[*ElPaso}– Menos mal que Nicolasa no supo esto acerca de los besos en la boca

18-11-14

Carlos M. Padrón

Allá por la década de los 50 del siglo pasado, conocí en El Paso a Nicolasa, una mujer a quien el solo pensamiento de besos en la boca le provocaba náuseas.

El mayor deseo de su novio, mientras fue tal, era que Nicolasa le diera un beso, pero cada vez que él le pedía eso, ella amenazaba con poner fin a la relación, así que, si hemos de hacer caso a lo que la propia Nicolasa contaba, su matrimonio se consumó y «funcionó» por muchos años sin que en los virginales labios de ella se posaran jamás los de un varón.

Esto no obstante tuvo dos hijos, y un día, cuando frente a una pareja joven y vecina de ella proclamaba con ánimo aleccionador lo asqueroso que era el beso, esta pareja quiso jugarle una mala pasada y, sin más, se dieron un beso en la boca, ante lo cual Nicolasa emitió un horrible grito de asco y corrió hacia el baño a vomitar, después de lo cual regresó junto a la pareja y les prodigó una sarta de insultos que iban desde cochinos a degenerados y, maldiciendo aún, puso rumbo a su casa hecha una furia.

Años después, cuando Nicolasa había alcanzado la tercera edad y la viudedad, confesó que el último deseo que, ya en su lecho de muerte, le formuló su marido, fue que le diera un beso en la boca, pero, según las confesiones de Nicolasa, el pobre hombre se fue al otro mundo sin haber conseguido ése su más caro anhelo.

Tal vez Nicolasa era simplemente anormal o, lo que es más probable, fue una víctima más, aunque muy destacada, de la educación maldita —oscurantista, interesada, manipuladora, antinatural, sectaria y aberrante— que por años nos impuso el dúo franquismo-Iglesia, y que dañó de forma permanente, y en mayor o menor grado, la vida social y matrimonial de miles de jóvenes, una maldición que alcanzó a las generaciones descendientes de parejas aberradas que impusieron a sus hijos este nefasto modelo empaquetado en fanatismo religioso.

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18/11/2014

José Manuel Nieves

Ochenta millones de bacterias pasan de boca a boca en un solo beso

Ése es el precio que hay que pagar por un simple beso de diez segundos. Durante ese breve lapso de tiempo, en efecto, se produce una transferencia masiva de microorganismos entre los dos enamorados. El estudio, recién publicado en la revista Microbiome, también ha descubierto que las parejas que se besen un mínimo de nueve veces al día terminan teniendo en sus bocas el mismo tipo de comunidades bacterianas.

Un enorme y complejo ecosistema de cerca de 100 billones de microorganismos (una comunidad que recibe el nombre de microbioma) vive normalmente en el interior del cuerpo de cada ser humano. Y resulta, además, esencial para que podamos, por ejemplo, digerir los alimentos, sintetizar los nutrientes o prevenir un buen número de enfermedades.

Pero no todas las personas tienen el mismo microbioma. Su composición, es decir, el tipo de microorganismos que lo forman, se modela en cada uno de forma ligeramente diferente, y esas diferencias dependen tanto de la genética de cada individuo como de su alimentación o de su edad. Y también, por supuesto, del tipo de personas con las que se relacione.

Una de las zonas del cuerpo en las que esas diferencias resultan más evidentes es, sin duda, la boca. En ella, en efecto, pueden vivir hasta 700 variedades distintas de bacterias, y más que en ninguna otra parte de nuestro organismo esa variedad depende, también, de las personas con las que pasamos más tiempo.

Los autores de la investigación, con sede en Holanda, estudiaron a 21 parejas, a las que pidieron que rellenaran un cuestionario sobre su comportamiento afectivo, especialmente en lo referente a los besos, para saber con qué frecuencia, de media, unían sus bocas en ese gesto de cariño.

Después de lo cual tomaron muestras de sus bocas para investigar la composición exacta de las comunidades bacterianas, o microbiota, de cada uno, especialmente las de la lengua y la saliva.

Los resultados mostraron, sin lugar a dudas, que las parejas que se besaban con mayor frecuencia tenían comunidades bacterianas muy similares. Y esta «compenetración bacteriana» se acentuaba en aquellas parejas que se besaban, de media, nueve o más veces al día.

Remco Kort, investigador principal del estudio, afirma que «los besos más íntimos implican un contacto pleno de las lenguas y un intercambio de saliva que constituye un comportamiento único en la naturaleza y que resulta común en el 90% de las culturas conocidas. Las explicaciones habituales de la función que desempeñan los besos entre los humanos asignan, normalmente, un papel muy importante al microbiota presente en la cavidad oral, aunque los efectos exactos de esos besos nunca habían sido estudiados. Nosotros queríamos averiguar hasta qué punto las parejas comparten su microbiota oral. Y resulta que, cuanto más se bese una pareja, más similares serán sus comunidades bacterianas».

Los investigadores pidieron a las 21 parejas que se dieran también una serie de «besos experimentales controlados» para cuantificar con la mayor exactitud la transferencia de bacterias. Para ello, uno de los miembros de cada una de las parejas tomó una bebida probiótica que contenía diversas variedades específicas de bacterias, entre ellas, Lactobacillus y Bifidobacteria. Y los investigadores hallaron que, después de cada beso íntimo, la cantidad de total de esas bacterias que se transferían al receptor rondaba los 80 millones en un beso de diez segundos de duración.

