La Nueva Psicología del Amor (7/7): Conclusiones

“La Nueva Psicología del Amor”
M. Scott Peck

CONCLUSIONES

• Ningún matrimonio puede juzgarse verdaderamente sano si marido y mujer no son cada uno los mejores críticos del otro. Lo mismo cabe decir de la amistad. No llamaría amigos a mis amigos si no tuvieran la honestidad de manifestarme su desaprobación en ciertas cosas, o su amoroso interés sobre la manera en que dirijo mi vida. ¿No puedo crecer más rápidamente con su ayuda que sin ella? Toda relación genuinamente amorosa es una relación de psicoterapia mutua.

• Si nuestra meta es evitar el dolor y eludir los sufrimientos, no sería aconsejable que tratáramos de llegar a niveles superiores de conciencia o de evolución espiritual.

• Si uno puede afirmar que ha constituido relaciones de genuino amor con su pareja y con sus hijos, ha logrado realizar más de lo que consigue realizar la mayor parte de la gente.

• El matrimonio es una institución cooperativa que exige contribuciones y cuidados mutuos, tiempo y energía, pero que existe con la finalidad primaria de promover el progreso de cada uno de los miembros de la pareja en su peregrinación personal hacia las cimas individuales del crecimiento espiritual.

• La primera obligación de una persona que ama genuinamente será siempre su relación conyugal y su relación parental.

• Procurar amar a alguien que no puede beneficiarse con nuestro amor desarrollándose espiritualmente es malgastar energías, sembrar en tierra árida.

***

NotaCMP

M. Scott Peck es de origen judío y psiquiatra de profesión. A los quince años de ejercerla escribió “The Road Less Traveled” que de inmediato se ubicó en el grupo de los ‘best sellers’ del New York Times y ahí permaneció por muchos años.

En 1986 compré y leí por primera vez la versión original de este libro, y en 1987 la versión en español. Y desde entonces lo he recomendado a decenas de personas, algunas de las cuales, me consta, lo compraron y lo leyeron. De otras no estoy tan seguro.

Creo que el título de la edición en inglés,

es el correcto habida cuenta del contenido del libro. Y la única explicación que encuentro a que a la edición en español

no le hayan puesto el título de “La ruta menos transitada”, o “El camino menos transitado”, que serían traducción exacta del original “The Road Less Traveled”, es que —supongo— alguien creyó que si en el título aparecía la palabra ‘amor’ los hispanoparlantes nos sentiríamos más inclinados a comprar el libro.

La primera de las ediciones en español que llegó a mis manos tenía tapas verdes; a la segunda le pusieron un para mí ridículo color rosado, supongo —vuelvo a suponer— que por el mismo motivo del título, pues así podrían hacer creer —erróneamente, desde luego— que se trataba de algo romántico, tipo “novelita rosa”. Nada más lejos de la realidad.

[*ElPaso}– El enemigo del matrimonio / Antonio Pino Pérez

Antonio Pino Pérez
(Artículo publicado en “Tierra canaria”, La Habana, Cuba, el 8 de abril de 1930)

Me consta que huyó de la realización de unos amores honrados, aquel solterón empedernido que sufrió la desventura de no poder casarse y el desconsuelo infinito de no tener hijos. Si transcribo aquí sus dolorosas reflexiones es porque encierran una enseñanza y describen con rasgos vigorosos su tragedia íntima y silenciosa que, por verdadera y honrada, acabó por convertirlo en misántropo y melancólico.

«Jamás he pensado seriamente en casarme, y es muy posible que en lo venidero siga pensando igual. Antes, se explicaba que no tuviese tales ideas, pues era demasiado joven, bastante banal y divertido, y optimista hasta la exageración de este vocablo. Ahora, que ya me voy sintiendo viejo, y en mis insomnios he meditado largamente sobre las tristezas de mi soledad y abandono; ahora, que me voy haciendo pesimista frente al espectáculo desconsolador de la vida; ahora, que no tengo una voz familiar que me consuele con dulzura y sepa engañarme con amor, sigo a pesar de todo rebelándome ante el matrimonio. Y no es porque me desagrade el matrimonio en sí, es por las consecuencias fatales del mismo. No es porque tema no hacer feliz a una mujer determinada que me fascina, ni porque me asusten los celos propios y los ajenos, ni porque sea exigente en el momento de elegir compañera: es sencillamente por los hijos. Esos hijos tan queridos y tan idolatrados por mí, qué aún sin haberme nacido ya me prohíben que los traiga a la vida, ya que me vedan que busque la compañera que necesito para descansar en ella mis dolores, para consolarme de mis tristezas y desventuras, para que comparta con dulzura mis alegrías, y qué sé yo para cuantas cosas más.

Los que tenemos la certeza de ser buenos padres, los que examinados serenamente, fríamente, no tenemos la certidumbre de poder dar a nuestros hijos, no tan sólo aquello que se merecen sino aquello que les es necesario y, bajo todos los aspectos, imprescindible, no podemos ni debemos casarnos; pecaríamos al traer hijos al mundo, y nos envileceríamos y nos depreciaríamos ante nosotros mismos al contemplar los pedazos palpitantes y puros de nuestras entrañas, consumiéndose lentamente por el hambre y tiritando inconsolables por el fío.

El matrimonio es santo; lo sé. La paternidad es sublime; no lo dudo. Pero yo no quiero ni ser santo ni ser sublime. No quiero que mis hijos me puedan decir algún día, sin palabras o con odio y desesperación reconcentrada: “Te casaste por egoísmo, me trajiste al mundo por placer, y luego, como consecuencia de tus pasiones, me condenaste a la miseria que me devora y a un dolor incurable que me mata”.

El matrimonio dicen que padece una crisis terrible en todas partes. Esto nos dice que los hombres se han vuelto más juiciosos, tal vez las mujeres, o ellos y ellas a la vez. Casarnos ¿para qué? Como no sea para tener hijos desgraciados y ser infelices contemplando impotentes y descorazonados su desgracia. Que se casen los ricos y los poderosos y los vencedores, aunque no tengan la preparación bastante para ser padres y la personalidad debida para tener hijos; ellos, por lo menos, podrán darles con qué cubrir sus necesidades materiales, y dinero con que se perviertan. Los desheredados, los vencidos, los parias, los que ganamos fortuitamente el pan que nos alimente y desconocemos el techo que nos cubrirá mañana, ésos no debemos casarnos, aunque podamos darle a nuestros hijos todo lo que espiritualmente necesiten. La sociedad que condena a centenares de hombres honrados a vivir de un salario miserable, o los castiga indiferente con el paro forzoso, no puede exigirnos que le demos hijos, ni puede pedirnos que dignifiquemos debidamente a nuestras mujeres.

