[*ElPaso}– Menos mal que Nicolasa no supo esto acerca de los besos en la boca

18-11-14

Carlos M. Padrón

Allá por la década de los 50 del siglo pasado, conocí en El Paso a Nicolasa, una mujer a quien el solo pensamiento de besos en la boca le provocaba náuseas.

El mayor deseo de su novio, mientras fue tal, era que Nicolasa le diera un beso, pero cada vez que él le pedía eso, ella amenazaba con poner fin a la relación, así que, si hemos de hacer caso a lo que la propia Nicolasa contaba, su matrimonio se consumó y «funcionó» por muchos años sin que en los virginales labios de ella se posaran jamás los de un varón.

Esto no obstante tuvo dos hijos, y un día, cuando frente a una pareja joven y vecina de ella proclamaba con ánimo aleccionador lo asqueroso que era el beso, esta pareja quiso jugarle una mala pasada y, sin más, se dieron un beso en la boca, ante lo cual Nicolasa emitió un horrible grito de asco y corrió hacia el baño a vomitar, después de lo cual regresó junto a la pareja y les prodigó una sarta de insultos que iban desde cochinos a degenerados y, maldiciendo aún, puso rumbo a su casa hecha una furia.

Años después, cuando Nicolasa había alcanzado la tercera edad y la viudedad, confesó que el último deseo que, ya en su lecho de muerte, le formuló su marido, fue que le diera un beso en la boca, pero, según las confesiones de Nicolasa, el pobre hombre se fue al otro mundo sin haber conseguido ése su más caro anhelo.

Tal vez Nicolasa era simplemente anormal o, lo que es más probable, fue una víctima más, aunque muy destacada, de la educación maldita —oscurantista, interesada, manipuladora, antinatural, sectaria y aberrante— que por años nos impuso el dúo franquismo-Iglesia, y que dañó de forma permanente, y en mayor o menor grado, la vida social y matrimonial de miles de jóvenes, una maldición que alcanzó a las generaciones descendientes de parejas aberradas que impusieron a sus hijos este nefasto modelo empaquetado en fanatismo religioso.

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18/11/2014

José Manuel Nieves

Ochenta millones de bacterias pasan de boca a boca en un solo beso

Ése es el precio que hay que pagar por un simple beso de diez segundos. Durante ese breve lapso de tiempo, en efecto, se produce una transferencia masiva de microorganismos entre los dos enamorados. El estudio, recién publicado en la revista Microbiome, también ha descubierto que las parejas que se besen un mínimo de nueve veces al día terminan teniendo en sus bocas el mismo tipo de comunidades bacterianas.

Un enorme y complejo ecosistema de cerca de 100 billones de microorganismos (una comunidad que recibe el nombre de microbioma) vive normalmente en el interior del cuerpo de cada ser humano. Y resulta, además, esencial para que podamos, por ejemplo, digerir los alimentos, sintetizar los nutrientes o prevenir un buen número de enfermedades.

Pero no todas las personas tienen el mismo microbioma. Su composición, es decir, el tipo de microorganismos que lo forman, se modela en cada uno de forma ligeramente diferente, y esas diferencias dependen tanto de la genética de cada individuo como de su alimentación o de su edad. Y también, por supuesto, del tipo de personas con las que se relacione.

Una de las zonas del cuerpo en las que esas diferencias resultan más evidentes es, sin duda, la boca. En ella, en efecto, pueden vivir hasta 700 variedades distintas de bacterias, y más que en ninguna otra parte de nuestro organismo esa variedad depende, también, de las personas con las que pasamos más tiempo.

Los autores de la investigación, con sede en Holanda, estudiaron a 21 parejas, a las que pidieron que rellenaran un cuestionario sobre su comportamiento afectivo, especialmente en lo referente a los besos, para saber con qué frecuencia, de media, unían sus bocas en ese gesto de cariño.

Después de lo cual tomaron muestras de sus bocas para investigar la composición exacta de las comunidades bacterianas, o microbiota, de cada uno, especialmente las de la lengua y la saliva.

Los resultados mostraron, sin lugar a dudas, que las parejas que se besaban con mayor frecuencia tenían comunidades bacterianas muy similares. Y esta «compenetración bacteriana» se acentuaba en aquellas parejas que se besaban, de media, nueve o más veces al día.

Remco Kort, investigador principal del estudio, afirma que «los besos más íntimos implican un contacto pleno de las lenguas y un intercambio de saliva que constituye un comportamiento único en la naturaleza y que resulta común en el 90% de las culturas conocidas. Las explicaciones habituales de la función que desempeñan los besos entre los humanos asignan, normalmente, un papel muy importante al microbiota presente en la cavidad oral, aunque los efectos exactos de esos besos nunca habían sido estudiados. Nosotros queríamos averiguar hasta qué punto las parejas comparten su microbiota oral. Y resulta que, cuanto más se bese una pareja, más similares serán sus comunidades bacterianas».

Los investigadores pidieron a las 21 parejas que se dieran también una serie de «besos experimentales controlados» para cuantificar con la mayor exactitud la transferencia de bacterias. Para ello, uno de los miembros de cada una de las parejas tomó una bebida probiótica que contenía diversas variedades específicas de bacterias, entre ellas, Lactobacillus y Bifidobacteria. Y los investigadores hallaron que, después de cada beso íntimo, la cantidad de total de esas bacterias que se transferían al receptor rondaba los 80 millones en un beso de diez segundos de duración.

El estudio también sugiere un importante papel para otros mecanismos capaces de afectar al microbiota oral y que son la consecuencia de un estilo de vida compartido, de los hábitos de alimentación y de higiene.

Un detalle curioso sobre el experimento: los investigadores pudieron comprobar, y aplicar a sus resultados para que las cifras no se falsearan, que hasta el 74% de los varones encuestados declaraban besar a sus parejas justo el doble de lo que decían ellas.

