[Col}> Prometer no cuesta, cocinar sí / Soledad Morillo Belloso

07-08-2025

Soledad Morillo Belloso

Prometer no cuesta, cocinar sí

¿Política o Economía? En Venezuela, esa pregunta no se lanza como quien busca respuestas, sino como quien tantea el terreno antes de meter el pie en el charco. Se dice bajito, preguntando por el precio del queso a sabiendas de que va a salir con mortadela. “¿Política o Economía?” Aquí, ambas se mezclan como el ají dulce y el cilantro: uno da sabor, el otro especia, pero juntos hacen que el caldo tenga sentido…

La promesa y la cuenta

La política promete como vendedor de empanadas en la madrugada: con entusiasmo, con voz alta, con relleno incierto. La economía responde como la doñita que cuenta los billetes arrugados antes de entrar al mercado: sin palabras, con resignación, con la matemática del estómago. Una habla de futuro, la otra del desayuno —o de la arepa sin relleno, que ya se volvió  tradición.

Falsos dilemas y gallinas flacas

En realidad, es un falso dilema, ese truco retórico que te pone a escoger entre dos cosas que, en la práctica, vienen juntas. Te dicen “¿Política o Economía?” Es como que te pregunten si prefieres el calor o los zancudos, cuando ya estás sudando y rascándote al mismo tiempo.

El falso dilema es el “arte” de reducir la complejidad a una pelea de gallos entre dos gallinas flacas. En el barrio, el falso dilema se reconoce rápido: es ese momento en que te ofrecen elegir entre dos promesas que no se cumplen, como si el problema fuera de fe y no de nevera vacía.

Mecates, hamacas y caraotas invisibles

Política y economía no se pueden separar. Son como los dos extremos del mecate que sostiene la hamaca: si uno se rompe, el otro no sirve para colgar. Políticos y economistas se pelean por el mismo plato de arroz con caraotas, aunque a veces ni el arroz ni las caraotas aparecen. En los barrios, la política se discute con pasión, entre dominó y cafecito, pero la economía no es un ente abstracto; se vive con el silencio de la nevera vacía y el eco de la bombona que no llega.

Billetes, horóscopos y barquitos de papel

El billete venezolano se volvió papel de envolver ilusiones. Sirve para limpiar lágrimas, para abanicarse en la cola, para hacer barquitos que no navegan ni en charco. Y cuando el dólar sube, no lo hace sólo en los mercados: sube en los chistes, en los regaños, en los sueños que ya no se sueñan en bolívares. El tipo de cambio es como el horóscopo: todos lo consultan, nadie lo entiende, y siempre hay uno que dice “eso va a bajar, tú verás”.

Sabiduría de abasto y promesas domingueras

Los economistas dibujan curvas y proyecciones en 3D, pero la señora en el abasto lo resume con sabiduría ancestral: “Eso está carísimo, mijo”. La política se viste de promesa dominguera, la economía de saldo insuficiente. Una habla en programas de televisión que nadie ve, la otra en la cola del cajero, donde los minutos pesan más que los billetes y el sol te tuesta como tajada.

La tormenta y el humor como salvavidas

¿Y entonces? ¿Política o Economía? Tal vez la pregunta esté mal planteada. Es como elegir entre el trueno y el relámpago, cuando lo  que importa es la tormenta. Y en medio de ella, el venezolano sigue navegando, con rabia, con esperanza, con humor. Porque aquí, hasta la inflación tiene sentido del humor. Se disfraza de oferta, se cuela en los chistes, se convierte en personaje de telenovela que aparece en todos los capítulos, pero nunca muere.

La cocina como resistencia

La economía, piensa Casilda, es la nevera vacía, pero también el ingenio para llenarla con lo que haya: un mango del patio, un huevo prestado, un milagro improvisado. La política, agrega Casilda, es el discurso que promete llenarla, aunque a veces ni sabe dónde está la cocina. Y sin embargo, seguimos. En este país, la supervivencia es un arte. Aquí se cocina lo que haya, se ríe con ganas, y se vive con la certeza de que mañana siempre llega… aunque sea en burro.

Coreografía nacional

“¿Política o Economía?” no es una pregunta, es una coreografía. Un baile entre lo que se dice y lo que se vive. Entre el decreto y el trueque. Entre el plan anual y el plátano que se paga con un huevo. Y en esa danza, el venezolano improvisa, reinventa, y a veces, hasta se ríe. Porque si no se ríe, se oxida. Y aquí, hasta el óxido tiene sabor a resistencia con un toque de sarcasmo.

¿Y si se escuchara al estómago?

Sería bueno que los economistas aprendieran de política y los políticos, de economía. Tal vez así dejarían de hablar en idiomas distintos y empezarían a entender que el país no se gobierna con cifras ni con promesas, sino con la capacidad de escuchar el estómago ciudadano. Porque al final, entre la teoría y la arepa, siempre gana la arepa.

Hablando en serio

¿Y si los políticos aprendieran de economía y los economistas de política?  Hablando en serio  —y sin renunciar al derecho soberano a la ironía que nos salva del tedio— esa pregunta es más que pertinente: es urgente.

Si los políticos aprendieran de economía, tal vez dejarían de ver el presupuesto como una piñata electoral y empezarían a entender que detrás de cada cifra hay una vida, una arepa, una decisión cotidiana. Sabrían que imprimir dinero no es magia, que el subsidio sin producción es como echarle agua a la sopa sin meterle más verduras y proteínas, y que la inflación y la recesión no se combaten con decretos, sino con confianza, con inversión y reglas claras.

Y si los economistas aprendieran de política, quizás dejarían de hablar como si el país fuera una hoja de Excel. Entenderían que las decisiones económicas no se toman en laboratorios, sino en contextos humanos, sociales, históricos. Que no basta con saber qué hacer, sino cómo hacerlo, cuándo, y con quién. Que la gobernabilidad no es un “dato”, sino una atmósfera. Y que el pueblo no es una “variable”: es el protagonista.

En el fondo, política y economía son dos formas de administrar un país. Una sin la otra es como querer sembrar sin tierra o cosechar sin sol. Y cuando se ignoran mutuamente, el resultado es lo que ya conocemos: promesas que no se cocinan, cifras que no alimentan, discursos que no calientan la olla.

La economía venezolana es un rompecabezas al que le faltan piezas, y las que quedan están mojadas, dobladas y algunas hasta quemadas. Lo que alguna vez fue un país con músculo petrolero y vitrinas llenas, hoy se mueve entre la informalidad, el trueque y la supervivencia creativa. La inflación galopa como si no tuviera riendas, el salario mínimo es más simbólico que funcional, y el bolívar se ha vuelto un fantasma que aparece en los billetes.

El aparato productivo está desmantelado, la industria nacional se convirtió en nostalgia, y el mercado se rige por un dólar que sube como el sol: todos lo ven, nadie lo controla. Es un desastre con nombre propio, pero con consecuencias que se sienten en el estómago, en la nevera vacía, y en la mirada de quien calcula si hoy se come o se espera a mañana.

Hacen falta Rómulo, Teodoro, Cabrujas y Antonio Cova. Pero dejaron obra escrita. Digo, por si quieren leer…

 

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