Que se queden ellas solteronas, trabajando en las oficinas y en los talleres, y nosotros adustos y esquivos, apartados de ellas aunque piensen y digan que las odiamos o tememos que disminuya la población y que se desmorone el poderío de la Patria; a los ciudadanos conscientes, ¿qué nos importa todo esto? Tenemos hamb, y los gobiernos no escuchan nuestros ayes; buscamos trabajo. y no existe en ninguna parte. Con las privaciones a que se nos condena, se fabrican tuberculosos y se crean enfermedades. ¡Menos mal que por caridad vienen luego a consolarnos y a enseñarnos a morir con resignación!

Nosotros preferimos que aumenten los conventos y las congregaciones religiosas, a que lloren las madres inconsolables. Ya es hora de que de una vez se cierren los hospicios, y de que se acaben por siempre los cuadros desconsoladores que forman por esas calles los niños hambrientos. ¡Antes que vivir muriendo, es preferible no haber nacido!

Desgraciadamente, no piensan así todos los hombres. Sé que una inmensa mayoría sigue aventurándose al matrimonio, fascinados por una ilusión placentera o impelidos por sus pasiones, para más tarde llorar impotentes en medio del frío de una sociedad inmoral. De mí puedo afirmar honradamente que antes de aventurarme a tener unos hijos desgraciados —que me exigirían robar y quién sabe si cometer algún crimen ignominioso, juzgado por mis semejantes— preferiré convertirme voluntariamente en eunuco o hacer voto perpetuo de castidad.

Si la sociedad está desorganizada y los gobiernos no aciertan desconcertados a gobernar con justicia, y los pensadores no han sabido sino dar fórmulas estériles para cambiar el ritmo triste de la sociedad, y cada vez la lucha por la vida va siendo más cruel, y haciendo depender más del azar nuestro posible bienestar, eso no justifica que los hombres conscientes nos abalancemos al matrimonio para correr el riesgo de ser malos padres, esposos injustos, malos hombres condenados por la humanidad, fieras enjauladas, e inútiles para satisfacer el hambre de unas bocas inocentes que piden siempre con llanto.

Los hombres que piensan no se casan en este siglo inquietante; ya sabéis por qué. Las mujeres que les correspondan por esposas, que se hagan Hermanitas de la Caridad o de los Pobres, para que cuando sean viejos, vengan a celebrar sus bodas consolándolos. De seguro tendrán entonces mucho de que ser consolados. Antes que deshojar flores y pisotear alegrías y desvanecer ilusiones, es preferible verlas marchitarse; y antes que lamentar las desventuras de aquéllas que podríamos encadenar a nuestra suerte por amor, preferimos llorar inconsolables en la tragedia increíble de nuestras soledades, el abandono por sacrificio de los más caros ideales y la pesadumbre adusta de nuestras almas por haber huido de lo que buscábamos febriscentes, impelidos por nuestra naturaleza viril y paternal. Así, por lo menos tendremos algo de que vanagloriarnos en las postrimerías de nuestras existencia, y así mis hijos, incorpóreos e informes, me bendecirán desde lo incierto del caos donde moran».

Así me habló un día aquel amigo triste que murió solo, mientras brillaba en sus ojos una chispa de luz, y vigorizaba con sus palabras un fervor creciente.

[Otros}– El enemigo del matrimonio / Antonio Pino Pérez

Antonio Pino Pérez
(Artículo publicado en “Tierra canaria”, La Habana, Cuba, el 8 de abril de 1930)

Me consta que huyó de la realización de unos amores honrados, aquel solterón empedernido que sufrió la desventura de no poder casarse y el desconsuelo infinito de no tener hijos. Si transcribo aquí sus dolorosas reflexiones es porque encierran una enseñanza y describen con rasgos vigorosos su tragedia íntima y silenciosa que, por verdadera y honrada, acabó por convertirlo en misántropo y melancólico.

«Jamás he pensado seriamente en casarme, y es muy posible que en lo venidero siga pensando igual. Antes, se explicaba que no tuviese tales ideas, pues era demasiado joven, bastante banal y divertido, y optimista hasta la exageración de este vocablo. Ahora, que ya me voy sintiendo viejo, y en mis insomnios he meditado largamente sobre las tristezas de mi soledad y abandono; ahora, que me voy haciendo pesimista frente al espectáculo desconsolador de la vida; ahora, que no tengo una voz familiar que me consuele con dulzura y sepa engañarme con amor, sigo a pesar de todo rebelándome ante el matrimonio. Y no es porque me desagrade el matrimonio en sí, es por las consecuencias fatales del mismo. No es porque tema no hacer feliz a una mujer determinada que me fascina, ni porque me asusten los celos propios y los ajenos, ni porque sea exigente en el momento de elegir compañera: es sencillamente por los hijos. Esos hijos tan queridos y tan idolatrados por mí, qué aún sin haberme nacido ya me prohíben que los traiga a la vida, ya que me vedan que busque la compañera que necesito para descansar en ella mis dolores, para consolarme de mis tristezas y desventuras, para que comparta con dulzura mis alegrías, y qué sé yo para cuantas cosas más.

Los que tenemos la certeza de ser buenos padres, los que examinados serenamente, fríamente, no tenemos la certidumbre de poder dar a nuestros hijos, no tan sólo aquello que se merecen sino aquello que les es necesario y, bajo todos los aspectos, imprescindible, no podemos ni debemos casarnos; pecaríamos al traer hijos al mundo, y nos envileceríamos y nos depreciaríamos ante nosotros mismos al contemplar los pedazos palpitantes y puros de nuestras entrañas, consumiéndose lentamente por el hambre y tiritando inconsolables por el fío.

