[*Opino}– La danza «de Manuel González». Al César lo que es del César.

Carlos M. Padrón

Durante los actos que con motivo de la Bajada de la Virgen de El Pino se celebraron en El Paso este verano, el viernes 01 de septiembre pasado asistí en horas de la tarde-noche a uno que en el programa

se anunciaban como “Danza de Manuel González”, nombre que nada me dijo pero, como varias personas me recomendaron que fuera a verlo, fui.

Cuando los músicos comenzaron a ensayar su parte, minutos antes de que se iniciara oficialmente el acto, apenas sonar los primeros acordes y los versos “El Paso de Arriba / henchido de amor /…” me vino de inmediato a la memoria la imagen de mí mismo—muy pequeño y mirando por sobre un muro al que apenas llegaba mi barbilla— observando alelado cómo a unos 50 metros sonaba eso que ahora yo escuchaba, y cómo unos muchachos y muchachas bailaban al son de la música moviendo sobre sus cabezas unos arcos cubiertos de flores.

Y entonces caí en cuenta de que lo que recordaba era que yo miraba desconsolado —pues, por muy pequeño, no me dejaban ir hasta el lugar de los hechos—, desde el patio trasero de mi casa natal —patio que lindaba con la casa de tío Pedro, un hermano de mi abuela materna—, y que ese acto de música, canto y baile tenía lugar en lo que llamábamos “el patio de cemento”, frente a la escuela de tío Pedro, por la que desfilaron generaciones de niños y jóvenes pasenses.

Extrañado, le dije a mi mujer: “¿Por qué anuncian esto como la ‘Danza de Manuel González’ si estoy seguro de que lo que estamos oyendo es de tío Pedro?”.

Cuando finalizó el acto me puse a hacer preguntas, y, efectivamente, yo tenía razón. Me lo confirmaron personas que participaron en la primera presentación de esa danza, hecha en 1945 —cuando yo apenas tenía 6 años—, cuyos ensayos se hacían —me confirmaron también— en el “patio de cemento” de la escuela de Don Pedro Castillo.

Y fe de lo mismo me dieron algunos de esos primeros participantes, como Alicia Padrón Ramos —quien me ha facilitado la foto que incluyo al final, en la que aparecen los 21 integrantes de la primera presentación de la danza (19 de ellos están también en la foto del programa de las fiestas), que tuvo lugar en 1945—, y Ramón Hernández García —el ejecutante de violín en la presentación de la noche del 01/09/2006—, quien me confirmó que Don Pedro Castillo era efectivamente el autor de la música y letra de esa danza, y me contó una anécdota de cuando Don Pedro le enseñaba a mejorar su ejecución de ese instrumento musical.

Ante esto, me hago el siguiente planteamiento.

La llamada “Danza de Manuel González” consta de tres componentes: coreografía, música y letra.

Hasta donde pude averiguar, la coreografía es obra, iniciada en Cuba, de Don Manuel González Díaz, quien de vuelta ya en El Paso animó a familiares y amigos para presentar esa danza durante la Bajada de la Virgen de 1945. Por tanto, y en estricta justicia, el crédito que corresponde a Don Manuel es por un tercio de la danza y por la iniciativa de montarla en El Paso, lo cual justifica con creces que su nombre aparezca vinculado a ella. Nada más lejos de mi intención que restarle crédito a Don Manuel.

Pero los otros dos tercios —música y letra— son ambos obra de Don Pedro Martín Hernández y Castillo, mejor conocido como Don Pedro Castillo.

¿Por qué siendo Don Pedro Castillo el autor de dos tercios clave de la danza, no aparece su nombre cuando se la menciona?.

No me digan que es porque se habla de ‘danza’ y que ésta, la parte coreográfica, es obra de Don Manuel González, pues, según ese rasero, y salvando las distancias, al anunciar el ballet “El lago de los cisnes” debería decirse que es de Marius Petipa y Lev Ivanov, autores de la coreografía, y no de Piotr Ilich Tchaikosky, autor de la música.

