30-04-11
… y otras causas célebres en la primera mitad del siglo XIX.
José Guillermo Rodríguez Escudero
El 3 de mayo de 1846, en el tranquilo pueblo de San Andrés y Sauces tuvo lugar una tragedia que conmocionó, no sólo a esta bella comarca del norte de La Palma, sino a toda la Isla entera.
Según se desprende de las crónicas de la época, el joven Antonio Pérez Gil se hallaba cuidando unas papas en una casita que su futuro suegro tenía en la zona. Entre estas paredes el agricultor iba depositando y guardando los frutos que iba recogiendo pacientemente de sus diversas propiedades.
Era el resultado del trabajo duro de aquellas humildes gentes, constituyendo todo su tesoro. El mancebo se había quedado aquella noche para vigilar estas pertenencias y así evitar que fueran robadas.
Era ya medianoche cuando oyó unos extraños ruidos en el tejado de la casucha. Más tarde pudo comprobar que una silueta humana bajaba cautelosamente desde allí. No podía permitir que nada ni nadie amenazara la propiedad de su suegro.
Sin dudarlo, Antonio se abalanzó sobre el infractor. Se trataba de un hombre que resultó ser mucho más fuerte de lo que imaginaba Antonio.
Después de un rato de lucha, éste sentía que no podría resistir por mucho tiempo las embestidas del contrincante. Llegó incluso a temer por su vida.
Ya exhausto, y tras un largo forcejeo, el malhechor, con un brusco cambio en la táctica que cogió de improviso al muchacho, le asestó dos terribles puñaladas: una en el vientre y otra en el pecho, sobre el corazón.
El mozo también recibió otras heridas de menor consideración en una mano y en un brazo. Las cuchilladas resultaron ser muy profundas y de una gravedad extrema.
Uno de los que acudieron a socorrerlo en los primeros instantes vio, a través de ellas “las tripas y algo de los pulmones”. Eran aproximadamente las cuatro de la mañana, y el muchacho aún seguía con vida y pudo narrar dificultosamente lo sucedido horas antes.
De esta agónica comunicación, se desprendía que Antonio no tenía ni la menor idea de quién podría ser el ladrón.
José Martín Machín, uno de los que dieron parte del hecho al Juez de Primera Instancia de este Partido y al alcalde constitucional de San Andrés y Sauces, confirmaba “que el herido no pudo conocer quién fué el ladrón que le causó tan grave daño, y recelando que no podía ser otro que José Manuel Hernández Martín por la mala conducta que ha observado siempre en el oficio del robo, pasé inmediatamente á su casa, y habiéndolo sorprendido, se le encontró la camisa manchada de sangre, pero principiada á lavar para ocultar las manchas…”
El buen hombre contaba con todo detalle lo que había visto. Así, descubrió que José Manuel tenía “algunas manchas de sangre en las piernas y dos cortaduras en los dedos de una mano”.
En su casa también encontró una lanza, también manchada de sangre y “además, en la casa en donde se encontró el atentado, la montera y la baina del puñal ó cuchillo”.
El Juez de la Primera Instancia, José María Trucharte, tan pronto recibió la noticia del suceso se trasladó urgentemente a Puerto Espíndola, en la costa de la Villa de San Andrés y Sauces, donde recibió la noticia de que el herido acababa de morir.
El Juez Trucharte había sido objeto de un atentado del que salió ileso. A su ventana le habían disparado un tiro sin que el anónimo malhechor pudiera producirle la más mínima herida. Ocurría el 12 de agosto de 1845.
Este letrado era muy conocido en la ciudad por el sonado altercado que se produjo en la plaza lugareña entre este jurista y un comandante de Artillería. Todo había empezado por un decreto de prisión firmado por el primero contra algunos procesados.
Ocurría el 16 de noviembre de 1845, apenas seis meses antes del suceso que nos ocupa. En plena Bajada de la Virgen de Las Nieves, el 30 de enero, un grupo de amigos, después de una cena, se subieron al Carro Alegórico y Triunfal que regresaba ya vacío del lugar de la representación.