El matrimonio es santo; lo sé. La paternidad es sublime; no lo dudo. Pero yo no quiero ni ser santo ni ser sublime. No quiero que mis hijos me puedan decir algún día, sin palabras o con odio y desesperación reconcentrada: “Te casaste por egoísmo, me trajiste al mundo por placer, y luego, como consecuencia de tus pasiones, me condenaste a la miseria que me devora y a un dolor incurable que me mata”.

El matrimonio dicen que padece una crisis terrible en todas partes. Esto nos dice que los hombres se han vuelto más juiciosos, tal vez las mujeres, o ellos y ellas a la vez. Casarnos ¿para qué? Como no sea para tener hijos desgraciados y ser infelices contemplando impotentes y descorazonados su desgracia. Que se casen los ricos y los poderosos y los vencedores, aunque no tengan la preparación bastante para ser padres y la personalidad debida para tener hijos; ellos, por lo menos, podrán darles con qué cubrir sus necesidades materiales, y dinero con que se perviertan. Los desheredados, los vencidos, los parias, los que ganamos fortuitamente el pan que nos alimente y desconocemos el techo que nos cubrirá mañana, ésos no debemos casarnos, aunque podamos darle a nuestros hijos todo lo que espiritualmente necesiten. La sociedad que condena a centenares de hombres honrados a vivir de un salario miserable, o los castiga indiferente con el paro forzoso, no puede exigirnos que le demos hijos, ni puede pedirnos que dignifiquemos debidamente a nuestras mujeres.

Que se queden ellas solteronas, trabajando en las oficinas y en los talleres, y nosotros adustos y esquivos, apartados de ellas aunque piensen y digan que las odiamos o tememos que disminuya la población y que se desmorone el poderío de la Patria; a los ciudadanos conscientes, ¿qué nos importa todo esto? Tenemos hamb, y los gobiernos no escuchan nuestros ayes; buscamos trabajo. y no existe en ninguna parte. Con las privaciones a que se nos condena, se fabrican tuberculosos y se crean enfermedades. ¡Menos mal que por caridad vienen luego a consolarnos y a enseñarnos a morir con resignación!

Nosotros preferimos que aumenten los conventos y las congregaciones religiosas, a que lloren las madres inconsolables. Ya es hora de que de una vez se cierren los hospicios, y de que se acaben por siempre los cuadros desconsoladores que forman por esas calles los niños hambrientos. ¡Antes que vivir muriendo, es preferible no haber nacido!

Desgraciadamente, no piensan así todos los hombres. Sé que una inmensa mayoría sigue aventurándose al matrimonio, fascinados por una ilusión placentera o impelidos por sus pasiones, para más tarde llorar impotentes en medio del frío de una sociedad inmoral. De mí puedo afirmar honradamente que antes de aventurarme a tener unos hijos desgraciados —que me exigirían robar y quién sabe si cometer algún crimen ignominioso, juzgado por mis semejantes— preferiré convertirme voluntariamente en eunuco o hacer voto perpetuo de castidad.

Si la sociedad está desorganizada y los gobiernos no aciertan desconcertados a gobernar con justicia, y los pensadores no han sabido sino dar fórmulas estériles para cambiar el ritmo triste de la sociedad, y cada vez la lucha por la vida va siendo más cruel, y haciendo depender más del azar nuestro posible bienestar, eso no justifica que los hombres conscientes nos abalancemos al matrimonio para correr el riesgo de ser malos padres, esposos injustos, malos hombres condenados por la humanidad, fieras enjauladas, e inútiles para satisfacer el hambre de unas bocas inocentes que piden siempre con llanto.

Los hombres que piensan no se casan en este siglo inquietante; ya sabéis por qué. Las mujeres que les correspondan por esposas, que se hagan Hermanitas de la Caridad o de los Pobres, para que cuando sean viejos, vengan a celebrar sus bodas consolándolos. De seguro tendrán entonces mucho de que ser consolados. Antes que deshojar flores y pisotear alegrías y desvanecer ilusiones, es preferible verlas marchitarse; y antes que lamentar las desventuras de aquéllas que podríamos encadenar a nuestra suerte por amor, preferimos llorar inconsolables en la tragedia increíble de nuestras soledades, el abandono por sacrificio de los más caros ideales y la pesadumbre adusta de nuestras almas por haber huido de lo que buscábamos febriscentes, impelidos por nuestra naturaleza viril y paternal. Así, por lo menos tendremos algo de que vanagloriarnos en las postrimerías de nuestras existencia, y así mis hijos, incorpóreos e informes, me bendecirán desde lo incierto del caos donde moran».

Así me habló un día aquel amigo triste que murió solo, mientras brillaba en sus ojos una chispa de luz, y vigorizaba con sus palabras un fervor creciente.

[*ElPaso}– “Dándole vueltas al viento” / Poemas de Antonio Pino Pérez: San Miguel de La Palma

San Miguel de La Palma

Isla, roca del mar con vocación de alturas,
grito, el más atrevido de la Atlántida muerta,
explosión submarina y maravilla abierta,
camino de los cielos a todas la aventuras.

Navegas por los mares con regias vestiduras,
centinela de España, siempre firme y alerta,
con tus ígneos volcanes, de montañas cubierta
donde alumbran las nieves celestiales blancuras.

Tus entrañas de fuego rebosando erupciones
tatuaron en tus carnes los ríos de la muerte
en un salvaje rito de purificaciones.

Y, desde entonces, Isla, por fuego redimida,
creces como atalaya, como el bastión más fuerte,
buscando los eternos caminos de la vida.

[*Otros}– Palmeros en América / David W. Fernández – Gaspar Mateo de Acosta (2/4)

David W. Fernández

Gaspar Mateo de Acosta
(1645-1706)

No sabemos cuál fue su ocupación en la «Perla de las Antillas» en sus primeros años. Después de corta temporada en La Habana, y aconsejado por su paisano el referido Fernández de Lima, abrazó la honrosa carrera de las armas y, siendo ya oficial, fue destinado a la isla de Santo Domingo, donde en lucha con los piratas y filibusteros franceses, que ya empezaban a apoderarse de la parte oeste de aquella isla, pasó por todos los grados y jerarquías de la milicia.

