Quien escribió lo que copio más abajo, aunque seguramente es de mi generación, debe ser un citadino, pues olvidó destacar, entre otros, algunos ejemplos, como los que describo a continuación, tomados de la vida en El Paso de los años ’50s.
Para recoger el flujo de la menstruación, las mujeres no usaban modess ni tampones ni ningún otro objeto desechable, sino unos paños hechos con material de toallas que por medio de cintas se fijaban al lugar. Esos paños se lavaban, con agua que no se perdía, y eran reutilizables.
Las sobras, nunca muchas, de la comida, no iban a una triturado eléctrica sino que se reunían en un balde o tobo —al que llamábamos ‘balsa’—, y con ellas se alimentaba al cerdo —al que llamábamos ‘cochino’—, del que en cada casa había al menos uno. Por tanto, el nombre dado a ese balde era «la balsa del cochino».
De ese cochino —uno por año— se aprovechaba todo excepto los huesos y pezuñas, y con su tocino comíamos todo un año alimentos naturales —nada de enlatados ni conservantes— que en su mayoría cosechábamos en nuestras huertas y abonábamos con el más natural de los productos: el excremento del ganado vacuno, caballar y caprino.
A tal efecto, en los corrales de estos animales había que recoger a diario su excremento y acumularlo en el lugar llamado ‘estercolero’ desde el que, una vez fermentado, se distribuía en las huertas según la necesidad.
El excremento de las gallinas tenía un uso puntual, ya que no servía para lo mismo que el otro porque es muy fuerte, pero ésas se alimentaban también de productos naturales, como verduras en mal estado para consumo humano, maíz natural, cosechado en las huertas, y los gusanos que, al recoger la cosecha lograda en esas huertas —como la de papas— encontraban entre la tierra removida; ahí se daban las gallinas un verdadero festín.
Como resultado, los huevos que ponían eran A1, no como los que uno encuentra ahora a la venta, que no se sabe cuánto tiempo tienen de haber sido puestos, y qué comieron las gallinas que los pusieron.
Para lavar la ropa —ésa que luego se secaba al sol— no se usaban detergentes llenos de extraños y dañinos químicos sino jabón hecho con grasa animal (sí, la del cochino), y así el agua de las lavadas, incluida la de lavar las toallas sanitarias, no se desperdiciaba sino que se empleaba para regar las huertas en las que se cultivaban hortalizas, papas, maíz, etc.
Para defecar se usaban retretes o letrinas, o sea, un asiento con un orificio al centro por el que, a través de un ducto, caían los excrementos en un hueco subterráneo. Los llamábamos simplemente ‘retretes’ y, como se ve, no requerían desperdicio de agua.
Cuando ese hueco se llenaba, o había que vaciarlo (trabajo, llamado de «limpiarretretes», que muy pocos querían hacer, pero que había quienes lo hacían) o se montaba el retrete en otro lugar, pues, por supuesto, esos retretes estaban separados de la casa, no sólo por lo subterráneo del hueco que necesitaban sino por el mal olor que despedían.
Esa separación sirvió a veces para otras cosas, como ya conté AQUÍ.
El algunas casas había lo que llamábamos ‘cisterna’ que no era otra cosa que el recipiente que se usa sobre los llamados váteres (pocetas) que recoge agua que al ser descargada al interior de la poceta empuja hacia la cloaca el contenido de ésta.
En mi casa teníamos el dúo de cisterna y poceta, que mi padre había traído de Cuba.
Gracias a esta facilidad, él construyó el baño adosado a un extremo de la casa y excavó el trayecto hasta la cercana huerta con tan buena suerte que descubrió una especie de cueva, de inicio y fin desconocidos, en la que hizo desembocar el canal de desagüe de la poceta.
Por supuesto, desde entonces, y a pesar de los muchos años transcurridos, nunca en esa casa hemos tenido el problema de que el hueco antes mencionado se haya llenado.
Es importante mencionar que para limpiarse después de hacer una necesidad mayor no teníamos el hoy tan «imprescindible» papel higiénico. Para eso se usaban trozos de hojas de peridódicos o revistas, y hasta trozos del papel llamado ‘baso’ en el que envolvían en las tienda de comestibles los garbanzos, arroz, azúcar, etc. que allí se compraba.
Si esa necesidad ocurría en el campo, buenas resultaban las hojas de algunas plantas.
Como ir de noche al retrete no era cómodo, se imponía el uso de orinales, de los que había uno, generalmente de peltre, debajo de cada cama.
En ellos se defecaba y orinaba (o vomitaba, si era el caso), y a la mañana siguiente se vaciaba en el retrete el contenido de todos los orinales de la casa, se lavaban, y se ubicaban de nuevo debajo de cada cama.