Fuente

[*ElPaso}– Discurso de don Manuel Galeno, politólogo pasense ‘de secano’

28-05-14

Juan Antonio Pino Capote

De El Paso de Arriba a El Paso de Abajo y de norte a sur, este prosopopéyico caballero andante recorría el pueblo en su caballo blanco, que le servía como tribuna para discutir sus elaboradas teorías y filosofía de la vida.

 

Anoche, en mis sueños, se me apareció don Manuel y, a modo de susurro cómplice, me dijo en tono despectivo:

—¡POLÍTICA DE GALLINERO!

—¿Qué cuento de gallinas es ése, don Manuel?

—Calla y escribe, tú que eres instruido.

Y me dictó el siguiente discurso:

POLÍTICA DE GALLINERO

Europa desnortada

Con motivo del desastre electoral al Parlamento Europeo en mayo de 2014

«Y toda la Humanidad está desnortada, desquiciada, y el planeta polucionado y perdido por los desechos de de sus pobladores.

La Europa de la Ilustración, la de la cultura, la de los grandes progresos y descubrimientos, también está engolfada en esta POLÍTICA DE GALLINERO. Como gallinas en un corral, se vive de los picotazos que nos damos y de los granos que violentamente arrebatamos a la homóloga o prójima, sin orden ni justicia, sino por la ley del más fuerte.

Pero todas cacareando mucho y protestando porque no están conformes con su estatus. Y cada vez son más en el mismo gallinero y, como solía decir el mago: “Más gallinas en un gallinero, más mierda y menos huevos”. Pero todas las que pueden estiran su cuello picoteado y enmierdando para salir en la foto, o para cacarear su también enmierdado discurso. Y luego salen a bombo y platillo en todos los medios cuando alguna logra un cacareo extraño o estridente. La estridencia y los gritos, están de moda.

Un poeta festivo solía decir:

Este mundo es un relajo
en forma de gallinero,
que los que suben primero
se cagan en los de abajo.

Mas, si sube algún guanajo
de peso no muy ligero,
puede que se parta el gajo
y se vayan pa’l carajo
los que subieron primero.

La mayoría de estos enmierdados discursos son de autobombo y de falsas promesas que no apuntan a las verdaderas realidades y exigencias de las circunstancias, sino a lo que les gusta oír a las demás gallinas. Más abundantes son los discursos descalificadores, condenatorios y hasta calumniosos y un “quítate tú para ponerme yo”. Y así una legislatura tras otra, dando vueltas a la noria de nuestro desdichado destino.

Una gallina sale volando del corral

Dos generaciones que tienen que ponerse de acuerdo; no sólo protestar, que no es más que cacarear. Alguien dijo “¿Por qué andar como las aves de corral, cuando podemos volar como las águilas?”. Sencillamente porque no sabemos más que cacarear, dar picotazos y, si es posible, no hacer ni un esfuerzo para poner un huevo. Y si alguien intenta volar, se llevará los mayores picotazos. Nadie se atreve a volar, y todos siguen jugando a lo mismo.

Después de tantos años de democracia, nadie remonta el vuelo; todos siguen dando picotazos y cacareando sobre lo mismo. Después de que Felipe González repitiera la frase de Mao: “Gato blanco, gato negro, qué más da si caza ratones”, entendí que las filosofías, las ideologías y los principios habían periclitado.

Hemos comprobado que las alternativas de poder no son más que eso: alternativas de poder para aprovecharse lo más posible de manera alternativa. Todos prometen arreglarlo todo, y luego, más de lo mismo. Pero nadie se pone a pensar en el descubrimiento que pueda resolver los problemas de toda la Humanidad a gran escala, a escala mundial.

Claro que eso no da votos ni poder ni chollos. Siguen con los picotazos y los cacareos. En el cuarto trastero está la filosofía de Sócrates, Platón, Jesucristo y hasta del propio Marx, que nunca soñó con las grandísimas diferencias y explotaciones que íbamos a tener.

Tampoco soñó que la democracia iba a servir para que los políticos nos vendieran al mejor postor capitalista. Por esto, después de los cacareados 100 años de honradez, los progresistas también han perdido el norte y no nos conducen a ningún progreso real y efectivo a gran escala, salvo al cacareo descalificador.

Los chicos del 15-M consiguieron congregar multitudes, pero sólo para decir que no estamos de acuerdo con el rumbo de nuestra sociedad. Y no se mostraron dispuestos a cambiar algo ni con propuestas viables ni con una actitud perseverante. Se diluyeron por carencia de programas e ideales.

Los grandes cambios socioeconómicos perversos invalidaron las teorías económicas de John Adams Smtith y las de Keynes, tenidas como axiomáticas en las escuelas de economía de hace algún tiempo. Las bondades del libre mercado han perecido por el libertinaje desmadrado con que nuestros gobiernos les han permitido actuar, con los grandes Bancos como cómplices, sin que nadie les haya cortado las alas.

Así estamos, pues las causas de la actual crisis son de sobra conocidas, pero las gallinas siguen enfrascadas en su afán de poder y del mayor picoteo, en la pura inmediatez gallinácea

En nuestra sociedad hay grandes economistas y grandes hombres que podrían ayudar mucho en la corrección de todos los desafueros perpetrados, pero les faltan los altavoces que manejan unos medios amordazados por los gobiernos y el capital. A los aguerridos jóvenes del 15-M no les hicieron falta estos medios asalariados para aglutinar unas multitudes reivindicativas en Madrid.

Queda claro que con un DIALOGO ENTRE GENERACIONES se podrían plasmar unos grandes principios y actitudes generales para ofrecer unos NUEVOS HORIZONTES PARA LA HUMANIDAD. Y éste sería el nuevo y verdadero progresismo, y no el de boquilla que han querido imponer como una moda de los jóvenes, los guapos, los inteligentes y los solidarios, haciendo el juego a cualquier partido o perro con distinto collar.

