[*FP}– España. Obtención del permiso de conducir, ahora y hace 21 años

12-10-2015

Carlos M. Padrón

Revisando la prensa digital española encontré el artículo Los examinadores de Tráfico, acorralados por las «palizas» de los suspensos en el que, entre otras cosas, se dice que los examinadores «interrumpen los exámenes como protesta ante el aumento de agresiones por parte de algunos alumnos descontentos con su evaluación». «La normativa [por la que se rigen los examinadores], que antes permitía al examinador informar de la nota a los profesores de autoescuela, obliga a explicar al candidato los errores que ha cometido».

Al leer ese artículo me vino a la mente que hace 21 años, cuando yo vivía en Madrid y trabajaba en IBM de España, escribí y envié a mis compañeros en IBM de Venezuela el relato de la odisea que sufrí, entre 1993 y 1994, para obtener en España el permiso de conducir.

Busqué ese relato, lo encontré, y, aunque lo envié entonces en tres capítulos y un epílogo, aquí lo reproduzco en una sola entrega que muestra que, por lo visto, para la DGT (Dirección general de Tráfico de España) los tiempos han cambiado, y si ahora los examinadores están acorralados, sería bueno que recordaran que sus antecesores de hace 21 años causaron estragos a placer, con arrogancia y recochineo, entre aquéllos a quienes examinaban.

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Para manejar en España

Capítulo I (21-10-1994)

 

Creo que está claro que en este mundo de hoy, sea por motivos laborales o sociales, hay que tener un vehículo para movilizarse, razón por la cual compré un carro (coche) apenas llegar a España y me di a la tarea de obtener el correspondiente permiso de conducir (nombre que aquí se da a lo que en Venezuela llamamos «licencia»), pues con la licencia venezolana sólo podía conducir seis meses, y con la internacional un año, aunque, a la hora de la verdad y según la Ley, ninguna de las dos me serviría porque el nacional de un país sólo puede manejar en ese país con la licencia o permiso de su nacionalidad.

Por aquello de que es bueno escarmentar en cabeza ajena, y habiendo oído cómo es aquí la burocracia, desde abril de 1993, cuando vine al look & see, hice averiguaciones sobre la mejor forma de obtener ese permiso.

Me dijeron que existía la figura del canje, y que Venezuela estaba entre los países con los cuales España aceptaba canje de permisos. Me dieron la lista de los recaudos necesarios, y me aconsejaron que, dado que yo tenía residencia en Canarias y la obtención del permiso hay qua tramitarla donde se tenga la residencia, era mejor que me aprovechara de eso y tratara de hacer en Canarias las gestiones de canje, pues para la DGT en Canarias es común el canje de permisos venezolanos, mientras que en Madrid es asunto raro.

Si yo presentaba todos los recaudos y en regla, dijeron mis amables consejeros, la DGT me enviaría por correo mi permiso español, como se lo habían enviado en su momento a varios conocidos míos. En fin, un trámite muy simple y rápido.

Seguí el consejo, y a finales de julio de 1993 inicié el proceso a través de una gestoría especializada, como es de rigor, a la cual, el 26-07 mandé desde Madrid todos los recaudos, los traídos desde Venezuela, como la certificación de la autenticidad de mi licencia venezolana, más los obtenidos aquí en Madrid, como el certificado médico, que cuesta 3.500 pesetas ($27) y sólo tiene 90 días de validez.

Pero en verano este país casi que se cierra por vacaciones, por lo que creo que mi expediente de solicitud de canje comenzó a moverse a partir de septiembre.

En noviembre me llegó, con fecha de septiembre, un oficio de la DGT de Tenerife en el que se me decía que tenía que presentar un documento que demostrara que yo había residido en Venezuela por lo menos durante los seis meses anteriores a la fecha de expedición de mi licencia venezolana, o durante un periodo de seis meses dentro del cual cayera la fecha de expedición de esa licencia, pues los sellos consulares estampados en mi pasaporte no eran prueba aceptable.

Les solicité más información al respecto y les pedí que me devolvieran mi licencia venezolana (que aparte de necesitarla para manejar en Venezuela podría servir para sacarme de un apuro en España mientras yo no tuviera el permiso español), pero me dijeron que sólo me sería devuelta cuando, bien o mal, terminara el proceso de mi expediente, no antes.