Pero no creamos que su carrera fue rápida, o que el favor le auxilió en sus primeros pasos, sino que, por el contrario, con exposición de su vida y demostrando repetidas veces un valor y arrojo poco comunes, sus ascensos ie fueron dados en recompensa de heroicos servicios, o por rigurosa antigüedad.

Ya maestre de campo, se casó en el Sagrario de la Catedral de Santo Domingo —Primada de las Américas, en la ciudad de Santo Domingo, en la hoy República Dominicana— el 18 de mayo de 1669, con doña Catalina Martínez de Lerma, natural de Olmosalbos, ayuntamiento de la provincia de Burgos (Castilla la Vieja), e hija del Capitán don Manuel Martínez de Lerma y de doña María de la Cruz Perez.

Según se desprende del testamento de la madre de nuestro biografiado, otorgado ante Pedro de Escobar el 5 de julio de 1675, antes de esta fecha Acosta había vuelto a visitar su isla natal. En 1680 tenía el grado de capitán y era dueño del navío «Jesús Nazareno, Nuestra Señora del Carmen y el Rey San Femando», y, al parecer, de otras embarcaciones que se dedicaban al comercio entre La Guaira, San Juan de Ulúa y otros puertos.

En 1683 lo hallamos con el grado de Capitán de Infantería ejerciendo el cargo de Alcaide de la Fortaieza de San Salvador de la Punta, en La Habana (Cuba), de donde, con el grado de Maestre de Campo y General del Ejército de las Antillas, pasó a Gobernador y Capitán General de Cumaná y Costas de Tierra Firme, en una época en que la Corona necesitaba nombrar para los puestos de confianza a los jefes de notoria fidelidad. Y como hasta las gradas del trono había llegado el alto concepto de valiente y pundonoroso soldado que habia alcanzado en la guerra, y la fama de hombre instruido y de talento que adquiriera luego en la paz, viose nombrado con el dicho empleo.

Se le expidió el título de “Gobernador y Capitán General de Cumaná y Costas de Tierra Firme” el 6 de septiembre de 1683, y pasó a tomar posesión de dicho gobiemo el 15 de agosto de 1686, como él mismo lo manifiesta en carta del 5 de febrero de 1687. Y a su arribo halló implicada aquella provincia con los pleitos y disensiones que habían ocasionado sus antecesores. Fue su antecesor don Juan de Padilla y Guardiola Guzmán que había sucedido interinamente a don Francisco Rivero y Galindo. Estaban las voluntades de los españoles muy discordes, los castillos desprovistos de víveres y los soldados desnudos y hambrientos.

Proveyó de bastimentos al Castillo de Santiago de Arroyo de la Real Fuerza de Araya (1), y dio algunos socorros a los soldados. Puso la artilleria en el Castillo de San Antonio de la Eminencia (2) y le hizo en circunferencia una estacada muy fuerte para su mayor estabilidad y defensa, de cuyos trabajos informó al Rey por carta del 6 de abril de 1687. En el Castillo de Santa María de la Cabeza (3) hizo una aijibe, almacén con cuarteles para los soldados y algunas cureñas que ie hacían notable falta.

For real cédula, dada en el Buen Retiro el 11 de noviembre de 1687, se le mandaba que, sin dilación, procediese a establecer el Fuerte de Clarines, puesto defensivo que se hallaba abandonado, a orillas del río Unare (Anzoátegui), y luego se le ordenó, desde Panamá, aumentar su dotacion para elevar de siete a veintitrés el número de hombres de armas del mismo, a lo que, en 1692, Acosta respondió que el fuerte había sido demolido por su inutilidad. Concluyó unos autos creados por su antecesor Padilla, informado de los cuales Carlos II despachó su Real Cédula refrendada por don Antonio Ortiz de Otalora, ordenando se fundase un pueblo en el valle de Bordones, distante unos dieciséis kilómetros, aproximadamente, al este de Cumaná.

A la llegada de esta Real Cédula, dio las providencias para la dirección de dicho pueblo, y estando ya el Padre Ruiz Blanco electo Comisario Provincial de las Misiones de Píritu, tomó éste a su cargo la fundacion del mismo, lo cual comenzó a fines de 1687 dándole el nombre de San Buenaventura del Roldanillo (4), de cuya fundacion mandó testimonio al Rey el 19 de noviembre de 1687, y el Rey lo aprobó por real cédula dada en Madrid a 9 de septiembre de 1688.

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NOTAS

(1) El Castillo de Santiago de Arroyo de la Real Fuerza de Araya fue una de la meJores fortaiezas de la América española. Los holandeses ocuparon en forma más o menos continuada, a partir do 1540, durante cincuenta anos, las salinas de Araya, y no fueron sacados del lugar, sino después de un ataque llevado a cabo por una flota de guerra venida expresamente de España. Para evitar nuevas incursiones, se procedió a la construcción de este castillo. Para tener idea de lo costoso de su inantenimiento, baste decir que para mantener la guamición se recibían anualmente de Méjico cuarenta mil pesos. Las obras de la fortaleza se iniciaron, cumpliendo orden dada en 1622, bajo la dirección del ingeniero don Cristóbal de Roda y del Gobemador don Diego de Arroyo Daza, y tres años después se montaba en ella la artillería, quedando en condiciones de prestar servicio. El castillo fue destruido en 1762 por orden de la metrópoli, por considerarse que ya no era de ulilidad, y, seguramente, para evitar el mantener a gran costo su guarnición.

(2) El Castillo de San Antonio de la Eminencia, levantado entre 1659 y 1669, fue destruido en 1684 por un terremoto y reconstruido entre 1684 y 1686. En él establecio Humboldt su observatorio. Hospedó a Páez como prisionero desde el 1 de noviembre de I849 hasta el 23 de mayo de 1850. En parte fue reducido a escombros por la catástrofe del 15 de julio de 1853, cuando la Revolución de los Azules estuvo al mando del General Olivo. Castro lo visitó en 1905 y lo mandó a reconsiruir. Dicha reconstrucción, dirigida por el doctor Bartolomé Milá de la Roca Himiob, fue inaugurada el 23 de mayo de 1906. Fue destruido nuevamente por el lerremoto del 17 de enero de 1929. En 1957, siendo gobemador del estado Sucre el Dr. José Salazar Domínguez (1902-1966), y por disposición del Consejo Municipal presidido por el Sr. Norberto Sanabria Tucker, se ie iniciaron trabajos de reconstrucción a este castillo para que sirviera de asiento a un Museo de Historia.