No les he oído pronunciarse contra el moderno totalitarismo sibilino de la GLOBALIZACIÓN, que no es para el bien de los consumidores, sino para una mejor explotación de los mismos a nivel planetario, y para acumular un poder ante el cual tiemblen los gobiernos. Pobres gobiernos mal paridos en las urnas y secuestradores de votos, amordazados por el capital.

No discutamos entre nosotros, en nuestros pobres y enmierdados corrales, y tratemos de volar como las águilas en las alas de un nuevo progresismo solidario y activo, y capaz de poner el cascabel al gato, sin temor a represalias. Una tarea de un sindicalismo potente y superior, apoyado por grandes mayorías y con la salvaguarda de la Policía —y hasta de los ejércitos, si fuera necesario—, aunque seguramente no tendrán armas por no tener dinero, asfixiados por los poderosos capitalistas.

Alguna alternativa deberá servir para lograrlo. No basta con pedir trasparencia y honradez, que sería mucho, sino llegar el meollo de la gran especulación del libertinaje financiero que no conoce límites ni reglas.

Entrarían en la escena dos grandes protagonistas complementarios: Los sabios pensadores, filósofos y experimentados conocedores de la realidad que formularían los principios generales y la carta de navegación con argumentes inequívocos y contundentes; y los jóvenes progresista y aguerridos que proclamarían, exigirían y ejecutarían el programa. Por definición, los autodenominados progresistas deberían dedicarse primordialmente a este cambio y no a jugar a nuevos ricos o a imitar a los dictadores bananeros disfrazados de socialistas.

Debe quedar claro, como dijo Stephen Convey: “Si sigues haciendo lo que estás haciendo seguirás consiguiendo lo que estás consiguiendo”. Y lo que estamos consiguiendo no sirve y es necesario un NUEVO ORDEN SOCIAL, por el bien de cuantos habitamos este maltrecho planeta que es la Tierra.

Y mi admirado don Manuel se despidió diciendo: “No digas a nadie que he vuelto, y firma como tuyo lo que te he dictado”».

Don Manuel, desde su humildad, no sabe que en El Paso su firma tiene más prestigio que la mía, y por eso no le voy a guardar el secreto. Lo entenderá y me perdonará.

Artículo relacionado:

[*ElPaso}– Las infidelidades de La Reducida

14-11-2013

Carlos M. Padrón

Como ya conté en La sabiduría de dos madamas pasenses, Las Reducidas eran una de las familia cuyas féminas ofrecían sus servicios de forma bastante discreta y, para los estándares de la profesión, muy conservadora.

Una de sus «miembras» (¿no se dice así ahora?) se las arregló para engatusar a Alberto, un pasense con no mucha perspicacia que terminó casándose con ella.

Lo de la poca perspicacia poco le importó a La Reducida; le importaba más el hecho de que, al parecer, Alberto no lograba satisfacer las necesidades sexuales de ella, y tal vez por esto, porque tal vez era ninfómana, o porque no podía resistir la tentación de continuar con la práctica que de soltera había tenido, terminó cayendo en ella.

Comenzó cuando Alberto consiguió trabajo en otro pueblo bastante alejado de El Paso, y para cumplir con él debía ausentarse de su casa de lunes a viernes, ambos inclusive, y dejar sola a su mujer, circunstancia que ésta aprovechó para, con paciencia y mucho criterio gerencial —aplicando parámetros de seguridad y gusto personal—, ir buscándose cinco amantes, uno para cada uno de esos días.

Por eso de los buenos criterios de seguridad, prefirió hombres casados que se verían en problemas, sociales y de pareja, si sus mujeres descubrían infidelidades; y, a falta de éstos, hombres solteros pero discretos hacia los que ella se sintiera atraída.

Y así completó la colección de cinco que listo a continuación, la inicial de cuyos nombres, inventados ahora por mí, he hecho coincidir con la del día de la semana en que a cada uno le tocaba visitar a La Reducida.

  1. Lunes. Luis, casado, panzón, pero con dinero.
  2. Martes: Manuel. También casado, calvo, pero con más dinero que Luis
  3. Miércoles: Matías. Tenía poco dinero, y estaba casado con una mujer que, al igual que la de Manuel y la de Luis, creía que el débito conyugal —costumbre muy en boga en aquella época entre las damas «finas» y beatas—, era un castigo que la moral y las buenas costumbres obligaban a aceptar. (¡Lo que uno tenía que ver y callar en aquel entonces!).
  4. Jueves: Julio. Alto, soltero y cojo, pero buen mozo
  5. Viernes: Venancio. También soltero, más joven que Julio, pero menos atractivo.

Los cinco se conocían entre sí y se habían comprometido, por la cuenta que les tenía, a mantener el asunto tan en secreto como les fuera posible, cosa no muy fácil en un pueblo pequeño.

Un buen día, sin embargo, algo se filtró, el bueno de Alberto entró en sospechas, y un viernes se presentó de improviso en su casa y sorprendió a su mujer en la cama con Venancio.

Mientras Alberto fue a buscar un machete, Venancio alcanzó a medio vestirse y salió corriendo, a monte traviesa, perseguido por un energúmeno Alberto que, machete en ristre, le gritaba amenazas de muerte.

En su alocada carrera, Venancio pasó frente a la casa de Matías, quien, al verlo correr de aquella forma, se preguntó el motivo, pregunta que tuvo respuesta cuando pocos segundos después vio a pasar, también corriendo, al enfurecido Alberto.

Porque era más joven que Alberto, o por el miedo a ser alcanzado por éste, Venancio logró alejarse de su perseguidor y esconderse a buen recaudo fuera de su vista. Alberto, refunfuñando maldiciones, frustrado y, regresó sobre sus pasos.

Y cuando al fin Alberto estuvo bien lejos, Matías, que sospechaba dónde se había escondido Venancio, fue a buscarlo, lo encontró, y a la pregunta de qué había pasado, Venancio, aún jadeando por el cansancio de la forzada carrera, se limitó a decir:

¡Menos mal que hoy no es jueves!

