.

Al notar mi poco agradable sorpresa, y sabiendo ella que soy persona que cumple lo que promete, me dijo tranquilamente: «Carlos, con tal de hacer algo que me guste, prefiero incumplir lo prometido a alguien, que tener que lamentar el no haber disfrutado de ese algo por querer cumplir lo que prometí».

[«Otra joya más para mi colección», me dije].

3.- La película

Un domingo de septiembre de 1999, al regresar de uno de nuestros casi fijos almuerzos de fin de semana, pasamos frente a una sala de cine en la que anunciaban el estreno de la película “The Thomas Crown affair”. Al ver el cartel de anuncio, Vanessa dijo:

—¡Ay! Yo vi esa película hace años y me gustó mucho. Me han dicho que ésta es un remake y me gustaría verla.

—¿Cuándo quieres que vengamos?—, le pregunté.

—Pues podría ser el martes a la función de las 6:30 de la tarde.

—Bien— le respondí—, el martes te llamaré antes de ir a recogerte.

Y así lo hice desde mi oficina, pero me contestó que no podría ir conmigo a ver la tal película porque se le había presentado un compromiso. Me quedé tranquilo y me fui a mi casa.

El sábado siguiente —o sea, apenas cuatro días después— al pasar de nuevo frente al mismo cine, Vanessa, de lo más tranquila, me dijo

—No me gustó la película.

La sorpresa al escuchar eso me generó el presentimiento de que algo bueno resultaría, así que, también muy tranquilo, le pregunté:

—¿Y cuándo la viste?

—El pasado martes—, contestó sin inmutarse.

Y ésa fue la gota que colmó el vaso: a la tercera fue la vencida. Me costó un mundo reprimir un grito de triunfo, aunque, por más que traté, no pude disimular una sonrisa. Extrañada, Vanessa me preguntó de qué me reía, y al contestarle que se debía a que me había acordado de un chiste, ella —cuyo sentido del humor, al igual que su oído musical, brillaban por su ausencia— replicó «¡Tú y tus chistes!».

Llegados frente a su casa me invitó a entrar, pero rehusé. Nos dimos el acostumbrado beso de despedida y, rebozando alegría, puse rumbo a la casa mía.

Por fin había yo conseguido y puesto en su lugar la última piedra del edificio de la decactetización: ¡Vanessa me había engañado, me había incumplido tres veces, y se había quedado tan fresca!

Era la prueba de deshonestidad que yo había estado esperando, la que concluía el proceso de elaboración del caso y me permitía cortar, sin más, aquélla para mí peligrosa y dañina relación. Esa noche dormí a pierna suelta, tan bien como no había dormido en años.

Como pasaron varios días y no la llamé, me llamó ella:

—¿Por qué no me has llamado?—, me preguntó.

—Porque se acabó lo que tú creíste masoquismo—, fue mi respuesta.

—¿Y cómo es eso?—, replicó sorprendida.

—Pues que no soy como esos hombres que dices que te siguen amando aunque los dejaste. Se acabó, Vanessa, esta vez soy yo el que deja.

Tal vez pudo más el impacto de tal declaración que la curiosidad por saber más, pues cortó la llamada.

Meses después, cuando yo estaba ya con Chepina, nos encontramos a Vanessa en un centro comercial, y las presenté. No sé qué impresión sacaría Vanessa de ese encuentro, pero días después vino a mi casa para, según me dijo, comprarme un CD de canciones de mi hija Elena.

Entró, no sentamos, uno frente al otro, en el porche trasero, le serví una copa y ella, que venía en falda bastante corta, cruzó las piernas y comenzó a balancear el pie que le quedaba en el aire, de forma tal que la zapatilla que calzaba ese pie hacía, al chocar contra el calcañar, un ruido muy audible, tanto por la intensidad como por la machacona frecuencia.

Al no estar ya drogamorado sospeché de inmediato que algo tan premeditado tenía que ser una trampa. Miré de reojo las zapatillas y caí en cuenta de que eran unas que yo le había regalado, así que me hice el loco y no me di por aludido.

Habrían pasado unos 5 minutos cuando, sin más, me preguntó:

—¿Y qué es de la vida de la mujer que me presentaste el otro día en el centro comercial?

—¿Te refieres a Chepina?—, le pregunté a mi vez para no dar oportunidad a que luego me dijera que se trataba de otra.

—Sí, creo que me dijiste que se llamaba así.

—Pues está trabajando.

Entonces miré adrede miré mi reloj y añadí,

—Ya debe llegar dentro de un rato.

Vanessa enrojeció de golpe y, con voz alterada, me preguntó:

—¿¡Quieres decir que vive aquí!?

—Sí, somos pareja—, le respondí muy tranquilo.

Se levantó de inmediato y se fue a toda prisa.

Después de tantos años, las pocas veces que, por algún hecho azaroso, recuerdo el caso Vanessa y me percato de cuán a punto estuve de caer en un negro precipicio, me recorre un escalofrío. Y de nuevo, como aquel lejano día en que me sentí al fin liberado y lúcido, recuerdo también que éste fue en mi vida el cuarto —y espero que último— episodio de drogamor, y me vienen a la memoria unos versos entresacados de la «Balada del niño arquero», maravilloso poema de mi inmortal paisano, el gran poeta Tomás Morales, que mentalmente recito así:

    Cuatro veces, drogamor, me has herido.
    Más de cuatro pasaron tus flechas silbando a mi oído.
    He cerrado la verja de hierro que guarda la entrada
    y he arrojado después al estanque la llave oxidada.

[FP}— Hoy se cumplen 60 años de mi llegada a Venezuela

26-07-2021

Carlos M. Padrón

En detalle expliqué esa llegada en los dos artículos que refiero abajo. Ya han pasado 60 años, pero, no puedo usar la manida expresión ‘parece que fue ayer’ porque ese gran hito en mi vida tiene ya más visos de sueño que de realidad, y se me antoja aún más irreal cuando, como ahora, lo recuerdo desde mi tierra natal.