10/12/2015
Ander Izagirre
Tadeo Casañas, el ordeñador de nubes que salvó a la gente de El Hierro
Cuatro días antes de cumplir los 97 años, don Tadeo Casañas recuerda la noche en que salvó de la sed a los habitantes de El Hierro.
Sentado en el sofá de su casa, pide perdón porque confunde las historias, se le quedan a la mitad, vuelve una y otra vez a los muertos, la cantidad de muertos que vio tirados en la Batalla del Ebro, vuelve a la trinchera en la que durmió acurrucado con un compañero que a la luz del día resultó ser otro muerto más, vuelve a la novia que tuvo entonces en Sant Sadurní d’Anoia, en cuya casa se alojaba a veces.
—Ella se acostaba con su madre y amanecía conmigo—, cuenta tres veces, y se ríe las tres.
Pide perdón porque confunde las historias, pero hay algunas que narra de corrido. Las que resisten en la memoria, a los 97 años, cuando todas las demás se han desintegrado: las historias de la guerra, las historias del amor, y las historias de la sed.
En 1948 no llovió ni una gota. Los pozos de la isla de El Hierro se secaron, las tierras se agrietaron, los frutales se marchitaron, las vacas y las ovejas se morían. Los humanos no morían, porque un barco cisterna traía agua desde Tenerife, y un camión repartía las cubas casa por casa, pero muchas familias se arruinaron. La sequía empujó la gran emigración clandestina a Venezuela: 12.000 canarios se apretaron en 94 veleros para cruzar el Atlántico entre 1948 y 1950.
—Yo tenía una escopeta, bastante mala, pero escopeta—, dice don Tadeo que, cuando no habla, se queda encogido en el sofá con los ojos casi cerrados, con el cansancio de un siglo. Cuando habla, se apoya sobre las manos, se incorpora, abre los ojos como un búho—. Subía a las tierras que tenían mis suegros, en la parte alta de la isla, a ver si cazaba alguna paloma. Solíamos tener ovejas allí, pero aquel año se nos morían. Me construí una caseta y subía a dormir, para salir a cazar con el amanecer. A la caseta le hice el techo con ramas de brezos. Una noche me desperté porque estaba goteando dentro de la caseta. Era la niebla, que se condensaba en los brezos y goteaba.
Don Tadeo tuvo una idea. Cortó varias piteras —las hojas largas, duras y acanaladas del agave— y montó un acueducto rústico desde el techo de brezos hasta un aljibe en el que solían recoger lluvia y que estaba seco desde hacía meses. En pocas horas se llenó con el goteo de la niebla.
—Les dije a mis vecinos que les llevaría agua hasta sus casas si me dejaban unas planchas de zinc, las que usaban como techo de las cuadras.
Montó las planchas para recoger más agua de los brezos, instaló una tubería que le cedió el Ayuntamiento y consiguió un chorro que bajaba desde la montaña hasta el pueblecito de Tiñor: daba 14 litros por minuto. En plena sequía, don Tadeo ordeñó la niebla y salvó a sus vecinos.
Don Tadeo insiste en que no inventó nada. Él simplemente observaba nubes y leía libros.
—A mí me llaman “El sabio de El Hierro” y yo lo que soy es un ignorante muy grande. Ahora me estoy muriendo, pero molesto a la gente con preguntas porque quiero saber un poco más. Casi no fui a la escuela, sólo aprendí a leer y las cuatro reglas, pero leía mucho. Sobre todo El Quijote y los libros de Historia. Yo sabía que los bimbaches sacaban agua de la niebla.
Lo contaron los primeros conquistadores europeos, los normandos Bethencourt y La Salle, y muchos se lo tomaron a chufla. A principios del siglo XV explicaron que en la isla de Ezero, hoy El Hierro, los aborígenes bimbaches tenían «un árbol sobre el cual todas las tardes se sienta una nube blanca, que destila agua por las hojas abajo, de la cual beben los vecinos y todos sus ganados».
Las crónicas castellanas, cien años después, repitieron la historia de la isla «seca y estéril» a la que Dios había provisto con un «árbol milagroso» que daba agua. Los nativos lo llamaban garoé y excavaban estanques en su base para acumular el líquido. Pero El Hierro era la isla más occidental, el fin del mundo conocido, un territorio casi mitológico. Y la historia del árbol milagroso sonaba como tantos relatos de los mundos recién descubiertos: pura invención, para autores racionalistas como Feijóo.
No era magia, no era leyenda; es física, sencilla y hermosa: los vientos alisios chocan con la cara norte de El Hierro, el aire húmedo sube por la ladera y se va condensando un mar de nubes. El árbol garoé crece en un emplazamiento perfecto: a mil metros de altitud, en la parte más alta del barranco de Tigulate, una hendidura por la que sube la niebla desde la costa hasta la montaña. Es un tilo de tronco esbelto que se abre en una copa amplia y ramificada: ideal para atrapar el vapor, que se condensa en las ramas y empieza a gotear.
