04-09-2025
No hay fiesta sin guarapita
Venezuela está bordada con cientos de fiestas patronales, tantas que sería imposible contarlas con precisión sin un mapa bordado por cada parroquia, caserío y esquina con altar. Cada pueblo tiene su santo, su virgen, su tambor, su promesa.
En este país, las fiestas patronales no se anuncian con volantes ni pregones: se huelen. Se sienten en la brisa que trae olor a parrilla, a chicharrón, a papelón con limón, a tierra mojada por el rocío de la aurora. Pero hay un aroma que marca el inicio real de la parranda: el seductor y contagioso dulzor de la guarapita.
No hay fiesta patronal sin guarapita, aunque el cura se queje y ponga el grito en el cielo. Así como no hay procesión sin santo, ni verbena sin bingo, ni tarima sin tambores. La guarapita es bautizo fiestero, trago de iniciación, líquido que convierte a los tímidos en bailarines y a los escépticos en creyentes.
La guarapita no se aprende en libros ni en cursos de coctelería. Se hereda. Se improvisa. Se hace con lo que hay, pero siempre con intención de fiesta. Como dice la tía Chucha: “Donde hay guarapita, hay gente bailando.”
Primero se busca la fruta: parchita si hay, mango si es temporada, tamarindo si se quiere picante. Se parte, se exprime, se licúa, se cuela. Nada de medidas exactas: aquí se cocina con el ojo y el corazón. Se le echa azúcar, pero no mucha, que el ron también endulza la lengua. Y hablando de ron… ¡ese sí es protagonista! Ron blanco, ron de bodega, ron que sobró de la última parrilla. Si no hay ron, se mete aguardiente, y se reza para que al santo le guste.
Se mezcla todo en un botellón reciclado, se agita como maraca y se guarda en la nevera o en una cava con hielo. Se sirve en vaso, con hielo picado, y se brinda con refranes: “El que no toma guarapita, no sabe lo que es gozar sin plata.” “Guarapita mata pena, levanta muerto y pone a bailar al cojo.” “Si la guarapita está buena, el santo baila solo.”
Y, ponga cuidado, que esta bebida es traicionera. Entra suavecito, como juguito de merienda, pero a la tercera ronda ya estás abrazando al vecino, besando a la suegra y cantando boleros que ni sabías que sabías. Por eso dicen que “la guarapita no emborracha, enamora.”
La guarapita no discrimina: la toma el abuelo que baila con bastón, la quinceañera que estrena tacones, el vendedor de empanadas que se echa su traguito entre clientes. Es democrática, peligrosa y absolutamente necesaria. Sin ella, no se puede bailar bien al santo, aunque el domingo siguiente por seguro toque regaño en el sermón.
En cada pueblo hay una receta secreta. En Guarenas la hacen con piña fermentada. En Cumaná le ponen un toque de picante. En Margarita tiene sabor a playa y a promesa. En Choroní es de parchita y dicen que seca todas las lágrimas. Y siempre hay una señora que la prepara con misterio y maña. Nadie sabe qué le pone, pero todos la buscan. Porque si no hay guarapita, la fiesta se siente coja, como misa sin comunión o parranda sin tambor.
Y cuando la fiesta termina, cuando el santo regresa a su casa y los cohetes se apagan, queda el recuerdo borroso de los bailes, los abrazos, los cuentos exagerados… y el sabor dulzón de la guarapita, que sigue haciendo efecto en la memoria. Porque en Venezuela, sin guarapita no hay patronal, y sin patronal no hay pueblo que se respete.
Y si alguna vez se te olvida el nombre del santo, el orden de la procesión o el número de la rifa, no importa. Queda el brindis compartido, el vaso sudado, la risa que se escapa entre tragos. No importa si usted es creyente o no. Si usted va a cualquier fiesta patronal y se bebe un par de guarapitas entenderá que la guarapita es símbolo de que aquí, en este rincón del Caribe, se baila con fe y a la alegría se le pone música y se la sirve fría y con hielo picado.
