04-06-2025
Siempre espero que sea martes
Las semanas se despliegan como interminable retahíla de intentos fallidos, de promesas que no terminan de cumplirse, de sueños que bordean la realidad sin atreverse a tocarla.
Los lunes cargan con el peso de los comienzos forzados, arrastran la urgencia del comienzo, el ímpetu de lo nuevo con la fatiga de lo viejo. Son una puerta que se abre demasiado rápido, sin preguntar si quien cruza está listo para hacerlo. Los miércoles se disuelven en la prisa por llegar al viernes. Los viernes son la promesa ilusoria de descanso, la víspera de una felicidad que a menudo se disuelve antes de haber sido tocada. Los domingos llevan la nostalgia de lo que ya pasó. Son la cuerda floja entre la esperanza y el agotamiento, el instante en que todo avanza sin preguntar si vale la pena. Y de los jueves, mejor ni hablar. Son tontos y torpes.
El martes no es el inicio ni el desenlace, sino la pausa entre lo que fue y lo que será. Es un paréntesis, un instante sin agobio en el que todo parece posible. Una tregua silenciosa, donde el peso del ayer aún no reclama su deuda y el futuro no ha revelado su saldo. No tiene la impaciencia de un inicio ni la resignación de un final. Es un espacio donde los pensamientos se despliegan como velas en un mar calmo, donde las decisiones aún no han sido tomadas y los errores aún no han cobrado su precio.
Espero cada martes como quien aguarda el primer soplo de aire luego de una larga inmersión. Como quien observa la línea difusa entre el sueño y la vigilia, preguntándose si lo que viene será luz o sombra. El martes es el punto en que el tiempo se detiene, donde la posibilidad todavía respira. Cada martes es como si fuera una oportunidad nueva, como si de repente el mundo se alineara para regalarme un respiro, una certeza, una pequeña victoria. No es que los martes sean perfectos, sino que en ellos encuentro el espacio para imaginar que todo puede cambiar. Porque si el lunes es una cuesta empinada y el viernes una despedida anticipada, entonces el martes es esa fracción de tiempo en la que la esperanza no es ingenua, sino necesaria.
Siempre espero que sea martes, porque en ese día suspendido todo puede ser imaginado, todo puede ser recreado. No es la certeza lo que lo hace especial, sino la ausencia de ella: el martes es la fracción de la semana en que el destino aún no ha decidido cuál será su rostro. Es el instante en que la ciudad respira despacio, donde las esquinas no tienen prisa y los relojes parecen olvidar su tarea implacable de contar los minutos. Es el día en que los sueños aún no han sido censurados por la rutina, cuando el aire conserva la vibración de lo posible y las promesas hechas en la madrugada no parecen tan absurdas. El martes no exige decisiones ni despedidas, simplemente deja que la vida se despliegue sin urgencia, como si el tiempo tuviera la cortesía de darnos un respiro.
Siempre espero que sea martes. Porque es el umbral entre lo que se anhela y lo que se enfrenta, entre el deseo y la realidad. En ese espacio suspendido, todo puede cambiar, todo puede florecer. Y mientras los días pasan como trenes veloces, el martes se queda un poco más, dejando en su pausa la ilusión de que, aunque sea por un momento, el mundo está en equilibrio. Y allí, creo, habita la esperanza.