El estudio también sugiere un importante papel para otros mecanismos capaces de afectar al microbiota oral y que son la consecuencia de un estilo de vida compartido, de los hábitos de alimentación y de higiene.

Un detalle curioso sobre el experimento: los investigadores pudieron comprobar, y aplicar a sus resultados para que las cifras no se falsearan, que hasta el 74% de los varones encuestados declaraban besar a sus parejas justo el doble de lo que decían ellas.

Fuente

[*Otros}– La canción del retornado (extracto)

08 abril, 2014

Sebastián de la Nuez

Antonio Ojeda era joven en 1947, en plena época franquista, y, además de joven, era Canario.

Se sabe que en cierto momento hubo viviendo en Venezuela unos 400 mil Canarios inmigrantes, trabajando, fundando futuro de este lado del charco. Se dedicaron a la agricultura, al comercio, a los viajes y mudanzas; a comer gofio «La Lucha» y a reunirse en los hogares canario-venezolanos. He aquí la particular aventura de Antonio, uno de tantos, y su esfuerzo por un destino. Toda esta historia resulta, a final de cuentas, una gran paradoja.

 

Antonio Ojeda frente a su casa hogar en Vecindario (Las Palmas, Canarias), a finales de 2013.

Hoy, aun cuando el fenómeno del retorno se ha profundizado por todo lo que ya sabemos, deben quedar en Venezuela unos cuantos miles de Canarios, y sus hijos y nietos, con raíces muy profundas. Este amorío entre islas y país ha sido productivo, y la historia continúa: no en balde en Canarias llaman a Venezuela «La octava isla».

Me gusta contar esta historia aun cuando sé que ha sido tema de ensayos y narraciones diversas a lo largo y ancho de las décadas pasadas. Incluso hay un libro, «Al suroeste, la libertad», que alguna vez escribió un locutor de TV llamado Javier Díaz Sicilia, también Canario, donde relata los viajes arriesgadísimos, en los años cuarenta y principios de los cincuenta, de Canarios cruzando el océano en lanchones o veleros, desesperados por escapar del franquismo y de la miseria de la posguerra.

Me gusta contarla desde la individualidad de Antonio Ojeda, porque es mi padrino de confirmación y porque representa, creo, parte fundamental del país que ha debido seguir siendo Venezuela. pero que no siguió siendo porque en algún recodo del camino se desvió.

Ojeda ha sido un hombre de bien, trabajador, agudo en sus observaciones; amante de la soledad, mientras ha cargado como un leve saco su aliento de bonhomía. Uno de esos miles de emigrantes que encontró en Venezuela más que hospitalidad y una oportunidad de convertirse en hombre próspero: un mundo de querencias.

Ahora, que lo he visitado en un hogar de ancianos, veo la película casi completa. Esa casa-hogar, en Las Palmas, es una especie de hotel cuatro estrellas con todas las comodidades, donde lo cuidan como merecen ser cuidadas las personas que corren el riesgo de resquebrajarse con un soplo. Estuve con él hace poco. Está en un lugar llamado Vecindario, a unos 20 kilómetros de la capital de la isla.

Antonio sí ha tenido el privilegio de ver la película de manera amplia, en primeros planos y también en perspectiva panorámica, desde el blanco y negro al tecnicolor.

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Había estudiado en la Escuela de Comercio de Las Palmas, de modo que buscaba empleo para independizarse de su familia.

En España siempre se han acostumbrado las oposiciones para optar a un cargo, y él lo estaba intentando hacia 1946, aunque sin éxito. Corrían tiempos difíciles, y un contingente de españoles emigraba con o sin familia a América en busca de oportunidades para mejorar sus vidas. Era lo de hoy, pero en sentido contrario.

Antonio tampoco podía ser candidato a trabajar para el Estado puesto que no había ido al cuartel, o sea, no había cumplido el servicio militar: estaba incapacitado, pues de niño, jugando fútbol, se partió una pierna. Como no circulaba correctamente la sangre en esa pierna, y él se hallaba en pleno desarrollo, un pie le creció más que el otro y eso le produjo cojera.

Años después, en el Hospital San Juan de Dios, de Caracas, le corregirían totalmente ese problema.

En vista de que le era difícil conseguir trabajo en su propia tierra pensó irse a Fernando Poo, una colonia española —posteriormente, provincia— en África, conocida también, o más tarde, como Guinea Española.

Pero allí no se necesitaban contadores, sino carpinteros, plomeros, mecánicos. Lo que se le hacía fácil era, más bien, el oficio de barbero, y en eso estuvo unos meses, aprendiendo con la intención de marcharse y ejercer de barbero en Fernando Poo. En el ínterin se le acercó alguien y le habló de un barquito que zarparía hacia América.

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No recuerda cuánto pagó finalmente por el pasaje, pero sí que se trataba de comprar la nave entre todos los viajeros; no alquilarla ni adquirir un boleto.

Entre los pasajeros había, además de Canarios, peninsulares, mexicanos e incluso algún venezolano. Era necesariamente un grupo silencioso. Nadie sabía nada de los demás; cada quien tenía un enlace, y ya.

Se reunió dinero para comprar el pesquero, de nueve metros de manga por tres de eslora, de nombre tan silvestre como «Andrés Cruz». Era de una vela, y del tipo utilizado para la pesca por el litoral de África. Por la descripción de Antonio, era una cosa esmirriada con una cabina donde había un depósito de sal para conservar la carga de pescado.

