[Hum}– El gallego y el coco

El gallego llega a su casa inesperadamente y encuentra a su mujer en la cama, desnuda y toda transpirada.

—¡Mujer, ¿qué te pasa?!”

—Tengo un ataque al corazón —dice ella con voz entrecortada.

—Quédate tranquila, mujer, que voy a llamar a un médico.

Al salir de la habitación para ir al salón a llamar por teléfono, se tropieza con su hijito de 2 años que lo mira y balbucea: 

—¡Coco, papá! ¡Coco armario!

El tipo regresa al dormitorio, abre el armario y se encuentra con su mejor amigo, totalmente desnudo.

—¡Eres un hijo’e puta sin sentimientos! ¡¡¡Mi señora tiene un ataque al corazón, y tú andas asustando al niño!!!

[*Opino}– La Inquisicón y las redes sociales

06-05-15

Carlos M. Padrón

El artículo que copio abajo ratifica —aún más, si cabe— mi decisión, tomada hace años, de no participar en ninguna red social.

Para mí, Facebook es un centro de chismorreo, ostentación y hasta narcisismo. Y, por lo que leo abajo, Twitter tampoco se presta a nada muy bueno.

Por otra parte, de no ser jóvenes que no tienen mejor cosas que hacer, ¿qué puede uno opinar de adultos que dedican tiempo a ese «deporte»?

Según el contenido del artículo que sigue, ¿qué esperaba ganar la chica del primer ejemplo cuando contó que había ido a la biblioteca? ¿qué esperaba David Bisbal cuando dio su opinión sobre las pirámides? ¿qué esperaba la que contó que iba a África, mencionó el sida y dijo que era blanca? ¿No son éstos ejemplos de una exposición innecesaria, de creerse tan importante (¿narcisismo?) como para pensar que al mundo le interesa la vida de uno o la opinión que nadie le ha pedido?

Para colmo, con ese censurable proceder sólo se consigue, como muy bien dice el artículo, «dejar a Google cientos de miles de dólares de beneficio» porque «cada vez que se enciende la pira de los ‘Inquisidores 2.0’, hay en Silicon Valley una cuenta de beneficios creciendo al calor de las llamas.

En modo alguno defiendo el ciberlinchamiento, pero me temo que las víctimas de él —al menos las mencionadas abajo— se lo buscaron al usar las redes sociales para informar sobre algo banal, o dar opiniones que nadie le había pedido, pero que, repito, quien las dio pensó que, como eran suyas —y, por tanto, muy importantes (¿narcisismo?— interesarían al mundo.

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27 ABR 2015

Javier Salas 

El 19 de agosto de 2014, una joven periodista y escritora se decidió a publicar en Twitter sus impresiones sobre el machismo vigente en la sociedad española.

Y empezó a enumerar situaciones de su «día a día» que le parecían sexistas. Arrancó: «He ido a la biblioteca a estudiar como todas las mañanas y el chico de enfrente me ha dicho que si quería tomar un café».

La shitstorm («tormenta de mierda», como la denominan los expertos) que provocó es de las más agobiantes que se recuerdan. «Eres demasiado fea para invitarte a café», «Menos biblioteca y más médicos para tratar tu retraso», «Tranquila, a ti nadie te va a violar», «Invitarte a un café no lo sé, pero tirarte cacahuetes seguro», «¿Cómo se conocieron tus padres? La única hipótesis que barajo es que sean hermanos»…

Son sólo algunos de los ejemplos menos ofensivos de entre las barbaridades que le dijeron durante los siguientes días: millares de tuits, algunos con imágenes desagradables y de sexo explícito. Ella borró su publicación pasados unos días, pero en su lugar seguiría circulando el pantallazo de sus palabras, para poder mantener la orgía de chascarrillos aunque ella no quisiera permanecer en el ojo de ese huracán.

Al margen de si su percepción era exagerada o no, se desató una violencia verbal contra esta joven que todavía no se ha diluido. Ella ya no quiere ni hablar del tema. Aquel tuit significó convertirse en el pimpampum de los más cutres y pertinaces machistas de la Red; días, semanas y meses de chistes sexistas.

No es casual que estos linchamientos tengan un sesgo claramente machista: aunque las mujeres representaban el 53% de los usuarios de Twitter a comienzos de 2013, estudios posteriores muestran un declive de esa proporción en favor de los hombres, quizá porque el ecosistema de internet sigue rezumando demasiada testosterona.

