14-11-2013
Carlos M. Padrón
Como ya conté en La sabiduría de dos madamas pasenses, Las Reducidas eran una de las familia cuyas féminas ofrecían sus servicios de forma bastante discreta y, para los estándares de la profesión, muy conservadora.
Una de sus «miembras» (¿no se dice así ahora?) se las arregló para engatusar a Alberto, un pasense con no mucha perspicacia que terminó casándose con ella.
Lo de la poca perspicacia poco le importó a La Reducida; le importaba más el hecho de que, al parecer, Alberto no lograba satisfacer las necesidades sexuales de ella, y tal vez por esto, porque tal vez era ninfómana, o porque no podía resistir la tentación de continuar con la práctica que de soltera había tenido, terminó cayendo en ella.
Comenzó cuando Alberto consiguió trabajo en otro pueblo bastante alejado de El Paso, y para cumplir con él debía ausentarse de su casa de lunes a viernes, ambos inclusive, y dejar sola a su mujer, circunstancia que ésta aprovechó para, con paciencia y mucho criterio gerencial —aplicando parámetros de seguridad y gusto personal—, ir buscándose cinco amantes, uno para cada uno de esos días.
Por eso de los buenos criterios de seguridad, prefirió hombres casados que se verían en problemas, sociales y de pareja, si sus mujeres descubrían infidelidades; y, a falta de éstos, hombres solteros pero discretos hacia los que ella se sintiera atraída.
Y así completó la colección de cinco que listo a continuación, la inicial de cuyos nombres, inventados ahora por mí, he hecho coincidir con la del día de la semana en que a cada uno le tocaba visitar a La Reducida.
- Lunes. Luis, casado, panzón, pero con dinero.
- Martes: Manuel. También casado, calvo, pero con más dinero que Luis
- Miércoles: Matías. Tenía poco dinero, y estaba casado con una mujer que, al igual que la de Manuel y la de Luis, creía que el débito conyugal —costumbre muy en boga en aquella época entre las damas «finas» y beatas—, era un castigo que la moral y las buenas costumbres obligaban a aceptar. (¡Lo que uno tenía que ver y callar en aquel entonces!).
- Jueves: Julio. Alto, soltero y cojo, pero buen mozo
- Viernes: Venancio. También soltero, más joven que Julio, pero menos atractivo.
Los cinco se conocían entre sí y se habían comprometido, por la cuenta que les tenía, a mantener el asunto tan en secreto como les fuera posible, cosa no muy fácil en un pueblo pequeño.
Un buen día, sin embargo, algo se filtró, el bueno de Alberto entró en sospechas, y un viernes se presentó de improviso en su casa y sorprendió a su mujer en la cama con Venancio.
Mientras Alberto fue a buscar un machete, Venancio alcanzó a medio vestirse y salió corriendo, a monte traviesa, perseguido por un energúmeno Alberto que, machete en ristre, le gritaba amenazas de muerte.
En su alocada carrera, Venancio pasó frente a la casa de Matías, quien, al verlo correr de aquella forma, se preguntó el motivo, pregunta que tuvo respuesta cuando pocos segundos después vio a pasar, también corriendo, al enfurecido Alberto.
Porque era más joven que Alberto, o por el miedo a ser alcanzado por éste, Venancio logró alejarse de su perseguidor y esconderse a buen recaudo fuera de su vista. Alberto, refunfuñando maldiciones, frustrado y, regresó sobre sus pasos.
Y cuando al fin Alberto estuvo bien lejos, Matías, que sospechaba dónde se había escondido Venancio, fue a buscarlo, lo encontró, y a la pregunta de qué había pasado, Venancio, aún jadeando por el cansancio de la forzada carrera, se limitó a decir:
—¡Menos mal que hoy no es jueves!