En verdad, el viaje se preparaba para sacar de España a un individuo apodado El Corredera, que al final no apareció, pero ya el destino para tripulación y pasaje estaba marcado.

En cualquier caso, y aunque sólo sea por añadir otro elemento a esta epopeya, Juan García Suárez, alias El Corredera, había nacido en Telde, pueblo de Las Palmas, y cargaba mala fama de izquierdista y rebelde, de modo que a la sazón se movía en la clandestinidad. Wikipedia recoge, incluso, que ni siquiera está claro su pasado izquierdista, o que luchara frente al alzamiento militar del 18 de julio de 1936. Sí parece ser que, llamado a filas (como tantos jóvenes de su generación), rechazó su incorporación y fue declarado prófugo. Por eso huía.

El barquito estaba equipado con una cocinita sobre cubierta, un tambor de agua, pan bizcochado (bizcochar es recocer el pan para que se conserve mejor) y algo de gofio, el alimento de harina tostada de trigo o millo tradicional de Canarias. Con eso tendrían que cruzar el Atlántico.

Entre el pasaje iban dos fotógrafos profesionales peninsulares de los que se paseaban por las playas haciéndose unas pesetas para sobrevivir. Le pedían su dirección al cliente y le enviaban la foto a su casa. Ambos dieron sus cámaras como pago para viajar. Uno de ellos se llamaba José Luis Blasco.

Una tarde alguien le dijo a Antonio “Vamos”. Él contestó que antes debía ir a despedirse de sus padres, pero no pudo. Eran cerca de las once de la noche cuando llegaron al puerto detrás del mercado; al ver la precariedad aquella donde habrían de montarse unas treinta personas, Antonio quiso devolverse. ¿Cómo cruzar el mar en ese cascarón?

—Yo era estudiante, y tú sabes que en esa época uno tiene la cabeza llena de grillos, pero yo tenía conciencia de lo que era aquello, —me dijo durante nuestra conversación en Vecindario.

Con sus manos trazó en el aire una maqueta imaginaria: una especie de caja de fósforos donde hay una cabina con catres para el patrón del barco y su timonel o grumete; en el centro, el depósito de sal ya mencionado, cuya parte baja da paso a un hueco en las profundidades del velero para hacinarse y tratar de dormir dentro del sofoco.

Arriba, en la cabina y del otro lado del depósito de sal, dos catres más para marineros o lo que fueran.

Había alguna comodidad extra: en proa, un par de camarotes reservados para la única mujer a bordo y sus dos niños; en realidad, niño y niña. No eran hermanos sino primos, porque sólo uno de ellos era hijo de la señora. Una mujer, por cierto, muy buena moza que habría de prender cierto fuego durante las estrecheces del trayecto.

Cuando Antonio bajó al hueco donde habría de dormir en lo sucesivo se encontró con gente que ya llevaba una semana encerrada allí. Al entrar y aspirar aquel aire quiso levantar la escotilla para salirse. Ahogado, perturbado y a punto de vomitar, se sentía morir, pero lo conminaron a quedarse quieto.

Con su memoria casi intacta evoca una sensación de taponamiento: tal es el verbo que utiliza, taponar. Alguien allá afuera, en cabina, taponó el depósito de sal para que los de abajo se quedaran bien aislados, bien silenciados por un rato.

El barquito estaba correctamente matriculado, y alguien había pedido el debido permiso para ir a la costa de pesca, como era de rigor. Pero, por norma, agentes de la Comandancia de Marina echaban un vistazo antes de dejarlos zarpar. Por lo tanto, Antonio y sus compañeros de encierro no podían dar señales de vida hasta tanto terminase la visita. “Sólo cuando sientan tres golpes arriba podrán salir”. Efectivamente, aguantaron allí encerrados, incluso los niños.

Cuando por fin salió a cubierta y vio alejarse las luces de San Cristóbal, la zona de la ciudad aledaña al puerto, pensó que jamás volvería a verlas.

Así enfilaba la negra mar este cascarón llamado «Andrés Cruz». En su interior, algunos poseídos de fiebre comunista cantaban La Internacional. A Antonio se le quedó grabado para siempre el subir y bajar sobre las olas, la línea del horizonte que parecía no tener fin, la tortura de permanecer horas allá abajo, en el hueco: no podían estar todos en cubierta al mismo tiempo, pues el barco podía voltearse si el peso no estaba bien repartido. El timonel, situado para su trabajo en la parte de atrás, era un viejo lobo de mar.

Entre los pasajeros había un individuo de nombre Lino López García, secretario de la juventud comunista de Las Palmas y perito aparejador. Con un carpintero había mandado a hacer un sextante, un instrumento de precisión que implica cierta especialización. Pero, como no había tenido dinero para comprar uno de verdad, se las apañó de este modo con su carpintero, y aquello era su particular aporte al viaje: un sextante de dudosa calidad para saber el rumbo en medio del mar.

Todos los días a mediodía miraban el aparato para señalar el camino, y en aquel barquichuelo confiaban en el fotógrafo Blasco para la tarea, pues aseguraba conocer de náutica. Antonio vio que Blasco se había agenciado un libro sobre el asunto y que por el camino lo iba leyendo; hasta allí llegaba su sabiduría en tal materia.