El 72,5% de los casos de ciberacoso los sufren mujeres, según la organización Trabajando para Detener el Abuso Online (WHOA, por sus siglas en inglés). Las periodistas reciben el triple de mensajes abusivos que sus colegas hombres, según Demos, y hasta la Organización para la Seguridad y la Cooperación en Europa (OSCE) se mostró «alarmada» en febrero por el creciente número de amenazas hacia mujeres periodistas en entornos digitales.

Como explicaba recientemente un artículo en el Washington Post, son muchas las voces feministas que están dando un paso atrás en internet para huir del clima irrespirable. La mayor shitstorm de la historia probablemente sea el Gamergate, que estalló también en agosto pasado, en el que los hombres de la comunidad de videojuegos cargaron salvajemente contra las mujeres que criticaban el sexismo del sector.

Cuando Twitter empezó a tener éxito en España, comenzaron a darse razias en las que el traspiés de un famoso congregaba a una multitud que se abalanzaba sobre él y, tras disfrutar de un rato de vapuleo entre chanzas, insultos y hashtags, la manada se disolvía tan fugazmente como había caído sobre la presa.

Un caso de libro fue cuando David Bisbal escribió durante la Primavera Árabe: «Nunca se han visto las pirámides de Egipto tan poco transitadas, ojalá que pronto se acabe la revuelta». El cachondeo que desató todavía resuena en los confines de la galaxia internetera.

Esos mismos días, unos tuits parodiando el antisemitismo dejarían al director de cine Nacho Vigalondo sin su blog en este periódico. Los medios empezaron a colocar entre las noticias más vistas estos tropezones que incendiaban las redes sociales, generando un ciclo de retroalimentación con los usuarios.

Pero, de un tiempo a esta parte, el fenómeno se está haciendo cada vez más indiscriminado: no importa que seas un político, un personaje popular o un don nadie. No estamos dispuestos a tolerar un desliz; ni siquiera se tolera el arrepentimiento. Hacemos un pantallazo de todo para que no puedas esconder tu error borrándolo, aunque este gesto equivalga a reconocer de forma bastante explícita la equivocación.

Es algo que está pasando en todo el mundo, y quizá el ejemplo más paradigmático sea el que sufrió Justine Sacco. Su vida descarriló para siempre por culpa de un tuit estúpido, un mal chiste fuera de lugar que provocó una de las mayores escenas de linchamiento digital que se recuerdan. En apenas unas horas, esta joven de relaciones públicas con una exitosa carrera en Nueva York, pasó del más apacible de los anonimatos al estrés postraumático, a noches de pesadillas y porqués.

Sólo fueron 65 caracteres, no hizo falta usar los 140 que permite Twitter. Sacco publicó estas palabras justo antes de embarcar hacia Sudáfrica para pasar la Navidad junto a su familia: «De camino a África. Espero no coger el sida. Es broma. ¡Si soy blanca!». Era el último tuit de una ristra de chascarrillos malos y poco correctos. Durante media hora, hasta que apagó su celular dentro del avión, estuvo refrescando su pantalla, pero nadie hizo ni caso.

Tampoco le extrañó que su tuit pasara tan desapercibido como los anteriores; sólo tenía 170 seguidores, garantía de escaso impacto. Por lo general, un tuit que no ha recibido ninguna interacción en ese tiempo, caerá en el pozo del olvido para siempre.

No fue así. Nada más aterrizar, al encender el celular tenía un mensaje de alguien a quien no veía desde el colegio: «Siento muchísimo ver lo que está pasando». El tuit no sólo no había pasado desapercibido sino que se convirtió en la diana de cientos de miles de mensajes indignados por el racismo que destilaba.

El asunto fue el más comentado en esta red social durante horas, y su autora fue de inmediato juzgada, condenada y sentenciada mientras dormía una siesta a 10.000 metros de altura: Sacco era una «pija blanca racista que se burlaba del sufrimiento en África». Numerosos tuits pedían su muerte, le deseaban violaciones que le contagiaran el sida, y exigían que su empresa la despidiera.

Este último objetivo se cumplió de inmediato, después de que todas las cabeceras informativas contaran cómo las redes sociales habían descubierto el racismo de la relaciones públicas de una importante compañía editorial.

