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Cortesía de Fabián Trujillo
15-08-12
Cuando desde América, el monje español fray Aguilar envió las primeras muestras de la planta de cacao a sus colegas de congregación al Monasterio de Piedra, para que la dieran a conocer, al principio no gustó a causa de su sabor amargo, por lo que fue utilizado exclusivamente con fines medicinales.
Posteriormente, cuando a unas monjas del convento de Guajaca se les ocurrió agregarle azúcar al preparado de cacao, ese nuevo producto causó furor, primero en España y luego en toda Europa. En esos tiempos, mientras la Iglesia se debatía sobre si esa bebida rompía o no el ayuno pascual, el pueblo discutía acerca de cuál era la mejor forma de tomarlo: espeso o claro.
Para algunos, el chocolate se debía beber muy cargado de cacao, por lo que preferían el chocolate espeso, o sea, “a la española”; para otros, el gusto se inclinaba por la forma “a la francesa”, esto es, más claro y diluido en leche.
Los ganadores, finalmente, fueron los que se inclinaron por el chocolate cargado, por lo que la expresión «las cuentas (cosas) claras, y el chocolate espeso» se popularizó en el sentido de llamar a las cosas por su nombre y manejar con transparencias las cuentas.
