18-04-2012
Carlos M. Padrón
En la coletilla número 3 de este artículo, conté que mi tío-abuelo, Pedro Martín Hernández, siempre usó estos apellidos, hasta que un día ocurrió que una correspondencia destinada a él le fue entregada, por error del correo, a otro Pedro Martín Hernández que vivía en La Rosa, lo cual le ocasionó a mi tío-abuelo tal perjuicio que, a partir de ese día y para diferenciarse de ese otro Pedro Martín Hernández, incorporó a sus apellidos «y Castillo» —en El Paso, el ‘Castillo’ fungía como genérico de su familia—, y pasó a firmar como Pedro Martín Hernández y Castillo.
Por obra y gracias de este blog, José Antonio Leonés, un bisnieto de ese otro Pedro Martín Hernández, descubrió el mencionado artículo, me contactó, primero por comentario puesto en Padronel y luego por varios e-mails, y me ha enviado un resumen de la biografía y diario de ese otro Pedro Martín Hernández que, también para diferenciarse de mi tío-abuelo, añadió a su nombre «del Valle», y que no vivía en La Rosa sino en Paso de Abajo, creo que, concretamente, en o cerca del lugar conocido como Cajita del Agua.
A continuación, el extracto que de las memorias de D. Pedro Martín Hernández del Valle que amablemente me ha hecho llegar, con una explicación previa a guisa de prólogo, su bisnieto, José Antonio Leonés, quien vive en Las Palmas.
Lo escrito por D. Pedro Martín Hernández del Valle en sus memorias da una buena idea de cómo era la vida en El Paso de los tiempos de la Primera Guerra Mundial.
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Prólogo
Por José Antonio Leonés
D. Pedro Martín Hernández del Valle, mi bisabuelo, llegó a El Paso en 1916, y a los pocos meses se le unió el resto de su familia.
Desde que llegó estuvo viviendo y dando clases, como maestro de primaria, en esa ciudad, hasta el 17/11/1920 fecha en la que salió desde El Paso para Cuba.
Nació en Santa Cruz de la Palma el 19/09/1874, y falleció en la ciudad de Las Palmas el 12/04/1963. Le sobrevivieron 12 hijos, de los cuales sólo queda la más pequeña que actualmente cuenta con 91 años y está muy enferma.
En su estancia en El Paso le nacieron dos hijos: uno, el décimo, en 1917, y el otro en 1918.
La foto aquí reproducida es la que ilustra la primera página de sus memorias, que comenzó a escribir en 1935, a los 61 años, e hizo en ellas las últimas anotaciones cuando ya tenía 82.
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Extracto de las memorias
Por este tiempo, en mis ratos de descanso, después de dar clase, y como no podía ir con igual frecuencia a ver a mi querida madre por ser tan lejos (en Santa Cruz de La Palma, a unos cincuenta y tantos kilómetros de El Paso), fue cuando construí los juguetes de cedro, a excepción del altarcito —que lo hice años después, en un verano en el golfo— y el recuerdo que dediqué a mi hijo, en los días en que esto escribo.
(D. Pedro Martín Hernández del Valle)
Pequeños aún mis hijos, alternaba yo mis descansos y distracciones con la confección de los juguetes, en la composición de los zapatos, que no eran pocos, y en mis juegos y paseos con ellos.
Eran un batallón cuando los llevábamos a todos a ver las fiestas de la Cruz, que en este pueblo se celebran mucho, y en las cuales Francisca, Saminia y Conchita, en unión de otras niñas, hacían sus apariciones (así creo que es la palabra) en que representaban comedías (1) dedicadas a la Cruz.
Casi siempre, después de las oraciones que conmigo rezaban, los sentaba en fila sobre una gran mesa que teníamos y, frente a ellos, me sentaba yo en una silla y, o bien tocaba la guitarra, o, a elección de la mayoría de ellos, les contaba aquellas célebres e improvisadas consejas o historietas de las que con frecuencia era protagonista Torcuato Quarapelo.
A la sazón estábamos en plena guerra europea, o Gran Guerra, y había escasez de muchas cosas. Nos alumbrábamos con lamparitas de aceite, por no haber otra clase de luz, y también con éstas dábamos clase.
Para conseguir pan negro tenía yo que levantarme muy temprano. El grano de trigo se repartía en proporción al número de hijos; sólo había un artículo para bien de tantos pobres: los plátanos.
Cuando por alguna circunstancia imprevista no podíamos ir a misa, algunos domingos, encendiendo la lámpara y reuniéndolos a todos, rezábamos las oraciones de la misma en el tercio del Rosario, y luego, al terminar, a jugar, a gritar, a correr, y a llenar el salón de algarabía. ¡Entonces sí tenía yo cabeza!