Todo esto pasó durante las 11 horas del vuelo de Sacco, sin que la joven pudiera explicarse o disculparse, borrar su tuit o eliminar sus perfiles de otras redes sociales que fueron convenientemente destripados por la jauría. Nadie se puso de su parte, nadie publicó que quizá se estaba exagerando.

El fenómeno fue tal que incluso hubo quien se acercó al aeropuerto de Ciudad del Cabo para fotografiar el momento en que Sacco llegaba, para informar al mundo.

«Y entonces mi teléfono empezó a explotar», recuerda la propia Sacco en el libro que el periodista Jon Ronson acaba de publicar («So you’ve been publicly shamed, Pilcador») y que es el resultado de tres años dedicados a descubrir lo que queda de las personas que, como Sacco, han pasado por este terrible proceso de deshonra y vejación, una especie de lapidación en la plaza pública global que deja cicatrices en forma de resultados en Google. 

Sacco le explica a Ronson que su tuit sólo pretendía parodiar esa mentalidad tan de estadounidense blanco que cree vivir en una burbuja que le protege. Pero ya da igual. Una vez la jauría digital se desata es imposible frenarla y la sentencia te acompaña para siempre: cada vez que alguien te busque en internet, tu imagen devolverá ese retrato deforme y monstruoso creado con retales de titulares sensacionalistas, frases sacadas de contexto y fotos de tu pasado rescatadas para humillarte.

«Justine Sacco es la primera persona que entrevistaba que había sido destruida por nosotros», escribe Ronson. También se puso en contacto con Lindsey Stone, una joven que compartía con una compañera una afición bobalicona: fotografiarse desafiando carteles. Fumando delante de carteles de «Prohibido fumar», por ejemplo.

Hasta que en un viaje de trabajo fueron a visitar al célebre cementerio de Arlington, en Washington DC, en el que descansan los caídos por EEUU. Allí, junto a un cartel que pedía «Silencio y Respeto», Stone se fotografió haciendo una peineta con el dedo y fingiendo gritar. Y su amiga la subió a su muro de Facebook.

Un amigo veterano de guerra les dijo que la foto era desagradable, pero Lindsey le explicó que se trataba de un chiste habitual y que no pretendía ser ofensiva. La foto cayó en el olvido hasta que, cuatro semanas después, comenzó a recorrer foros y redes a lomos de la indignación de los más patriotas.

De nuevo, amenazas de muerte y de violación, a las que se sumaron los insultos vejatorios por su sobrepeso. Y de nuevo, un deseo cumplido de inmediato: que la joven perdiera su trabajo. El buzón de Life, la ONG para cuidar adultos con discapacidad intelectual en la que trabajaba Lindsey Stone, se inundó de rabia contra su empleada.

«Literalmente, de la noche a la mañana perdí todo lo que conocía y amaba», explicaba tiempo después la joven, que pasó un año sin salir de casa, sumida en una depresión, con noches truncadas por pesadillas. La turba nace en las redes pero puede convertirse en algo muy real.

En mayo del año pasado, una tragedia sacudió Colombia cuando 33 niños murieron abrasados en un accidente de autobús. Antes de entrar en clase en su facultad, Jorge Alejandro Pérez Monroy comenzó a tuitear chistes muy desagradables sobre la desgracia. Cuando salió de clase, una multitud pedía su cabeza frente a su aulario, dispuesta a lincharle. Sólo pudo salir de allí después de que los antidisturbios cargaran contra la muchedumbre y vistiendo como uno de ellos. Tuvo que cambiar de celular, de facultad, de carrera y hasta de nombre.

«En estos casos se activa un componente de supuesta justicia, en el que los linchadores se agarran con rabia a algún elemento moral que lo justifique», explica el sociólogo Javier de Rivera, especialista en redes sociales, coincidiendo con las conclusiones que el propio Ronson alcanza en su relato. Los justicieros de la Red creen estar haciendo el bien, poniendo las cosas en su sitio, y la única forma de hacerlo es mediante esa humillación pública.

Ronson recuerda que en 1787 se inició un movimiento cívico en EEUU para acabar con el castigo de la deshonra pública, considerado más cruel que los castigos físicos, más ajustados y que debían infligirse en privado. De Rivera considera que se reproducen las normas de agresión básicas de la antropología: deshumanizar y justificar.