El árbol está siempre empapado, rebozado de musgo, sobre una tierra húmeda, blanda, olorosa. Y en su base se ven las albercas excavadas por los bimbaches, depósitos de tres y cuatro metros de profundidad, donde se acumulaba, y donde se sigue acumulando, el agua del árbol milagroso.
Un ventarrón derribó en 1610 el garoé legendario. El tilo actual lo plantaron en el mismo sitio en 1949, poco después del experimento de don Tadeo con los brezos. Y hubo otros atrapanieblas en los años posteriores, que observaban las brumas, elegían los árboles adecuados y excavaban depósitos debajo de ellos, como cuenta el ingeniero Isidoro Sánchez.
Habla de la sabina del pastor Juan Bartolo, que obtenía agua abundante para sus rebaños, o la sabina del guarda Zósimo Hernández, que recogía miles de litros en dos depósitos, para dar de beber a los cientos de romeros que cada cuatro años cruzan la isla bailando y portando a hombros la imagen de la Virgen de los Reyes.
Los herreños dependían del ingenio de un pastor o de un guarda, para no pasar sed. Y no tenía por qué ser así. La sed era una consecuencia política, consecuencia de una cierta organización social, según el geógrafo Carlos Santiago Martín.
En las zonas medias y altas de El Hierro llueve tanto como en Pamplona, Burgos o Huesca. Pero la isla es muy joven: un montón de rocas volcánicas que acaban de emerger, un terreno que aún no se ha compactado, y las aguas se escurren por las grietas hacia el subsuelo. No hay ríos, no hay lagos, pero bastaban unos pozos para extraer agua abundante de los acuíferos.
Martín explica que los grandes propietarios de tierras de El Hierro nunca quisieron invertir en tecnologías hidráulicas y que frenaron cualquier amago de obra pública. Con los pozos escasos que ellos controlaban, les bastaba para mantener su ganado y sus cultivos, incluso vendían agua a los campesinos.
«La posesión de agua es una extraordinaria herramienta de poder», escribe Martín. En la década de 1970, cuando algunos propietarios quisieron ampliar la producción de plátanos para exportarlos, se perforaron los primeros grandes pozos. Hasta entonces, los herreños se las apañaban con métodos rudimentarios: acumulaban agua en los huecos de los troncos, en pequeños estanques en el monte, en los patios de las casas. Y cuando llegaba un año seco, ¡ay!.
—Teníamos que bajar con una garrafa hasta la fuente de Timijiraque, que está en la orilla del mar, llenarla y vuelta—, dice una anciana en Casa Goyo, el bar que está cerca de la casa de don Tadeo, a mil metros de altitud sobre el mar, a mil metros sobre la fuente.
Medio siglo después, Ricardo Gil es capaz de ordeñarle miles de litros diarios a la niebla con un invento sencillo, y también se lamenta de la falta de apoyo para desarrollarlo. Gil nació en Venezuela hace 54 años, hijo de una de aquellas parejas canarias que precisamente emigraron por las sequías, la pobreza y la falta de oportunidades, y ahora vive y tiene ideas en Tenerife.
Muy cerca del árbol garoé, en la cumbre de Ventejís, se levantan seis rectángulos verdes como seis fichas de dominó, de cuatro metros de altura. Son los captadores de niebla inventados por Gil: estructuras de aluminio envueltas en una red mosquitera. Se inspiró en las redes atrapanieblas que tendían los chilenos en el desierto, y desarrolló este modelo tridimensional que resiste vientos más fuertes.
—Cuanto más veloz pasa la niebla, más gotas deja en las mallas. Antes había que plegar los captadores en cuanto soplaba un poco fuerte, pero nuestro modelo soporta vientos de alerta naranja, hasta 70 km/h. Y gracias a eso hemos pasado de recoger una máxima de 140 litros diarios con un captador, a recoger 1.350.
Recogen el agua de niebla en las Canarias, pero Gil dice que sería fácil instalar «huertos hídricos» en muchos otros lugares.
—Llegamos a recoger 35.000 litros de agua potable en un día, en una superficie de apenas 350 metros cuadrados. Eso se podría multiplicar mucho. Y es una tecnología sencilla y baratísima, que no consume ninguna energía, no produce residuos, no agota los recursos hídricos. Tiene un potencial enorme. Pero necesitamos estudios, un mapa de nieblas, necesitamos financiación para fabricar más captadores y permisos para instalarlos… Tenemos un recurso muy abundante, sabemos obtenerlo de manera sencilla, solo falta que nos hagan caso.
—Yo no inventé nada—, dice don Tadeo, incorporado en su sofá, agarrándose al andador—. Se gastan millones para llevar agua de un sitio a otro, y en las cumbres se está perdiendo toda esa agua de niebla que podría bajar sola. En la montaña la niebla viene rabiando. Hasta las pestañas producen agua, cuando la bruma choca con ellas. Sólo hay que recogerla.
Cortesía de Manuel Fernández