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Pasaron los días y no veían sino mar y cielo. Para hacer las necesidades cada quien se ponía como pudiera en popa y de espalas al mar, preferiblemente de noche. Al principio Antonio pensó que moriría reventado, tanto tiempo pasó sin dar del cuerpo. Pero, ¿qué iba dar del cuerpo si en verdad no había comido nada?

Durante la primera noche, una ola asesina había arrasado con la cocina en cubierta, y el pan bizcochado estaba completamente empapado. Por otra parte, el agua dulce no se podía tomar, o se tomaba con mucha repugnancia, pues la contenían unos bidones que antes fueron para gasolina o kerosén, y no habían sido bien lavados.

Con el tiempo y el arrejuntamiento empezaron a incordiarse entre sí. Había un estraperlista entre ellos que había pagado el pasaje a algunos, y eso al parecer creó conflicto, o ésa fue la impresión que tuvo Antonio al escuchar sus conciliábulos. Además pesaban los asuntos ideológicos.

El otro problema era la única dama en el barco. Viajaba en busca de su esposo que se había ido adelante, a la Argentina, o al menos ése es el sitio que cree recordar Antonio. Las cosas se pusieron difíciles cuando el patrón del barco —un individuo que, fiel a su oficio, llevaba prolija barba y ofrecía un aspecto rudo—, se enamoró perdidamente de la mujer.

El hombre trazó una raya ante los camarotes de la mujer y los niños, y amenazó con asesinar a cualquiera que osara traspasarla; temía, a todas luces, que alguien más se dispusiera a conquistarla. No pasó nada en realidad porque el escenario era demasiado público.

Antonio, quizás para darse ánimos a sí mismo o apaciguar el ambiente, recitaba en ocasiones un soneto: “He dejado atrás las cuerdas que me ataban…”. Cierto: todos habían dejado atrás sus cuerdas. Pero adelante lo que se les ofrecía era sólo la inmensidad azul o negra.

Notaba hacia él cierta animadversión de parte de varios de sus compañeros de viaje; gente gruesa e ignorante con la cual era mejor estar a bien. Recuerda discusiones como peleas de perros. Por ejemplo, se suponía, y así había sido acordado, que al llegar a destino sería vendido el barco, y a cada quien le correspondería una alícuota de la suma obtenida por tal venta. Pero allí vinieron resquemores: unos habían puesto más que otros y querían, por lógica, ser resarcidos proporcionalmente.

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En una carta dirigida a sus padres, en un tono poético que quizás copió mentalmente de alguna lectura instalada en su subconsciente, les hablaba con encendida nostalgia del viaje que emprendería, de la soledad que ya sentía, de la incertidumbre ante la partida. Un poco cursi para un joven de hoy en día, pero en aquellos tiempos las líneas que rememora Antonio, y recita como un bardo, han debido arrancar lágrimas a cualquiera.

En su pequeño departamento del barrio de Vegueta —en la capital de Las Palmas, adonde se había mudado por cercanía con su instituto—, solía visitarlo su hermano menor para dejarle algún dinero para su sustento, de parte de sus padres. Éstos vivían en Arucas, donde nacieron los dos hijos.

Un día, al pasar por el lugar para dejarle la mesada, el hermano menor encontró vacía la habitación de Antonio, y aquella carta sobre la cama. Los padres la leyeron tanto, y lloraron tanto cada vez que la leían, que terminaron rompiéndola en pequeños pedacitos para quitarse de encima ese karma.

Pero hay cierta incongruencia en el relato de Antonio, pues si antes narró su intempestiva marcha luego de ser abordado por alguien que le dijo “Vamos” y que prácticamente lo arrastró al puerto, ¿cómo es que la carta fue hallada luego por el hermano, en su cama, a manera de despedida?

Lo más probable es que, en verdad, su arribo al puerto no fuera repentino; es muy posible que supiera de antemano la fecha de la partida pero que, a última hora, y ya en el barquito, se arrepintiese.

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Pasó más de un mes de travesía hasta que al fin divisaron un barco a lo lejos; fue un alivio. El desespero había venido creciendo porque, al no avistar embarcación alguna durante semanas, a aquellos viajeros primerizos, bajo la conducción de un barbudo capitán enamorado, les asaltó el temor de estar perdidos; quizás no les faltase razón.

Aquel día, todos tuvieron los ojos pegados de la línea del horizonte, siguiéndole la pista al barco hasta que, por fin, al anochecer su perfil se fue haciendo cada vez más grande “…y cuando nos dimos cuenta estaba al lado nuestro”.

Una mole gigantesca. El barco se llamaba «Isaac M. Singer», carguero que se dirigía desde Norteamérica a Argentina. Cuando estuvo lo suficientemente cerca, bajó la velocidad y desde él tiraron redes por el costado que daba al barquichuelo de los aventureros. Antonio miró de proa a popa y no divisó a nadie. Desde su punto de mirada aquello era una especie de planeta bajado del cielo. Al narrar el episodio recuerda lo que pasó por su cabeza en ese momento: “Era horrible saber que estabas metido en una cascarita de nuez”.

Con un altavoz les preguntaron qué necesitaban. Contestaron que necesitaban comida, pero que no tenían con qué pagar. “Si nos dan fiado, les agradeceríamos algo de leche por los dos niños y la señora que llevamos… A los demás no nos importa, pero al menos hay que salvarlos a ellos”.