Pero decir tal sería un enorme exabrupto, pues “El lago de los cisnes” se le atribuye siempre a Tchaikosky porque, ¿qué sería ese ballet sin música? Y, por lo mismo, ¿qué sería sin música la llamada “Danza de Manuel González”? ¿Qué vinculación tendría con El Paso y con su Virgen de El Pino si le faltara la letra,… que requiere de la música para poder ser cantada?.

Don Pedro Castillo, hijo de El Paso, tiene un enorme mérito, y de ello pueden dar fe aún muchos hijos de este pueblo, como los aún vivos de los que aparecen en esta foto, todos alumnos de Don Pedro, que fue tomada en el llamado “patio de cemento” de la escuela de Don Pedro Castillo, el 18 de julio de 1935, antes de salir todos en excursión a la Fuente del Pino.

Además de autodidacta, Don Pedro Castillo fue, por unos 20 años y para varias generaciones de pasenses, maestro de parte de lo que hoy llamamos kinder, educación primaria y hasta algo de secundaria (su escuela abrió a comienzos de los años 20 y cerró a comienzos de los 40); fue poeta, con libros de poesía publicados; fue compositor musical (su marcha fúnebre “Ante un cadáver” —por nombrar, de entre varias, la composición musical suya que más me gusta—, se ejecutó por años en El Paso, cada Viernes Santo, durante la ceremonia del Santo Entierro); fue ejecutante de instrumentos musicales, y fue director de orquesta y de banda de música (en el programa de las fiestas de El Pino de este año 2006 se le menciona como tal en la pág. 46, año 1911).

¿Sabe alguien de algún otro hijo de El Paso que, aunque sólo sea en el área de la docencia y divulgación de cultura en el pueblo, tenga un palmarés igual o mayor?

¿Por qué entonces, me pregunto, habiendo sido Don Pedro Castillo un hombre de tal valía y ayuda para El Paso, no se lo menciona en relación con la danza en cuestión, sino que a ésta se la llama solamente “Danza de Manuel González”?

Continuar con esta práctica conlleva a dos errores:

  1. Poner a Don Manuel González a ganar indulgencias con escapulario ajeno, cosa que dudo que le gustaría, pues, al margen de este asunto, lo recuerdo como un hombre afable y de bien que varias veces me curó de empacho; y,
  2. Privar a Don Pedro Castillo del justo reconocimiento por su aporte.

Por favor, al César lo que es del César.

Sé que en los tiempos del franquismo la tribu de caciques de turno en El Paso —entonces cada pueblo solía contar con la suya— tuvo interés en opacar la importancia y relevancia de Don Pedro Castillo, y en escatimarle sus más que merecidos reconocimientos. Nunca he sabido por qué, pues no he encontrado motivo alguno que justifique tal injusticia, como no fueran celos, tal vez mezquinos intereses políticos (aunque Don Pedro Castillo, que yo sepa, no incursionó en política), o, y más probablemente, porque él no tuvo hacia esos caciques el servilismo, sumisión y pleitesía que ellos esperaban.

Sin embargo, los integrantes de esa tribu murieron todos hace muchos años y eso, al igual que el franquismo, quedó atrás, o quiero suponer que así ha sido.

Entonces, ¿qué motivo existe aún para que los actuales responsables de rescatar la historia, costumbres y perfiles de los personajes destacados de nuestro pueblo de El Paso —labor que, según pude constatar, han hecho y siguen haciendo muy bien los integrantes del Comité de Cultura del Ayuntamiento, con Andrés Carmona actualmente a la cabeza— continúen sin darle a Don Pedro Castillo el crédito, puesto y reconocimiento que en justicia merece?

Si alguien sabe la respuesta, por favor, que me la diga.