Consulté con Venezuela y encontré que sólo un Certificado de Residencia podría servir para probar lo que la DGT quería, así que pedí favores a unos y a otros, y, una vez que me consiguieron el 11/11/1993 ese certificado, lo mandé a legalizar al Ministerio de Justicia, al de Relaciones Exteriores, y al Consulado de España, todo lo cual costó unos 10.000 bolívares ($96).

Cuando llegó por fin a mis manos en Madrid parecía, por la cantidad de sellos y firmas, el Testamento de la Corona. Feliz de haberlo conseguido, saqué un nuevo certificado médico, pues el anterior había caducado, y, a comienzos de enero de 1994 envié ambos documentos a Canarias.

Pero en mayo de 1994 —todas las fechas de aquí en adelante corresponden a este año— la DGT de Tenerife me comunicó que ese Certificado de Residencia, a pesar de su imponente apariencia, no servía porque no indicaba explícitamente que yo residí en Venezuela en un periodo de seis meses dentro del cual cayera la fecha de expedición de mi licencia.

Argumenté que pretender que un certificado de residencia dijera textualmente tal cosa era como pretender que mi partida de nacimiento dijera algo así como que el día en que nací «brillaba un sol radiante y los pájaros cantaban felices en el bosque», pues el texto de ambos documentos es fijo.

Pero la DGT contestó que eso era asunto mío (¡cómo se me ocurría poner a pensar a un funcionario público, o, peor aún, a que buscara solución a un problema planteado por su administración!), y me recordó, de paso, que ya necesitaba otro certificado médico porque el enviado en enero había caducado. Al fin y al cabo, los dioses de la administración pública estaban siendo bastante tolerantes conmigo.

El 24/05, viéndome acorralado porque en junio expiraba el plazo legal de un año que, por vía de excepción, podría tal vez permitirme conducir en España con un permiso internacional, mandé un fax al cónsul de España en Caracas planteándole mi situación, informándole que la DGT de España no aceptaba la validez de los sellos de baja consular que el consulado haba estampado en mi pasaporte cuando me vine para España, y solicitando su ayuda.

Para mi sorpresa, el cónsul me contestó al día siguiente mediante un fax en que explicaba la aparente incongruencia entre los sellos y las fechas en mi pasaporte, y que terminaba con un párrafo en el que certificaba que yo habla residido en Venezuela desde tal fecha a cual fecha.

Como quien, en un acto de supremo altruismo, perdona la vida a un criminal, la DGT de Tenerife me dijo que aceptaba como bueno ese fax del cónsul (pienso que de no haberlo aceptado podrían haberse metido en un lío), pero que, para poder seguir procesando mi expediente, necesitaban de mí un certificado médico expedido en la provincia de Tenerife, pues los expedidos en Madrid no servían.

Si eso es lo que marca la Ley, bien pudieron decírmelo desde el principio y me habrían evitado gastar las 7.000 pesetas ($54) de los dos certificados que hasta ese momento había sacado yo en Madrid. Pero, claro, eso habría requerido de su parte analizar y manejar más de una objeción a la vez, y, ¡por Dios, hombre, no se puede pre­tender tanto!

Viendo ya luz al final del túnel, me fui a Canarias en junio de 1994 e hice dos horas de espera en un consultorio especial de un pueblo vecino a El Paso, mi pueblo natal, para sacar un nuevo certificado médico.

Pasé la prueba física y la psicotécnica (que es la más difícil), pero cuando estaba en la de visión me dijo el oftalmólogo que yo tenía problemas, lo cual no me extrañó porque, en comparación con las que había visto en Madrid, su instalación de pruebas parecía diseñada para que nadie viera nada.

Como por allá todo el mundo se conoce mal que bien, desempolvé algo de historia con aquel señor y conseguí que me diera como apto. Luego supe que rechazaba en promedio al 70% de las personas que por allí pasaban, pues es el único oftalmólogo del lugar, y, además de trabajar para la DGT, tiene también su consultorio particular. ¡Un negocio redondo!

Creyendo que al fin había terminado (iluso yo), entregué a la DGT de Tenerife mi certificado médico local, y por poco me da un infarto cuando me dijeron que tenía que presentar un examen de manejo, bien teórico o bien práctico.

