Carlos M. Padrón
En su columna Lengua Viva (Libertad Digital) del 17/08/2007, don Amando de Miguel escribió lo que sigue:
Miguel Ángel Taboada Pascual me acompaña un artículo de Gregorio Martínez (Washington, D.C., Estados Unidos) en el que se da cuenta de tres palabras prohibidas: cachar (= joder), chocha (= vulva) y pinga (= pene). Las tres se emplean en algunos países americanos.
Añado que las tres se entienden perfectamente en España, como tantas veces ocurre con las voces y modismos que se creen sólo de influencia regional o de procedencia americana.
En España se dice ‘chocho’ y todo el mundo se entiende y se deleita con esa onomatopeya. Chochos son en Castilla los altramuces, por su clara semejanza con la vulva femenina. Recuerdo otra vez que los sonidos con ‘ch’ y ‘p’ son muy corrientes en las palabras prohibidas. Bueno, últimamente ya no son tan prohibidas.
Cuando leí lo de ‘chocho’ —palabra que en El Paso, y tal vez en toda Canarias, tiene las dos mismas acepciones arriba mencionadas: vulva y altramuces— vino a mi mente el recuerdo de un incidente que, como indico en el título, tiene visos de esotérico.
Verano de 1954. En El Paso, yo, que para entonces iba a cumplir los 15 años, estaba entregado al estudio para preparar los exámenes, ya próximos Mi padre, al igual que los más de los campesinos del pueblo, sembraba chochos (altramuces), pues era costumbre alternar su cultivo con otros porque, se decía, enriquecían la tierra.
Ese año ya mi padre había arrancado las matas de chocho y las había dispuesto adecuadamente para que se secaran y, una vez secas, esperar a que, al llegar la luna llena, un viento favorable permitiera romper a palos las vainas, ya secas, dentro de las cuales estaban los granos de chocho —tarea conocida como “majar los chochos”—, y aventarlos, o sea, lanzarlos al aire con unas palas de madera de forma que el grano de chocho, por su mayor peso, cayera casi verticalmente al suelo mientras que la cáscara de la vaina donde el choco había nacido y crecido era llevada por el viento un buen trecho más allá. De esa forma, se separaba lo útil de lo inútil.
Limpios ya de maleza, los chochos eran llevados a la casa y se ponían en remojo por un tiempo, y cuando por efecto del agua se hinchaban a reventar, se ponían a secar al sol. Una vez secos, se molían y se obtenía de ellos una especie de harina, llamada “gofio de chochos”, que se mezclaba con las sobras de la comida diaria para enriquecer la ración que, para engorde, se le daba al cochino.
Por fin, un día de luna llena de ese verano se presentó el viento adecuado, y mi padre, junto con algunos vecinos y familiares, se fue en la tarde al cercado que llamábamos La Hoya del Rayo (ubicado en Las Cuevas) a emprender la faena de majar los chochos. Había que darse prisa por si acaso el viento cambiara o cesara.
No queriendo interrumpir mis clases, encargó a mi madre que cuando yo regresara de la academia y hubiera cenado, le llevara hasta La Hoya del Rayo el caballo que ya él había dejado listo con aparejos y carga, y la cena para todos los que estaban en la faena. Y así lo hice, saliendo de mi casa hacia La Hoya del Rayo como a las 9 de la noche, bajo la luz de una espléndida luna llena.
El trayecto de ida y vuelta a ese lugar lo hacía yo muchas veces al año porque en La Hoya del Rayo estaba la relva principal —prado con hierba fresca buena para el ganado vacuno—con que contaba mi padre, y a ella llevaba yo a diario, durante la temporada apropiada, a la vaca lechera que había en la casa y al caballo que también teníamos.
Tanto de ida como de vuelta, la vaca caminaba a su aire, y detrás iba yo montado en el caballo. Los dejaba a ambos en la relva, para que pacieran a su gusto, y regresaba a pie a mi casa. Temprano al día siguiente iba a pie a buscarlos, y regresábamos todos de igual forma: la vaca delante a su aire, y yo detrás montado en el caballo. Al llegar a la casa, mientras mi padre ordeñaba la vaca, yo desayunaba y salía enseguida para la academia a tomar las clases del día.
