01-12-12
Carlos M. Padrón
Entre los años 1949 a 1953 —y por motivos que nunca entendí bien, pues yo tenía entonces entre 10 y 14 años—, a mi casa natal, en El Paso, acudían por las noches de ciertas épocas del año, y preferiblemente de sábados o domingos, varios vecinos, la mayoría mujeres solas, pero algunas con sus maridos.
Todos ellos, con mis padres, mis dos hermanas y yo (mis hermanos estaban ya en Venezuela) nos sentábamos a la mesa del comedor, y, dependiendo de la cantidad de asistentes, se jugaba lotería o baraja (Brisca o Ronda).

En la mesa del comedor, en el sentido de las agujas del reloj: 1, Victoria Pérez Martín, mi madre; 2, Tomás Padrón Sosa, mi padre, siempre en su puesto en la cabecera de la mesa; 3, María del Carmen Padrón, mi hermana menor; 4, María Celia Padrón, mi hermana mayor; 5, Antonio Martín Pérez, el llamado Toto Castillo; 6, Carlos M. Padrón; 7, Elsa Armas, la mujer de mi hermano Raúl que fue quien tomó la foto.
Se me ocurre que el motivo por el cual fue escogida para eso nuestra casa y no otra era porque estaba equidistante de las casas de esos vecinos que a la nuestra venían.
Pero volvamos al objeto de las reuniones.
Cuando la lotería o la baraja aburrían, o el número de asistentes no era el adecuado para los requerimientos del juego, inventaban que se leyera de nuevo alguna de las novelas que en casa había, novelas que ya conocían todos los habituales a esas reuniones pero que —por masoquismo, en mi opinión— las mujeres querían volver a escucharlas de nuevo.
De las tales novelas recuerdo, tal vez porque fueron los más leídos, sólo tres títulos y algo de sus temas:
Genoveva de Brabante. Según supe años después, era una versión novelada y bastante alejada de la leyenda que sobre el caso se hizo popular. En esa versión novelada, cuando una joven, soltera y aristócrata, aparece embarazada, el padre la echa de la casa, ella se refugia en un bosque y allí tiene a su hijo al que cría entre animales.
Que Dios se lo pague. Un padre cae en desgracia y termina como pordiosero. En cambio, un hijo suyo alcanza una buena posición económica, y el padre toca varias veces a la puerta del hijo para pedir limosna. El hijo no sabe que el pordiosero es su padre.
La isla misteriosa (o algo así). No recuerdo el nombre de la isla, o el adjetivo que le pusieron, aunque era la única de las novelas que me gustaba, pues trataba de las aventuras vividas por los pasajeros de un avión que cayó en una isla perdida en el océano y habitada sólo por extraños animales y peligrosas tribus indígenas.
Cuando en esa tertulia vecinal no estaba mi primo Antonio Martín Pérez —más conocido por Toto Castillo, por lo mismo que al tío Pedro lo llamaban Pedro Castillo—, la lectura, tal vez por aburrida, duraba poco.
Pero cuando se presentaba Toto, se dejaba de lado la baraja o la lotería y se le pedía a él que procediera a leer la novela que se escogiera por votación.
(Antonio Martín Pérez, Toto Castillo)
Toto, de carácter colérico y altamente emotivo, vivía intensamente lo que leía.
Imitaba la voz masculina o femenina, daba a los diálogos la entonación adecuada, respetaba muy bien las pausas, en especial para generar suspense, y hasta, cuando los diálogos lo justificaban, soltaba sobre la mesa un puñetazo que hacía saltar del susto a los más de los asistentes.
La emoción que ponía al leer, y la índole melodramática del argumento de aquellos culebrones, hacían que, a poco de comenzar Toto su «recital» —pues parecía más eso que una simple lectura—, todas las mujeres estuvieran llorando a moco tendido y, como no podía faltar, soltando, y casi siempre gritando, todo tipo de comentarios en favor o en contra de lo que hacían o decían los personajes de las novelas.