***

Ésta es la foto, cortesía de Alicia Padrón Ramos, en la que aparecen los integrantes de la primera presentación de la para mí injustamente llamada hoy “Danza de Manuel González”, que tuvo lugar en 1945.

Dada la época en que fue tomada la foto, no cabe esperar buena calidad.

Si alguien tiene dudas sobre lo que acerca de Don Pedro Castillo y la danza de marras he dicho aquí, que pregunte a alguna de las personas que aún viven de las mencionadas en la lista que sigue.

De arriba hacia abajo, y de izquierda a derecha.

Primera fila (7):
1. Roberto Padrón Sosa
2. Erundino González García (fallecido)
3. Miguel Ángel Fernández Lorenzo (fallecido)
4. Raúl González García (fallecido)
5. Manuel (Melo) Pérez González (fallecido)
6. Miguel Taño Acosta (fallecido)
7. Felipe Pino Díaz.

Segunda fila (9):
1. Armando Rocha González
2. Olga Mederos González
3. Carmen Nola Cáceres Castro
4. Teresa López Pérez
5. Luisa Padrón Díaz
6. Elia María Mederos González
7. Edita Hernández Gómez
8. Alicia Padrón Ramos
9. Ángel Guerra González (fallecido).

Tercera fila (5):
1. Ramón Hernández García
2. Teresa Taño Acosta
3. Zenaida Afonso González (fallecida)
4. Zoraida Padrón Ramos
5. Aníbal Hernández Gómez (fallecido).

Músicos: Armando Rocha González, Aníbal Hernández Gómez, y Ramón Hernández García.
Solistas: Teresa Taño Acosta, Zeneida Afonso González, y Zoraida Padrón Ramos. El resto fungían como coro.

[*FP}– El «Suspiro guanche»

Carlos M. Padrón

No sé cómo ni por qué, allá por el año 1970, cuando ya trabajaba yo en IBM, o tal vez antes, se me salió —o me dio por intentar que saliera, y lo logré— una violenta y breve expulsión de aire que produjo un estridente sonido gutural, casi como un alarido.

Cuando una de las asustadas víctimas que tuvo el “honor” de escucharlo me preguntó, después del correspondiente sobresalto, qué diablos había sido aquello, se me ocurrió contestarle —ignoro por qué— que era un “suspiro guanche”, y así quedó bautizado desde entonces ese cuasi “alarido”.

En 1971, y en IBM, trabajé por un par de meses con Juan Llorens —excelente persona, mejor amigo y con un fino sentido del humor— porque él debía traspasarme su territorio de ventas. Por supuesto, como Juan fue una de las víctimas del suspiro guanche —al igual que en algún momento lo habían sido los otros compañeros vendedores y analistas de la Sucursal Finanzas, donde todos trabajábamos—, comenzó a madurar la idea de jugarle con él una mala pasada a Daniela, la respetuosa y modosa secretaria que allí teníamos.

Esa Sucursal Finanzas, que atendía al sector financiero de Banca y Seguros de Caracas, estaba entonces ubicada en la mezzanina de la Torre Capriles, con cara hacia la Torre Phelps, y esa cara era toda una gran vidriera que nos permitía ver, además de la Torre Phelps, la Plaza Venezuela, la Avenida La Salle, etc.

El escritorio, en forma de ‘L’, de Daniela estaba ubicado muy cerca de la vidriera en cuestión y de la entrada de la oficina del gerente de la sucursal. El brazo de la ‘L’ en el que Daniela tenía la máquina de escribir eléctrica era el paralelo a la vidriera; el otro, en el que desarrollaba habitualmente el resto de su trabajo, era perpendicular a ella.

Como Daniela oía que los muchachos hablaban a cada rato del suspiro guanche de Padrón, un día, en su siempre respetuoso tono, aprovechó que fui a pedirle algo y me preguntó si yo podía hacerle escuchar ese suspiro guanche del que tanto se hablaba en la sucursal.