Me resultó claro que estaba pasando algo anormal, así que me puse a hacer averiguaciones y supe que el director de la DGT de Tenerife tenía una particular arrechera (cabreo) personal contra de los venezolanos, pues descubrió que, abusando de la legislación de canje de permisos, muchos lugareños que nunca se habían sentado tras un volante pero que tenían parientes en Venezuela, compraron a través de éstos una licencia venezolana y la usaron para obtener, por canje y vía correo, el permiso español.

Al descubrirse el fraude, la DGT se fue al otro extremo, y, en particular la de Tenerife, decidió poner cualquier cantidad de trabas a los canjes de licencias venezolanas. Y esto había ocurrido mientras se procesaba mi expediente (por supuesto, no pudo ocurrir después), periodo durante el cual, y por el motivo indicado, cambiaron la Ley y ahora no había canjes por correo sino contra aprobación de examen.

Capítulo II (26-10-1994)

La probabilidad de infarto aumentó cuando me explicaron cómo operaba lo de la presentación del examen, y qué podía yo esperar. Y mi fuente de información era muy confiable, pues a través de parientes pude llegar hasta un funcionario de la DGT quien, a título personal y con carácter confidencial, me echó el cuento completo, que puede resumirse así:

  • Yo debería escoger examen práctico, pues el teórico está lleno de trampas y nadie lo pasa antes de varios intentos.
  • Para presentar examen práctico tenía que inscribirme en una autoescuela y tomar varias clases, pues sólo así sabría yo, e incorporaría a mi rutina de manejo, lo que los examinadores querían o no querían ver.
  • Luego tendría que esperar a que la DGT le aceptara a la autoescuela un examen para canje, lo cual sería sólo en uno de los contados y prefijados días de cada mes en que cada autoescuela tiene cupo para presentación de exámenes.
  • Pero, precisamente por ser yo veterano manejando, y precisamente por ser venezolana la licencia que quería canjear, me rasparían (reprobarían) inexorablemente en el primer examen, y la presentación del segundo y último (pues si no pasaba el segundo tendría que iniciar desde cero, como cualquier principiante, el proceso de obtención del permiso), sería en la fecha que la DGT fijara, no en la que yo quisiera.
  • Además, era muy conveniente que yo supiera que al manejar sin permiso me exponía a una multa de por lo menos 50.000 pesetas (unos $380), y en caso de accidente no me serviría de nada el costoso seguro de responsabilidad civil de amplia cober­tura, y el de autocasco a todo riesgo, que había comprado yo al comprar el carro (sin un seguro no podía sacarlo a la calle), porque la falta del permiso de conducir me descalificaba ante cua1quirr compañía de seguros.

Como no podía quedar sujeto a que la DGT me fijara una fecha, pues tal vez para esa fecha no podría yo ir a Canarias, ni a tener que pagar pasaje de ida y vuelta a Canarias cuando la DGT me convocara al segundo examen, pregunté si yo podía trasladar mi expediente a Madrid y continuar aquí el proceso.

Me dijeron que sí, y el 17/06 ordené traslado urgente e inmediato, pues mi licencia venezolana vencía el 23/07 y la DGT de Madrid no me aceptaría el expediente llegado de Tenerife si la licencia que yo pedía canjear estaba vencida. Tampoco me lo aceptaría si yo no tenía residencia oficial en Madrid.

De vuelta en Madrid me afilié al RACE (Real Automóvil Club de España), una institución que goza de prestigio porque fue fundada por la monarquía (de ahí su calificación de «Real») y sigue aún bajo sus auspicios. Es como la AAA de USA, y pensé que, ya que en eventuales casos de apuro el seguro no me ayudaría, tal vez el RACE podría serme de utilidad.

El 18/07 a las 08:30 (o sea, un mes después: ¡menos mal que había pedido traslado urgente e inmediato!) un courier me entregó en IBM-Madrid el sobre con mi expediente y con la baja de residencia en mi pueblo natal. Me moví en sólo taxis, y a las 13:30 de ese mismo día, en apenas cinco horas, había yo hecho en Madrid lo que no había logrado hacer en casi un año en Canarias, incluido el cambio de residencia, nuevo certificado médico, pago de los derechos de aceptación de expediente en la DGT de Madrid, etc.