Desde allí habían cantado himnos patrióticos y gritado vivas a Espartero. El mencionado militar, al tratarse de un subalterno de aquéllos, no admitía tal resolución y por eso se había rebelado.
Desde el primer instante y “desde las primeras deligencias del sumario resultó la convicción de que José Manuel Hernández Martín (á) Ojudo habia sido el acesino de Antonio Pérez Gil, según tambien se expresa en el parte de la Alcaldia; y pr. esa razon el Sor. Juez dispuso que el presunto reo, maniatado, fuese trasladado á la cárcel pública de esta ciudad”.
Dos meses después del crimen, el 27 de julio, el juez José María Barceló dictó la sentencia definitiva ante el escribano Pedro López Monteverde. El acusado debía de permanecer en prisión durante diez años “con retención en uno de los de Africa y al pago de todas las costas procesales”.
La Audiencia territorial confirmó la sentencia dos meses después, el 23 de septiembre, pero no pudo efectuarse puesto que el reo José Manuel, el 20 de agosto, se había fugado de la cárcel “á pesar de hallarse con grillos puestos”.
Una vez detenido, se llevó nuevamente ante la autoridad competente y se encarceló a cargo del alcaide Rafael Vidal.
Dos veces más se fugaría del calabozo. El alcaide Pedro Pérez Martín sufrió durante su mandato carcelario el mismo bochorno que su antecesor en el cargo.
Según Lorenzo Rodríguez, “hasta que en la última captura procuró embarcarsele inmediatamente para el Establecimiento penal de su destino, habiendo tenido lugar el embarque el 31 de diciembre del mismo año en el buque “Magdalena”.
Esto prueba que el prófugo pudo salir de la Isla, y llegar, probablemente a Tenerife. Más tarde relata que regresó a La Palma y, “habiéndosele probado algunos robos de frutos y otras fechorías, volvió á ser condenado á presidio en donde falleció”.
El cronista y alcalde constitucional Lorenzo Rodríguez confirmaba en sus Noticias… que durante la primera mitad del siglo XIX se habían perpetrado más delitos criminales, ataques, suicidios, sucesos sangrientos, atentados, latrocinios… que en la segunda.
Da fe de ello la infinidad de causas que se habían registrado en las diferentes escribanías insulares de la época.
Otros muchos sucesos conmocionaron la población palmera. Veamos algunos:
- El 15 de agosto de 1800, “el Castillo de Tazacorte defiende valerosamente la entrada de su puerto contra un buque francés, de cuya refriega salieron algunos artilleros heridos y mutilados”.
- El coronel Antonio Ignacio Pinto, el alcalde mayor Domingo Román de Linares, el sargento mayor Mariano Norma y Luis Vandewalle Llarena “avisados oportunamente, evitan el asesinato á que estaban condenados por cierta conspiración de gente de Barlovento” (10 de julio de 1822)
- Un somatén en Barlovento se alzó contra su párroco Luis Rodríguez Casanova y contra la tropa que, “viéndose agredida, hace una descarga contra el pueblo, causando dos víctimas”. (30 de diciembre de 1823)
- El 12 de diciembre de 1835, cuando entró en su casa, a eso de las 10 de la noche, el comisionado del Gobierno Civil Nicasio Viña es agredido por un desconocido que lo apalea y lo deja gravemente herido en el suelo.
- Una despechada, María Hernández Cazadora, terriblemente celosa, se abalanzó sobre su rival, Manuela Pérez García, y la asesinó en pleno día en San Pedro de Breña Alta, asestándole numerosas puñaladas. Ocurría el 12 de diciembre de 1844. Tres años antes, el Barranco de San Pedro corrió tan impetuosamente que derribó una casa arrastrando catorce personas que se hallaban dentro. Murieron diez (8 de noviembre de 1841)
- La Audiencia de Las Palmas condenó a la pena de muerte en garrote vil a José Martín, vecino de Breña Alta, por haber asesinado a su convecino Mariano Martín, “al ser sorprendido por aquel en su propia casa, en flagrante delito de adulterio”. Ocurría el 30 de junio de 1836.