Con toda la mala intención, y siguiendo el juego iniciado por Juan Llorens, le respondí a Daniela que en ese momento no podía yo emitirlo porque era algo que sólo me salía en casos de una profunda emoción, ya fuera causada por tristeza o por alegría, porque el suspiro era como una válvula de escape, como un alivio a la opresión que en mi pecho provocaba esa emoción. Ella aceptó muy bien esta explicación pero repitió su interés en escuchar de mí el ya famoso suspiro,… cuando yo pudiera hacerle el favor.

En esa intriga la mantuve por semanas, hasta que una tarde de viernes en que estábamos todos, vendedores y analistas, en la sucursal, aprovechando que Daniela revisaba absorta lo que había escrito en una hoja que aún permanecía en la máquina de escribir, me levanté de mi puesto en el escritorio que compartía con otros tres vendedores, simulé que me dirigía a la oficina del gerente, y cuando estuve a la altura de Daniela y apenas a un metro escaso de ella, solté a todo trapo el bendito suspiro.

De un sólo salto, como salen los pilotos que se eyectan de su avión en peligro, Daniela se alzó de su silla emitiendo un “¡Ihhhhh!”, pálida y con sus ojos desorbitados, y en el movimiento de alzarse estrujó el papel que había estado revisando y lo arrancó de la máquina. La inestabilidad del repentino salto hizo que cayera de espaldas, y por suerte aterrizó sentada sobre su silla que, al tener patas dotadas de ruedas, salió disparada hacia atrás, pegó muy fuerte contra la vidriera y, por efecto de la inercia, también golpeó allí con un feo ruido seco, la parte trasera de la cabeza de nuestra pobre y aterrada secretaria.

Y entonces, la respetuosa y muy modosa Daniela, lanzándome una mirada de ésas que podrían matar, y con el rostro congestionado por la ira, sin poder controlarse me gritó a todo pulmón:

—¿Eso es un suspiro, coño? ¡Eso es un ladrido!

De inmediato, al reparar en lo que había dicho y en qué tono, y avergonzada también por las carcajadas de todos los presentes, enrojeció, regresó callada a su escritorio y nunca más mencionó el incidente aunque por tiempo le hicieron muchas bromas al respecto.

Yo continué con mi suspiro, y hasta descubrí que donde mejores efectos ha causado es en el interior de los pasillos del Metro de Londres. Tal vez porque están —o al menos lo estaban hace unos 20 años— recubiertos de azulejos, el efecto eco es tan pronunciado que no permite precisar la procedencia de un ruido, y, siendo los ingleses reconocidos amantes de los animales, cuando yo soltaba el suspiro guanche dentro de uno de esos pasillos repletos de gente, quienes iban delante de mí saltaban azorados y miraban al piso pensando que habían pisado a un pobre perro.

Al reparar en que no había perro alguno, miraban entonces a la cara de quienes venían detrás de ellos, pero teniendo yo, como siempre tuve —y como en esos momentos extremaba al máximo—, esa expresión seriota, adusta y hasta de pocos amigos que me es común, a nadie se le ocurriría que aquel ladrido fuera obra de un señor tan serio, así que se quedaban con las ganas de saber su origen.

Durante la estada de este septiembre en Madrid quise probar qué tan bien funcionaba el suspiro guanche en los pasillos del Metro madrileño, pero como Chepina —mujer de risa fácil, es incapaz de mantener una expresión de “yo no fui” como la antes descrita— quedaba en evidencia ante los sorprendidos caminantes, opté por alejarme de ella cuando me disponía a llevar a cabo uno de estos “sutiles” experimentos que me permitieron concluir que en el Metro de Londres retumba mejor el suspiro guanche.