Pero esa mañana estuve más cerca aún del infarto, pues el funcionario que en la DGT de Madrid me atendió, y que imperturbable escuchó la historia de lo ocurrido con mi caso, abrió el expediente y, después de estudiarlo, me devolvió uno tras otro, por INNECESARIOS, todos los recaudos (Certificado de Residencia, copias de pasaportes, fax al/del cónsul de España en Venezuela, etc.) que la DGT de Tenerife me había exigido y en cuya obtención había yo gastado dinero y, sobre todo, tiempo.

Me devolvió, además, la licencia venezolana, la misma que la DGT de Tenerife se había negado a devolverme. Y al final me entregó un formulario para presentación de examen, me aconsejó que optara por el práctico, y me dijo que con ese formulario tenía yo que ir a una autoescuela e inscribirme para poder presentar examen a través de esa autoescuela, y que al examen tenía yo que llevar ese formulario.

Si al final del examen me lo devolvían, era porque me habían raspado; si no me lo devolvían, era porque había aprobado, y, en ese caso, tendría mi permiso después de 10 días hábiles contados a partir de la fecha del examen aprobado.

Como el 31/07 tenía yo que salir en viaje de trabajo a América Latina, me di a la tarea de buscar una autoescuela que tuviera cupo de presentación de exámenes para antes del 31. La del RACE no tenía; una perteneciente a una empresa con la que IBM-España trabaja, tampoco, pero ahí me dieron la dirección de otra que tenía cupo para el 28/07. Me inscribí en ésa y pagué clases y examen.

Durante la primera clase supe por qué hacía falta tomarlas aunque, como era mi caso, llevara uno 30 años manejando, pues, por ejemplo:

  • Hay que mantener ambas manos en el volante todo el tiempo, excepto para cambiar. Mi comentario de que por qué entonces no prohibían en España el que los carros tuvieran descansabrazos le cayó al instructor como patada allí donde más duele.
  • Al cambiar hay que hacer una pausa en neutro.
  • Si al arrancar en primera, por ejemplo, las condiciones son pro­picias para cambiar enseguida a segunda, no se puede, después de poner primera, dejar la mano en la palanca de cambios hasta poner la segunda: hay que llevarla al volante entre el cambio de primera a segunda.
  • Para detenerse por cola sólo debe pisarse el embrague en el último momento.
  • Aunque muchas señales de stop están unos tres metros antes de la intersección correspondiente y acompañadas de una raya, blanca, ancha y sólida, pintada en el piso a la altura de la señal, la imponente raya está de verdad «pintada» al estilo criollo, pues hay que hacer caso omiso de ella y seguir adelante hasta meter la nariz en la intersección de vías, de forma tal que pueda uno ver bien en ambas direcciones, detenerse entonces del todo, y seguir luego cuando no haya peligro.
  • No piden andar en retroceso, ni estacionar, ni arrancar en subida, ni nada relacionado con habilidades especiales. Lo que cuenta no es que uno sepa lo que hay que saber para manejar bien, sino que sepa lo que el examinador cree que uno debe saber.

El sábado 23/07 la clase fue en «el circuito», o sea, en las rutas por donde tendría lugar el examen real. Para eso fuimos hasta el Centro de Exámenes de la DGT, en las afueras de Madrid, y partiendo de allí rodamos por carreteras, autopistas y centros urbanos llenos de pasos de peatones, stops, redomas (rotondas), etc.

El 28/07 llegué al Centro de Exámenes a las 11:00 (el examen era a las 11:30) y no pude menos que quedarme pasmado ante el espectáculo dantesco que aquello ofrecía.

Tal vez porque era el último día de exámenes antes de las vacaciones de verano, había cientos de jóvenes, pero en actitudes que inspiraban desde lástima hasta miedo, pasando por la ira.

Muy pocos —no más de un 5% —, daban saltos, gritaban o se retorcían como epilépticos en el piso porque, después del enésimo intento, habían logrado pasar el examen final. Los restantes, o deambulaban cabizbajos y abatidos sin rumbo fijo, o maldecían a voz en grito proclamando a los cuatro vientos que era la cuarta o quinta vez que los reprobaban, o, sobre todo las jóvenes, lloraban abiertamente y, en algunos casos, caían desmayadas presas de ataques nerviosos (a una le oí decir que antes del examen había tornado seis tranquilizantes).

