[Col}> Por qué los judíos no se extinguen / Soledad Morillo Belloso

05-08-2025

Soledad Morillo Belloso

Por qué los judíos no se extinguen

Yo no soy judía. Que se sepa. Aunque quién sabe si algún antepasado mío, en pleno despeluque de siglos, bailó una horá con sandalias de cuero y gritó “¡mazel tov!” mientras servía hallacas con pasas kosher. No me apellido Cohen ni Goldstein, pero tengo amigos judíos que me han enseñado que la eternidad no se escribe con mármol sino con chistes bien contados y tías que discuten sobre filosofía y recetas, todo en la misma oración.

Lo que sí sé es que los judíos tienen esa capacidad rara de hacerle trampa al olvido. La historia (con color de adversidad) los persigue con ganas de borrarlos, y ellos, en vez de esconderse, sacan otro texto, otra pregunta, otro plato, otra carcajada. Por siglos han querido que el pueblo judío se vuelva polvo de archivo. Les quemaron libros con tanto entusiasmo que parecían celebrar el Año Nuevo con confeti de Talmud. Les cerraron templos como quien cierra una panadería sin harina, y los deportaron como si fueran maletas extraviadas por aerolíneas sin alma.

Pero ahí siguen. No como estatuas con palomas en la cabeza, sino como fuego que chisporrotea debajo del mantel de cada generación. Porque el pueblo judío no desaparece. Se transforma, se cocina a fuego lento, se disfraza de silencio y cuando menos lo esperas, te lanza un proverbio que parece broma pero termina siendo filosofía pura.

Pactaron con el tiempo, no con el poder

Algunos pueblos firman acuerdos con reyes, políticos y publicistas. Los judíos firmaron con el tiempo. Y el tiempo, como buen perro leal, se quedó cerca, observando cómo pasaban imperios mientras ellos seguían estudiando, debatiendo y preguntando. No hay imperio que haya durado tanto como la memoria judía.

Su continuidad no se guarda en bóvedas ni en murallas. Está tatuada en textos, en interpretaciones, y sobre todo, en una ética del “cuida al otro, aunque te duela la espalda”. Como dijo Levinas —ese filósofo que escribía con brújula ética—: “La responsabilidad precede a la existencia”. Y los judíos decidieron existir con esa mochila en la espalda y un bagel en la mano.

El humor es su chaleco antibalas espiritual

El humor judío no se compra en la farmacia ni se vende por kilo. Es fino, incómodo y perfectamente neurótico. Es el tipo de humor que aparece cuando Kafka se cruza con Sarah Silverman en la carnicería y discuten sobre la existencia mientras esperan que les corten el pastrami.

Desde los shtetls —esas aldeas que parecen inventadas por un García Márquez en fase yiddish— hasta los comediantes de Broadway, el pueblo judío ha usado el humor como antídoto contra el totalitarismo, el hambre, el miedo y las dietas sin carbohidratos. Cuando el mundo quiere hacerlos desaparecer, ellos lanzan un chiste que los vuelve inolvidables.

Reír en medio del dolor no es frivolidad. Es resistencia. Es mirar al absurdo con lente de aumento y decir: “Estamos vivos. Y además, lúcidos”.

Su identidad cabe en sinfonía, no en etiquetas

“¿Qué significa ser judío?” es una pregunta que no tiene respuesta definitiva. Pero precisamente por eso sigue siendo poderosa. Cada intento de respuesta es una melodía que se suma a la sinfonía.

Ser judío es discutir sobre Dios en la carnicería, estudiar textos a medianoche, cocinar sopa con nombres que suenan a bendición, y preguntarse si el sufrimiento tiene sentido o simplemente buena iluminación escénica. Mientras alguien se lo pregunte —con rabia, dulzura o mientras prepara gefilte fish— habrá pueblo judío.

Tienen alma geológica, no biográfica

El poeta Yehuda Amichai lo dijo como quien acaricia una piedra con memoria: “El pueblo judío no es histórico, es geológico”. No se cuentan por fechas sino por capas. Exilio, renacimiento, persecución, fiesta, otra persecución, otro renacimiento… y así hasta la próxima sorpresa.

Cuando les tumbaron el Templo, inventaron el judaísmo rabínico como quien improvisa una sinfonía con una cucharita. Después convirtieron la diáspora en una red de significados. Y tras el Holocausto, respondieron no con silencio ni venganza, sino con arte, filosofía, música y películas que te hacen reír, llorar y pensar si no sería buena idea revisar tus propios prejuicios.

El pueblo judío es como la levadura con fe: cuando parece que se acaba, está empezando.

Convierten el duelo en lienzo, no en lápida

Muchos pueblos usan el sufrimiento como excusa para rendirse. Los judíos lo usan como tinta para escribir una nueva página. Han hecho del duelo una forma de reinvención. Sin mármoles solemnes ni flores marchitas. Lo hacen cocinando, enseñando, dudando, celebrando, y sobre todo, recordando con picardía.

Su memoria no los encierra, los impulsa. No congelan el pasado; lo editan como borrador vivo. No sólo heredan: reinterpretan, rediseñan, redibujan.

Saben que eternidad no es duración… es sentido

La eternidad no consiste en seguir existiendo por terquedad, sino en tener algo que decir aunque el mundo esté distraído. El pueblo judío no se aferra al tiempo por miedo, sino por convicción. Su continuidad es una narrativa que se escribe entre preguntas, risas, recetas y plegarias con ritmo de debate.

Mientras haya texto que los haga pensar, humor que los haga reír, alguien que los abrace aunque sea con ironía, algo que vender y otra cosa que contar… no se extinguirán.

Porque cada vez que alguien dice “ya fue”, ellos sacan una nueva edición con prólogo inesperado. Lo escriben en hebreo, en yiddish, en inglés, en español… o en el corazón de quien se atreve a leer sin prejuicios.

Y sí. Quisieron borrarlos. Pero olvidaron que el papel también resiste. No cualquier papel, ¡ojo! El judío es papel con actitud. Sobrevive a incendios, inquisiciones, pogromos y hasta a los que quisieran borrarlo porque no les conviene recordar.

Les quemaron libros como si fueran fuegos artificiales de ignorancia. Pero el pueblo judío ya sabía que la memoria no vive en bibliotecas, sino en cerebros con buena retención y chistes que atraviesan los siglos.

Improvisaron sinagogas en cocinas, salas de espera y carnicerías kosher donde el rabino usaba el mostrador como púlpito y el tofu como metáfora de la paciencia divina.

Ese papel contenía Talmudes, recetas de la abuela, cartas sin destinatario, y chistes que hicieron llorar a los verdugos por pura confusión teológica. Papel que, como dijo alguien, no se quema… se multiplica.

Dios le dictó a Moisés los diez mandamientos. Y Moisés, que no era taquígrafo ni cargador profesional, los escribió en piedra y bajó del cerro con ese peso ancestral, literal y simbólico. Entre el polvo, el sol y las dudas existenciales, le dio un ataque de caspa emocional y cuestionó el plan divino. Entonces Dios, con ese tono de padre cansado, decidió que Moisés no entraría en la tierra prometida—como quien castiga quitando el postre. Pero el liderazgo no se fue lejos: el nuevo guía fue su hermano, porque en los asuntos sagrados, como en los chismes, todo quedaba en familia.

Ah, y en cuanto a Jesús, vamos… era judío. No lo sabemos por documentos históricos. Lo sabemos porque sólo una madre judía puede estar convencida de que su hijo es Dios.

No… No se van a extinguir.

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