Este pasado agosto, en la última de las tres (pues fueron tres y no sólo una, como se había dicho) celebraciones en conmemoración del 50 aniversario de la Odisea en La Caldera, conmemoración que fue el principal motivo de mi reciente viaje a mi pueblo natal de El Paso, la más que justificada (dada la ocasión) ingesta de vino —no del comercialmente embotellado que conoce el común de los mortales, sino del 100% puro, sin ningún aditivo, cosechado de las vides de algunos de mis amigos— hizo en mí los efectos que suele hacer el alcohol y, entre otras cosas, me dio por emitir a cada rato el suspiro guanche, y en los relatos que acerca de las tales celebraciones hacía luego Lelo, el que me rescató de mi peligro en La Caldera, siempre decía, y continúa diciendo, que para él lo más relevante de las tres celebraciones fue ese “ji-jí” mío—que así lo remeda él— que no lograba entender, no sabía cómo se producía, qué significaba ni qué rol jugó en la tercera celebración.

Le expliqué que se llamaba suspiro guanche, que era conocido internacionalmente, y que a través de los años había yo logrado emitirlo en tres “sabores” diferentes: Percusivo, Extendido u Operático (PEO), términos que no requieren ulterior explicación.

Lelo, ahora más confundido que antes, dijo no entender nada y reiteró su intriga y deseos de llegar algún día al fondo del asunto. Me temo que tal vez esté haciendo prácticas a solas en el baño de su casa a ver si logra reproducir el suspiro guanche.

[*Opino}– Acerca de ‘Repartir Canarios’.

Carlos M. Padrón

En el artículo Al maestro, con cariño que publiqué el día 01 del pasado julio, y que enriqueceré con datos que acerca de Don Santiago García Castro recogí ahora en Canarias, hablé de los godos. Algunos parientes me comentaron que al leer ese artículo sus hijos les preguntaron qué eran godos, lo cual me alegró porque deduje que si esos muchachos no sabían qué eran godos, era porque esa odiosa especie se había extinguido.

Pero no, tonto de mí. Según este escrito, “Repartir Canarios”, que firma un tal Javier Calvo, todavía existen godos.

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Repartir canarios

Mi mujer y yo estamos cada vez mas preocupados con los miles de africanos que llegan cada día a las Canarias. Al ver cómo la vicepresidenta del Gobierno le pedía ayuda desesperada a la presidencia de turno de la Unión Europea, sentimos una extraña disociación mental en forma de comprensión total por ambas partes. Por un lado, si yo viviera en Helsinki, me la sudaría lo que pasa en las Canarias. Por otro lado, lo de los cayucos es lo más parecido al Apocalipsis que he visto fuera de un cine. ¿A quién apoyar? Al final, usando un mapa y una regla, vimos que estamos más cerca de Tenerife que de Finlandia. Así que nos hemos concienciado y ahora también buscamos soluciones.

Al principio pensamos en poblar las costas Canarias de tiburones. Eso funcionaría como factor disuasorio, pero es cuestión de tiempo que los tiburones se comieran a algún niño canario. Construir una verja en el mar que rodeara las islas también parece buena idea, pero enseguida tuve una visión de los africanos trepando por la verja y tirando el cayuco por encima. Al final, como siempre, la solución es tan fácil que nadie la ve: hay que renunciar a la soberanía de las Canarias. Que se las queden. Problema solucionado.

Así, en vez de repartirnos inmigrantes por la península, nos repartimos a los canarios. Que vean que los godos somos buena gente. Yo mismo me ofrezco para alojar a un canario en casa. A condición de que planche y sepa cocinar.

jcalvo@diarioadn.com
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no sólo existen todavía los godos sino que se autodenominan así, o al menos lo hace el tal Javier Calvo quien, por la forma en que se expresa, es de verdad uno de esos especímenes de godo que describí en “Al maestro, con cariño”: un despectivo, arrogante y, por supuesto, ignorante que, encima, se cree gracioso.