Creo que, como media, aquellos jóvenes se habían presentado ya a exámenes tres veces, sin éxito.

Entendí entonces lo que me habían dicho, y yo no había creído, qué la obtención en España de un permiso de conducir, empezando desde cero, puede llegar a costar unas Ptas. 250.000 pesetas ($1.900) y un calvario de varios meses. Creo que el trauma que esto causa es lo que explica que aquí los conductores hagan a diario todo lo que en el examen se les dijo que no debía hacerse, en especial aquello por lo que los rasparon una o varias veces.

Mi examen duró unos 20 minutos. Al final, y por medio del instructor, me devolvieron, sin explicación alguna (¡pues es claro que el examinador, como dios del Olimpo, no puede rebajarse a dar explicaciones a los despreciables mortales que él se digna examinar!), el formulario que me habían dado en la DGT.

Sobre ese formulario, el examinador, que tenía menos años de vida que los que yo llevo manejando, había hecho unas anotaciones casi ininteligibles, pero sí había escrito muy claramente las palabras «NO APTO», que significaban que yo no había aprobado el examen, y que, por tanto, sólo me quedaba una segunda oportunidad que tenía que ejercer dentro de los tres meses calendario siguientes a ese 28/07, o sea, antes del 28/10.

Entre el instructor y yo tratamos de descifrar lo que el examinador había escrito como causas para no aprobarme, pero sólo logramos entender que yo no había respetado un stop (lo cual no era cierto), y que había hecho doble embrague en la autopista (cierto), cosa que, según el instructor (y, por lo visto, también según el examinador), «sólo debe hacerse en camiones y autobuses». Definitivamente, ¡España es diferente!

Innecesario describir el calibre de arrechera que agarré, y que fue mi compañera durante el viaje que inicié el 31/07. Pero durante ese viaje, y gracias tal vez a la arrechera, preparé mi estrategia para el paso decisivo.

Capítulo III (28-10-1994)

Regresé a Madrid el 08/09, y en el proceso de liquidar el trabajo acumulado durante mi ausencia se me exasperó la alergia, y el 29/09 me tomó por asalto una gripe como no recuerdo haber tenido antes una tan fuerte. Tras la visita a tres galenos, ya que los síntomas y molestias eran cada vez peores, se me diagnosticó sinusitis y se me indicó el correspondiente tratamiento.

Pero aún bajo las molestias propias de tan incómoda dolencia, invoqué la inspiración de las musas y, con el más encendido verbo que ellas me dieron, escribí una carta al Director Nacional de Tráfico, cabeza de la DGT y máxima autoridad de Tráfico en España, describiendo como insólitos los pormenores de mi odisea personal para obtener el canje de permiso, señalando como anomalías de Tráfico las posiciones de intransigencia adoptadas por la DGT de Tenerife, y presentándome al final como un indefenso ciudadano que vivía víctima del más horrible estrés al tener que conducir sin el correspondiente permiso de la DGT, y que había sido objeto de discriminación y del despojo de un tiempo precioso que me había dejado sin un documento válido para reiniciar, en caso necesario, otro proceso, si es que también, de forma tan arbitraria como en el primero, me suspendían en el segundo examen que presentaría esta vez a través del RACE.

Todo lo que escribí era cierto, y todo lo documentable estaba documentado.

El 05/10 fui personalmente al correo y envié la carta, certificada y con acuse de recibo, y me dije que, si esto no funcionaba, entonces haría lo que algunos compañeros de IBM-Madrid me habían aconsejado: llevar mi caso a un tabloide que gusta de publicar abusos como los que conmigo se habían cometido.

Cuando me llegó de vuelta el acuse de recibo, con el sello oficial del despacho del director de la DGT, me fui a la autoescuela del RACE, me inscribí, pagué clases y examen, y de una vez reservé cupo para examinarme el 18/10, que no sólo era el primer día en que esa autoescuela tendría presentación de exámenes ante la DGT, sino, además, una fecha muy significativa para mí.

Tomé una clase práctica en la ciudad el 13/10, día también significativo para mí, y, al contar mi caso al instructor durante esa clase, éste, además de mostrarse más que sorprendido, me dio unos muy buenos consejos que yo debería poner en práctica durante el examen del 18/10 a las 11:30.