Y así era frecuente escuchar, dicho con toda la emoción y el énfasis posible, y con lágrimas en los ojos:
—¡Cuadro! ¡Que sólo eres un cuadro, un trafallo! Ya sabía yo que ése la haría tarde o temprano.
—¿¡Y eso es un padre!? ¡Buena clase de padre! ¡Guárdame un cachorro!
—¡Ay, pobre muchacha! ¡Qué será de ella!
—¡Todos los machos son iguales! ¡Sinvergüenza! ¿Es que no tienen corazón?
—¡Bien hecho, bien hecho y bien hecho! ¡Cuánto me alegro!
—¡Lee eso otra vez, Toto!
Sabiendo que Avelina, una de las infaltables a esas tertulias, detestaba a los «machos», que era así como ella llamaba a los hombres, no faltaba alguno que, para atizar el fuego, le decía:
—¿Ves, Avelina, como sí hay machos buenos?
—¿¡Buenos!? —exclamaba ella—, ¡todos son unos trapamejas y zurriagos!
Esas constantes expresiones, coreadas por las demás mujeres mientras los hombres intercambiaban miradas y sonrisas burlonas, no gustaban a Toto porque «le cortaban la nota», o sea, rompían el hilo de su lectura, pues le obligaban a interrumpirla hasta que «el gallinero» callara.
Era en esos momentos cuando todos temían que apareciera su carácter colérico, botara el libro y abandonara la tertulia. Pero no, supo siempre controlarse porque, supongo, a su ego le gustaba la aprobación que, de forma evidente, daba la audiencia a su forma de leer.
En realidad, y mirando en retrospectiva, dudo que entonces ni siquiera Hollywood contara con los recursos necesarios para recrear el realismo que nosotros vivíamos cuando, por ejemplo, estando reunidos en una fría noche de invierno, escuchábamos cómo la copiosa lluvia golpeaba sin cesar sobre el tejado, sentíamos sobre nuestra cabezas el ensordecedor ruido de los truenos, quedábamos casi cegados por la luz que de los relámpagos entraba por la ventana, oíamos el aullar del viento y los ruidos que éste arrancaba a ventanas y puertas al sacudirlas inclemente….
Y, en medio de los elementos así desatados, Toto, tal vez inspirado por ellos, alzaba su voz muchos decibeles para que los truenos y los gimoteos de las mujeres no la ahogaran, y, con el mayor dramatismo de que era capaz, leía la descripción de cómo una pobre doncella rechazada por su familia, paría sola en una cruda noche de invierno refugiada en la oscuridad de una cueva perdida en el bosque, expuesta al ataque de fieras, y teniendo de fondo la furia de los mismos elementos que a nosotros nos asustaban en aquel preciso momento.
En aquel medio, más realismo era entonces imposible.
No sé cuántas veces escuché leer esas novelas, y no sé cuantas veces, viendo tanto llanto, mi frágil entereza de niño fallaba y, para que no me vieran llorar, iba a refugiarme en mi cuarto. Y las veces que hice eso estando aún bajo los traumáticos efectos de ese realismo, me costaba conciliar el sueño.
Cuando un par de años después pensé entusiasmado que, por simple aburrimiento, ya no habría más lecturas de culebrones, nos cayó el mayor de ellos.
En el verano de 1951 llegó a El Paso, procedente de Venezuela, mi hermano Raúl (q.e.p.d.) con su mujer embarazada, y con el deliberado propósito de que la criatura naciera en El Paso.
Contó mi hermano que en Caracas estaba haciendo furor una novela radiofónica titulada «El derecho de nacer», del autor cubano Félix B. Caignet, novela que tenía la virtud de detener la vida en la ciudad cuando en la radio comenzaba su transmisión, pues nadie quería perderse el capítulo del día.
Comoquiera que otros pasenses venidos también de Venezuela contaron lo mismo —en esa época, la mitad de la población pasense masculina y en edad de trabajar, estaba en Venezuela—, el interés que los contertulios que se reunían en mi casa desarrollaron por «El derecho de nacer» fue tanto que mi hermano prometió que en cuanto llegara de vuelta a Caracas comenzaría a reunir los capítulos de esa novela, que a la sazón se vendían impresos, y nos los mandaría apenas tuviera oportunidad.