Antonio agrega: «¡Imagínate decirle eso a un capitán en alta mar! Dio orden de que nos surtieran de todo».

Entre otras cosas, les bajaron una gran pieza de res que, al descargarse, hizo estremecer el barquito de cabo a rabo. Además les bajaron embutidos que no se conocían todavía en Canarias, cigarrillos, chocolates,…. Y se escuchó una voz por el altoparlante: «Mis hermanos españoles… Yo también soy español, de Puerto Rico».

Atendiendo a la situación en que estaban, les tiraron como diez o quince cajas, por si acaso el viento hiciera que algunas cayeran en el mar; pero no,

cayeron todas dentro del barquito. Desde el carguero ofrecieron izar a bordo a quienes quisieran, asegurándoles pasaje seguro hasta Argentina. Pero ni uno siquiera se quiso ir.

El vaivén de las olas alrededor del barco los empujaba con fuerza hacia la quilla de éste, y los hombres debían evitar a toda costa el choque. Cuando el «Isaac M. Singer» encendió su hélice, ya para disponerse a partir, se formó un gran remolino, peligrosísimo para el «Andrés Cruz», y, de inmediato, los del Singer tuvieron que parar la hélice. Entonces, desde arriba lanzaron un grueso cable, los hombres se agarraron a él, y de este modo el barquito fue empujado hacia la proa del «Isaac M. Singer», lejos de su hélice.

Ya era de noche cuando vieron alejarse al barco salvador, pero Antonio recuerda ese momento, en que había buena luna, y recuerda también cómo se quedaron mirando con añoranza aquella mole haciéndose pequeñita.

Los peligros no habían terminado.

En algún lugar sobresalía una palanca que nadie debía tocar, se utilizaba para achicar el agua que, durante la pesca, al parecer se deposita inevitablemente en el fondo en este tipo de pesqueros, pero alguien la manipuló y salió un chorro de agua. Pensaron que el final estaba cerca: ¡se irían a pique, inundada la cubierta por el agua que salía de las entrañas del barquito!

Sin embargo, no era para tanto. No era que el barquito hacía agua, sino que unas panelas de hielo de reserva en su interior se habían derretido, y, al ser accionada la palanca, había hecho erupción el agua represada.

Otra vez se mojó la despensa, incluyendo los embutidos, y otra vez estaban destinados a pasar hambre. Por añadidura, la magra vela estaba estropeada, aunque todavía servía.

Al estudiar las anotaciones que les habían pasado desde el Singer, cayeron en cuenta de que, por la ruta que habían seguido antes de encontrarse con ese carguero, el «Andrés Cruz» iba derechito al Polo Norte. El sextante construido por un carpintero los llevaba a la perdición.

Rectificaron, y a los dos o tres días vieron una islita. A poco de eso avistaron un grupo de pescadores a quienes preguntaron dónde se encontraban; les dijeron que entre Martinica y otra isla cuyo nombre Antonio no recuerda con precisión. En todo caso, estaban cerca el final de la travesía, del azar, de la tortura por la falta de agua o su mal sabor.

Teniendo como referencia a Martinica volvieron a corregir rumbo. Recuerda Antonio que les daban ganas de bajarse, zambullirse y empujar aquel bote esquelético que apenas se movía, sin brisa y con una vela que no funcionaba como era debido.

En algún momento se dieron cuenta, al anochecer, de que se acercaban a tierra firme, y temieron encallar en la penumbra. De nuevo, una ayuda providencial: ahora de pescadores.

A éstos les dijeron que se dirigían al puerto de Venezuela, pues ni siquiera sabían el nombre de La Guaira, y los pescadores señalaron hacia el oeste: «¿Ven aquella curva que hace la costa? Luego de doblarla sigan y conseguirán el puerto».

Se enteraron entonces de que aquel primer punto que habían alcanzado se llamaba Los Caracas, y fueron advertidos de que a su destino final no llegarían sino al día siguiente.

En efecto, así fue. Pero en aquella zona minada de barcos de todo calado corrían peligro. Llevaban una provisión de luces de bengala para estos casos —gracias a Dios, se había conservado en buen estado— e hicieron uso de todo el cargamento para formar el mayor escándalo posible.

Un barco se les arrimó, y desde él echaron un cable a tierra. Advertida la guardia costanera de la llegada de los refugiados desahuciados, de la Comandancia mandaron un buque práctico, a los que se les llama así por extensión del nombre del cargo de marino que, de manera transitoria, guía a los barcos en aguas peligrosas o de intenso tráfico.

Sin embargo, el práctico no los encontró, y en realidad el «Andrés Cruz» todavía andaba muy lejos. Al fin fue encontrado y remolcado hasta una especie de ensenada que hacía las veces de puerto. Era día de fiesta nacional en Venezuela.

No les fue permitido bajar a todos en un primer momento, pero sí a los niños con la señora, y también a Antonio, por su pierna. Estaba todo el mundo pendiente en aquel puerto: gente morena, expectante, preguntona, curiosa. En el puerto o en la propia Comandancia, en el trayecto y por las ávidas miradas de la gente, Antonio vio por primera vez en su vida de lo que es capaz un pueblo solidario actuando en masa.

—Antonio, ¿estás preocupado?, —le preguntó Blasco una vez que pudieron bajar todos y esperaban alguna decisión oficial sobre dónde pasar la primera noche.