En Twitter, con sus 140 caracteres y sus pequeñas fotos de perfil, es fácil ignorar la empatía si no queremos estropear el espectáculo, porque en todos estos casos, fueron pocos los aguafiestas que se atrevieron a decir: «Nos estamos pasando».

Funciona el linchamiento como espectáculo, como lo fue siempre. Pero, además, se suman otras dinámicas digitales: «Quizás lo diferente sea que en redes sociales debemos de ser conscientes de que lo que hagamos puede acabar siendo criticado en cualquier parte del mundo y por mucha gente. Mucha más de la que nos esperamos. Por eso el linchamiento digital tiene una dimensión, alcance y velocidad que no esperamos», explica Esteban

Moro, experto en redes sociales de la Universidad Carlos III.

En cualquier caso, el ecosistema digital español parece menos propicio para una terrible tormenta perfecta contra un usuario porque está tan polarizado que cualquier tuit ofensivo para muchos es rápidamente defendible por otros tantos. Para los que se enzarzan más habitualmente en estas riñas las reglas de la turba y sus peligros son bien conocidos, al contrario de lo que ocurrió con las incautas de los casos anteriores. Todos los tuiteros peleones son bastante conscientes de lo que hacen cuando retuitean barbaridades de otros y cuando desean que quede constancia en Google de su error, para perjudicar tanto ahora como en el futuro.

Quizá todo este clima de acecho haya provocado la aparición de una espiral de silencio en las redes sociales, como mostraba un reciente estudio de Pew Research: los internautas temen abordar determinados temas o posturas porque saben que pueden generar una respuesta negativa en su contra. Y ya no es sólo una mala contestación de un amigo o conocido, pueden ser miles de personas desde cualquier punto del globo quienes te afeen una opinión.

El problema es tan grave que, incluso el propio jefe de Twitter, Dick Costolo, reconoció abiertamente en un informe interno filtrado a la prensa: «No es ningún secreto, y todo el mundo habla de ello: perdemos usuario tras usuario por no afrontar el tema de los acosadores. Apestamos en nuestra forma de afrontar los abusos, y hemos apestado durante años».

En marzo, la plataforma incluyó nuevas opciones para que los usuarios puedan denunciar con más facilidad los abusos. Sin embargo, como señala una de las víctimas del Gamergate: «Tal y como está actualmente diseñado, Twitter gana durante las campañas de acoso y nosotras perdemos».

¿Y después? Los buscadores se convierten en una cicatriz monstruosa en el currículum de las víctimas de los linchamientos digitales. Sacco y Stone generan cientos de miles de resultados en Google (la primera fue objeto de 1,2 millones de googleos en aquellos días). Personas corrientes se ven obligadas a hacer un máster apresurado de gestión de crisis y de defensa de su imagen pública.

«En el momento, lo mejor es no hacer nada. Cualquier intento va a ser visto con malos ojos, como un acto de censura, y va a generar más problemas», explica el abogado Samuel Parra, de un despacho especializado en solucionar estos problemas. Estas personas anónimas deben asistir silentes a su descuartizamiento público y, después de semanas o meses, tratar de recomponer discretamente los pedazos.

Aquí, como en el caso de los políticos corruptos, no aplica el tan de moda «derecho al olvido», torpedeado por Google y que en realidad sólo se concede en contadísimos hechos, poco noticiosos y que ocurrieron hace décadas.

La única forma de rescatar tu imagen de las arenas movedizas de Google es tratar de cambiar personalmente los resultados, un «derecho al olvido» de pago para los que se lo puedan permitir: recurrir a especialistas que eviten que lo más horrible aparezca entre las primeras respuestas del buscador.

Parra, por ejemplo, consiguió años después que todas las webs que publicaron un topless de Interviú lo borraran de sus servidores, logrando que desapareciera del buscador. «Somos dueños de nuestra imagen, nadie puede hacer circular una foto nuestra sin nuestro consentimiento», explica. A veces, la mejor estrategia es crear contenido para empujar hacia abajo los malos resultados —el 90% no mira más que los primeros enlaces que devuelve Google—, como hacen en Eliminalia: «La gente puede llegar a traumatizarse por el miedo a que su imagen online les impida encontrar trabajo», explica su presidente, Didac Sánchez.