El 17/10, día antes del examen, a pesar de que me sentía mal tomé otras clases en el circuito, y, tal vez porque me sentía mal, perdí mi paraguas, pues lo dejé olvidado en el taxi que, de vuelta en Madrid al final de las clases, me trajo desde el RACE a IBM. «Mal augurio, Carlos. Estás de mala racha», pensé.

El martes 18/10, el “Día D», amanecí peor que nunca. Tenía algo de fiebre y los consiguientes escalofríos. Tomé un par de aspirinas y salí de IBM en mi carro a las 10:30 am para asegurarme de que, a pesar del tráfico, estarla en el Centro de Exámenes bastante antes de las 11:30.

Aunque ya, manejando yo, había ido tres veces a ese centro, no sé por qué, cómo ni dónde, equivoqué la ruta y me perdí. Y ese día pude comprobar, amargamente y en carne propia, cuán peligrosa es la inconsistencia de la señalización de tráfico en este país, y cuán malo es para dar direcciones el español medio.

El encargado de una estación de servicio (gasolinera) me mandó en dirección contraria. Cuatro de las personas a quienes pregunté dijeron no saber de la existencia de tal Centro. Otras tantas dijeron conocerlo pero no saber dónde estaba. Quise contratar un taxi para que, siguiéndolo yo, me llevara hasta el lugar, pero no conseguí ninguno disponible, etc. Y, entretanto, el reloj avanzaba inexorable.

Un policía me dijo que siguiera la ruta a Móstoles, y me indicó una señal ubicada a unos 50 metros que decía «Pinto y Móstoles», pero a la tercera bifurcación no apareció más la mención a Móstoles, sólo quedó la de Pinto, que en nada remediaba mi problema… y el tiempo se me acababa.

Recordé que cerca del Centro estaba el pueblo de Alcorcón, y empecé a preguntar cómo llegar hasta él, pero a las 11:30 en punto estaba yo en el medio de no sé dónde y sin encontrar a nadie que supiera decirme cómo llegar hasta Alcorcón, aunque todos dijeron saber que estaba cerca.

Más por sentido de orientación que por las pobres indicaciones recibidas o encontradas en la vía, fui acercándome poco a poco al área del circuito, y por fin me encontré con un carro de auto­escuela. El instructor que iba a bordo me dio instrucciones precisas, y a las 12:00 en punto, convencido de que ya no había nada que hacer, que había perdido tontamente mi segunda y última oportunidad, y temblando no sé si por la fiebre o por la angustia de pensar que ya no podría obtener el bendito permiso, entré en el estacionamiento del Centro de Exámenes.

En el área de espera estaba una muchacha que había tomado clases junto conmigo el día anterior, y me dijo que el instructor me había dejado recado de que lo esperara junto a una indicación cercana. Respiré con alivio: ¡había una esperanza!

Pasado 10 minutos llegó el instructor en su carro de la auto­escuela, en cuyo asiento trasero, muy serio, con aire de importancia y estirado, estaba el examinador. El instructor me pidió que le esperara en ese mismo sitio una media hora más, recogió a otros alumnos y se fueron a examinarles. «No todo está perdido», pensé esta vez.

Cuando regresaron eran las 12:30, y sólo quedaba yo. Me puse al volante, ajusté controles, etc., y el examinador, sentado detrás de mí junto al instructor, me dijo, después de ver mi documentación, que tuviera mucho cuidado porque ésa era mi última oportunidad. Le di las gracias, me declare listo (cochina mentira), y esperé instrucciones.

«Arranque y doble a la derecha en la próxima esquina». «Ahora a la izquierda». «Tome en dirección a Alcorcón»,…. Sólo él hablaba (lo que contrastaba con el examen anterior durante el cual el instructor y el examinador se lo pasaron hablando de sus vacaciones), y yo era todo concentración por temor a no llegar a entender algo, pues tenía los oídos obstruidos, la vista nublada, sudaba frío a pesar de la fiebre, y me dolía la cabeza.

A los 20 minutos estábamos de vuelta en el Centro. Me bajé y esperé fuera del carro. Ambos, instructor y examinador, quedaron dentro hablando, y vi cómo el examinador alargaba hacia el instructor su mano derecha en la que sostenía mi formulario. Temiendo lo peor, me volví para no ver más.