—No, lo que pasa es que mañana nos vamos a Caracas, y no sé…

—Mira, no te preocupes, —lo interrumpió el fotógrafo que había jugado el papel de manipulador del sextante inservible.

Blasco estaba entusiasmado, no parecía para nada cansado ni apocado ante el cúmulo de acontecimientos y personas que les había caído encima tras el arribo, y agregó con mirada risueña:

—Mañana despachamos a toda esa gente a Caracas y seguimos nosotros en el barco por el Orinoco, porque todavía hay cosas que descubrir por allí.

Blasco finalmente no siguió rumbo al Orinoco —y mucho menos Antonio—. pero a cambio se convirtió en un maestro del reporterismo gráfico y estuvo a un clic de recibir el premio Pulitzer quince años más tarde, cuando cubrió uno de los alzamientos más sangrientos que se hayan dado en Venezuela: El Porteñazo.

El 02 de junio de 1962 —cuenta la reseña en la página web del Últimas Noticias, periódico para el cual trabajaba— ocurrió ese alzamiento militar contra el gobierno de Rómulo Betancourt, y un contingente de hombres tomó la ciudad de Puerto Cabello, estado Carabobo:

“Las fuerzas leales al Gobierno reaccionan con rapidez y asaltaron la ciudad portuaria. Dos fotógrafos venezolanos, José Luis Blasco, de Últimas Noticias, y Héctor Rondón, de La República, lograron colarse con las unidades del batallón Carabobo que avanzaban por las estrechas calles de la ciudad. En el sector conocido como La Alcantarilla fueron emboscados por fuerzas rebeldes y se produjo el enfrentamiento más sangriento de la revuelta.

Allí estaban Blasco y Rondón, y con sus cámaras captaron, en impactantes imágenes, los momentos más duros de la refriega. Su valor y profesionalismo les permitieron hacer una serie de fotografías únicas e invaluables que a Héctor Rondón le valieron el World Press Photo del año 1962, y el Pulitzer del año 1963”.

Así es el destino. A Rondón, cada vez que le preguntaban sobre su famosa foto y cómo la hizo, no hacía sino darle crédito a Blasco, ya un profesional de renombre y mayor que él; pero, en realidad, Rondón no hizo sino seguir a Blasco en el riesgo del tiroteo, e imitar sus pasos. Sin embargo, el premio fue para el alumno y no para el maestro, pues la foto del sacerdote sosteniendo en brazos a un militar malherido le dio la vuelta al mundo, y permanece como un testimonio de la valentía y de solidaridad de un clérigo que, en medio de una guerra desatada, trata de preservar lo más sagrado.

Tras la llegada a Caracas, cuando pernoctaron en la residencia del sector Sarría —donde debían permanecer los inmigrantes en cuarentena por regla del gobierno perezjimenista—, Antonio tuvo otra idea: montar un laboratorio fotográfico; Blasco le enseñaría los pormenores del revelado, mientras el propio Blasco saldría a tomar fotos como solía hacerlo en las playas de Canarias (aunque era valenciano, se había radicado en las Islas).

Pero tampoco llegaron a eso; cada quien tomó su camino, y Antonio comenzó a trabajar en la agencia de publicidad de un colombiano, en la esquina de Socarrás (Caracas). Su primer estipendio fue de 8 bolívares por día. Recibió 24 bolívares por tres días que había trabajado en su primera semana, y salió a la esquina de Socarrás, en la parroquia de La Candelaria, con el mundo dándole vueltas en la cabeza; hasta el día de hoy no sabe cómo no lo atropelló un carro.

En aquella Venezuela, aún en dictadura, encontró una buena sociedad que lo cobijó y lo adoptó.

Españoles y Canarios huyeron de un país que no ofrecía sino hambre y limitaciones. Huyeron, quizás algunos sin plena conciencia de ello, del general que se había llevado tan bien con Hitler y que convertía a la Guardia Civil en un cuerpo terrorífico frente a la población. Huían de La Falange de Cara al Sol.

Fuente

Cortesía de Antonieta Rodríguez

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[*ElPaso}– Ejemplo de «profunda» vocación docente

07-12-2011

Carlos M. Padrón

La Guerra Civil Española dejó maltrecho el tejido social de todo el país, y como en los ’40s no había suficientes maestros de enseñanza primaria, el régimen de Franco buscó a muchos ciudadanos que supuestamente estaban bien, o no tan bien, preparados y, a dedo, le dijo a cada uno: «Tú te vas de maestro nacional de primaria al pueblo tal».

Que yo recuerde, producto de este «decreto», a El Paso llegaron por lo menos tres maestros, todos desde la Península. Y si bien todos llegaron solteros, todos terminaron casados con mujeres lugareñas, pero no todos compartían la misma vocación docente aunque sí algunos rasgos de verdadero «amor» por el alumnado.

Uno tenía por costumbre castigar a sus alumnos raspándoles el cuero cabelludo, desde la coronilla hasta el cuello, con la parte no afilada de un lápiz,cuando aún éstos no traían ahí una goma de borrar.

Sin que el alumno lo esperara, el maestro se le acercaba por detrás, y ¡zas!: tremendo surco en la cabeza.

Otro mandaba al alumno a un rincón del salón de clase, le hacía ponerse de rodillas con sus brazos en cruz, y entre cada antebrazo y el correspondiente costado del tórax le colocaba un lápiz bien afilado, con la punta hincada en el antebrazo.