Por algún tiempo di clases en el Paso de Abajo, en Cajita del Agua, yendo después de almuerzo a la Plaza de la Iglesia, y más tarde al Paso de Arriba.
Estos viajes al Paso de Arriba, sobre todo en verano, sí me mataban. Cuando el tiempo que llaman «de levante», o tiempo sur, azotaba el pueblo, llegaba yo al Paso de Arriba —que me quedaba como a tres o más kilómetros de distancia— completamente sudado y ardiéndome los ojos. Y como el trayecto era todo de calzadas pendientes y soleadas, apenas se respiraba más que las bocanadas ardientes del aire seco, que, a veces, parecía asfixiarme.
Y cuando en vez de levante soplaba el viento al que llamaban “la brisa”, su empuje era tan violento que, para protegerme, ponía yo frente a mí un paraguas abierto, en bolinas, sujetándolo por las varillas hasta que pasara la ráfaga (2). Y a veces tenía que buscar refugio al socaire de alguna pared.
Después dejé estas clases y sólo iba a Tajuya, algo más retirado pero mejor camino, donde tenía niños ya mayores de 14 años.
Como había hecho yo en la Breña, en El Paso organicé varias veces a fin de curso los Ensayos Literarios en el salón de la Casa-Escuela, que era grande pero no tanto como para albergar al público, por lo que, a instancias de éste, repetí lo mismo, días después, en el Casino (3) del pueblo que tuvo un lleno grande y la representación gustó bastante, como cosa nunca vista allí, terminando luego el público con un baile.
Que yo recuerde, entonces, y a pesar de tener el título de ciudad, durante los años que estuve en El Paso, éste no tenía más que dos escuelas públicas: una de niños y otra de niñas, además de un colegio privado que regentaba un señor de mi mismo nombre y apellidos, Pedro Martín Hernández, pero que él, en vista de que yo me llamaba igual, se colocó al final ‘y Castillo’ (aunque no tengo seguridad de esto, pues bien pudiera ser que siempre hubiera usado estos apellidos), así como yo, que a veces he puesto el legendario apellido de mis mayores, coloqué al final del mío ‘del Valle’, para evitar confusiones.
Yo no tenía amistad con el otro Pedro Martín Hernández porque quedábamos muy retirados —él en Paso de Arriba y yo en Paso de Abajo— y él era natural de allí.
Por este tiempo, contrajo mi hijo Pedro León la terrible enfermedad del garrotillo, o difteria, cuya salvación estaba en la vacuna antidiftérica, según la prisa que me dio el médico, y que valía entonces cuarenta pesetas.
Como yo carecía de esta cantidad, acudí corriendo a casa de quien me parecía que podía sacarme del apuro. Pero no fue así, pues el señor cura del pueblo, a quien yo conocía y que me conocía a mí, no me sirvió, aunque pudo haberme ayudado, pero me mandó a casa del alcalde. quien me dijo que no había presupuesto para eso.
Yo, medio loco, fui a la botica a empeñar una cámara fotográfica para conseguir la medicina, pero aunque el farmacéutico no aceptó el empeño, sí me dio la vacuna, que días después le pagué, salvándose mi hijo gracias a Dios y a Vicentico Capote, que así llamaban al farmacéutico. Tanto por éste como por aquéllos he rogado a Dios que les haya perdonado, como yo lo he hecho.
Si añadimos a esto que el señor cura y el alcalde eran religiosos y de los pudientes en una ciudad sin clínica ni hospital, y que Vicentico, el farmacéutico, pasaba por irreligioso o indiferente, según decían, y yo nunca lo vi en la iglesia, ¿qué diríamos?
No digamos nada. Dios, que conoce la conciencia de los hombres, que ve nuestras miserias y errores, es el que da premio y castigo. Perdonemos y roguemos por ellos, para poder, a la vez, ser perdonados por nuestras propias faltas.
No recuerdo bien la fecha, probablemente fue la primavera de 1919.
Preparados los niños con lo mismo que hacíamos en el colegio y que efectuamos en el casino (3), por indicaciones de alguien, o tal vez por mi propia iniciativa, bajamos a Santa Cruz de la Palma, en paseo o excursión y, además, para que en el Circo de Marte, o teatro de esa ciudad, representaran los niños los mismos juegos.
No fueron todos mis alumnos, sino algunos de los más capacitados o preparados y que quisieron ir. La mayor parte de ellos fueron como niños ansiosos de ver lo que no habían visto y divertirse, y, entre ellos, mis hijas Francisquita, Saminia y Conchita. Todos en coche.