Esta empresa, según Sánchez, ha ayudado a un hombre que fue acosado tras declararse antiaborto en redes sociales, y a un joven perseguido después de subir a YouTube un vídeo de denuncia de brutalidad policial en Cataluña.

No obstante, Parra no ve que seamos más conscientes de este peligro: «La gente se preocupa únicamente cuando llega la catástrofe, no hay prevención». Los internautas deberían aprender a manejarse con cuidado, a conocer las opciones de privacidad de cada plataforma, pero ¿es una responsabilidad exclusiva de los usuarios? Twitter reconoce que «apesta» a la hora de hacer frente a los acosos. En el caso de Lindsey Stone, la joven admite que no sabía cómo estaban configuradas sus opciones de Facebook: la foto era pública, porque así lo había dispuesto por defecto la plataforma, pero ni ella ni su amiga eran conscientes.

«He pensado mucho en eso estos meses. Facebook funciona mejor y gana más dinero cuando todo el mundo comparte», dice en el libro de Ronson, que calculó que las búsquedas relacionadas con Justine Sacco proporcionaron a Google cientos de miles de dólares de beneficio. Todos sumamos nuestro granito de arena en cada humillación pública, pero sin duda hay una responsabilidad compartida por estas empresas que son el ruedo en el que se suceden estos linchamientos. Cada vez que se enciende la pira de los inquisidores 2.0, hay una cuenta de beneficios creciendo al calor de las llamas en Silicon Valley.

Monica Lewinsky lo resume perfectamente, ahora que acaba de romper un largo silencio que ha durado 17 años, en los que estuvo luchando por recuperar las riendas de su vida, tras cometer un error de juventud: enamorarse de la persona equivocada, tener una aventura con el presidente Bill Clinton mientras era becaria en la Casa Blanca.

El 19 de marzo realizó una charla conmovedora y combativa en la que relató el infierno que casi la empujó a quitarse la vida mientras los demás bromeábamos con vestidos manchados. Para ella, el horror se desató antes de la era de las redes sociales, pero gracias a foros e emails fue víctima del ciberbulllying antes incluso de que el concepto se hubiera inventado.

Lewinsky habla porque quiere luchar contra esta «cultura de la humillación» que se ha instalado en la sociedad. «La humillación pública es una mercancía, y el oprobio una actividad económica. ¿Cómo se hace el dinero? Clics: a mayor humillación, más clics. Cuantos más clics, más ingresos por publicidad. Estamos en un ciclo alarmante (…) y alguien está ganando dinero con el sufrimiento de otras personas». Para que la «humillación como deporte» desaparezca, Lewinsky —licenciada en psicología social por la London School of Economics— propone compasión y empatía, ponerse en el lugar de la persona que recibe tuits y titulares.

«Hay que fomentar el aprendizaje digital, integrar su manejo en nuestros valores, para generar otras dinámicas menos destructivas», sugiere el sociólogo De Rivera. Los usuarios de las redes sociales deben ser conscientes de que detrás de cada perfil hay una persona que, por muy grave que sea su error, puede sufrir las consecuencias mucho más allá del entorno digital y mucho más allá del aquí y ahora.

Una demostración ejemplar de empatía la realizó la historiadora británica Mary Beard, acosada online por sus charlas feministas. Al principio, sometía a sus acosadores a la ignominia para darles una lección, aprovechando sus muchos seguidores en las redes. Pero más tarde comprendió que esto les podría perjudicar personalmente, y comenzó a entablar conversaciones privadas con ellos e incluso a escribirles cartas de recomendación.

«Aunque era muy tonto, imprudente y en ese momento no muy agradable, no creo que un tuit deba arruinar sus perspectivas de empleo», explicaba Beard sobre su acosador. Una verdadera lección vital.

Después de hablar con una docena de personas que pasaron por este tormento, el periodista Jon Ronson compara su impresiones, después de haber mirado a los ojos de los linchados, con las que le llevaron a hacerse vegetariano: «Echaba de menos los filetes, pero no podía olvidar el matadero».

Fuente

[LE}– Inglaterra, Reino Unido y Gran Bretaña no son lo mismo

06/05/2015

Inglaterra, Reino Unido y Gran Bretaña no son sinónimos: los tres nombres se refieren a entidades geográficas diferentes.