(3) El Castillo de Santa María de la Cabeza fue la segunda fortaleza de Cumaná y su ciudadela, situada en el cerro de Quetepe, cerca del río Manzanares. Lo construyó el Ciobemador Angulo y Sandoval en el periodo de 1669 a 1673. En 1681 el Gobemador Padilla ie hizo importantes restauraciones. En 1720 era residencia de los gobernadores de la provincia. En el recinto que ocupaba la Plaza de Armas de este castillo se construyó, a fines del sigio XVIII, una ermita de tres naves bajo la advocacion de N. S. del Carmen, ermita que fue destruida por el terremoto del 15 de julio de 1853. En este mismo sitio se cunstruyó el Templo de Santa lnés, cuyas obras comenzaron en noviembre de 1862, y concluyeron el 6 de octubre de 1866. Muchas e importantes reformas le han sido hechas posteriormente. Al costado sur del templo de Santa Inés, y reclinada en los vetustos muros del viejo castillo, se construyó la gruta de N. S. de Lourdes, cuyas obras comenzaron el 15 de julio de 1908 y concluyeron el 15 de julio de 1910. En la cima de dicho castillo se levantó la capilla de N. S. del Carmen, construida entre 1912 y 1913, fecha en que fueron restaurados también los muros del castillo, embelleciéndolos con hermosas balaustradas de cemento para la cómoda ascensión a él. Tanto esta capilla como la dicha gruta son dependencias de la iglesia de Santa Inés. La catástrofe del 17 de nero de 1929 destruyó la capilla y causó serios desperfectos en las paredes del castillo.

(4) Bordones o Roldanillo estaba situado a unos dieciséis kilómetros del mar, en las márgenes de la quebrada de Roldanillo, que corre entre las pequeñas sierras que forman el valle de Bordones. El 9 de marzo de 1688 se realizó el primer bautizo en este pueblo, y en ese mismo año, con la ayuda del friale lego Juan Solano, fueron dados los materiales para una hermosa iglesia que fue la primera de teja que hubo en las Misiones de Píritu. Teniendo ya seicientos habitantes, atacó el pueblo una epidemia de viruela que diezmó en pocos días a la mayor parte de sus habitantes por lo que fue decayendo hasta que fue agregado al de Nuestra Señora del Amparo de Pozuelos, por ser el más próximo. Hoy Pozuelos es un municipio del distrito Sotillo (Anzoátegui) con cerca de cincuenta mil habitantes.

La Nueva Psicología del Amor (6/7): Condiciones para el amor genuino

El que los miembros de la pareja se presten atención el uno al otro, según se menciona en el subcapítulo Escuchar, es parte fundamental del pilar que llamo comunicación. Y en el subcapítulo Individualidad se menciona otro de los pilares: el respeto. Y luego el compromiso y la disciplina.

La relación en que falten uno o más de estos pilares no tiene buen futuro.

La disciplina es algo que a un drogamorado le sonará a blasfemia, pues en el drogamor no hay que esforzarse para nada; todo es perfecto y se da con deliciosa espontaneidad.

Pero si el drogamorado tiene conciencia de la gravedad del hueco en que ha caído, sabrá que el drogamor es uno de los sentimientos que hay que someter a disciplina, porque, si no, abrirá la puerta a la catexia que es inherente a ese sentimiento —y que tiene que ver con que alguien se vuelva importante para nosotros, para lo cual la trampa de la Naturaleza hace que lo relativo a ese alguien, ya sea algo bueno, regular o malo, lo veamos e internalicemos como bueno, espectacular u óptimo—, y con ello sólo nos hundiremos más y más en el hueco, y estaremos así trabajando para que cuando el drogamoramiento se desvanezca, cosa que de seguro ocurrirá, nos sintamos mucho peor y quedemos más maltrechos que si hubiéramos luchado contra la catexia.

En la catexia se dan dos acciones contrarias entre sí: catectizar y decatectizar. Si cedo al impulso de la trampa de la Naturaleza y doy curso a la convicción de que el objeto de mi drogamor es perfecto, y todo lo suyo, ya sea algo bueno, regular o malo, lo internalizo como bueno, espectacular u óptimo, estoy catectizando al objeto de mi drogamor.

Pero sí, por el contrario, cobro conciencia de que caí en un hueco y comienzo a esforzarme por encontrar y hasta magnificar lo que de malo tiene ese objeto, estaré decatectizándolo. Ésta es una tarea que requiere disciplina y toma tiempo pero que, doy fe, funciona.

Detectar que se está drogamorado es fácil en cuanto se acepte la posibilidad de estarlo y la gravedad que ello implica.

Carlos M. Padrón

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“La Nueva Psicología del Amor”
M. Scott Peck

CONDICIONES PARA EL AMOR GENUINO

Somos incapaces de amar a otra persona si no nos amamos a nosotros mismos, así como somos incapaces de enseñar autodisciplina a nuestros hijos si nosotros mismos no somos disciplinados.

Escuchar

La dedicación significa que el terapeuta escucha al paciente, le guste o no le guste. Y en un matrimonio las cosas no son diferentes. En un matrimonio constructivo, los cónyuges deben, de un modo rutinario y programado, prestarse atención el uno al otro, y prestar atención a su relación. Como ya dijimos, las parejas, tarde o temprano, dejan de estar enamoradas, y es en ese memento cuando comienza a surgir la oportunidad de un verdadero amor.

El “amor” romántico no requiere esfuerzos, y las parejas con frecuencia se muestran reacias a realizar el esfuerzo y a someterse a la disciplina del amor verdadero, y escuchar.

El escuchar verdaderamente, y el concentrarse por entero en la otra persona, es siempre una manifestación de amor. [Por tanto], en ninguna parte resulta más apropiada que en el matrimonio.

Es imposible comprender realmente a otra persona sin darle cabida dentro de uno mismo. Este proceso, que supone ejercitar la disciplina de poner entre paréntesis [aislar] las propias preocupaciones, requiere una extensión del yo y, por tanto, un cambio de éste.