La fuerza de su ignorancia le lleva a jugar con fuego y a no reparar en que, antes que la invasión de africanos, tuvimos en Canarias la invasión de godos. La diferencia es que los africanos de ahora llegan en pateras, y los godos llegaban en alpargatas y “adornados” de unos atributos y conductas que el poeta palmero (natural de Santa Cruz de La Palma, Canarias) Domingo Acosta inmortalizó en este poema, escrito en la época de la invasión goda a Canarias, titulado NO-DO (creo que acrónimo de Noticieros y Documentales) ya que ése era el nombre del corto cinematográfic que, hecho en Madrid y enviado desde allá en la época de Franco, era obligatorio proyectar en los cines antes de la película de turno.

Lean el poema con detenimiento; no tiene desperdicio. Domingo Acosta, con su característico lenguaje procaz, se lo dedicó a los godos de la invasión de los años 40 y 50, y yo se lo dedico al tal Javier Calvo ya que describe a cabalidad a tipos “buena gente” como él.

           N O-D O

Llega un godo y otro godo
a esta tierra hospitalaria
vociferando de todo.
Hallan plácido acomodo
y arrojan la solitaria(*).

Empiezan a codearse,
a echar andorga y tupé,
a ver al sastre, a bañarse,
a fumar puros y a hartarse
de sentarse en el café.

Quien que de estirpe preclara
pregona por las esquinas,
de venir de los Mañana.
de Ladrones de Guevara…
o ladrones de gallinas.

Cual que tiene por divisa
presentar el nalgatorio
por donde le da la brisa,
y tal que es para tenorio
más feo que un pedo en misa,
persigue de un nuevo rico
algún guayabo en sazón
y el país le sale chico
para ser cabrón y pico
que es pasarse de cabrón.

Cual otro que de saber
no duerme en adquirir fama
sin llegar a conocer
que no ha pasado de ser
distinguido coño-mama.

De godos y sarracenos
nos llega cada ejemplar
que el que más como el que menos
tenemos los huevos llenos
sin poderlo remediar.

Esto lo dijo un palmero
que está bien harto de godos.
Después, volviendo el trasero,
rubricó, con gran salero,
cuatro pedos para todos.

(*): Debilidad congénita producida por la eterna mantenencia de roscas y sardinas, si las hubiere.

[*MiIT}– Computación Personal, herramienta indispensable. 7: Sistema Operativo

Carlos M. Padrón

En 1964 tuvo lugar lo que hoy se considera la primera gran innovación en computación, el inicio explosivo de la era informática en que estamos: la introducción del Sistema Operativo. La hizo IBM junto con el lanzamiento de su familia de computadoras Sistema/360 (abreviado, /360) que en vez de transistores (un bit por unidad), usaba chips de silicona que almacenaban 5 bits por unidad, y al inicio daban a la /360 capacidades de memoria desde 32KB hasta 128KB.

Antes de la /360, (la foto que sigue es de una línea de ensamblaje de la /360)

lo más avanzado era el programa (uno por vez) almacenado en la memoria. Un sistema operativo es una colección homogénea de programas que permite a una computadora supervisar sus propias operaciones rutinarias, llamando a uso, según los va necesitando, a otros programas, lenguajes, datos, etc. para la producción continua de una serie de trabajos; es el gobierno interno de la computadora. El sistema oprativo que se anunció con la /360 fue el DOS (Disk Operating System), pues la mayor parte de él residía en un disco magnético (la /360 requería discos), mientras que un componente, llamado Sistema de Control, o “director de orquesta”, residía en la memoria y se encargaba de ir trayendo a ella desde el disco las partes que necesitara para realizar su trabajo. Entre los sistemas operativos más usados o conocidos están MS-DOS, OS, OS2/Warp, MVS, Netware y Unix; y en la computación personal el Linux y el Windows, que es el que tomaremos como referencia.