- El mayordomo de la imagen de San Francisco de Asís, del extinto convento de la Inmaculada de la ciudad, Antonio García, mientras colocaba unas astas de bandera en el campanario de la iglesia homónima en las vísperas del patrono, cayó a la plaza quedando muerto en el acto (3 de octubre de 1838)
- 12 de diciembre de 1839: un joven garafiano llamado Antonio Rodríguez había apedreado en el barranco de “Discaguan” a un niño de tan sólo tres años de edad. Como aún estaba vivo, lo cogió y lo despeñó por uno de aquellos altos riscos del norte de La Palma, “quien en definitiva fue declarado escinto de responsabilidad criminal por falta de edad”.
- Un caso ocurrido cuatro meses antes del crimen que nos ocupa: un vecino de El Paso —llamado Agustín Martín— había sido condenado a diez años de presidio por haber asesinado a Antonio Taño, de Los Llanos de Aridane, “á las 8 de la noche del día 4 de enero de 1846”. Había sucedido en el pago llanense de Triana. Se embarcó en la balandra llamada “Virtud” para cumplir la pena en Tenerife el día 6 de agosto de aquel año.
- Muere María del Carmen Remedios y Pintado tras haberse arrojado el día anterior (“al primer doble de la una de la tarde”) desde la azotea de su casa en la antigua calle de La Cuna, número 5 (hoy Díaz Pimienta). El cronista confirmaba que no había dado señales de demencia. (2 de noviembre de 1848)
- También fue célebre el asesinato de Manuel Lecuona y Castellano, recaudador del Tesoro, ocurrido en Garafía la noche del 23 al 24 de septiembre de 1850. Cuando se hallaba dormido, después de hacer 168 embargos, fue sorprendido por un disparo de arcabuz efectuado desde la ventana de la casa que le servía de alojamiento. Murió por la tarde, desangrado, puesto que no había ni médico ni botica para atajar las hemorragias. Fue encarcelado por este vil asesinato el vecino Juan Martín Sánchez. Sólo un año estaría en la cárcel puesto que, al no encontrar pruebas concluyentes de que fuera autor del delito imputado, fue liberado en la cárcel de Santa Cruz de Tenerife.
- Fue un año sangriento, pues, el 28 de septiembre de 1850, el presbítero Manuel Remón Suárez y su sirvienta, la doncella Sebastiana Rodríguez Hernández, aparecieron horriblemente asesinados. El primero en su domicilio de la Calle de San Sebastián de la capital palmera, y la muchacha en unos huertos que existían en La Alameda, llamadas luego “California”.
- -y así, un largo etcétera.
Pero volvamos con el caso principal que nos ocupa. Son muy curiosas las dos acepciones que aparecen en el Diccionario de la Real Academia Española de la Lengua sobre “ojudo”.
En Cuba, se llama así a la persona, especialmente un niño, que codicia y pide lo que tienen los demás. También, coloquialmente, se usa en El Salvador y en Honduras para decir que una persona tiene los ojos grandes y salientes.
Cuando oí hablar por primera vez de “El Ojudo de Los Sauces”, me imaginaba a un hombre con los ojos enormes, pero al conocer la primera acepción cubana, pues me inclino a pensar que el americanismo era aplicado al niño “bamballo” y ladrón.
Quién sabe si, aparte de malhechor, el saucero tenía unos grandes ojos. Sin embargo, una casualidad sería que el asesino, como se desprende de la crónica de Lorenzo Rodríguez, tuviese Ojudo como segundo apellido. Cosas de la casualidad. Cosas de La Palma.
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BIBLIOGRAFÍA
- LORENZO RODRÍGUEZ, Juan Bautista. Noticias para la Historia de La Palma, tomo III, Excmo. Cabildo Insular de La Palma, Santa Cruz de La Palma, 2000