Ese poner entre paréntesis y esa extensión de nosotros mismos está implícita en el acto de escuchar a nuestros hijos. Para responder a sus sanas necesidades debemos cambiar nosotros mismos. Sólo cuando estamos dispuestos a sufrir el cambio podemos llegar a ser los padres que nuestros hijos necesitan. Y como los niños están en constante crecimiento y sus necesidades son cambiantes, estamos obligados a cambiar y a crecer con ellos.

Todo el mundo conoce, por ejemplo, a padres que obran eficazmente con sus hijos hasta que éstos son adolescentes, pero luego resultan padres totalmente ineficaces porque no son capaces de cambiar ni ajustarse a sus hijos, ahora mayores y diferentes.

Y sería incorrecto —como en otros casos de amor— considerar el sufrimiento y el cambio que exige una buena paternidad como una especie de autosacrificio o martirio; por el contrario, los padres tienen que ganar más que sus hijos de este proceso. Los padres que no quieren correr el riesgo de sufrir en virtud del cambio, el crecimiento y la enseñanza que pueden obtener de sus hijos, echan a andar por la senda de la senilidad, lo sepan a no lo sepan, y sus hijos y el mundo los dejarán atrás.

Aprender de los hijos es la mejor oportunidad que la gente tiene para asegurarse una edad madura con sentido. Es una lástima que la mayor parte de las personas no aprovechen esta oportunidad [que está ayudada por el hecho de que] la necesidad de ser escuchados por los padres nunca pasa con la edad.

Individualidad

Aceptar verdaderamente la individualidad de cada cual es la única base sobre la que puede fundarse un matrimonio maduro y puede crecer un verdadero amor.

Una característica importante del genuino amor es la de mantener y preservar la distinción entre uno mismo y el otro. El que ama genuinamente siempre percibe a la persona amada como alguien que posee una identidad enteramente separada. Además el que ama genuinamente siempre respeta y hasta alienta ese carácter separado y esa individualidad única de la personalidad.

La mujer liberada tiene razón al desconfiar del hombre que con afecto la llama “su gatita», [pues posiblemente sea] un hombre a quien le falte la capacidad de respetar la fuerza, la independencia y la individualidad [de esa mujer].

La gran mayoría de los padres no logra reconocer adecuadamente, o apreciar plenamente, la individualidad única de sus hijos, sino que los miran como extensiones de si mismos.

Lo que enriquece la unión es la individualidad separada de los miembros de la pareja. Los individuos que están asustados de su soledad y buscan por ello unirse con alguien para una vida en pareja no pueden construir grandes matrimonios. El genuino amor no sólo respeta la individualidad del otro sino que tiende a cultivarla, aún corriendo el riesgo de la separación o de la pérdida. La meta última de la vida es siempre el crecimiento espiritual del individuo, esa peregrinación solitaria hacia los picos a los que únicamente se puede llegar si uno está solo.

Compromiso

Sea o no superficial, el compromiso es el fundamento, la roca firme de toda relación genuina de amor. Comprometerse profundamente no garantiza el éxito de la relación, pero ayuda más que cualquier otro factor a asegurarlo.

Asumir compromisos es algo inherente a la genuina relación de amor. Quien está verdaderamente interesado en el crecimiento espiritual del otro sabe, consciente o instintivamente, que puede fomentar ese crecimiento sólo en virtud de una relación constante.

Los individuos con trastornos de carácter no comprenden de ninguna manera lo que es fundamentalmente un compromiso.

Disciplina

El amor no esta exento de esfuerzos, por el contrario supone esfuerzos.

La autodisciplina es generalmente amor traducido en acción. Quien ama genuinamente se comporta con autodisciplina; además, toda relación de genuina de amor es una relación disciplinada.

El hecho de que un sentimiento sea incontrolado no indica que sea más profundo que un sentimiento disciplinado. [Y] no debemos suponer que no es una persona apasionada aquélla cuyos sentimientos están modulados o controlados.

Si bien uno no debe ser esclavo de sus sentimientos, la autodiscipima no significa que debamos ahogarlos hasta el punto de anularlos, pues los sentimientos son nuestros esclavos, y el arte de la autodisciplina es como el arte de manejar a los esclavos.

El sentimiento amoroso es uno de los sentimientos que hay que someter a disciplina. Como ya dije, este sentimiento no es en sí mismo amor genuino sino que es el sentimiento que tiene que ver con hacer que alguien se vuelva importante para nosotros (catexia).

Libertad y disciplina son criadas que están a nuestro servicio; sin la disciplina del genuino amor, la libertad es invariablemente destructiva. Y el genuino amor, con toda la disciplina que requiere, es la única senda de esta vida que lleva a una alegría sustancial.

Crecimiento Espiritual

De los millares y acaso millones de riesgos que podemos correr en la vida, el mayor de todos es el de crecer. Crecer es el acto de pasar de la niñez a la edad adulta, [y, como todo] crecimiento en cualquier dirección, supone tanto dolor como alegría. Una vida plena estará colmada de dolor, pero la única alternativa es no vivir plenamente o no vivir en modo alguno.

El matrimonio es una institución cooperativa que exige contribuciones y cuidados mutuos, tiempo y energía, pero que existe con la finalidad primaria de promover el progreso de cada uno de los participantes en su peregrinación personal hacia las cimas individuales del crecimiento espiritual.

Una de las tesis de este libro es que el verdadero crecimiento espiritual puede alcanzarse sólo en virtud del persistente ejercicio del amor real.

El amor es tanto egoísta como altruista. No es el egoísmo ni el altruismo lo que distingue al amor del no amor, es su meta. En el caso del genuino amor, la meta es siempre el crecimiento espiritual; en el caso del no amor, la meta es siempre otra cosa.

[En un grupo conformado por seis parejas a quienes yo trataba, todos los miembros] estuvieron de acuerdo en que la finalidad y función de la mujer en el matrimonio era “mantener la casa en orden y al marido bien alimentado».

Todos definían la finalidad y funciones de sus maridos o mujeres con referencia a sí mismos; ninguno de ellos se daba cuenta de que su consorte podría tener una existencia fundamentalmente separada de la suya propia, o un destino aparte del de su matrimonio.