Los sistemas operativos relevan al usuario de una inmensa cantidad de trabajo, y dan a la máquina ciertas características de comportamiento de corte humanoide, como compatibilidad (p.ej., el Windows es más compatible con Word que con…) y hasta inestabilidad, que en criollo hemos dado en llamar “guindarse”, y así oímos decir “El Windows se guindó” para significar que, sin causa ni motivo aparente, dejó de trabajar, se quedó inerme y “mudo”, lo cual, por cierto, es casi típico de algunos sistemas operativos de computadoras personales (PCs), y casi inconcebible en los de mainframes.

Con la aparición de los sistemas operativos comienza a popularizarse el uso del término “software” y, por contraposición, el de “hardware”; el primero para referirse a la parte no físicamente tangible de la computadora, o sea, a los programas; y el segundo para la parte que sí puede tocarse, para los “hierros”, o sea, las máquinas y sus componentes físicos, aquello de lo que hemos dicho que era muy costoso, pero que hoy cuesta comparativamente menos cada día, a diferencia del software que, definido también como la razón de ser del hardware, es el ánima que hace que el hardware sirva a los propósitos del usuario, y es, comparativamente, la parte que más costosa resulta.

Hasta la generación de la IBM-1401 se hablaba de programa. Como ya esa generación comenzó a procesar gran volumen de trabajo, apareció el concepto de “aplicación” para definir al conjunto de programas que, ejecutados en secuencia, permitía alcanzar un resultado complejo, como podría ser la emisión de los estados de cuenta de los clientes de un banco, lo cual requería previamente, p.ej., liquidación de bloqueos, cálculo de intereses, deducción de comisiones, consideraciones de cuentas conjuntas, etc., y, finalmente, la consolidación, generación e impresión de los estados de cuenta. A título de ejemplo, repito, cada uno de esos pasos podría ser objeto de un programa, y al conjunto de ellos se le llamaba “Aplicación de Estados de Cuenta”. Con el tiempo, y posiblemente a causa del mayor alcance y poder de los sistemas operativos, ha caído en desuso el término “aplicación” y se ha vuelto al de “programa” a secas, hasta el punto de que oímos decir que Windows es un programa de Microsoft.

El concepto de sistema operativo fue tan revolucionario en su época que algunos de los expertos en programación, profesionales todos de altas calificaciones, que asistieron en EEUU al primer curso que IBM dictó al respecto, al regresar a sus países presentaron sin más la renuncia porque, según dijeron “Esta compañía se volvió loca: eso del al sistema operativo no funcionará”. Otros, sin embargo, entendieron muy bien el concepto, y entre ellos destaca uno de Venezuela que no sólo ayudó a vender aquí la primera /360 sino que efectuó, él solo, una de las primeras instalaciones de /360 “en modo nativo”, o sea, trabajando ya con sistema operativo, pues, como cabe suponer, las primeras de tales computadoras se entregaron con la capacidad de trabajar en ese modo o en el de emulación de 1401, ya que, en su mayoría, vinieron a reemplazar a una 1401, y los usuarios necesitaban tiempo para modificar programas, y, sobre todo, para entender y aprender cómo usar el sistema operativo, hito histórico y origen de la era informática que hoy vivimos.

[*ElPaso}– El himeneo de Marianito

02-09-2006

Carlos M. Padrón.

Los bailes en fechas señaladas —como las patronales, carnavales, etc.— eran muy esperados y concurridos, pero José Mariano, por todos conocido como Marianito, asistía a ellos sólo para mirar desde el borde de la pista cómo sus amigos bailaban y se relacionaban con las muchachas del pueblo, y cómo alguna de esas relaciones maduraba y llegaba al matrimonio después de una “mocedad” (léase noviazgo) oficial, mientras él, hombre por demás trabajador, honesto y tímido, seguía dedicado, año tras año, a las tareas del campo, al cuidado de sus animales… y a fumar su inseparable cachimba (especie de pipa artesanal hecha de madera de brezo).