Miré de nuevo cuando oí que hablaban fuera del carro. Se estrecharon las manos, y el examinador, de camino a las oficinas, al pasar junto a mí se despidió con frialdad y sin mirarme, lo cual reforzó mis temores. Cuando hubo entrado al edificio de la DGT me acerqué al instructor, y éste me tendió la mano y me felicitó ¡POR HABER PASADO LA PRUEBA!

Me quedé de piedra. A pesar de todo, algo había salido bien. ¿Qué habría sido? Saque usted sus propias conclusiones.

La que yo saqué es que esperaré hasta comienzos de noviembre. Si entonces me dan el tan ansiado permiso, entonces, y sólo entonces, cantaré victoria.

Entre la sinusitis, y la angustia y confusión por todo lo ocurrido, salí de allí tan atontado que, de regreso a Madrid y para variar, me perdí de nuevo, pues en todo iba pensando menos en la vía. Pero esta vez me lo tomé con tranquilidad, encontré el camino por mis propios medios (que es aquí la mejor forma), y lo encontré tan pronto que llegué a IBM a tiempo para el almuerzo.

Pero, eso sí: temprano en la mañana del día siguiente hice algo que consideré un deber. Fuera de la autoescuela del RACE monté guardia hasta que llegó el que había sido mi instructor, y en agradecimiento por los buenos tips que me había dado y por haber arreglado la situación para que, a pesar de mi retraso en llegar, no perdiera yo la oportunidad de presentar examen, le regalé una botella de ron añejo Santa Teresa, obsequio muy apreciado por estos lares, y que el instructor, con cara de halago y asombro (pues por aquí no abundan tales gestos), se apresuró a guardar en la maleta de su carro.

Epílogo (28-10-1994)

¿Ya tienen sus conclusiones? A ver si cuadran con esto.

El viernes 28/10, cuando les mandé el capítulo III, al llegar a mi casa a las 19:30 encontré en el buzón una carta del director de la DGT fechada el 26/10.

El primer párrafo dice textualmente: «En contestación a su carta del pasado día 5, relatándome los hechos para el canje de permiso de conducción venezolano por el correspondiente español, le participo, una vez recabado informe de la Jefatura de Tráfico, que el pasado día 18 del mes actual ha superado usted favorablemente las pruebas para la expedición de su permiso español».

El resto (dos párrafos con un total de 16 líneas), es un puro guabineo, una salida por la tangente o un pajonal, como ustedes prefieran, que en nada aborda los planteamientos que hice en mi carta. Pero, en fin, la mejor respuesta, y la única que yo esperaba, es el permiso.

Así que, convencido de que si «3M» (que es como los de la DGT llaman a su director general, porque su nombre es Miguel María Muñoz) me escribió el 26/10 era porque mi asunto estaba listo. Me fui hoy, 31/10, a la DGT, ¡Y ME DIERON EL PERMISO! ¡¡EUREKA!!

Pero, ¡qué decepción! Yo esperaba un documento laminado, plastificado, con mi foto digitalizada y destinado a durar eternamente. En fin, algo de apariencia impresionante y acorde con los sufrimientos que me ha costado conseguirlo.

Pero el tan codiciado Permiso de Conducir Español es una vulgar cartulina doblada como un tríptico, en cuya parte interior está mi foto cosida sujeta con una grapa, mis datos personales (nombre, dirección, fecha de nacimiento, etc.), y las fechas de expedición y vencimiento.

Además, y como era de esperar, la cartulina, una vez doblada, no cabe en la cartera en que sí caben todos los demás documentos que uno debe llevar consigo (cédula de identidad o DNI, tarjetas de crédito, etc.).

En lo que sí gané es en que alguien, tal vez a título de «bonus», olvidó que en el permiso debió indicar, como lo dice el certificado médico, que yo para manejar tengo que usar lentes correctivos, y con ese olvido me evitó la necesidad de llevar un par de lentes convencionales, como repuesto de los de contacto, en la guantera del carro, según marca la Ley.

Pero, en fin, parece que este drama terminó, y si alguno/a de ustedes viene a Madrid podré pasearle con gusto en mi carro sin temor a que me paren los «moscas verdes», y celebraremos juntos la culminación de este trámite, «sencillo, simple, rápido y breve», que, iniciado el 26-07-93, «solamente» duró 1 año, 3 meses y 5 días.

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