Pero, bien porque el abierto escenario y el amplio circo no guardaran las debidas proporciones acústicas para la audición en los recitados y discursos de los niños, en que el público pedía más voz; tal vez por mi tontería de querer lucir al maestro y a los discípulos; o quizás por envidia de los de arriba y de los de abajo, que así me lo hicieron ver después en la propaganda que hicieron en contra, el acto fue un fracaso que me amargó, pero que me curó de mis humos de artista, si es que he podido sustentarlos alguna vez, yo que nunca frecuenté academia alguna.
Por lo demás, “nadie es profeta en su patria”, ni esta patria puede tolerar jamás que un hijo del pueblo pueda dar lecciones a aquéllos que, aun habiendo frecuentado las academias, puedan equivocarse o extraviarse.
Quiera el cielo que nuestros nietos sean más felices, con leyes más justas y sabias que permitan que el pobre pueda escalar las ciencias, las artes, la industria y el comercio, que tantas veces han muerto en embrión al no haber podido desarrollarse por falta de medios económicos, malográndose así las vocaciones e intuiciones del genio.
Después, todos los niños regresaron de la misma manera, menos mis tres hijas y yo que, un día después, tomamos el camino a pie, por la Cumbre Nueva.
Nos levantamos temprano, llegando a una venta casi al pie del monte, y allí nos desayunamos, descansando.
Luego seguimos ascendiendo, hasta llegar a aquella ubérrima vegetación tropical, semejante a la de América, que nos daba sombra y frescura, embalsamada con el olor montaraz de las hayas, de los brezos, de los laureles y acebuches en flor, oyendo la armonía de los pájaros con el sonoro titileo de las fuentes.
Llegamos a la cima del monte y notamos, ¡cosa rara!, que apenas comenzamos a descender y dejamos el sol a nuestra espalda, cambia la vegetación y sólo se ven pinos y más pinos: fragancia de pinares y alfombra de pinillo —que en El Hierro llaman ‘basa’—, sobre la que se deslizaban los pies y se patinaba sin patines.
Después… la vista panorámica de El Paso, que en la estación florida no parece sino un inmenso jardín lleno de las flores de los almendros, que a la luz del sol resultaban semidoradas, envolviendo, por un lado y por el otro, las blancas y recortadas paredes de las diseminadas casas.
Mis hijas seguían corriendo ladera abajo por entre plantaciones nuevas de jóvenes y enhiestos pinos, hasta llegar al pie del más gigante y centenario, padre de todos, bajo cuyos robustos brazos está la capilla de la Virgen del Pino, cuya imagen estaba antes en la oquedad de la corteza del tronco de ese pino.
Una hora después, estábamos en casa.
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NotasCMP.
- (1) Es lo que, al menos desde mis tiempos, en El Paso llamamos ‘loas’
- (2) Cuando la brisa sopla en días húmedos, sus alocadas ráfagas de viento vienen cargadas de gotas de agua que, como si fueran pequeños alfileres, se clavan en la humanidad de quienes las enfrentan. Éste es el motivo por el cual don Pedro usaba un paraguas como escudo, pero sujetándolo por las varillas ya que, de haberlo hecho por el mango, el viento se lo habría arrebatado.
- (3) Que yo sepa, y que sepan algunos pasenses octogenarios a quienes he preguntado al respecto, en El Paso nunca hubo algo llamado casino. Esa función la cumplió, desde 1926, cuando fue inaugurado, el Teatro Monterrey. Ante esto, deduzco que por ‘casino’ se refiere al llamado Gurugú, lugar donde, antes de Monterry, se celebraban bailes y otros actos sociales, y que aún está, en total ruina y abandono, cerca de mi casa natal.
Curiosamente, la coincidencia entre mi tío-abuelo, Pedro Martín Hernández y Castillo, y el Pedro Martín Hernández del Valle, sujeto de este artículo, no fue sólo el nombre, pues ambos fueron maestros, ambos fueron muy religiosos, y ambos murieron el año 1963; uno en Santa Cruz de Tenerife, y el otro en Las Palmas.
Estimado Carlos: Gracias por publicar un extracto de las interesantes memorias de mi abuelo. Y gracias a José Leonés por compartirlo.
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No hay de qué, Carmen. Lo que más importa en mi blog son los temas de Canarias, y si de El Paso, más importancia tienen.
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Hola. Vivo en Estados Unidos y estoy de visita en España. Estoy buscando información sobre mi bisabuelo que, por lo que leí, creo que era hermano de su tío-abuelo. Mi bisabuelo se llamaba Manuel Martín Hernández y su papá se llamaba Pedro Martín Castillo. Mi bisabuelo falleció en 1920, dejando a mi abuela huérfana. Por favor, dígame si es el hermano de mi bisabuelo.
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Noemí, gracias por tu visita a Padronel. Ya todo esto lo hemos ventilado por e-mail o WhatsApp.
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