20-12-2025
Chao 2025, hola 2026
A veces una despedida no cierra nada, sino que deja la puerta entreabierta, como esas casas de pueblo donde siempre hay alguien que dice “pase, que aquí nunca se cierra”.
Me siento a escribir estas últimas líneas de 2025 como quien se sienta en la mesa de la cocina después de un día largo: con el cuerpo cansado, el alma medio despelucada y el corazón haciendo inventario de lo que se quedó, lo que se fue y lo que todavía no sabe si dolerá o alegrará.
La mesa está tibia, como si guardara memoria de todas las manos que la tocaron este año. Y yo, que siempre he creído que la vida se entiende mejor desde la cocina que desde cualquier oficina, me dejo acompañar por ese olor a café que nunca termina de irse del todo.
Este año me enseñó que uno no se salva solo, pero tampoco se salva acompañado de cualquiera. Que hay gente que suma, gente que resta y gente que, sin querer, te multiplica. Y también hay gente que está de más, como esos corotos que uno guarda por lástima, por costumbre o por miedo a que el vacío duela más que la presencia inútil.
2025 me obligó a hacer limpieza: de gavetas, de afectos, de silencios tragados. Y descubrí que la casa respira mejor cuando uno se atreve a botar lo que ya no sirve, aunque haya costado caro.
Aprendí que la ausencia no es hueco sino eco. Que los que se fueron —los que de verdad importaban— siguen haciendo guardia en la memoria, afinando la voz cuando una se desafina, soplando en la nuca cuando una se quiere rendir.
Este año confirmé que el amor de amistad es el más raro y el más serio: no exige, no reclama, no hace ruido, pero aparece cuando la vida se pone cuesta arriba y te dice “camina, que yo te acompaño”. Y uno camina, porque sabe que ese tipo de amor no se consigue en cualquier esquina.
2025 también me recordó que la alegría es una visita inesperada. Llega sin avisar, toca la puerta con los nudillos y uno, que a veces anda con el ánimo desordenado, igual la recibe. Le sirve un cafecito, le pone música, le abre espacio en la mesa.
Porque la alegría, cuando llega, hay que tratarla como a una tía querida que viene de lejos: con cariño, con paciencia y con un poquito de humor criollo para que se sienta en casa.
Hubo días en que el país me pesó. Venezuela tiene esa manía de ser hermosa y feroz al mismo tiempo. Te regala un amanecer que parece pintado con dedos de niño y, a la vuelta de la esquina, te lanza un susto que te recuerda que aquí nadie vive en automático.
Pero también tiene su manera de abrazar: un vendedor que te dice “mi reina, llévese dos por el mismo precio”, un joven que te cede el puesto en el autobús, un perro callejero que decide acompañarte un tramo como si supiera que ese día estabas floja de ánimo.
Venezuela es así: una madre gruñona que igual te tapa con la sábana cuando te quedas dormida en el sofá.
Este año confirmé que la soledad no es enemiga. Es territorio propio. Es el cuarto donde una se quita los zapatos, se suelta el pelo y respira sin testigos. La soledad bien llevada es un lujo, un refugio, un espejo que no miente.
Y yo, que siempre he defendido ese espacio como quien defiende un pedazo de tierra heredada, lo cuidé más que nunca. Lo barrí, lo aireé, lo llené de música, de libros, de silencios buenos. Y entendí que desde ahí —desde ese centro íntimo— puedo dirigir mejor mi propio coro.
Cierro 2025 con gratitud. Gratitud por lo que me sostuvo, por lo que me tumbó y me obligó a levantarme distinta. Gratitud por la gente que se quedó, por la que se fue sin hacer ruido y por la que llegó como llegan las cosas buenas: sin aspavientos, pero con una claridad que ilumina. Gratitud por las palabras que me salvaron, por las risas que me enderezaron la espalda, por las lágrimas que limpiaron lo que ya no servía.
Que venga lo que venga. Yo sigo aquí: con mis grietas, mis refranes, mis coros, mis muertos que acompañan, mis vivos que sorprenden, mis arepas que nunca fallan, mis dudas que enseñan, mis certezas que no gritan, mi humor que me rescata, y mi terquedad —bendita terquedad— de seguir escribiendo para no olvidar quién soy.
2026 puede entrar cuando quiera. La mesa está servida. La luz está prendida. Y yo estoy lista para escuchar el próximo eco, aunque a veces ese eco sea una voz que repite lo que escucha.
Chao 2025, hola 2026.
