Jordi llamó desde Barcelona a su hijo Pep que había emigrado a Nueva York, y le dijo:
—Lamento arruinarte el día, pero tengo que informarte que tu madre y yo nos estamos divorciando. Cuarenta y cinco años de sufrimiento es suficiente.
—Papi, ¿de qué estás hablando?—, gritó el hijo.
—No podemos soportar seguir viéndonos —le contestó el padre—. Estamos hartos el uno del otro, y estoy cansado de hablar del tema, así que mejor que tú llames a tu hermana Anna en Chicago para contarle—. Y Jordi colgó el teléfono.
Desesperado, Pep llamó a su hermana, quien, desde Chicago, explotó en el teléfono:
—¿¡Cómo que se están divorciando!? Yo me voy a hacer cargo del asunto.
Inmediatamente, la hija llamó al padre a Barcelona y le dijo:
—¡Ustedes NO se divorcian!. No hagan nada hasta que yo llegue. Ahora mismo vuelvo a llamar a mi hermano y mañana estaremos los dos con ustedes. Hasta entonces no hagan nada. ¿ESCUCHASTE BIEN?—. Y cortó.
El anciano Jordi, colgando el teléfono miró a su esposa y le dijo:
—Muy bien, Ana, todo salió perfecto: los dos vienen a visitarnos y se pagan sus pasajes.