[*ElPaso}– La sabiduría de dos madamas pasenses

30-09-13

Carlos M. Padrón

En la época a que se refiere la anécdota —verídica pero con nombres ficticios—, que conté en Mujeres de vida alegre, había en El Paso otras mujeres de igual estilo de vida.

Incluso, y como supe en mi reciente estadía allá, había muchas más de las que yo creí que había, y, por tal creencia, en el mencionado artículo escribí que La Cantona era una de las pocas mujeres de vida alegre que entonces había en el pueblo.

¡Craso error! Había muchas más, y entre ellas, y como suele ocurrir en toda sociedad, existían rangos, jerarquías; diferencias tal vez sutiles, pero diferencias al fin y al cabo.

Muchas iban por libre, y ejercían en solitario, pero otras eran miembros de una misma familia, como Las Pechugonas, Las Reducidas, y algunas familias más conformadas por varias féminas, en las que todas éstas ejercían, de forma más o menos explícita o pública, la profesión más vieja del mundo.

Y en algunas de esas familias, la madre era la alcahueta o regenta; digamos que la madama.

La madre de Las Pechugonas era una madama atípica, pues trabajaba «hombro a hombro» con sus hijas, y era tal su apego a la perfección en el ejercicio profesional de la familia que en cierta ocasión vio que la mayor de sus hijas hacía con un cliente algo que podía mejorarse, y diciéndole «Boba, ¡eso no se hace así!», la empujó fuera del catre, ocupó ella su lugar junto al cliente, y diciéndole a la hija «¡Mira cómo se hace!», puso «manos a la obra».

¡Qué abnegada demostración de espíritu docente y búsqueda de la excelencia!

Flor, la menor de esas hijas, resultó la alumna más aventajada, traviesa y conflictiva, y por sus hazañas en sexo, sus escándalo sociales y sus tropiezos con la Guardia Civil, llegó a ser el buque insignia de su clan familiar, lo cual preocupó mucho a La Cantona quien, por aquello de la competencia —que en los pueblos pequeños suele ser más ruin que en los grandes—, quiso saber si realmente Flor representaba una amenaza para su fama profesional, y un buen día se dirigió a su madre —la anciana que, según Julián Lara, necesitaba «un verde». Véase Mujeres de vida alegre— y le preguntó:

—Mamá, ¿quién es más puta, Flor La Bonchona o yo?

La anciana miró de soslayo a su hija, meditó por unos segundos, y, mientras se alejaba con prudencia, en una demostración de profunda sabiduría de vida y elegante salida por la tangente, dio por respuesta una expresión de sólo tres palabras que aún hoy, cerca de un siglo después, se usa en El Paso —y posiblemente en otros pueblos de La Palma— como lo que con más precisión indica la conveniencia de no abrir la boca para evitar meter la pata, de reservarse la propia opinión, de crearle al otro un completo suspense aumentando su curiosidad, de dejar en el aire, de forma breve y concisa, la duda de si se está o no de acuerdo con lo que a uno le han preguntado, etc.

El encanto de esa expresión, y en el contexto en que fue dicha, es que podría expresar burla, ironía, sarcasmo, compasión, discreción, desinterés,… Y no sólo eso, sino que, además, podrían dársele o todas estas acepciones, sólo algunas, o sólo una.

La anciana dijo: «Larán, larán, callareme«.

Otra versión —con base vez más lógica, y de fuente que conoció a las protagonista—, cuenta que, por un descuido, La Cantona quedó en estado, y no queriendo que se supiera lo mantuvo tan en secreto como pudo.

Cuando por fin dio a luz, también en secreto, metió a su anciana madre en la cama —algo más fácil que estacarla en la huerta—, puso a su lado al recién nacido, y salió a decir a los vecinos que su madre, a pesar de su avanzada edad, había dado a luz de nuevo.

Cuando los curiosos vecinos fueron a conocer a la criatura, La Cañona les dijo:

—¿Ustedes creen que no es una vergüenza que a la edad que tiene mi madre haya parido otra vez?

A lo que la anciana, mirando al techo, exclamó:

—»Larán, larán, callareme».

¡Qué riqueza de sutiles contenidos en tan breve frase! De ahí que siga usándose hoy para, ante una pregunta o planteamiento que resulte escabroso, ridículp o comprometedor para quien lo hizo, dar a entender, sin nombrarlas, cualesquiera de las acepciones mencionadas.

No se supo —o al menos no ha llegado a mis oídos— cuál de ésas le dio La Cantona, quien tampoco sospechó siquiera, como tampoco sospechó su madre, que su elocuente «Larán, larán, callareme» ganaría la fama de que aún goza, sobreviviría a las dos, y mantendría en el tiempo el recuerdo de ambas.

Hay que reconocer que estas dos madamas —la madre de Las Pechugonas y la de La Cantona— fueron mujeres adelantadas a su tiempo, pues la una fue pionera en el servicio al cliente, los reality shows (subidos de tono), y la presentación de espectáculos en vivo, en directo y en tiempo real; y la otra, en el sapiente uso de lo que hoy se llama una respuesta políticamente correcta.

[*ElPaso}— De novelas, de tomo único y por entregas

01-12-12

Carlos M. Padrón

Entre los años 1949 a 1953 —y por motivos que nunca entendí bien, pues yo tenía entonces entre 10 y 14 años—, a mi casa natal, en El Paso, acudían por las noches de ciertas épocas del año, y preferiblemente de sábados o domingos, varios vecinos, la mayoría mujeres solas, pero algunas con sus maridos.

Todos ellos, con mis padres, mis dos hermanas y yo (mis hermanos estaban ya en Venezuela) nos sentábamos a la mesa del comedor, y, dependiendo de la cantidad de asistentes, se jugaba lotería o baraja (Brisca o Ronda).