El nombre oficial de este país es Reino Unido de Gran Bretaña e Irlanda del Norte, aunque lo habitual es utilizar su forma corta: Reino Unido1.

Gran Bretaña no es sinónimo de Reino Unido; Gran Bretaña está formada por Inglaterra, Escocia y el País de Gales, mientras que el Reino Unido comprende Gran Bretaña e Irlanda del Norte; no resulta aconsejable, pues, 2 no es correcto, pues, utilizar Inglaterra o Gran Bretaña para referirse al Reino Unido.

Sin embargo, en algunos medios se emplean indiscriminadamente estos términos para aludir al Reino Unido:

  • «Elecciones en Inglaterra, las más inciertas de la historia»,
  • «Los disturbios del pasado agosto en Inglaterra fueron los peores que haya visto el país en las últimas décadas» o
  • «La economía de Gran Bretaña, al borde de la recesión».

En esos ejemplos, y si las elecciones, la crisis y los incidentes a los que se alude afectan al conjunto del país, lo adecuado habría sido escribir: «Elecciones en el Reino Unido, las más inciertas de la historia», 

  • «Los disturbios del pasado agosto en el Reino Unidos fueron los peores que haya visto el país en las últimas décadas» y
  • «La economía británica, al borde de la recesión».

En lo que respecta al gentilicio, resulta más adecuado el término británico, que engloba a los ingleses, los escoceses, los galeses y los norirlandeses.

Fuente

 

 NotasCMP 

(1) En inglés, abreviado UK (United Kingdom).

(2) Qué manía que tienes esta gente de no llamar a las cosas por su nombre.

[Hum}– De abogados: Muerto intrigado

Abogado: Doctor, ¿usted recuerda a qué hora comenzó a examinar el cuerpo de la víctima?

Testigo: Sí, la autopsia comenzó a las 08:30 p.m.

Abogado: ¿Y el señor Decio ya estaba muerto a esa hora?

Testigo: No, estaba sentado en la camilla, preguntándose por qué yo estaba haciendo una autopsia en él.

[*Opino}– El ‘phablet’ se come a la tableta

05-05-15

Carlos M. Padrón

Esto ni me extraña ni me disgusta. Y hasta celebro que Steve Jobs se haya equivocado.

Como ya he dicho muchas veces, soy alérgico a las miniaturas, por lo que mi celular —un clone del Samsung Note— tiene una pantalla de 5.5 pulgadas que no sólo me permite ver mejor iconos y textos, sino también escribir un poco mejor —pero nunca realmente bien— en esos ridículos y odiosos teclados que tienen los celulares.

Llevar siempre conmigo una tableta es algo realmente engorroso, pero llevar un «phablet» que tenga una pantalla de hasta, por ejemplo, 7 pulgadas, no sólo lo veo factible sino conveniente, en especial si con él puede hacerse lo mismo que con una tableta.

Además, para mantener mi celular bien alejado de la zona púbica y evitar un nuevo episodio de horribles vibraciones, lo llevo colgado al cuello, como se dice que los perros San Bernardo llevan el barrilito de brandy, y poco me importa que tenga esas dimensiones; con sólo una bolsa mayor resuelvo el problema.http://padronel.net/2010/07/22/misc-salud-alerta-personal-y-seria-sobre-la-modalidad-de-vibracin-de-los-celulares/

Sin embargo, a la hora de escribir, nada es comparable a un teclado de PC de escritorio, de ésos que tienen 43 cm de largo y con los que uno puede usar las dos manos. Curiosamente, los mejores de esos teclados siguen siendo los que salieron con las primeras PCs de IBM.

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05/05/2015

J. M. Sánchez

Pareciera que un celular de grandes dimensiones (por encima de las 5.5 pulgadas) iba a ser un armatoste innecesario y cuyo manejo, engorroso para algunos usuarios, iba a fracasar estrepitosamente.

Según las previsiones de gurús tecnológicos y otros expertos en la materia, como el insigne Steve Jobs, los teléfonos que superaran las 4 pulgadas estaban condenados al desastre. Craso error.

El formato ««phablet»» ha llegado para quedarse, y lo ha hecho rompiendo récords de ventas. Su crecimiento ha sido muy superior de lo estimado previamente, y ha dibujado un panorama en el que la tableta, con el iPad como principal exponente, va perdiendo interés.