Y, por suerte para unos y por desgracia para otros, como yo, cumplió su promesa.
La primera remesa, de unos 10 capítulos, llegó a finales de 1952, y la noticia de su llegada se propagó por todo el vecindario.
Enseguida los vecinos hicieron con mi madre los arreglos necesarios para celebrar una reunión de lectura, a la cual, por supuesto, invitaron a Toto.
Desde el primer capítulo, todos quedaron enganchados, el interés se propagó y, en consecuencia, a las siguientes reuniones vinieron vecinos que nunca antes había venido a sesiones de ese tipo y, por consideración a ellos, volvían a leerse los capítulos que esos vecinos no habían escuchado.
Al temperamental Toto le molestaron esas repeticiones, y alguien decidió que, como Carlitos —o sea, yo— tenía ya 13 años y estudios hechos, era el indicado como lector sustituto.
Yo, que me había estado temiendo eso, desde tiempo atrás había tomado buena nota del «arte» del primo Toto, y, salvo la imitación de voces según sexo y los puñetazos en la mesa, aprendí a declamar casi tan bien como él,… y ésa fue mi desgracia, pues entonces Toto, tal vez herido en su amor propio, se hacía el remolón para volver a las reuniones, aunque con eso se privara de seguirle el hilo a la novela.
Al contrario que a él, me gustaban las pausas que me veía obligado a hacer a causa de las emotivas expresiones de las damas asistentes que, en el caso de esta novela, eran de este corte:
—¡Yo no paso a creer que don Rafael bote a María Elena de la casa!
—¿Y ustedes creen que la pobre María Dolores pueda criar sola a esa criatura? ¡Ay, Dios mío, qué vida tan triste le espera a Albertico!
—¡Ese Jorge Luis Armenteros es un zurriago! ¿¡Cómo es posible que haya engañado a esa pobre niña!?
Para mi sorpresa, el tema de la novela era ya del dominio de todo el pueblo y, también para mi sorpresa, en el mayor bar que allí había escuché un día cómo varios hombres discutían si podía decirse que el tal Jorge Luis había engañado a María Elena o, por el contrario, ella había decidido dejarse «engañar».
Eso me impactó tanto que, por años y llevado por mi curiosidad psicosocial, me dediqué a investigar al respecto y concluí que, en casos de mujeres ya adultas, de engaño, nada.
Al llegar al punto en que Don Rafael perdió la voz, aquello fue el paroxismo. Las expresiones de satisfacción y los deseos de venganza y retaliación no cesaban, y creo que fue éste el punto de mayor audiencia de la lectura de la novela que, si mal no recuerdo, mi madre la prestó a otras personas en cuyas casas se celebraron reuniones de lectura como en la nuestra.
Llegó un momento en que ya no sabía yo qué inventar para que no me llamaran a leer. El pretexto de los estudios se me agotó porque yo comenzaba a estudiar como a las 6 de la tarde, luego de salir de la academia, y las lecturas comenzaban entre 9 y 10 de la noche, y a esa hora casi se me obligaba a dejar los estudios aduciendo que con 3 horas seguidas era más que suficiente.
Pero cuando cumplí los 14, mi padre, que se dio cuenta de que yo tenía más interés, y también necesidad, de ocuparme del cine, de las muchachas y de los bailes, que de leer culebrones, se las arregló para dejar que me escapara diciendo que iba al cine o al baile, y así pude perder de vista «El derecho de nacer».
Lo último que de esa novela supe fue una de las varias películas que de ella hicieron y que vi, un par de años más tarde, en el hace tiempo desaparecido Cine La Paz, de Santa Cruz de Tenerife.
Lo que nunca he sabido, tal vez porque nunca he preguntado, es dónde fueron a parar los muchos folletos de «El derecho de nacer» que mi hermano mandó desde Venezuela.