Sus amigos, sabedores de que Marianito era virgen, que estaba en edad de casarse, pero que, por su gran timidez, no iba jamás a dirigirse a una muchacha para iniciar una relación ni para ninguna otra cosa, decidieron tomar cartas en el asunto.

Comenzaron por hacer mentalmente una lista de las muchachas solteras y sin compromiso —de edad adecuada para Marianito y que, en opinión de ellos, le gustaban a él— y luego le hablaron sutilmente de cada una hasta detectar cuáles eran sus preferidas. Después de identificadas éstas, buscaron consenso sobre una en particular, y la agraciada fue Juana, una muchacha que reunía las condiciones ya mencionadas y, además, tenía características personales bastante parecidas a las que adornaban a Marianito.

El próximo paso fue arreglárselas para que, por “casualidad”, Marianito y Juana coincidieran en varios eventos sociales (recogidas y peladas de almendras, bodas, trillas, etc.) y en forma tal que se vieran obligados a dirigirse la palabra o, cuando menos, dedicarse miradas un tanto sugerentes.

Por supuesto, los amigos de Marianito se encargaron de contarle oportunamente a él que, según serias averiguaciones y comentarios de buena fuente, Juana lo quería, pero, como era de rigor, estaba esperando que él tomara la iniciativa y le propusiera algo más formal. Y, para completar la tarea, le comentaban a Juana que Marianito, cuyas virtudes le ensalzaban, suspiraba por ella y estaba buscando arrestos para atreverse a proponerle una relación formal.

El plan funcionó, tal vez porque las alternativas del uno y de la otra eran escasas o nulas, y después que Marianito se atrevió a plantearle noviazgo a Juana, y de las subsiguientes visitas que le hizo en la casa de sus padres —los domingos y los jueves, con chaperona presente y durante un tiempo prudencial, según exigía el protocolo— fijaron fecha y se casaron.

En aquellos tiempos no se acostumbraba —pues no había ni infraestructura ni facilidades económicas que lo permitieran— pasar la luna de miel en un hotel o en un lugar diferente al pueblo. Los novios se desposaban en el lugar donde iban a vivir, que a veces era una habitación en la casa de los padres de él o de ella. En el caso de Marianito y Juana, el lugar elegido fue la casa, ubicada en un barrio de los altos de El Paso, que Marianito había heredado de sus padres; una de dos plantas que en la baja tenía la lonja, o lugar de despejo, y en la alta el dormitorio y las otras dependencias básicas. El dormitorio contaba con una especie de terraza cuyo borde exterior quedaba justo sobre la entrada de la lonja.

La noche de la boda, la celebración fue también en esa casa, y un poco antes de media noche los invitados se retiraron todos… excepto los amigos “celestinos” de Marianito que se fueron a los bajos de la casa y se escondieron, pegados a la puerta de la lonja, y aguardaron pacientemente.

Como a eso de las dos de la madrugada se oyó el rechinar de una puerta seguido por unos pasos en la terraza que procedían del dormitorio. Los amigos de Marianito, aún bien pegados a la puerta de la lonja para que la luz de la Luna no los hiciera visibles, miraron hacía arriba y, cuando la llama del mechero que Marianito usó para dar fuego a su pipa iluminó completamente la cara de éste, parado al borde de la terraza y dispuesto a “echarse un cachimbazo”, se separaron enseguida de la puerta hasta un punto en que Marianito pudiera verlos, y con un “¡Psst!” en baja voz para que Juana no oyera, llamaron su atención.

Marianito miró hacia abajo, y entonces ellos, igualmente en voz baja, le preguntaron:

—Marianito, Marianito, ¿cómo estuvo eso?

La expresión de Marianito se tornó radiante como la de un niño que encuentra el regalo de Reyes que tanto deseaba, y a voz en cuello, y con tono de alborozada alegría, contestó:

—¡¡Coño, eso es más bueno que el arroz con leche!!