Y para ir al retrete cuando llovía, o se mojaba uno o recurría a un paraguas.
Los aparatos eléctricos eran escasos. En mi casa, por ejemplo, sólo había un bombillo —y de pocos vatios— en cada habitación, y un radio de tubos al que cada cuatro meses más o menos se le fundía uno, y yo, cuando ya vivía en Tenerife, iba a comprarlo en una tienda llamada Padrón. Tantas veces fui que aún recuerdo el nombre del tal tubo: 35L6GT.
Para mitigar el calor del verano era raro que alguien tuviera un ventilador, y para hacer lo propio con el frío de las crudas noches invernales, mucha gente se llevaba a la cama una botella llena de agua caliente y se acostaba con ella puesta bajo las plantas de los pies,… mientras el frío orinal esperaba impasible debajo de la cama.
¿Alguien quiere una onda más verde que ésta?
Carlos M. Padrón
***
La Onda Verde
En la cola del supermercado, el cajero le dijo a una señora mayor que debería traer su propia bolsa de compras ya que las bolsas plásticas no eran buenas para el medio ambiente.
La señora pidió disculpas y explicó:
—Es que en mis tiempos no había esta onda verde de ahora.
El empleado le contestó:
—Sí, y ése es nuestro problema ahora: que su generación no tuvo suficiente cuidado para preservar nuestro medio ambiente.
Y tenía razón el cajero: nuestra generación no tenía esa onda verde en nuestros tiempos.
En aquel entonces, las botellas de leche, las botellas de gaseosas y las de cerveza se devolvían a la tienda. La tienda las enviaba de nuevo a la planta para ser lavadas y esterilizadas antes de llenarlas de nuevo, de manera que podían usar las mismas botellas una y otra vez. Así, realmente las reciclaban.
Pero no teníamos onda verde en nuestros tiempos.
Subíamos y bajábamos escaleras normales porque no había escaleras mecánicas en cada comercio y oficina. Caminábamos hasta la bodega o tienda de abastos en lugar de montar en nuestro vehículo de 300 caballos de fuerza cada vez que necesitábamos recorrer dos cuadras.
Pero tenía razón: no teníamos la onda verde en nuestros días.
Por entonces, lavábamos los pañales de los bebés porque no había desechables. Secábamos la ropa en tendederos, no en esas máquinas consumidoras de energía sacudiéndose a 220 voltios; la energía solar y la eólica secaban muy bien nuestra ropa.
Los chicos usaban la ropa de sus hermanos mayores, no siempre modelitos nuevos.
Pero esa señora está en lo cierto: no teníamos una onda verde en nuestros días.
En ese entonces teníamos en la casa un televisor o un radio, no un televisor en cada habitación. Y la TV tenía una pantallita del tamaño de un pañuelo (¿se acuerdan?), no una pantallota del tamaño de un estadio.
En la cocina, molíamos y batíamos a mano porque no había máquinas eléctricas que lo hicieran todo por nosotros.
Cuando empacábamos algo frágil para enviarlo por correo, usábamos periódicos arrugados para protegerlo, no esas láminas plásticas llenas de bolitas.
En esos tiempos no encendíamos un motor y quemábamos gasolina sólo para cortar el césped. Usábamos una podadora que funcionaba a músculo. Hacíamos ejercicio trabajando, así que no necesitábamos ir a un gimnasio para correr sobre pistas mecánicas que funcionan con electricidad.
Pero ella está en lo cierto: no había en esos tiempos una onda verde.
Cuando teníamos sed bebíamos de una fuente, en lugar de usar vasitos o botellas de plástico cada vez que teníamos que tomar agua.
Recargábamos las plumas con tinta en lugar de comprar una nueva, y cambiábamos las hojillas de afeitar en vez de echar a la basura toda la afeitadora sólo porque la hoja perdió su filo.
Pero no teníamos una onda verde por entonces.
En aquellos tiempos la gente tomaba el tranvía o el autobús, y los chicos iban en sus bicicletas a la escuela o caminaban, en lugar de usar a la mamá como un servicio de taxi de 24 horas.
Teníamos un enchufe en cada habitación, no un banco de enchufes para alimentar una docena de artefactos.
Y para encontrar la pizzería más próxima no necesitábamos un aparato electrónico para recibir por en el espacio señales de satélites orbitando al Tierra a kilómetros de altura.
¿No resulta lamentable que la actual generación esté lamentándose de cuán botarates éramos los viejos por no tener esta onda verde en nuestros tiempos?
Cortesía de Peter Matthes