En la mesa del comedor, en el sentido de las agujas del reloj: 1, Victoria Pérez Martín, mi madre;  2, Tomás Padrón Sosa, mi padre, siempre en su puesto en la cabecera de la mesa;  3, María del Carmen Padrón, mi hermana menor;  4, María Celia Padrón, mi hermana mayor;  5,  Antonio Martín Pérez, el llamado Toto Castillo;  6, Carlos M. Padrón;  7, Elsa Armas, la mujer de mi hermano Raúl que fue quien tomó la foto.

Se me ocurre que el motivo por el cual fue escogida para eso nuestra casa y no otra era porque estaba equidistante de las casas de esos vecinos que a la nuestra venían.

Pero volvamos al objeto de las reuniones.

Cuando la lotería o la baraja aburrían, o el número de asistentes no era el adecuado para los requerimientos del juego, inventaban que se leyera de nuevo alguna de las novelas que en casa había, novelas que ya conocían todos los habituales a esas reuniones pero que —por masoquismo, en mi opinión— las mujeres querían volver a escucharlas de nuevo.

De las tales novelas recuerdo, tal vez porque fueron los más leídos, sólo tres títulos y algo de sus temas:

Genoveva de Brabante. Según supe años después, era una versión novelada y bastante alejada de la leyenda que sobre el caso se hizo popular. En esa versión novelada, cuando una joven, soltera y aristócrata, aparece embarazada, el padre la echa de la casa, ella se refugia en un bosque y allí tiene a su hijo al que cría entre animales.

Que Dios se lo pague. Un padre cae en desgracia y termina como pordiosero. En cambio, un hijo suyo alcanza una buena posición económica, y el padre toca varias veces a la puerta del hijo para pedir limosna. El hijo no sabe que el pordiosero es su padre.

La isla misteriosa (o algo así). No recuerdo el nombre de la isla, o el adjetivo que le pusieron, aunque era la única de las novelas que me gustaba, pues trataba de las aventuras vividas por los pasajeros de un avión que cayó en una isla perdida en el océano y habitada sólo por extraños animales y peligrosas tribus indígenas.

Cuando en esa tertulia vecinal no estaba mi primo Antonio Martín Pérez —más conocido por Toto Castillo, por lo mismo que al tío Pedro lo llamaban Pedro Castillo—, la lectura, tal vez por aburrida, duraba poco.

Pero cuando se presentaba Toto, se dejaba de lado la baraja o la lotería y se le pedía a él que procediera a leer la novela que se escogiera por votación.

(Antonio Martín Pérez, Toto Castillo)

Toto, de carácter colérico y altamente emotivo, vivía intensamente lo que leía.

Imitaba la voz masculina o femenina, daba a los diálogos la entonación adecuada, respetaba muy bien las pausas, en especial para generar suspense, y hasta, cuando los diálogos lo justificaban, soltaba sobre la mesa un puñetazo que hacía saltar del susto a los más de los asistentes.

La emoción que ponía al leer, y la índole melodramática del argumento de aquellos culebrones, hacían que, a poco de comenzar Toto su «recital» —pues parecía más eso que una simple lectura—, todas las mujeres estuvieran llorando a moco tendido y, como no podía faltar, soltando, y casi siempre gritando, todo tipo de comentarios en favor o en contra de lo que hacían o decían los personajes de las novelas.

Y así era frecuente escuchar, dicho con toda la emoción y el énfasis posible, y con lágrimas en los ojos:

—¡Cuadro! ¡Que sólo eres un cuadro, un trafallo! Ya sabía yo que ése la haría tarde o temprano.

—¿¡Y eso es un padre!? ¡Buena clase de padre! ¡Guárdame un cachorro!

—¡Ay, pobre muchacha! ¡Qué será de ella!

—¡Todos los machos son iguales! ¡Sinvergüenza! ¿Es que no tienen corazón?

—¡Bien hecho, bien hecho y bien hecho! ¡Cuánto me alegro!

—¡Lee eso otra vez, Toto!

Sabiendo que Avelina, una de las infaltables a esas tertulias, detestaba a los «machos», que era así como ella llamaba a los hombres, no faltaba alguno que, para atizar el fuego, le decía:

—¿Ves, Avelina, como sí hay machos buenos?

—¿¡Buenos!? —exclamaba ella—, ¡todos son unos trapamejas y zurriagos!

Esas constantes expresiones, coreadas por las demás mujeres mientras los hombres intercambiaban miradas y sonrisas burlonas, no gustaban a Toto porque «le cortaban la nota», o sea, rompían el hilo de su lectura, pues le obligaban a interrumpirla hasta que «el gallinero» callara.

Era en esos momentos cuando todos temían que apareciera su carácter colérico, botara el libro y abandonara la tertulia. Pero no, supo siempre controlarse porque, supongo, a su ego le gustaba la aprobación que, de forma evidente, daba la audiencia a su forma de leer.

En realidad, y mirando en retrospectiva, dudo que entonces ni siquiera Hollywood contara con los recursos necesarios para recrear el realismo que nosotros vivíamos cuando, por ejemplo, estando reunidos en una fría noche de invierno, escuchábamos cómo la copiosa lluvia golpeaba sin cesar sobre el tejado, sentíamos sobre nuestra cabezas el ensordecedor ruido de los truenos, quedábamos casi cegados por la luz que de los relámpagos entraba por la ventana, oíamos el aullar del viento y los ruidos que éste arrancaba a ventanas y puertas al sacudirlas inclemente….

Y, en medio de los elementos así desatados, Toto, tal vez inspirado por ellos, alzaba su voz muchos decibeles para que los truenos y los gimoteos de las mujeres no la ahogaran, y, con el mayor dramatismo de que era capaz, leía la descripción de cómo una pobre doncella rechazada por su familia, paría sola en una cruda noche de invierno refugiada en la oscuridad de una cueva perdida en el bosque, expuesta al ataque de fieras, y teniendo de fondo la furia de los mismos elementos que a nosotros nos asustaban en aquel preciso momento.