Por esos repetidos viajes, los perros que había en algunas casas del trayecto que yo hacía, tanto de ida como de vuelta, eran todos amigos míos. Se anticipaban a mi llegada y salían a esperarme en la portada de sus casas. Yo los acariciaba por un rato, los despedía, y seguía luego mi camino mientras ellos entraban de nuevo al área de la casa a la que pertenecían.
Pero la noche que nos ocupa, la de la majada de chochos de ese verano de 1954, ocurrió algo para lo que nunca encontré explicación razonable.
Después de dejar en La Hoya del Rayo el caballo con su carga, y quedarme ayudando un rato en lo que podía, a eso de las 11 de la noche inicié, a pie, el camino de regreso a mi casa, usando, como siempre lo hacía para ir o venir a/de ese lugar, el llamado Camino del Medio que unía en línea recta el lugar llamado El Abrigado con la zona donde estaba La Hoya del Rayo.
Y esa noche, al aproximarme precisamente a El Abrigado, salió a saludarme el primero de los perros amigos. Como siempre, lo acaricié, lo despedí, él dio media vuelta y se metió en los predios de la casa, y yo seguí mi camino. Pero no había yo caminado 50 metros cuando escuché que el perro salió en carrera hasta el borde del camino y se puso a ladrar como una fiera a algo que, por la dirección de su mirada, estaba parado en el medio de ese camino frente a la casa y detrás de mí. Pero yo no vi que allí hubiera nada ni nadie. Eso no obstante, el perro continuó ladrando enfurecido, y sólo se calló cuando yo me hube alejado como unos 50 metros más en mi marcha rumbo a mi casa.
A la altura de la casa de la señora por todos conocida como doña Victoria “Mansita”, salió a saludarme el segundo perro, y la escena se repitió exactamente igual. A la altura de la casa de Las Camachitas, ya en la Cruz Grande, salió el tercero, y otra vez el mismo episodio.
Para ese momento, ya yo no las tenía todas conmigo y, presa del miedo, no sabía si apurar el paso o disimular mis temores y continuar a igual ritmo. Pero sí sabía que si Soto, el perro de doña Amparo Pérez —cuya casa estaba justo en la esquina sureste de la intersección del Camino Real, hoy calle General Mola, y el callejón que conduce a mi casa— hacía lo que habían hecho los otros, yo no aguantaría más, pues Soto, por la proximidad a mi casa, era, de todos esos perros, el más amigable conmigo; nos veíamos todos los días varias veces.
Cuando manteniendo la calma a duras penas me acerqué a la casa de doña Amparo, de inmediato salió Soto a mi encuentro. Me entretuve acariciándolo por más tiempo de lo usual mientras de reojo miraba hacia el camino detrás de mí a ver si algo se movía, pero nada vi; la luz de la Luna alumbraba bastante, y el camino por el que yo había venido estaba libre de ser viviente visible.
Por fin despedí a Soto, eché mano al bolsillo y apreté en el puño la llave de mi casa, y reanudando la marcha dejé el Camino Real y, doblando a la izquierda, entré en el callejón que lleva a mi casa.
No había yo transitado los primeros 10 metros de ese callejón, cuando escuché cómo Soto, en vez de aparecer por el lado del callejón —como solía hacer, para que yo lo acariciara de nuevo— salía en carrera, rugiendo ya, desde dentro de los patios de la casa de doña Amparo, y se desgañitaba ladrando en el Camino Real con una furia que yo no le conocía.
Mi reacción fue instantánea: salí disparado en carrera hacia mi casa —debo haber batido la marca de los 100 metros libres— y enarbolando la llave antes de llegar a la puerta, la metí a la primera en la cerradura, abrí, entré, cerré y tranqué a mis espaldas, y casi sin aliento me recosté, sintiéndome ya seguro, contra la puerta trancada.
Jadeando aún me fui a la cama pero no pude dormir, pues esperaba escuchar en cualquier momento pasos en el patio o golpes en la puerta exterior de mi dormitorio. Cuando, ya de madrugada, oí que mi padre había llegado, pude por fin conciliar el sueño.
Nunca he encontrado, repito, explicación a lo que esa noche ocurrió, y que no me ocurrió nunca más, pero sí sé que “algo” venía detrás de mí. Algo que los perros detectaban pero yo no.