[SE}> ¡Mandooocas… mandoooocas! / Soledad Morillo Belloso

01-09-2025

Soledad Morillo Belloso

¡Mandooocas… mandoooocas!

Las mandocas no se explican, se viven. Se fríen con la memoria, se amasan con la risa, se sirven con el alma. Son de plátano y son del Zulia, y eso no se discute ni se negocia. Porque si hay algo que el zuliano defiende con más pasión que su gaita, es la denominación de origen de las mandocas. Son patrimonio emocional, bandera frita, orgullo envuelto en papelón.

No son arepas disfrazadas ni buñuelos con ínfulas. Son mandocas, y eso ya es bastante. Nacieron donde el calor se pega al alma, donde el plátano se respeta y el papelón no se mide con cucharita, sino con corazón. Son redondas como los abrazos que no se dieron, como los chismes que se contaron en la cocina mientras el café se ponía bravo en la hornilla. Una mandoca es declaración de intenciones. Es decirle al mundo “aquí hay plátano, papelón y ganas de vivir”. Es la forma que tiene el Zulia de decir “yo también tengo poesía, pero la sirvo caliente”.

La receta no está en ningún libro serio. Está en la memoria de las tías que se levantan con el gallo, en la voz de la vecina que dice “échale más queso, que eso no mata a nadie”. Está en la voz del que las vende en una esquina o en una plaza y las anuncia a voz en cuello: “¡Mandooocas… mandoooocas!” Ese grito es más que llamado, es conjuro, es promesa de bocado con identidad.

Se empieza con un plátano que ya está pidiendo pista, maduro como chisme viejo. Se le da cariño, se le hace puré, se le mezcla con harina de maíz, queso blanco rallado y papelón que parece llorar dulzura. Se amasa con fe, se le da forma de aro sin que se toquen las puntas, como la cita sin nudo, como quien quiere atrapar el tiempo. Y se fríe sin miedo, porque el miedo no cocina. El aceite caliente es confesionario y bautismo, y la mandoca sale de allí con carácter.

La mandoca tiene personalidad. No, no es elegante, ni pretende serlo, pero es suculenta. No presume, pero conquista. Se come calentica, con mantequilla que se derrite como promesa incumplida, y mejor si se acompaña con café con leche que sabe a domingo sin apuro. Es manjar de amanecer de gente que sabe vivir y no le teme al trabajo, merienda y cena de quien se quedó sin pan, pero no le falta la dignidad. Es placer de obreros, de estudiantes, de poetas sin editor. Es alimento y es abrazo.

Y si me preguntan, yo creo que hay mandocas viudas, mandocas casadas, mandocas despechadas. Las viudas se fríen solas, pero crujen con más fuerza. Las casadas se pegan unas con otras, como quien no quiere soltar. Y las despechadas llevan más papelón, porque el despecho se cura con dulzura. También hay mandocas tímidas, que se esconden detrás del queso, y mandocas atrevidas, que se lanzan al aceite como quien se lanza a la vida sin salvavidas. Hay mandocas que se saben únicas (las de mi tata Petra). Hay mandocas que se sirven en plato y otras que se comen en la mano, como quien no quiere testigos.

Las mandocas se exportan, porque donde hay un zuliano se extrañan y porque cualquiera que  no sea zuliano que las pruebe, se enamora de ellas. Son desayuno de gente que madruga con sabor, merienda de quien no le teme a la gordura, y cena de quien se quedó sin pan pero con dignidad. Son costumbrismo frito. Son el Zulia diciendo “ve, aquí estoy”, con dejo y cantaíto, con sazón, con picardía. Son la infancia que no se olvida, el cariño que no se negocia, el sabor que no se explica. Son la abuela que ya no está, el tío que contaba cuentos, la cocina que olía a todo menos a tristeza.

Y si alguna vez te sientes triste, hazte unas mandocas. Porque hay dolores que sólo se curan con fritura y queso. Porque hay mañanas que sólo se salvan con café y una mandoca que cruje como quien te dice “todo va a estar bien”. Porque hay ausencias que se llenan con papelón, y nostalgias que se apaciguan con mantequilla derretida.

Así que sí, las mandocas son de plátano y son del Zulia. Y cada vez que se fríe una, el cielo sobre el lago se pone contento. Se despeina la brisa, se alegra el sol y hasta la Virgen de Chiquinquirá sonríe desde su nicho. Porque una mandoca no es comida. Es metáfora. Es abrazo. Es amor de lejos y de cerca. Es alegría frita. Y eso no tiene receta. Tiene alma.

Donde hay mandoca, no falta el cariño.

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