En aquel medio, más realismo era entonces imposible.

No sé cuántas veces escuché leer esas novelas, y no sé cuantas veces, viendo tanto llanto, mi frágil entereza de niño fallaba y, para que no me vieran llorar, iba a refugiarme en mi cuarto. Y las veces que hice eso estando aún bajo los traumáticos efectos de ese realismo, me costaba conciliar el sueño.

Cuando un par de años después pensé entusiasmado que, por simple aburrimiento, ya no habría más lecturas de culebrones, nos cayó el mayor de ellos.

En el verano de 1951 llegó a El Paso, procedente de Venezuela, mi hermano Raúl (q.e.p.d.) con su mujer embarazada, y con el deliberado propósito de que la criatura naciera en El Paso.

Contó mi hermano que en Caracas estaba haciendo furor una novela radiofónica titulada «El derecho de nacer», del autor cubano Félix B. Caignet, novela que tenía la virtud de detener la vida en la ciudad cuando en la radio comenzaba su transmisión, pues nadie quería perderse el capítulo del día.

Comoquiera que otros pasenses venidos también de Venezuela contaron lo mismo —en esa época, la mitad de la población pasense masculina y en edad de trabajar, estaba en Venezuela—, el interés que los contertulios que se reunían en mi casa desarrollaron por «El derecho de nacer» fue tanto que mi hermano prometió que en cuanto llegara de vuelta a Caracas comenzaría a reunir los capítulos de esa novela, que a la sazón se vendían impresos, y nos los mandaría apenas tuviera oportunidad.

Y, por suerte para unos y por desgracia para otros, como yo, cumplió su promesa.

La primera remesa, de unos 10 capítulos, llegó a finales de 1952, y la noticia de su llegada se propagó por todo el vecindario.

Enseguida los vecinos hicieron con mi madre los arreglos necesarios para celebrar una reunión de lectura, a la cual, por supuesto, invitaron a Toto.

Desde el primer capítulo, todos quedaron enganchados, el interés se propagó y, en consecuencia, a las siguientes reuniones vinieron vecinos que nunca antes había venido a sesiones de ese tipo y, por consideración a ellos, volvían a leerse los capítulos que esos vecinos no habían escuchado.

Al temperamental Toto le molestaron esas repeticiones, y alguien decidió que, como Carlitos —o sea, yo— tenía ya 13 años y estudios hechos, era el indicado como lector sustituto.

Yo, que me había estado temiendo eso, desde tiempo atrás había tomado buena nota del «arte» del primo Toto, y, salvo la imitación de voces según sexo y los puñetazos en la mesa, aprendí a declamar casi tan bien como él,… y ésa fue mi desgracia, pues entonces Toto, tal vez herido en su amor propio, se hacía el remolón para volver a las reuniones, aunque con eso se privara de seguirle el hilo a la novela.

Al contrario que a él, me gustaban las pausas que me veía obligado a hacer a causa de las emotivas expresiones de las damas asistentes que, en el caso de esta novela, eran de este corte:

—¡Yo no paso a creer que don Rafael bote a María Elena de la casa!

—¿Y ustedes creen que la pobre María Dolores pueda criar sola a esa criatura? ¡Ay, Dios mío, qué vida tan triste le espera a Albertico!

—¡Ese Jorge Luis Armenteros es un zurriago! ¿¡Cómo es posible que haya engañado a esa pobre niña!?

Para mi sorpresa, el tema de la novela era ya del dominio de todo el pueblo y, también para mi sorpresa, en el mayor bar que allí había escuché un día cómo varios hombres discutían si podía decirse que el tal Jorge Luis había engañado a María Elena o, por el contrario, ella había decidido dejarse «engañar».

Eso me impactó tanto que, por años y llevado por mi curiosidad psicosocial, me dediqué a investigar al respecto y concluí que, en casos de mujeres ya adultas, de engaño, nada.

Al llegar al punto en que Don Rafael perdió la voz, aquello fue el paroxismo. Las expresiones de satisfacción y los deseos de venganza y retaliación no cesaban, y creo que fue éste el punto de mayor audiencia de la lectura de la novela que, si mal no recuerdo, mi madre la prestó a otras personas en cuyas casas se celebraron reuniones de lectura como en la nuestra.

Llegó un momento en que ya no sabía yo qué inventar para que no me llamaran a leer. El pretexto de los estudios se me agotó porque yo comenzaba a estudiar como a las 6 de la tarde, luego de salir de la academia, y las lecturas comenzaban entre 9 y 10 de la noche, y a esa hora casi se me obligaba a dejar los estudios aduciendo que con 3 horas seguidas era más que suficiente.

Pero cuando cumplí los 14, mi padre, que se dio cuenta de que yo tenía más interés, y también necesidad, de ocuparme del cine, de las muchachas y de los bailes, que de leer culebrones, se las arregló para dejar que me escapara diciendo que iba al cine o al baile, y así pude perder de vista «El derecho de nacer».

Lo último que de esa novela supe fue una de las varias películas que de ella hicieron y que vi, un par de años más tarde, en el hace tiempo desaparecido Cine La Paz, de Santa Cruz de Tenerife.

Lo que nunca he sabido, tal vez porque nunca he preguntado, es dónde fueron a parar los muchos folletos de «El derecho de nacer» que mi hermano mandó desde Venezuela.

[*ElPaso}– Ejemplo de «profunda» vocación docente

07-12-2011

Carlos M. Padrón

La Guerra Civil Española dejó maltrecho el tejido social de todo el país, y como en los ’40s no había suficientes maestros de enseñanza primaria, el régimen de Franco buscó a muchos ciudadanos que supuestamente estaban bien, o no tan bien, preparados y, a dedo, le dijo a cada uno: «Tú te vas de maestro nacional de primaria al pueblo tal».

