Antonio Pino Pérez
(Artículo publicado en “Tierra canaria”, La Habana, Cuba, el 8 de abril de 1930)
Me consta que huyó de la realización de unos amores honrados, aquel solterón empedernido que sufrió la desventura de no poder casarse y el desconsuelo infinito de no tener hijos. Si transcribo aquí sus dolorosas reflexiones es porque encierran una enseñanza y describen con rasgos vigorosos su tragedia íntima y silenciosa que, por verdadera y honrada, acabó por convertirlo en misántropo y melancólico.
«Jamás he pensado seriamente en casarme, y es muy posible que en lo venidero siga pensando igual. Antes, se explicaba que no tuviese tales ideas, pues era demasiado joven, bastante banal y divertido, y optimista hasta la exageración de este vocablo. Ahora, que ya me voy sintiendo viejo, y en mis insomnios he meditado largamente sobre las tristezas de mi soledad y abandono; ahora, que me voy haciendo pesimista frente al espectáculo desconsolador de la vida; ahora, que no tengo una voz familiar que me consuele con dulzura y sepa engañarme con amor, sigo a pesar de todo rebelándome ante el matrimonio. Y no es porque me desagrade el matrimonio en sí, es por las consecuencias fatales del mismo. No es porque tema no hacer feliz a una mujer determinada que me fascina, ni porque me asusten los celos propios y los ajenos, ni porque sea exigente en el momento de elegir compañera: es sencillamente por los hijos. Esos hijos tan queridos y tan idolatrados por mí, qué aún sin haberme nacido ya me prohíben que los traiga a la vida, ya que me vedan que busque la compañera que necesito para descansar en ella mis dolores, para consolarme de mis tristezas y desventuras, para que comparta con dulzura mis alegrías, y qué sé yo para cuantas cosas más.
Los que tenemos la certeza de ser buenos padres, los que examinados serenamente, fríamente, no tenemos la certidumbre de poder dar a nuestros hijos, no tan sólo aquello que se merecen sino aquello que les es necesario y, bajo todos los aspectos, imprescindible, no podemos ni debemos casarnos; pecaríamos al traer hijos al mundo, y nos envileceríamos y nos depreciaríamos ante nosotros mismos al contemplar los pedazos palpitantes y puros de nuestras entrañas, consumiéndose lentamente por el hambre y tiritando inconsolables por el fío.
El matrimonio es santo; lo sé. La paternidad es sublime; no lo dudo. Pero yo no quiero ni ser santo ni ser sublime. No quiero que mis hijos me puedan decir algún día, sin palabras o con odio y desesperación reconcentrada: “Te casaste por egoísmo, me trajiste al mundo por placer, y luego, como consecuencia de tus pasiones, me condenaste a la miseria que me devora y a un dolor incurable que me mata”.
El matrimonio dicen que padece una crisis terrible en todas partes. Esto nos dice que los hombres se han vuelto más juiciosos, tal vez las mujeres, o ellos y ellas a la vez. Casarnos ¿para qué? Como no sea para tener hijos desgraciados y ser infelices contemplando impotentes y descorazonados su desgracia. Que se casen los ricos y los poderosos y los vencedores, aunque no tengan la preparación bastante para ser padres y la personalidad debida para tener hijos; ellos, por lo menos, podrán darles con qué cubrir sus necesidades materiales, y dinero con que se perviertan. Los desheredados, los vencidos, los parias, los que ganamos fortuitamente el pan que nos alimente y desconocemos el techo que nos cubrirá mañana, ésos no debemos casarnos, aunque podamos darle a nuestros hijos todo lo que espiritualmente necesiten. La sociedad que condena a centenares de hombres honrados a vivir de un salario miserable, o los castiga indiferente con el paro forzoso, no puede exigirnos que le demos hijos, ni puede pedirnos que dignifiquemos debidamente a nuestras mujeres.
Que se queden ellas solteronas, trabajando en las oficinas y en los talleres, y nosotros adustos y esquivos, apartados de ellas aunque piensen y digan que las odiamos o tememos que disminuya la población y que se desmorone el poderío de la Patria; a los ciudadanos conscientes, ¿qué nos importa todo esto? Tenemos hamb, y los gobiernos no escuchan nuestros ayes; buscamos trabajo. y no existe en ninguna parte. Con las privaciones a que se nos condena, se fabrican tuberculosos y se crean enfermedades. ¡Menos mal que por caridad vienen luego a consolarnos y a enseñarnos a morir con resignación!
Nosotros preferimos que aumenten los conventos y las congregaciones religiosas, a que lloren las madres inconsolables. Ya es hora de que de una vez se cierren los hospicios, y de que se acaben por siempre los cuadros desconsoladores que forman por esas calles los niños hambrientos. ¡Antes que vivir muriendo, es preferible no haber nacido!
Desgraciadamente, no piensan así todos los hombres. Sé que una inmensa mayoría sigue aventurándose al matrimonio, fascinados por una ilusión placentera o impelidos por sus pasiones, para más tarde llorar impotentes en medio del frío de una sociedad inmoral. De mí puedo afirmar honradamente que antes de aventurarme a tener unos hijos desgraciados —que me exigirían robar y quién sabe si cometer algún crimen ignominioso, juzgado por mis semejantes— preferiré convertirme voluntariamente en eunuco o hacer voto perpetuo de castidad.
Si la sociedad está desorganizada y los gobiernos no aciertan desconcertados a gobernar con justicia, y los pensadores no han sabido sino dar fórmulas estériles para cambiar el ritmo triste de la sociedad, y cada vez la lucha por la vida va siendo más cruel, y haciendo depender más del azar nuestro posible bienestar, eso no justifica que los hombres conscientes nos abalancemos al matrimonio para correr el riesgo de ser malos padres, esposos injustos, malos hombres condenados por la humanidad, fieras enjauladas, e inútiles para satisfacer el hambre de unas bocas inocentes que piden siempre con llanto.
Los hombres que piensan no se casan en este siglo inquietante; ya sabéis por qué. Las mujeres que les correspondan por esposas, que se hagan Hermanitas de la Caridad o de los Pobres, para que cuando sean viejos, vengan a celebrar sus bodas consolándolos. De seguro tendrán entonces mucho de que ser consolados. Antes que deshojar flores y pisotear alegrías y desvanecer ilusiones, es preferible verlas marchitarse; y antes que lamentar las desventuras de aquéllas que podríamos encadenar a nuestra suerte por amor, preferimos llorar inconsolables en la tragedia increíble de nuestras soledades, el abandono por sacrificio de los más caros ideales y la pesadumbre adusta de nuestras almas por haber huido de lo que buscábamos febriscentes, impelidos por nuestra naturaleza viril y paternal. Así, por lo menos tendremos algo de que vanagloriarnos en las postrimerías de nuestras existencia, y así mis hijos, incorpóreos e informes, me bendecirán desde lo incierto del caos donde moran».
Así me habló un día aquel amigo triste que murió solo, mientras brillaba en sus ojos una chispa de luz, y vigorizaba con sus palabras un fervor creciente.
