El Sr. Jesús Rodríguez, quien escribió el artículo que sigue —que por lo largo lo publicaré en 4 entregas— será tal vez un buen reportero pero, a juzgar por este artículo, no un buen escritor.
Su estilo es una sucesión de frases que, aunque relacionadas entre sí, aparecen separadas por un punto cuando bien podrían, o deberían, estarlo por una coma o un punto y coma.
Tal parece que el Sr. Rodríguez es uno más de la legión de los que usan puntos suspensivos a diestra y siniestra porque, en mi opinión, no saben usar otros signos de puntuación; sólo que el Sr. Rodríguez usa, en vez de los manidos puntos suspensivos, el simple “punto y seguido” y con ello crea gran confusión en los lectores, sobre todo en los que, como yo, estamos acostumbrados a entender que el punto marca el final de un concepto.
Ante esto, a mi mejor saber y entender corregí lo que pude, pero no todo porque, simplemente, en muchos casos no supe a ciencia cierta qué quiso decir el autor.
Carlos M. Padrón
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19/10/2007
Jesús Rodríguez
Jesuitas. Los ‘marines’ del Papa
Desde su despacho, mucho antes de que amanezca, el Papa Negro de los jesuitas divisa cada mañana los dominios del Papa Blanco en Roma. Las ventanas de ambos son las primeras en iluminarse en el Vaticano. Las separan unos centenares de metros. Luego ofician misa en soledad. Son los dos hombres más poderosos de la cristiandad.
Unidos a través de la Historia por un sólido vínculo de complicidad y también de sospecha, a lo largo de cinco siglos sus relaciones han sido tormentosas; de amor y odio. Un papa disolvió la Compañía de Jesús en 1773, y otro, Juan Pablo II, la sometió con mano de hierro en 1981, y a punto estuvo de disolver su caballería ligera. Sus monjes-soldado universales son inquietos y disciplinados, universitarios y políglotas, humildes y soberbios al mismo tiempo, entrenados física y mentalmente como marines por los Ejercicios Espirituales de San Ignacio, y siempre a disposición del pontífice en los cinco continentes; en vanguardia, en el filo de la navaja.
Se saben distintos. Definen su trabajo como “estar en la frontera». Lo explica el padre Héctor de Vall, de 72 años, rector del Pontificio Instituto Oriental, situado en un elegante palacio semioculto tras la basílica de Santa María la Mayor, de Roma, que busca servir de puente entre las iglesias de Oriente y Occidente: “Nuestro voto de obediencia al Papa es para la misión; el Santo Padre te puede enviar a la frontera intelectual o geográfica que considere oportuna. En un principio, disponía de los jesuitas, un grupo de gente muy especializada, que sabían latín y tenían una carrera civil, para que fueran a los confines del planeta. Hace un siglo, la frontera suponía estar en el mundo de la ciencia, porque los científicos eran ateos. Y los jesuitas, como científicos, debíamos demostrar que la fe no era contraria a la razón; hoy, nuestra frontera es la lucha por la justicia, la paz, la ecología, y los derechos humanos».
Esa búsqueda febril es la que tantos problemas les ha proporcionado en el Vaticano. Desde aquel 1974 en que la Congregación General de la Compañía decidiera que, para los jesuitas, el servicio a la fe debía ser inseparable de la promoción de la justicia en el mundo. Un terremoto, su Mayo del 68, los soldados papales, martillo de protestantes, confesores de papas, aliados de reyes, y educadores de ricos, descubrían a los pobres, y se ponían de su lado. Contra las dictaduras, denunciando el racismo en Estados Unidos, con los más desfavorecidos en Nicaragua y El Salvador. En los barrios marginales. Entre los refugiados. Una refundación rápida y profunda.
Más allá del críptico lenguaje eclesiástico, ¿qué significa en la actualidad “la promoción de la justicia»? Contesta Jon Sobrino, de 68 años, forjador de la teología de la liberación en Centroamérica y uno de los miembros más queridos en la Compañía: “¿Qué es justicia para esas mayorías a las que se les niega una vida digna? ¿Qué es justicia para las mujeres maltratadas y oprimidas? ¿Qué es justicia donde hay apartheid? ¿Qué es justicia si Estados Unidos consume el 28% del oxígeno de la Tierra? La promoción de la justicia no se puede definir. Es vida y dignidad para todos. Algo que clama al Cielo. Nuestra misión».
La Iglesia no estaba preparada para esa revolución, para ese atracón de libertad, pasar del traje talar al mono de obrero sin escalas. Ya en la Nochebuena de 1955, el jesuita José María Llanos había dado un portazo al régimen del general Franco y se había instalado en una chabola de El Pozo del Tío Raimundo, en Madrid, junto a un grupo de compañeros de la Compañía. Una experiencia similar a la que habían protagonizado los curas obreros en Francia y que iba a transformar la mentalidad de muchos jesuitas jóvenes en España. Llanos y sus hermanos no habían aterrizado en ese suburbio para convertir a nadie; organizaron una escuela profesional, una guardería, una escuela de educación nocturna, y dinamizaron el clandestino movimiento sindical. Marcharon codo con codo con los vecinos. Construyeron una capilla en una chabola. Hoy es una iglesia en la que aún se trabaja por el barrio.
“Aquel espíritu sigue entre nosotros», comenta Higinio Pi, de 41 años, que medio siglo después representa una nueva generación de jesuitas en El Pozo. “En aquel momento, los jesuitas querían saber qué pasaba en la calle, vivir como la gente normal, padecer lo mismo. Y salieron del centro de las ciudades y las parroquias. Hoy, las necesidades de la sociedad son distintas; trabajamos para ver cómo acoger a los inmigrantes que acaban de llegar. Estamos a pie de obra; investigamos de dónde vienen y la incidencia social que provocan. Nuestro fin no es enseñarles el catecismo; expresamos nuestra fe al luchar contra la injusticia. Nuestro trabajo con la inmigración no es asistencial; consiste en saber quién viene y por qué. Hay una parte muy interesante de los jesuitas, como think-tank, para conocer mejor la inmigración. Y también en la cooperación al desarrollo y la cultura por la paz. Nuestro fin no es dirigir; no queremos figurar, sino iniciar proyectos, dejar paso a otros y seguir adelante. “Es la manera de ser de la Compañía», explica un veterano jesuita. “Analizamos la realidad del lugar donde estamos y respondemos en consecuencia. Vamos por libre. Somos los free-lancers de la Iglesia. Llegamos a un sitio y ponemos en práctica lo que nadie antes ha hecho. Como Llanos en El Pozo: no sabía qué iba a hacer, no tenía instrucciones de uso, se encontró una realidad y le dio una respuesta».
A este mismo territorio llegaría en 1974 otro jesuita proscrito. Hoy, a sus 96 años, José María Díez Alegría conserva una lucidez, memoria y sentido del humor envidiables. Doctor en Derecho y Filosofía, licenciado en Teología, profesor de Ética en la Universidad Gregoriana de Roma, hermano de dos generales de Franco, es considerado un precursor de la teología de la liberación en la Compañía. “Tengo dos doctorados universitarios, pero el doctorado de mi vida ha sido El Pozo», explica sentado en un decrépito sillón de la residencia de ancianos de la Compañía en Alcalá de Henares (Madrid), donde transcurren los últimos compases de su vida. Díez Alegría nunca ha perdido la sonrisa; ni en los tiempos más difíciles. “Hay que tomarse menos en serio; los obispos podían tomar nota».
El País