Que yo recuerde, producto de este «decreto», a El Paso llegaron por lo menos tres maestros, todos desde la Península. Y si bien todos llegaron solteros, todos terminaron casados con mujeres lugareñas, pero no todos compartían la misma vocación docente aunque sí algunos rasgos de verdadero «amor» por el alumnado.

Uno tenía por costumbre castigar a sus alumnos raspándoles el cuero cabelludo, desde la coronilla hasta el cuello, con la parte no afilada de un lápiz,cuando aún éstos no traían ahí una goma de borrar.

Sin que el alumno lo esperara, el maestro se le acercaba por detrás, y ¡zas!: tremendo surco en la cabeza.

Otro mandaba al alumno a un rincón del salón de clase, le hacía ponerse de rodillas con sus brazos en cruz, y entre cada antebrazo y el correspondiente costado del tórax le colocaba un lápiz bien afilado, con la punta hincada en el antebrazo.

Y para que no le fuera fácil levantar los brazos y librarse de la punzante punta de los lápices, le colocaba en cada mano una piedra que con su peso hacía que, aunque el pobre muchacho luchara por evitarlo, los brazos, carentes ya de fuerza para mantener la posición horizontal, comenzarán a bajar e hicieran que los lápices penetraran más y más en los antebrazos de la víctima.

Por decir lo menos malo, creo que está claro que estos maestros eran bastante imaginativos.

Sin embargo, de entre todo lo que de ellos me contaron y lo poco que vi, el para mí más folclórico era el que recibió como destino la escuela pública de Las Manchas, lugar que es, de entre los barrios de El Paso, el más alejado del centro urbano.

Este maestro —al que llamaré Salomón Lladró— tenía siempre exacerbado su ya de por sí irascible carácter.

Tal vez el motivo era que cada día laborable usaba la desvencijada guagua para ir a Las Manchas y regresar luego, ya en la tarde, al centro del pueblo, para subir después a pie las cuestas hasta su casa,.

Él y su mujer —a quien llamaré Yaya— vivían en una casa de dos pisos cuya área social estaba en la planta alta, a la que se llegaba por una escalera que nacía a nivel de la calle.

Frente a esa casa había uno de los muchos estanques que abundaban en el pueblo: un embalse de aguas de regadío en el que solía haber peces y, además, porque el agua que contenían permanecía mucho tiempo estancada, también larvas, criaderos de mosquitos, gusanos y ranas.

Tan explosivo era el temperamento de Salomón que, no pudiendo soportar que el croar de las ranas turbara su sueño, una noche se hizo de una escopeta, abrió la ventana de su dormitorio, que daba justo frente al estanque, y la emprendió a tiros,… supongo que contra el agua, pues era imposible que pudiera ver dónde estaba siquiera uno solo de los batracios cantarines.

El sobresalto entre los vecinos fue mayúsculo, pues escuchar que, en plena dictadura, sonaran a medianoche disparos de armas de fuego en zona urbana estando aún recientes las heridas de una guerra, no fue cosa de broma.

Sin embargo, aunque no recuerdo la cara de Salomón Lladró —yo era entonces muy pequeño—, una de las anécdotas que de él me contaron me parece exponente fiel y patético del estrés de un hombre que se veía obligado a hacer, día tras día, algo para lo que no había sido preparado, que él no había escogido, que no le gustaba, y que, por lo visto, no sabía hacer: lidiar con niños y no tan niños, y tratar de enseñarles lo que en primaria se enseñaba entonces.

Esto lo hacía sentirse tan mal que, a veces, cuando en la tarde regresaba de dar clase en Las Manchas y subía caminando desde la parada de la guagua, en el centro de El Paso, hasta su casa, se detenía en la base de la escalera de entrada y comenzaba a gritar:

—¡Yaya! ¡Yayaaaa!

Alarmada, Yaya abría la puerta de entrada a la casa, en lo alto de la escalera, y preguntaba asustada:

—Pero, ¿qué pasa, Salomón? ¿¡Qué pasa!?

Por toda respuesta, Salomón alzaba al cielo sus brazos, como implorando ayuda divina o para echar fuera los demonios de su ira, y gritaba:

—Yaya, ¡deseo que vuelva el reinado de Herodes!

[*ElPaso}– Eficaz alternativa al divorcio

21-03-2011

Carlos M. Padrón

Mientras duró el régimen franquista, el divorcio no existía en España, pero eso no era cura contra las disputas y desavenencias conyugales, ni podía evitar la separación de cuerpos, a la que, a pesar de la condena de la sociedad, llegaban algunas parejas para evitar males mayores.

Esa especie de prisión propició la búsqueda y ejecución de vías de escape —se dice que el deber de todo preso es escaparse—, que ante los críticos ojos de la sociedad del pueblo justificaran al menos la tal separación de cuerpos.

De las «soluciones innovadoras» que al respecto se usaron, sólo recuerdo la ideada y puesta en práctica por el marido de una tal Pepita, un hombre al que llamaré Juan porque, en realidad, ni lo conocí ni sé cómo se llamaba. A Pepita sí la conocí.

Juan, que además de mujeriego se daba a la bebida —tal vez por aquello de «ahogar en alcohol» los problemas que le causaba su matrimonio— solía llegar a su casa tarde y borracho, lo cual enfurecía a Pepita.

Una noche llegó no sólo más borracho que de costumbre, según parecía, sino, además, agresivo, e inició contra Pepita un ataque verbal al que ella replicó también de forma verbalmente agresiva.

Ante esto, Juan enarboló un cuchillo y se fue contra Pepita. Ella, aterrada, saltó de la cama matrimonial —que era alta, como las de entonces— mientras Pepita emitía los gritos a los que ya estaban acostumbrados los vecinos, corría por la habitación, esquivaba a Juan haciendo cabriolas sobre la cama, o pasaba por sobre ella para huir al otro lado.

Enardecido, Juan optó por separar de la pared la cabecera de la cama para poder aumentar las posibilidades de alcanzar a Pepita, quien entonces optó por huir circundando el lecho conyugal para que Juan no la alcanzara.

