07-12-2011
Carlos M. Padrón
La Guerra Civil Española dejó maltrecho el tejido social de todo el país, y como en los ’40s no había suficientes maestros de enseñanza primaria, el régimen de Franco buscó a muchos ciudadanos que supuestamente estaban bien, o no tan bien, preparados y, a dedo, le dijo a cada uno: «Tú te vas de maestro nacional de primaria al pueblo tal».
Que yo recuerde, producto de este «decreto», a El Paso llegaron por lo menos tres maestros, todos desde la Península. Y si bien todos llegaron solteros, todos terminaron casados con mujeres lugareñas, pero no todos compartían la misma vocación docente aunque sí algunos rasgos de verdadero «amor» por el alumnado.
Uno tenía por costumbre castigar a sus alumnos raspándoles el cuero cabelludo, desde la coronilla hasta el cuello, con la parte no afilada de un lápiz,cuando aún éstos no traían ahí una goma de borrar.
Sin que el alumno lo esperara, el maestro se le acercaba por detrás, y ¡zas!: tremendo surco en la cabeza.
Otro mandaba al alumno a un rincón del salón de clase, le hacía ponerse de rodillas con sus brazos en cruz, y entre cada antebrazo y el correspondiente costado del tórax le colocaba un lápiz bien afilado, con la punta hincada en el antebrazo.
Y para que no le fuera fácil levantar los brazos y librarse de la punzante punta de los lápices, le colocaba en cada mano una piedra que con su peso hacía que, aunque el pobre muchacho luchara por evitarlo, los brazos, carentes ya de fuerza para mantener la posición horizontal, comenzarán a bajar e hicieran que los lápices penetraran más y más en los antebrazos de la víctima.
Por decir lo menos malo, creo que está claro que estos maestros eran bastante imaginativos.
Sin embargo, de entre todo lo que de ellos me contaron y lo poco que vi, el para mí más folclórico era el que recibió como destino la escuela pública de Las Manchas, lugar que es, de entre los barrios de El Paso, el más alejado del centro urbano.
Este maestro —al que llamaré Salomón Lladró— tenía siempre exacerbado su ya de por sí irascible carácter.
Tal vez el motivo era que cada día laborable usaba la desvencijada guagua para ir a Las Manchas y regresar luego, ya en la tarde, al centro del pueblo, para subir después a pie las cuestas hasta su casa,.
Él y su mujer —a quien llamaré Yaya— vivían en una casa de dos pisos cuya área social estaba en la planta alta, a la que se llegaba por una escalera que nacía a nivel de la calle.
Frente a esa casa había uno de los muchos estanques que abundaban en el pueblo: un embalse de aguas de regadío en el que solía haber peces y, además, porque el agua que contenían permanecía mucho tiempo estancada, también larvas, criaderos de mosquitos, gusanos y ranas.
Tan explosivo era el temperamento de Salomón que, no pudiendo soportar que el croar de las ranas turbara su sueño, una noche se hizo de una escopeta, abrió la ventana de su dormitorio, que daba justo frente al estanque, y la emprendió a tiros,… supongo que contra el agua, pues era imposible que pudiera ver dónde estaba siquiera uno solo de los batracios cantarines.
El sobresalto entre los vecinos fue mayúsculo, pues escuchar que, en plena dictadura, sonaran a medianoche disparos de armas de fuego en zona urbana estando aún recientes las heridas de una guerra, no fue cosa de broma.
Sin embargo, aunque no recuerdo la cara de Salomón Lladró —yo era entonces muy pequeño—, una de las anécdotas que de él me contaron me parece exponente fiel y patético del estrés de un hombre que se veía obligado a hacer, día tras día, algo para lo que no había sido preparado, que él no había escogido, que no le gustaba, y que, por lo visto, no sabía hacer: lidiar con niños y no tan niños, y tratar de enseñarles lo que en primaria se enseñaba entonces.
Esto lo hacía sentirse tan mal que, a veces, cuando en la tarde regresaba de dar clase en Las Manchas y subía caminando desde la parada de la guagua, en el centro de El Paso, hasta su casa, se detenía en la base de la escalera de entrada y comenzaba a gritar:
—¡Yaya! ¡Yayaaaa!
Alarmada, Yaya abría la puerta de entrada a la casa, en lo alto de la escalera, y preguntaba asustada:
—Pero, ¿qué pasa, Salomón? ¿¡Qué pasa!?
Por toda respuesta, Salomón alzaba al cielo sus brazos, como implorando ayuda divina o para echar fuera los demonios de su ira, y gritaba:
—Yaya, ¡deseo que vuelva el reinado de Herodes!