Si en enero del pasado año, los ««phablet»s» representaban únicamente el 6% de los dispositivos utilizados, bien entrados en el presente año su uso se ha triplicado, según la firma de análisis de datos móviles Flurry, propiedad de Yahoo.

«Parece que los consumidores de todo el mundo han sido seducidos por la pantalla de gran tamaño. De hecho, en algunos de los primeros mercados, como Taiwán y Hong Kong, el porcentaje de usuarios activos en «phablet»s es del 50%. Seis meses después del lanzamiento del iPhone 6 Plus, los «phablets» son ahora el segundo dispositivo más utilizado, después de los teléfonos medianos (como el iPhone 6)», asegura Jarah Euston, vicepresidente de la firma de análisis.

Los datos del informe destacan que un tercio de los «phablet»s activados fueron sobre el sistema operativo Android, el de mayor penetración del mundo actualmente. De esta manera, y pese a la irrupción de Apple el pasado año con el iPhone 6 Plus, que supuso un cambio de rumbo dentro de una compañía que en temporadas anteriores había estigmatizado este formato, Android continúa como el rey de esta categoría, a caballo entre el celular y la tableta tradicional.

Estos datos refrendan los ofrecidos por otras firmas de análisis, como DisplaySearch, que desde el pasado año ha observado cómo la categoría del ««phablet»» está robándole terreno a las tabletas, otrora tecnología llamada a sustituir a las laptops (computadoras portátiles tradicionales) y que, a efectos prácticos, no ha sido así.

También la situación obligó a la firma de análisis International Data Corporation (IDC) a replantearse las previsiones para vaticinar que para 2019 la mitad de los dispositivos celulares vendidos serán «phablets».

Y es que el mercado de las tabletas se ha contraído por segundo trimestre consecutivo. Los envíos generales de las tabletas y dispositivos llamados «2-en-1» se redujo a 47.1 millones en el primer trimestre del 2015, lo que representa un descenso del 5,9% respecto al mismo trimestre del año anterior, según los datos preliminares de IDC.

«La desaceleración del mercado de que fuimos testigos en el último trimestre continúa para impactar en el segmento de la tableta, pero vemos algunas áreas de crecimiento que están empezando a materializarse», asegura Jean Philippe Bouchard, analista.

Con todo, y pese a registrar un retroceso, Apple sigue dominando la categoría de ventas de la tableta con el iPad como principal exponente. Cinco trimestres consecutivos de bajada han activado las alarmas. La compañía useña vendió 12.6 millones de unidades en el primer trimestre (cuota de mercado de 26.8%) pero este dato supuso una reducción del 22.9% en comparación al mismo periodo de 2014.

Los datos de Apple contrastan con un nuevo récord gracias a los iPhone 6 y iPhone 6 Plus, que han vendido 61.7 millones de unidades en todo el mundo.

Por su parte, Samsung (19.1% de cuota) mantuvo su segundo lugar en el mercado a pesar de una disminución de 16.5% en los envíos con respecto al mismo período del año pasado. Sin embargo, su ingenio con la gama Note le ha salido bien. Con todo, Lenovo (5.3% de cuota) es el tercero en discordia, seguido de Asus (3.8%) y LG (3.1%).

Entre las principales razones que esgrimen los analistas para justificar la reducción de las tabletas se encuentra la escasa renovación de estos productos. La falta de una gran evolución de los mismos (pese a ligeras mejoras en cada temporada) unido al uso que realizan los usuarios (navegar por internet, consumir contenidos audiovisuales) ha provocado que su crecimiento se ralentice.

Además, muchos de los consumidores siguen optando por los PC de escritorio y laptops para el entorno laboral. Ahí es donde algunas marcas están haciendo énfasis, y ya surgen aplicaciones y dispositivos pensados para la productividad.

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[Hum}– El abogado, el granjero y el pato

Un abogado sale de la ciudad de cacería al campo y tiene la suerte de bajar un pato con el primer tiro. El problema fue que el pato cayó en un sembradío al otro lado de la cerca. Ya se trepaba a la cerca cuando se le acerca un viejo granjero en su tractor.

—¿Qué está haciendo?…. Esta es mi tierra.

—Bueno, lo que pasa es que maté un pato y cayó en su tierra.

—Lo siento, pero no puede llevárselo —le dijo el granjero.