[Ante tal error les dije que no me sorprendía que todos ellos tuvieran dificultades en sus matrimonios. Se sintieron no sólo maltratados sino profundamente confundidos por mi declaración, y me pidieron que definiera la finalidad y función de mi mujer. «Es —respondí— desarrollarse y crecer lo más que pueda, no para provecho mío, sino para el de ella misma y para gloria de Dios».

[Asimismo,] la misión y finalidad de un padre es ser útil al hijo, y no usarlo para su satisfacción personal. La tarea de un padre es alentar al hijo por la senda de la independencia.

[Otros}– Las dos emigraciones / Antonio Pino Pérez

Cabaiguán (Cuba), Abril de 1930

Antonio Pino Pérez
(Artículo publicado en “Tierra canaria”, La Habana, Cuba).

Todos salen de la tierra por la puerta anchurosa de los puertos; todos se van. He asistido a la gran partida de los canarios, con el alma expectante y el corazón dolido, y sentí la tristeza esperanzada de las despedidas y el fervor confiado de los que se iban y la tortura angustiosa de los que se quedaban.

Estuve paseándome por los muelles abarrotados de mercancías que se iban también, y me atormentaban los lamentos de las sirenas, la gritería de los pitos, el ronco fragor de los mares y las estridencias de las grúas. Estuve paseándome por los muelles y los he visto marchar incesantemente. Aquel barco gigantesco, de estupendo avanzar, que hace viajes trasatlánticos, es el que servirá de casa ambulante a nuestros campesinos. Hacinados, maltrechos, mal vestidos y pobres, en la última clase de ese barco van a buscarse “el pan nuestro de cada día” hasta lejanas tierras.

En aquel otro barco que sirve de correo entre Canarias y España, se alejan temporalmente nuestras juventudes sedientas de saber. Los primeros van a metalizar sus esfuerzos, van a cambiar en billetes de barco lo mejor de sus vidas. Los segundos van a pagar su dinero —el dinero de sus padres que, de seguro, fueron o son emigrantes— por el lastre cerebral de una proporción de conocimientos científicos acreditados por un título universitario. Los unos se van campesinos, viven lejos como campesinos, y cuando regresan —¡si regresan!— siguen siendo campesinos, ¡campesinos siempre! Los otros se van optimistas y seguros, y retornan médicos, abogados, ingenieros, etc.

Cualquiera que haya estado en las Islas ha contemplado desde siempre esta doble partida, y ha podido distinguirlos cuando se van y reconocerlos aún cuando retornan. ¡Que no se confunden fácilmente los unos con los otros!

Se podría hablar mucho,… mucho acerca de los unos y, sobre todo, de los otros, pero aquí sólo habremos de referirnos a los sentimientos patrióticos de todos.

Los intelectuales canarios educados en la Península, queridos y respetados en España, aman a la Patria grande; se interesan por la política española, reciben sus grandes diarios, están al corriente de todos sus progresos,… Son españoles. Allí donde robustecieron sus ideales y aprendieron a pensar más hondo, donde hicieron sus carreras y vivieron los años más risueños de sus existencias, allí donde quedó sepultada su ignorancia y de donde guardan el recuerdo agradecido de lo que aprendieron, allí está su verdadera Patria. Ellos sienten así. Nosotros no podemos menos de reconocer estos hechos, que se nos antojan tristes. Y, a pesar de todo, nos llena de orgullo que haya en España un canario ministro, otro canario catedrático, o juez, alguno militar o maestro, etc. Esto demuestra que Canarias tiene intelectuales bastantes para competir en proporción con España; esto dice que ya España no invade intelectualmente a Canarias. Las Canarias son dos provincias españolas, y los canarios no sólo son queridos en España sino que también se les admira. De ello podemos estar seguros. Ésta es la primera de nuestras dos grandes emigraciones: emigración triunfal y promesa esplendorosa de la patria chica.

La otra emigración es la de los hombres oscuros y desconocidos. Es la emigración viril de nuestros honrados y sufridos campesinos que, arrostrando las dificultades crueles del anónimo, se han paseado riendo por el mundo. Sin dinero para gozar el privilegio de los turistas, y sin cultura para defenderse, se marchan con valor decidido hacia lo ignorado, y de esta turba desamparada que para vencer sólo ha contado con la confianza que tuvo en sus propias fuerzas, han salido no pocos intelectuales, y bastantes investigadores científicos, que se igualan a los que partieron hacia España, impelidos y dignificados por el dinero de sus progenitores.

Los pobres campesinos de Canarias no tuvieron dinero bastante para mandar a sus hijos a la Península, y cuando éstos se sintieron hombres y comprendieron que no tenían ni tierra en qué rendir su tributo al trabajo, avizoraron un más allá que el horizonte les cerraba, y se abalanzaron a él, contribuyendo con eficacia a terminar la obra de Colón, conquistando los campos vírgenes y bravíos del Nuevo Mundo, para su redención profunda por el trabajo.

La patria grande de estos hombres no puede ser España. Ellos no han asimilado la grandeza ideal de Don Quijote, ni se han identificado con Sancho Panza. Que no les hablen de caballeros andantes, ni de hidalguías, ni noblezas hereditarias, ni tradiciones. Habladles de la tierra enjuta y seria que fecundan con sus esfuerzos. Cantadles el poema rudo de sus sementeras, y enseñadles que, más allá de los surcos que ellos escriben con el arado sobre la faz inmutable de los campos, otros labradores más terribles abrirán surcos más profundos y más tristes todavía, para enterrarlos a ellos mismos como simiente.

Alentadlos para que persistan en la redención paciente de sus labores, pero no les habléis de Numancia y San Martín, ni de sus majestades Atila, Don Rodrigo, Felipe II, Fernando VI, ni de toros y gitanos, ni de cristianos y moros, porque perderíais el tiempo. España, para ellos, es como una ilusión que se desvanece, o como un sueño más o menos bello, que vivieron o vivirán un día. En cambio, para no pocos de nuestros intelectuales, España es una realidad más querida que aún por los mismos españoles. ¡Esta amarga verdad la llevamos clavada en el alma desde hace tiempo!

