Había una vez, en un pueblo, dos hombres que se llamaban Joaquín González. Uno era sacerdote y el otro era taxista. Quiere el destino que los dos mueran el mismo día, y llegan al cielo donde los espera San Pedro.
—¿Tu nombre?—, pregunta San Pedro al primero.
—Joaquín González.
—¿El sacerdote?
—No, no, el taxista.
San Pedro consulta su planilla y dice:
—Bueno, te has ganado el paraíso. Te corresponden estas túnicas con hilos de oro y esta vara de platino con incrustaciones de rubíes. Puedes ingresar.
—Gracias, gracias, dice el taxista.
Pasan dos o tres personas más, hasta que le toca el turno al otro.
—¿Tu nombre?
—Joaquín González.
—¿El sacerdote?
—Sí.
—Muy bien, hijo mío. Te has ganado el paraíso. Te corresponde esta bata de lino y esta vara de roble con incrustaciones de granito.
El sacerdote dice:
—Perdón, no es por desmerecer, pero, ¡debe haber un error! ¡Yo soy Joaquín González, el sacerdote!
—Sí, hijo mío, te has ganado el paraíso, te corresponde la bata de lino.
—¡No, no puede ser! Yo conozco al otro Joaquín, era un taxista, vivía en mi pueblo, ¡era un desastre como taxista! Se subía a las aceras, chocaba todos los días, una vez se estrelló contra una casa, ¡manejaba muy mal! Tiraba los postes del alumbrado, y se llevaba todo por delante. En cambio, yo me pasé setenta y cinco años de mi vida predicando todos los domingos en la parroquia. ¿Cómo puede ser que a él le den la túnica con hilos de oro y la vara de platino. y a mí esto? ¡Debe haber un error!
—No, no es ningún error —dice San Pedro—. Lo que pasa es que aquí, en el Cielo, nosotros nos hemos acostumbrado a hacer evaluaciones como las que hacen ustedes en la vida terrenal.
—¿Cómo? No entiendo.
—Claro, hijo, ahora evaluamos en base a resultados. Mira, te voy a explicar tu caso y lo entenderás enseguida: Durante los últimos veinticinco años, cada vez que tú predicabas la gente dormía; pero cada vez que él manejaba, la gente rezaba…. ¡¡Resultados!! ¡¡Resultados!! ¿Entiendes ahora?
