Carlos M. Padrón
Terminado el tour por el Zoco, los franceses, sin siquiera decirme adiós, se fueron en su carro, y el guía tuvo la amabilidad de pararse conmigo por casi 10 minutos al borde de la vía hasta que me consiguió un “petit taxi”, que es el equivalente de los taxis Volks-Wagen de México. Le dijo al taxista adónde debía llevarme, y a mí cuánto debía pagar por el viaje.
No oculto que durante todo el trayecto en aquel desvencijado taxi conducido por un tipo de aspecto nada tranquilizador estuve usando de corbata algo que la Naturaleza no diseñó para tal uso, pero al fin el taxista, que no dijo palabra durante el viaje, me dejó en el Hotel Kenza. Con un suspiro de alivio le di los 10 DRM que el guía me había dicho que le diera, y entré al hotel.
Cuando llegué a mi habitación estaba extenuado, más por tensión emocional que por esfuerzo físico, así que me dormí sin que me preocupara mucho el almuerzo, pues como —desde hace años, y en solidaridad con mis queridos perros— hago una sola comida al día, me reservé para la gran cena de fin de año que, según la agencia de viajes, era “obligatoria” y costaría 13.900 pesetas, unos 927 DRM.
Cuando me desperté eran como las 3 y media de la tarde. Bajé a la recepción y pregunté dónde sería la tal cena de fin de año. Me miraron como a bicho raro y me dijeron que no sabían nada de esa cena, pero que si yo quería una cena de fin de año podían ofrecerme el tour llamado ‘Fantasy Dinner’ que incluía precisamente una cena bajo una tienda de nómadas del desierto, y con un show de danzas típicas como sobremesa. El precio era de 350 DRM y el tour saldría del hotel entre las 7 y media y las 8 de la noche. Reservé de inmediato y pagué los 350 DRM.
A las 7 y media recibí en mi habitación una llamada del tipo con el que había hecho el negocio de la cena, y supuse que era para decirme que todo estaba listo para salir, pero resultó ser para informarme de que “como había mucha gente para la ‘Fantasy Dinner’, el precio había subido y era ahora de 700 DRM y no de 350”.
En mi más enfervorizado inglés le contesté que según el folleto editado por el organismo estatal a cargo del turismo en Marruecos, en ese país el precio convenido de palabra para transacciones comerciales se respeta como si fuera un contrato escrito, y que a mí no sólo me habían dicho que la cena me costaría 350 DRM sino que también me habían recibido ya el pago correspondiente, razones por las cuales yo exigía que se respetara el acuerdo que conmigo se había hecho. Se disculpó y dijo que vería qué podía hacer.
A las 8 bajé, listo ya para salir, y me senté en el lobby. Apenas un cuarto de hora después llegó el tipo y, fresco como una lechuga, me dijo que no había nada que hacer a menos que yo pagara 700 DRM. Le contesté que aunque en España me habían dicho que la cena me costaría unos 927 DRM y yo había aceptado pagar eso, por una cuestión de principios no estaba dispuesto a acceder al chantaje que se me quería hacer, aunque el precio que ahora se me pedía fuera inferior a los 927 DRM que yo venía dispuesto a pagar.
Puso cara de estupor, pues seguramente su idea del negocio no tenía cabida para ese tipo de principios, y, obsequiándome luego una sonrisa entre burlona y conmiserativa, me devolvió mis 350 DRM.
Así que, usando la tan europea media pensión, cené en el hotel y me fui a la cama a eso de las 10 de la noche,… para despertar a las 5 de la madrugada del primer día de 1995 a los melodiosos trinos de la dulce y estimulante voz del almuecín electrónico que, de nuevo, parecía gritar en el balcón de mi habitación. Pasado el correspondiente susto, y hecha la obligada mentada de madre, seguí durmiendo hasta las 8 de la mañana.
Ese primer día del año tomé un par de tours light, por las afueras de la ciudad, y de regreso al hotel preparé el equipaje para volar de vuelta a Madrid el día 2 muy temprano.
Ese día 2 me sirvió de algo el despertador tempranero del llamado del almuecín que de nuevo sonó a las 5 de la madrugada, lo que aproveché para dejar la cama, y a las 5:30 salí en taxi para el aeropuerto.
De Marrakech volé a Casablanca y, cuando en Casablanca, una vez pasado el control de pasaportes para el vuelo internacional a Madrid, noté que no había duty-free, como si sólo fuera mera curiosidad por mi parte le pregunté a un par de aparentes funcionarios oficiales que estaban en la puerta de la sala de espera de mi vuelo, si en una ventanilla que al momento estaba cerrada se podían cambiar DRM a pesetas —cosa que, según el folleto oficial ya mencionado, podía hacerse en ese tipo de ventanillas—, me dijeron que no y, para mi sorpresa, remataron con que yo no tenía cara de turista —lo mismo que otro funcionario me había dicho, también en Casablanca, en el viaje de venida—, y me advirtieron que si me habían sobrado DRMs tenía que devolverlos allí y a ellos.
Aquello era ya demasiado —sin contar lo de mi cara de no turista, que aún no sé cómo tomar, si como cumplido o como ofensa—, así que me arriesgué, y aunque en realidad me habían sobrado 760 DRM les dije que no tenía DRM alguno, que los había gastado todos y que sólo había preguntado por saber. Con cara de disgusto me dejaron tranquilo y siguieron “patrullando” a la espera, supongo, de otra posible víctima.
Ya dentro de la sala de espera había una pareja de holandeses que habían seguido con interés mi conversación con los funcionarios. Cuando entré a la sala, muy pequeña, me contaron que también a ellos les habían negado el cambio, aunque en Holanda les habían dicho que podían hacerlo, y quisieron quitarles el dinero sobrante, ante lo cual habían decidido que nunca más volverían a Marruecos.
Al día de hoy, he visitado casi 50 países o regiones de este mundo, y con gusto podría volver de nuevo a Nepal, a Turquía, visitar Egipto, Líbano, Sudáfrica, etc., pero a Marruecos no volveré más si puedo evitarlo.
Según en mis tiempos se decía en El Paso: ¡Una y no más, como el Alma de Tacande!.