Y para que no le fuera fácil levantar los brazos y librarse de la punzante punta de los lápices, le colocaba en cada mano una piedra que con su peso hacía que, aunque el pobre muchacho luchara por evitarlo, los brazos, carentes ya de fuerza para mantener la posición horizontal, comenzarán a bajar e hicieran que los lápices penetraran más y más en los antebrazos de la víctima.

Por decir lo menos malo, creo que está claro que estos maestros eran bastante imaginativos.

Sin embargo, de entre todo lo que de ellos me contaron y lo poco que vi, el para mí más folclórico era el que recibió como destino la escuela pública de Las Manchas, lugar que es, de entre los barrios de El Paso, el más alejado del centro urbano.

Este maestro —al que llamaré Salomón Lladró— tenía siempre exacerbado su ya de por sí irascible carácter.

Tal vez el motivo era que cada día laborable usaba la desvencijada guagua para ir a Las Manchas y regresar luego, ya en la tarde, al centro del pueblo, para subir después a pie las cuestas hasta su casa,.

Él y su mujer —a quien llamaré Yaya— vivían en una casa de dos pisos cuya área social estaba en la planta alta, a la que se llegaba por una escalera que nacía a nivel de la calle.

Frente a esa casa había uno de los muchos estanques que abundaban en el pueblo: un embalse de aguas de regadío en el que solía haber peces y, además, porque el agua que contenían permanecía mucho tiempo estancada, también larvas, criaderos de mosquitos, gusanos y ranas.

Tan explosivo era el temperamento de Salomón que, no pudiendo soportar que el croar de las ranas turbara su sueño, una noche se hizo de una escopeta, abrió la ventana de su dormitorio, que daba justo frente al estanque, y la emprendió a tiros,… supongo que contra el agua, pues era imposible que pudiera ver dónde estaba siquiera uno solo de los batracios cantarines.

El sobresalto entre los vecinos fue mayúsculo, pues escuchar que, en plena dictadura, sonaran a medianoche disparos de armas de fuego en zona urbana estando aún recientes las heridas de una guerra, no fue cosa de broma.

Sin embargo, aunque no recuerdo la cara de Salomón Lladró —yo era entonces muy pequeño—, una de las anécdotas que de él me contaron me parece exponente fiel y patético del estrés de un hombre que se veía obligado a hacer, día tras día, algo para lo que no había sido preparado, que él no había escogido, que no le gustaba, y que, por lo visto, no sabía hacer: lidiar con niños y no tan niños, y tratar de enseñarles lo que en primaria se enseñaba entonces.

Esto lo hacía sentirse tan mal que, a veces, cuando en la tarde regresaba de dar clase en Las Manchas y subía caminando desde la parada de la guagua, en el centro de El Paso, hasta su casa, se detenía en la base de la escalera de entrada y comenzaba a gritar:

—¡Yaya! ¡Yayaaaa!

Alarmada, Yaya abría la puerta de entrada a la casa, en lo alto de la escalera, y preguntaba asustada:

—Pero, ¿qué pasa, Salomón? ¿¡Qué pasa!?

Por toda respuesta, Salomón alzaba al cielo sus brazos, como implorando ayuda divina o para echar fuera los demonios de su ira, y gritaba:

—Yaya, ¡deseo que vuelva el reinado de Herodes!

[*Opino}– Con motivo de Halloween, nada mejor que «La negra historia de ‘Raska-yú’, una canción de difuntos»

Carlos M. Padrón

Hacía años de años que no recordaba yo esta canción que tan popular fue en las fiestas de Carnaval que se celebraron en El Paso en los años ’50s.

Tampoco sabía que su título se escribe Raska-yú; aunque nunca lo vi escrito, supuse que se escribiría Rascayú.

Lo que acerca de ella se cuenta en el artículo que sigue me resulta interesante, y es casi paradójico que nadie de los que entonces la cantábamos sospechara lo bizarro de sus orígenes.

Me extraña que fuera prohibida por el régimen franquista, pues, repito, en mi pueblo se cantaba abiertamente, y en lugares públicos,…. a menos que la letra que allá teníamos no fuera la que motivó la prohibición.

Si sé que al cura no le gustaba porque, decía él, la canción era irreverente con la sacrosanta muerte y tenía tintes de superchería.

Y sé también que fueron muchas las veces que el grupo de muchachos y muchachas —adolescentes que nos íbamos al espacio que había detrás del telón de fondo que en el escenario del Teatro Monterrey enmarcaba el área destinada a la orquesta— nos ocultamos en aquel estrecho pasillo, para estar a salvo de la vista de las «brujas» que se apostaban en los palcos a chismorrear y vigilar, y bailamos a placer el Rascayú mientras cantábamos su letra, de la cual sólo recuerdo el estribillo y una de las estrofas:

Rascayú, cuando mueras, ¿qué harás tú?
Tú serás un cadáver nada más.

Todas las noches iba al cementerio
a visitar la tumba de su hermosa,
y la gente se decía en el misterio
«Es un muerto escapado de la fosa».

Rascayú, cuando mueras, ¿qué harás tú?
Tú serás un cadáver nada más.

Tiempos, tiempos,…

***

31-10-11

David Bizarro

En 1943 Bonet de San Pedro cosechó un notable éxito en España con un polémico fox-trot titulado Raska-Yú.