Cansada ya de las circunvalaciones, a veces en un sentido y a veces en el contrario, dependiendo de cómo atacara Juan, Pepita optó por la única alternativa que le quedaba, y en una ágil maniobra se metió debajo de la cama.

Apenas conseguirlo soltó un grito de un tono e intensidad tales que los vecinos, entendiendo que había ocurrido algo fuera de lo habitual y muy grave, corrieron hacia la casa para ayudar a Pepita.

Al llegar sacaron de la habitación a un Juan que ya no tenía cuchillo, y de debajo de la cama sacaron a una aterrorizada Pepita que al ser preguntada por el motivo de su horripilante grito, sin poder articular palabra señalaba hacia el lugar de donde la habían sacado.

Entendiendo que algo habría allí, uno de los vecinos se inclinó a mirar y encontró la explicación al terror de Pepita: bajo la cama había un féretro, forrado en negro y abierto, como listo para un «inquilino».

¿Cómo fue eso posible?

Juan y Pepita vivían cerca de la carpintería en la que, con madera de pino, se fabricaban los ataúdes usados en el pueblo, de los cuales tenía siempre el carpintero varios listos por cuanto hay muertes repentinas.

De alguna forma Juan se las ingenió para —sin que nadie lo viera, y mucho menos Pepita— sacar de esa carpintería uno de los ataúdes y meterlo bajo la cama.

Luego, con la llegada tarde y fingiendo estar borracho, propició la situación que obligó a Pepita a buscar refugio bajo la cama, donde encontró el «regalo» que allí había dejado Juan para ella.

Por supuesto, la opinión pública y legal fue que se separaran, y así Juan se fue a Tenerife y Pepita quedó en La Palma, llegando a un final como el famoso «Que era lo que se quería demostrar», usado en matemáticas, pero que en este caso fue «Que era lo que Juan quería».

[*ElPaso}– ¿Pioneras del feminismo?

19-01-2010

Carlos M. Padrón

Hasta que dejé El Paso, a la edad de 18 años, sólo supe de dos mujeres que por la actitud que tenían hacia sus maridos bien se las puede considerar como pioneras de las peores feministas.

Una de ellas, a la que llamaré Bonifacia, era una bien nutrida matrona que, además de no llevarse bien con el agua, todo lo decía a gritos, pues tanto a su marido como a sus hijos, y hasta a los vecinos, les gritaba continuamente. Llegué a pensar que no sabía hablar sino gritando.

Cuando su marido Julián salía a hacer una diligencia, que generalmente era un “mandado” al que su mujer lo enviaba, tal parece que ella le fijaba una hora límite de regreso, y cuando pasaba esa hora y Julián no había vuelto, Bonifacia salía a barrer el patio frontal, que era el lugar por donde, a su regreso, Julián tendría que pasar para entrar a la casa.

Al verla iniciar esta actividad, todos los muchachos que en ese momento estuviéramos cerca nos apostábamos en un punto estratégico desde el que mejor pudiéramos presenciar el espectáculo que, estábamos seguros, se avecinaba.

Y cuando Julián por fin llegaba, Bonifacia tomaba la escoba por el extremo que tiene las cerdas y la emprendía a escobazos contra él mientras, entre imprecaciones, le gritaba: “¡Toma, toma! ¡¡A ver si aprendes!!”.

Julián se limitaba a inclinarse hacia adelante y llevarse las manos a la nuca para evitar que alguno de los escobazos lo golpeara directamente ahí, y apresuraba el paso para entrar a la casa. Pero Bonifacia lo seguía, siempre dándole escobazos, hasta que ambos desaparecían en el interior de la casa y desde dentro seguían escuchándose los gritos de Bonifacia, no sé si acompañados o no de los escobazos o de algo peor.

La otra pionera del feminismo vivía en la parte alta del pueblo, y su argumento tras la agresividad se basaba en el mito del Indiano, que está bien descrito en el artículo “Los Indianos, el cuadro”, y así cuando le daba la “veneta”, la emprendía a golpes contra su marido mientras le gritaba: “¡Anda, coño, que estuviste en Cuba un montón de años y no trajiste nada sino una catorra!” (léase ‘cotorra’).

Haciendo retrospectiva me permito suponer que estas dos mujeres tenían algún problema hepático u hormonal que las mantenía en constante estado de agresividad, y el espectáculo entre Bonifacia y Julián, que presencié varias veces, no cabía en mi mente de adolescente, ni aún en la de adulto, pues tanto yo como mis amigos más cercanos, parientes y compañeros de escuela, no habíamos sido educados en la idea de que una mujer pegara a su marido, ni viceversa. ¿Cómo es posible, me preguntaba y me pregunto, que un hombre se deje hacer eso? ¿Cómo puede ser el resto de la relación entre esa pareja? ¿Cómo pudieron llegar a la intimidad necesaria para tener hijos?

Tal vez la respuesta a esta última pregunta sea que la menopausia marcó el punto de inicio de la agresividad de estas mujeres, pues como he comprobado —haciendo también retrospectiva— que pasada esa etapa de su vida algunas mujeres “se sueltan el moño”, olvidan la modosidad y los “finos” modales que una vez tuvieron, y sueltan chistes verdes y groserías que años atrás causaban que marginaran, despreciaran y calificaran de basura social a quienes los dijeran, en especial si eran congéneres, me permito suponer que fue el problema hormonal asociado a la menopausia lo que hizo que Bonifacia y la otra se hicieran merecedoras, en mi opinión, al título de pioneras del feminismo más agresivo.

Lo que no consigo siquiera suponer es que, con ese problema hormonal o sin él, sus maridos se dejaran hacer, una y otra vez, lo que estas mujeres les hacían.

Tal vez ellos tenían un problema hormonal que en ciencia ficción podría explicarse como que su testosterona les fue transferida a ellas mientras ambos dormían,… o durante un coito alquímico. 🙂