[FP}– Barbería unisex

Durante todo el año 1978 viví en USA con mi familia, en el estado de New York, concretamente en Chappaqua (Westchester County), el mismo pueblo donde ahora viven los Clinton (¡de buena me salvé!).

Un sábado del verano de ese año, mediante llamada telefónica a mi casa, mi gerente en IBM-A/FE (cuartel general de IBM para las Américas (excepto USA) y el Lejano Oriente, donde yo trabajaba— me hizo saber que el lunes próximo debía yo asistir a una reunión de protocolo, así que como mi pelo estaba demasiado largo —pues no soy amigo de las barberías—, decidí ir a cortármelo ese mismo día, pero sólo después de haber hecho algunas diligencias necesarias.

Cuando terminé con éstas, estaba yo en las afueras de Mount Kisco, en un nuevo centro comercial en el que habían abierto una barbería unisex, lo cual no me hizo mucha gracia, pero dada la hora no tenía tiempo para ir a la que habitualmente yo usaba, así que entré en la barbería unisex, esperé mi turno y me atendió una muchacha horriblemente fea, con aliento de fumadora, muy pechugona y que, tal vez porque creía que sus lolas eran lo único o lo más atractivo que ella tenía, no llevaba sostén pero sí una blusa de tela bastante delgada, y las lolas saltaban y bamboleaban con cada movimiento que la muchacha hacía.

Desde que me senté en su sillón comenzó a hacerse la simpática. Le dije que no quería que me mojara el pelo, pero insistió en que debía hacerlo para que el corte quedara impecable, pues ella “buscaba la perfección y cada corte suyo era una obra de arte”. Opté por dejarla hacer con tal de salir de allí cuanto antes.

Al momento del lavado, echó hacia atrás el sillón hasta que mi nuca reposara en el borde del lavabo, y cada vez que se inclinaba sobre mí para mojarme el pelo, aplicarme el champú o frotarlo en mi cabeza, sus bamboleantes pechos rozaban por toda mi cara. Cuando yo sentía los pezones en mis mejillas, mi nariz o mis labios, no podía evitar una sacudida que medio me hacía saltar en el sillón, como si me hubieran dado una descarga eléctrica o hecho cosquillas.

Al notar en mí esas reacciones, la muchacha fea y de mal aliento me preguntó, con una sonrisa pícara y casi en un susurro:

—¿Qué? ¿no le gusta?—, y al hacerlo inundó mi cara con su vaho de fumadora.

—No—, fue mi seca respuesta mientras contenía la respiración para no inhalar el «aroma» de su horrible aliento.

Con cara de sorpresa y mal contenida contrariedad, alzando un tanto la voz me replicó:

—¿Qué pasa? ¿Es que no le gustan los pechos de mujer?.

Y ahí se me salió el isleño y le respondí:

—Sí, pero sólo los de las mujeres bonitas.

De inmediato me arrepentí de lo dicho, pues la niña —que, por lo visto, era feminista—, montó en cólera y a grito limpio comenzó a acusarme de haberla hecho víctima de acoso sexual.

Todos en la barbería, tanto el personal como los clientes, dejaron lo que estaban haciendo y se quedaron mirándome como si yo fuera un delincuente común. Pero, tal vez por el sorpresivo impacto, me mantuve impertérrito y en silencio.

A los gritos de la muchacha apareció un señor que resultó ser el dueño de la barbería. Apenas abrió la boca para preguntar qué pasaba noté que era italiano. En voz baja habló antes con dos de las empleadas, y cuando se acercó a mí con clara intención de dirigirme la palabra, me anticipé, y en italiano —idioma que, por supuesto, la muchacha no entendía— y hablándole muy tranquilo y cortésmente, le pedí permiso para darle una explicación.

Sorprendido —al igual que todos en la barbería, pero en particular la muchacha—, el señor, también en italiano, me dijo que procediera, así que, siempre en italiano, le conté cómo había sido todo, y al final le pregunté si era política de aquel local que las muchachas restregaran sus ubres en la cara de los clientes, mientras los asfixiaban con mal aliento, y luego los acusaran por lo que ellas mismas habían provocado.

Tal vez porque la muchacha de marras tenía ya mala fama, porque yo no tenía cara de tenorio o de perver, o porque fui muy convincente, el caso es que el señor me pidió disculpas, le ordenó a la muchacha que se retirara, y procedió él mismo a terminar de cortarme el pelo mientras, siempre en italiano, me preguntó de dónde era yo, por qué hablaba italiano, dónde vivía, a qué me dedicaba, etc. Cuando le dije que vivía en Chappaqua y que trabajaba para IBM, a través del espejo noté que el tipo se paralizó por una fracción de segundo antes de comenzar con una cadena de alabanzas hacia esa compañía.

Terminó con mi corte de pelo y, después de nuevas disculpas, ya excesivamente ceremoniosas, me dijo que yo no debía nada, que era invitación de la casa, y que ya él hablaría con la muchacha.

Si lo hizo o no, no lo sé, pero sí sé que nunca más he entrado a una barbería unisex, ni he dejado que una mujer me corte el pelo, aunque me encantaría que la mía lo hiciera, para no tener yo que ir a ninguna barbería; pero ni modo,… aunque la profesión más común entre los gochos es la de barbero.