Los intelectuales canarios españolizados y amantes entusiastas de la cultura española, nos orientan hacia adelante en la ruta preclara del saber, pero, si por ellos fuera, perderíamos las valiosas virtudes que recibimos como herencia de nuestros antepasados, convirtiendo nuestro pueblo a un semi-españolismo detestable. Vendríamos a ser, después de adulterados, mitad indígenas y mitad postizos. Meditad si debemos permitirlo los que soñamos con el porvenir del Archipiélago.

Por el contrario, nuestros campesinos agrandan y abrillantan todo lo que típicamente es nuestro, y gracias a ellos seguimos siendo canarios. Se nos reconocerá en todas partes como tales, porque a ellos les debemos ser inconfundibles. Que los intelectuales canarios hayan olvidado el terruño, bien limitado por el mar, ¡es triste!. Que lo sigan olvidando, ¡es doloroso! Pero no perdamos las esperanzas. Estos hombre que se curvan, como interrogaciones mudas sobre la tierra, abrigan en lo más profundo de sus almas los designios secretos de nuestro pueblo. Es preciso conservar las características diferenciales de las Islas, y es necesario avanzar al Progreso por una senda nuestra, genuinamente nuestra, que ningún compatriota nos ha bosquejado. Nos hace falta quien nos oriente hacia el futuro, y existe un número de intelectuales y pseudointelectuales que actúan como detractores de esta obra nuestra, que debiera ser la suya. Nos quieren someter a una hegemonía cerebral que no podremos reconocer nunca, y someternos a una dependencia cultural que no queremos permitir.

Queremos, sobre todo, y ante todo, lo nuestro, y levantaremos, sobre los potentes sillares de lo propio, la individualidad exótica de nuestras actividades.

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NotaCMP.- Los resaltes en negrilla los puse yo como una forma de de expresar mi acuerdo con lo que dicen las frases así destacadas. Un acuerdo que, hasa donde sé, comparten todas las generaciones de canarios «de la otra emigración» desde 1492 hasta al menos la mía.

[*Otros}– Palmeros en América / David W. Fernández – Gaspar Mateo de Acosta (1/4)

David W. Fernández

Gaspar Mateo de Acosta
(1645-1706)

Allá, al otro lado del Atlántico, en África, geográficamente hablando, está situado el archipiélago canario.

De las islas que lo conforman, la que está más al noroeste, con forma de corazón —como dicen los poetas, que casi nunca han visto un corazón humano—, o con forma de inmensa lengua —como alguien más bien pueda pensar— es la llamada La Palma. Esta isla lingüiforme tiene algunas singularidades: es la ínsula «afortunada» con menor porcentaje de analfabetos; y en ella está el cráter más grande y más hermoso del mundo, llamado Caldera de Taburiente.

La capital de la isla es Santa Cruz de La Palma, y en ella nació don Gaspar Mateo de Acosta el 22 de septiembre de 1645. Es el mismo año en que nació La Bruyere y murió Quevedo. En aquella época, la pequeña urbe palmense tenía ciento cincuenta y dos años de haber sido fundada, y noventa y seis de ostentar el titulo de Muy Noble y Leal Ciudad. Ya su riqueza había tentado la voracidad de los piratas y corsarios que infectaban sus aguas, y en sus costas habían sido derrotados Jambe de Bois, Drake y Van-der-Doez. También se había establecido ya en ella —hacía ochenta y siete años, y por ser la más comercial del archipiélago— el primer Juzgado de Indias que hubo en Canarias, para despachar el registro de los buques que de su puerto salían para las Indias, y yendo a despacharse a él los que de las demás islas salían. Pero todavía le faltaban ciento veintiséis años para que, derrocando el carcomido gobierno de los regidores perpetuos, fuera el primer municipio del Imperio Español que tuvo Ayuntamiento, o Cabildo, por elección popular.

Acosta nació en una casa de la calle principal de la Ciudad, la hoy número 26 de la calle Real. Es hijo de los artesanos de aquella localidad, Francisco de Acosta, y de su legítima esposa Melchora Van de Walle, la cual tampoco desdeña apellidarse de los Reyes, ya que es hija de padres ignotos.

Nuestro biografiado fue bautizado, a los ocho días de nacido, en la parroquia matriz de El Salvador por el licenciado don Gabriel de Palacios, Beneficiado de dicha Parroquia, y siendo su padrino el Capitán Monteverde, Regidor de la isla. El joven Gaspar Mateo tenía nueve años de edad cuando el Capitán General de Canarias, don Alonso Dávila y Guzmán, y el Maestre de Campo don Francisco de Castejón realizan con gran crueldad una leva forzosa de gente para destinar al ejército de Flandes, y en ella fue comprendido el padre de nuestro biografiado, pero no como soldado disponible u obligado al servicio militar, sino por sorpresa y a viva fuerza, porque el derecho de tropelía y arbitrariedad se había sobrepuesto a la Ley, a la razón y a la justicia.

Regresó a La Palma después de largos años de ausencia, pero mientras tanto tuvo el niño Gaspar Mateo la suerte de que, al serle arrebatado el cariño paterno, le quedara una madre que supo cuidar solícita de su educación e instrucción.

En estos años correteaba por las pintorescas calles de la quebrada y pequeña ciudad, y por los patios, empedrados con guijarros basálticos, de los conventos dominico y franciscano en cuyas aulas cursó sus primeros aprendizajes, y en las cuales, el poco tiempo que durara su paso por ellas, le bastó para dejar sentada fama de ser el amparo del débil, a quien tomaba bajo su protección, y de lograr inspirar respeto y consideración al fuerte, dando así desde niño grandes y repetidas pruebas de la nobleza y bondad que le distinguían,
y que tuvo ocasión de demostrar también en sus años de hombre.

Joven aún, Acosta, ambicionando procurarse un futuro que su país le negaba, o acaso pensando aquello de que nadie es profeta en su tierra, concibe la idea de emigrar a las Indias, idea, por otra parte, muy común en aquella epoca. Y la Historia se repite. América ha sido siempre el pañuelo en que las Canarias han enjugado sus penurias económicas. Y venciendo la natural oposición materna, que trataba de retenerlo a su lado, parte de la rada y puerto de Santa Cruz de La Palma, rumbo a Cuba, en calidad de pasajero a bordo del bergantín «Ratonero», de la propiedad y mando de don Manuel Fernández de Lima.