02-11-2021
David Felipe Arranz*
El escritor y cineasta francés Guy Debord (1931-1994) escribió en La sociedad del espectáculo (1967) que “bajo todas sus formas particulares, información o propaganda, publicidad o consumo directo de entretenimiento, el espectáculo constituye el modelo presente de la vida socialmente dominante” y que el espectáculo puede ser “difuso” o de carácter consumista, como el de la sociedad estadounidense, o “concentrado”, de carácter dictatorial, basado en el culto al jefe. Años después, en Comentarios sobre la sociedad del espectáculo (1988), añadió el análisis del espectáculo “integrado”, que es transversal, mezcla de los dos anteriores y que caracteriza a las sociedades actuales: “renovación tecnológica incesante, fusión estatal-económica, secreto generalizado, falsificación sin réplica y presente perpetuo (ni pasado, ni futuro)”. Ahí es nada.
Entre jueces improvisados e inquisidores vocacionales, en el reino de lo políticamente correcto —según quién— en que algunos han convertido España, emerge en La Palma, entre erupciones de lava y lenguas de fuego, el turista volcánico, que es un insulto para quienes han perdido su hogar. En un arrebato de cinismo morboso, un curioso que se ha desplazado hasta el mirador de Tajuya, en El Paso, dice que esto de viajar a la isla a ver el volcán “es una forma de apoyar”. No sabemos cómo, pero el caso es que la desfachatez va trampeando el sentido ético. Otro alucinado asegura que “al final esto casi se está normalizando, llevamos más de cuarenta días de volcán”.
Pero cuando el propio director técnico del Plan de Emergencias Volcánicas de Canarias, Miguel Ángel Morcuende, anima a este circo colectivo —“agradecemos que vengan tantos turistas”—, es normal que, vencido el terror inicial, ya hayan pasado diez mil visitantes a solazarse con el espectáculo, desde el balcón y con palomitas. Morcuende, en un último arrebato de lucidez, ha desaconsejado la práctica deportiva en la zona. Que igual a alguno le parecerá mal no contemplar desde una lancha el derrumbamiento de la isla. Un cincuentón murciano, con vocación de mirón, dice que “es un viaje de contrastes. Ves a la gente muy triste, desesperanzada con este temor constante”, mientras se hace su obligado selfi con el paisaje ceniciento de fondo para fardar con los colegas a su vuelta. En la carretera que va desde Los Llanos al mirador de Tajuya, en El Paso, ya hay más atascos que en la madrileña Gran Vía en hora punta para ver cómo las coladas destruyen las viviendas, fincas y cultivos de los demás.
En los hoteles de la isla, la ocupación es del 100%, dividida entre los palmeros que se han quedado sin hogar y los curiosos que van a deslumbrarse con la tragedia volcánica: suben y bajan en los ascensores y comparten desayuno, almuerzo y cena sin que a nadie, al parecer, le moleste este turismo arriesgado, del que puedes volver con un ojo a la funerala o el semblante abochornado por tener más cara que espalda.
El turista volcánico ya no pierde el tiempo con el cataclismo en el telediario o en el cine, no quiere ser un espectador intermediado y que se lo cuente una chica con gafas protectoras y mascarilla; el turista volcánico quiere ser testigo personal de cómo el cono suelta más lava y más fluida, sentir el escalofrío del seísmo estando en bermudas y chanclas, porque su casa está a salvo en la península. En la televisión, todos los tertulianos ya son vulcanólogos, geólogos y expertos en catastróficas desdichas. De manera que, cuanta más lava escupa el volcán, más imbéciles tomarán su vuelo a La Palma, con el horizonte del sueño del magma y la zozobra del gentío, corriendo bajo la lluvia de cenizas; y, una vez satisfecha su curiosidad morbosa, volverán a sus quehaceres, lejos del peligro.
La decencia y el respeto por el dolor y la desgracia ajenos ya no se usan porque el personal aquí ya no tiene decencia ni respeto. “En el mundo realmente invertido, lo verdadero es un momento de lo falso”, escribe Debord. Y, en España, nos parece que ya vamos sobrados de lo segundo. La realidad de esta vida de apariencia que todos llevamos consiste en ver la lava avanzando y aproximándose a la casa del vecino, no a la nuestra.
En la sociedad del espectáculo, los medios son al mismo tiempo su fin, porque, como aseguran los paisanos que han ido a disfrutar del show volcánico, “lo que aparece es bueno, lo que es bueno aparece”, máxima circense. La actitud que el espectáculo exige por principio es esta aceptación pasiva que en realidad ya ha obtenido por su manera de aparecer sin réplica, por su monopolio de la apariencia. O sea, que ya vamos un paso más por delante de las profecías de Guy Debord.
(*) Filólogo y periodista