Prohibido por la censura del Régimen por supuestas alusiones al Caudillo, su letra abordaba la necrofilia con insólitas dosis de humor negro en una época poco dada a semejantes irreverencias.

 

Una cancioncilla aparentemente banal y de cuestionable buen gusto que resultará entrañablemente familiar a varias generaciones de españoles, desconocedores de su auténtico significado. Porque, a pasar de que se recuerde como un chascarrillo recurrente para el Día de Difuntos, detrás de sus macabros versos se esconde una historia trágica y siniestra.

Ya con la mosca detrás de la oreja, el curioso hallazgo de un antiguo cortometraje animado de Betty Boop pone sobre la mesa la hipótesis del plagio. Se trata de «I’ll be glad when you’re dead, Rascal you» dirigido por Dave Fleischer en 1932, una de las primeras apariciones cinematográficas de Louis Amstrong.

Estereotipos racistas aparte, la cinta posee un encanto indudable y ofrece la oportunidad de disfrutar con la rudimentaria mezcla de imagen real y animada en el momento en que el gran Satchmo persigue a dos de los protagonistas (Bimbo y Koko) mientras interpreta el tema titular.

El innegable paralelismo instrumental no es la única prueba que confirma el conocimiento previo de Bonet del original de Amstrong: el propio título, Raska-Yú, se revela como una transcripción fonética del Rascal you al que hacía referencia el genio de Nueva Orleans.

Resulta paradójico que sea precisamente Bonet, uno de los fundadores de la SGAE, quien incurra en un delito contra la propiedad intelectual; así que concedamos el beneficio de la duda: ¿Es una flagrante copia o un velado homenaje?

Rastreando otros posibles antecedentes apócrifos, los pasos de Raska-Yú llevan a Cuba, patria natal del maestro Alberto Villalón, a quien se atribuye la autoría de Boda Negra.

Popularizado por Julio Jaramillo, Ana Gabriel, el Trío Los Condes, Óscar Chávez y Lydia Mendoza entre otros, la letra del viejo bolero guarda un parecido, más allá de toda duda razonable, con la versión de Bonet.

Las pesquisas toman nuevamente un rumbo inesperado al constatarse que el propio Villarón tomó como punto de partida un poema homónimo sobre el que todavía se cierne la controversia.

Incluido en una recopilación póstuma del poeta colombiano Julio Flórez, hay quien se remonta a finales del siglo XIX para otorgarle el mérito del mismo al sacerdote venezolano Carlos Borges. Pero si en algo coinciden los estudiosos de la materia, es en la naturaleza supuestamente verídica de los acontecimientos.

Para dar fe de ello, hay que remontarse a los albores del siglo XX en La Habana, en el preciso instante en que Francisco Caamaño de Cárdenas —un joven aspirante a poeta y colaborador ocasional de prensa de la época— sufrió la pérdida de su prometida (Irene Gay, de apenas 18 años) víctima de la tuberculosis.

Respetando la última voluntad de la muchacha, es enterrada con su traje de novia y cubierta bajo un manto de flores blancas en el llamado «tramo de los pobres» de la Necrópolis de Colón.

Sus restos serían exhumados a los tres años para pasar a engrosar el osario común del camposanto, una práctica común entre las familias más humildes, incapacitadas para sufragar las cuantiosas tarifas funerarias.

Francisco intentó en vano recaudar fondos para cubrir las cuotas. En un último y desesperado intento por preservar el descanso eterno de su amada, recurrió a un amigo cirujano para reclamar el esqueleto de Irene, alegando que sería donado para un supuesto estudio anatómico.

Sin embargo, cuando Francisco se presentó ante los sepultureros éstos le comunicaron que el permiso del médico no tenía validez ya que, al ser la causa de la muerte una enfermedad infecciosa, los despojos no podían salir del recinto para evitar contagios.

Aún así, Francisco consiguió finalmente eludir los obstáculos burocráticos mediante el soborno. Una vez en su casa, decidió poner a buen recaudo los restos de Irene; de ese modo, llegado el momento de su muerte, los dos podrían al fin descansar juntos.

Es en este punto donde la realidad difiere de la ficción: Francisco, lejos de «celebrar sus bodas con la muerta», conservó lo que quedaba de ella con auténtica devoción e infinito respeto.

Por desgracia, los rumores de su pasión necrófila comenzaron a circular por la villa. El miedo de sus vecinos a un posible brote tuberculoso y el temor ante las posibles represalias policiales, obligaron al joven a poner tierra de por medio.

Para cuando Francisco regresó a La Habana varios años después, el bolero de Villalón ya corría de boca en boca. Al visitar la barbería del barrio, regentada por su amigo Guillermo Muñiz, éste le confesó a Francisco que fue él quien relató los hechos al mismísimo Julio Flórez; y que fue allí mismo, en el propio sillón de la barbería, donde el colombiano escribió de un tirón el poema.

Al empeñarnos en seguir el hilo, corremos el riesgo de perdernos en la madeja. Tal vez por eso, al final de nuestro recorrido el Raska-Yú de Bonet de San Pedro adquiere las dimensiones de un Pierre Menard posmoderno, prestándose a cuestionar el papel del autor y los límites de la propia obra.

Como todo en la vida, es una simple cuestión de perspectiva. Elijan ustedes.

Fuente: El País