—Soy un gran abogado. Le voy a hacer un pleito y voy a quedarme hasta con su tierra si no me deja entrar a recoger mi pato —amenazó el abogado.

—Aquí en el campo resolvemos las cosas de otra manera —le informó el viejo—. Aplicamos la Regla de las Tres Patadas

—¿Y qué es la Regla de las Tres Patadas? —preguntó el abogado.

El viejo explicó:

—Yo lo pateo a usted tres veces, usted me patea tres veces, yo lo vuelvo a patear, y así hasta que uno se dé por vencido.

El abogado, viendo que el granjero era viejo y que él, en cambio, estaba en forma, aceptó las reglas.

—Está bien, empecemos —dijo el abogado.

El granjero se bajó del tractor y, sin más, con sus botas de trabajo bien puestas, le dio una tremenda patada en la rodilla al abogado. Antes de que éste se doblara le encajó otra en los testículos y, cuando el tipo se retorcía de dolor, le encajó un soberano patadón en el culo que dio en tierra con el abogado boca abajo y cuan largo era.

Al cabo de 5 minutos, el abogado con mucho esfuerzo se levantó y dijo, saboreando por anticipado la venganza:

—Ahora me toca a mí.

—No se moleste —le dijo el viejo granjero —, llévese su pato; me doy por vencido.

[LE}– Origen de dichos y expresiones: París bien vale una misa

19/08/2014

El origen de esta frase se remonta a finales del siglo XVI, cuando Francia se hallaba inmersa en las llamadas Guerras de Religión.

En esa época, tres aspirantes se disputaban el trono francés. Tras las muertes de sus oponentes, Enrique III de Navarra se proclamó rey francés. Sin embargo, dado que era protestante, su poder no era reconocido por el Papa ni por el rey español Felipe II, que, además, aspiraba a casar a su hija Isabel Clara Eugenia con el monarca del país vecino, siempre que éste renunciara al protestantismo.

En vista de que su poder era más bien nulo, Enrique pronunció la famosa frase «París bien vale una misa», antes de convertirse al catolicismo y pasar a la historia como el primer rey borbón francés, con el nombre de Enrique IV.

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[Hum}– El enanito verde y el psicólogo

Un tipo fue al psicólogo. Éste le preguntó:

—¿Cuál es su problema?

—Lo mío es serio, doctor. Últimamente cuando me acuesto, me tapo y, antes de apagar la luz, se me aparece delante de mi cara, parado sobre la cobija y sobre mi pecho, un enanito verde que me mira fijo y me pregunta: ‘¿Hiciste pipí?’. Y yo, sin poderlo remediar, ¡me meo en la cama!”

El psicólogo, anonadado, le dijo:

—Bueno, mire, usted va a tener que iniciar un tratamiento psicológico freudiano. Sin duda debe haber una fijación en su niñez de cuando a usted le enseñaron a controlar sus esfínteres. Hay, parece, un problema con la figura paterna, … bla …bla…. —el verso que siempre recitan los psicólogos.

En la próxima sesión, cuando el psicólogo le preguntó al tipo cómo andaba, éste respondió.

—Igual, doctor: me acuesto, aparece el enanito verde, me mira fijo y me pregunta ‘¿Hiciste pipí?’. Y yo no puedo dejar de mearme en la cama.

Entonces el psicólogo tomó una decisión:

—Umm….. Vamos a cambiar a una terapia más directa. Mire, esta noche cuando se acueste y se le aparezca el enanito, usted mírelo también fijamente a los ojos y, con voz firme y decidida, respóndale: ‘Sí, ¡¡hice pipí!!’. Ya va a ver usted cómo se soluciona el problema. Venga mañana y me cuenta.

Cuando al otro día vino el tipo, el psicólogo le preguntó:

—Y bien, ¿cómo le fue anoche?”

—Un desastre, doctor, ¡un desastre!

—Pero, ¿hizo usted lo que le dije?

—Sí, doctor: me acosté, me tapé y, antes de que pudiera apagar la luz, apareció el enanito verde y me preguntó ‘¿Hiciste pipí?’. Yo me acordé entonces de lo que usted me había dicho, lo miré fijamente y, con valentía, le respondí ‘Sí, ¡¡hice pipí!!’. Entonces el enanito me miró también fijamente y me preguntó ‘¿Y pupú?’