[*FP}– Mi encuentro con las lentillas, o lentes de contacto

21-05-12

Carlos M. Padrón

Otro de los encuentros, éste memorable por el impacto que causó en mi vida, fue el que tuve con las lentillas —llamadas así en España— o con los lentes de contacto, como se les llama generalmente en el otro lado del charco.

Siguiendo con mi costumbre de aplicar la economía, usaré el término ‘lentillas’ porque es más corto.

Como ya conté aquí, desde la tierna edad de 10 años me pusieron lentes (gafas) porque un examen oftalmológico detectó que yo padecía de miopía y astigmatismo, lo cual, excepto por mi corta edad, no asombró mucho a nadie en la familia porque mi padre y dos de mis hermanos también usaban gafas, pero no desde edad tan temprana como yo.

Para la época, la situación económica de mi familia podría haber sido mejor, y por ello mi padre me advirtió de que si yo rompía las gafas no habría dinero para comprarme otras, así que dejé de jugar fútbol, el único deporte que algunas vez practiqué y el único que me gusta, y me concentré en mis estudios, pues con las gafas se me hacía la lectura más placentera.

Pero, como dicen los useños There’s no free lunch(= «No hay almuerzo gratis» o, usando el sentido de la frase y no apegándose a su texto, «Todo tiene su precio»), y el precio que por usar gafas tuve que pagar —además de tener que renovar la fórmula cada dos años y tener que comprar, por tanto, cristales nuevos y a veces hasta montura también nueva— es que mis ojos fueron hundiéndose paulatinamente, en las sienes se me hicieron hendiduras causadas por las patas de las gafas, y los vidrios de ellas se empañaban cuando yo sudaba o cuando se mojaban si me alcanzaba la lluvia, dificultando así la visión.

Pero en los sucesivos 22 años ni siquiera pasó por mi mente que hubiera para mi vista otra solución diferente a las benditas gafas, hasta que, ya en Venezuela, alguien me habló de lentillas. Pero cuando me dieron detalles al respecto deseché la idea porque hasta me pareció un tanto masoquista.

Un buen día, al notar que ya las gafas que yo usaba no me permitían ver tan bien como antes, fui al oftalmólogo, y éste encontró que yo necesitaba una fórmula nueva, pero cuando la materializaron en nuevos cristales, mi visión empeoró.

Varias veces volví al mismo oftalmólogo a quejarme al respecto, hasta que, ya molesto el hombre, me dijo que mi problema era psicológico y que la fórmula que él me había dado era la indicada para mí y, por tanto, tenía yo que adaptarme a ella.

Casi un año después de tener que vivir con una visión defectuosa, pues volví a usar las gafas que usaba cuando fui a ese oftalmólogo, en una reunión social con una prima hermana mía y varios de sus amigos, le conté de mi caso a uno de los invitados que dijo que trabajaba para un mayorista de productos ópticos. Él se interesó y me puso en contacto con el oftalmólogo jefe de taller de ese mayorista.

Este señor, de nombre Eddy Lehrer (q.e.p.d.), me examinó un día, examinó luego las gafas que no me habían servido, y concluyó que mi problema estaba en que, si bien la fórmula que me había dado el oftalmólogo era la correcta, éste no había tomado en cuenta que no era posible materializarla exactamente en vidrios, a menos que la compañía que fuera a hacerlo —una como en la que él trabajaba— estuviera dispuesta a perder muchos de ellos porque en el intento se romperían.

Por tanto, las gafas que yo estaba usando no respondían a la fórmula correctiva que mi vista necesitaba, sino que se acercaban a esa fórmula sólo hasta el punto en que el vidrio podía tolerarla sin romperse.

Entre molesto y asustado, pregunté a Eddy qué diablos iba yo a hacer. Su respuesta fue que yo tenía dos opciones, a saber,

  1. Pagar a una óptica por el trabajo completo, o sea, por los vidrios correctos más todos los que el taller rompiera en su intento por materializar en ellos la fórmula correcta,… si es que lo lograba, o,
  2. Pasar a usar lentillas.

Como estaba yo ante un experto, le pregunté qué debería hacer para probar con lentillas, a lo cual me dijo que él era también contactólogo y que podía atenderme en su óptica privada.

Allí mismo me dio cita para dos días después, a la que asistí puntualmente.

Una vez en su consultorio, el bueno de Eddy me explicó que me pondría unas lentillas de prueba, que, por supuesto, no habían sido hechas según la fórmula correctiva que yo necesitaba, y que eso me pondría a llorar porque la parte interna del párpado superior, que es muy sensible, rozaría con la superficie de la lentilla, que entonces eran duras —y bastante gruesas, por cierto—, y eso provocaría abundante lagrimeo.

Para superar esta etapa, yo debería ir a la óptica de Eddy durante 15 días hábiles seguidos a pasar por el calvario de llorar como una magdalena —y con ganas locas de frotarme los ojos, lo cual no debía hacer— comenzando con 15 minutos el primer día e incrementando luego la duración hasta que, con buena suerte, ya las lentillas duras no me molestarían.

Creo que fue en la tercera de esas sesiones de abundantes lágrimas cuando abrumé a Eddy con tantas preguntas y objeciones, que él —muy sabiamente, según comprendí después— me sacó las lentillas y me dijo «Carlos, sólo estoy dispuesto a seguir con esto cuando vengas aquí a ponerte lentillas por bolas», o sea, «por huevos», como se diría en España; a lo macho, no importando las molestias.

Frustrado y medio ofendido me fui de la óptica y seguí aguantando mi visión defectuosa.

Un día, yendo yo en mi automóvil en camino a visitar a un cliente, comenzó de repente una lluvia torrencial —100% del tipo tropical, de ésas que dan la impresión de que el mundo se viene abajo— que, comoquiera que mi auto carecía de aire acondicionado, me obligó a subir al tope el vidrio de la ventanilla de mi lado, el único que yo llevaba abierto.

El resultado fue que los vidrios de mis gafas se empañaron, dificultándome mucho la visión, lo cual, añadido a que la cortina de la densa lluvia era casi impenetrable, no me dejaba ver nada más allá del capot del vehículo.

Asustado intenté detener la marcha, pero los autos que venían detrás del mío comenzaron a protestar haciendo sonar el claxon, ante lo cual decidí reiniciar la marcha.

Apenas arrancar, desde delante de mi auto sonó un alarido horrible, y vi, muy difuso, un bulto que se movía. Alarmado frené en seco y, a pesar de la lluvia, me bajé para saber el motivo…. y me quedé petrificado al comprobar que a escasos centímetros del parachoques de mi auto había una mujer con un niño en brazos, y ambos empapados por la lluvia.

¿Qué había pasado? Que la mujer, vaya usted a saber por qué, decidió cruzar la avenida a pesar de la intensa lluvia, y, confiada decidió pasar frente a mi auto porque lo vio detenido. Pero justo en ese momento fue cuando yo reinicié la marcha, y estuve a punto de atropellarla a ella y al niño que llevaba en brazos.

Convencido de que eso no habría ocurrido si los malditos cristales de mis gafas no se hubieran empañado, olvidé la visita al cliente y, mojándome porque entreabrí el vidrio de mi lado del auto, me fui directamente a la óptica de Eddy.

Cuando éste me vio entrar, mojado y aún pálido por el susto, me preguntó qué me había ocurrido. Por toda respuesta, sin invitación me senté en el sillón destinado a los pacientes y, mirando a Eddy, le dije sin más: «¡Vengo a ponerme lentillas por bolas!». Y le conté lo ocurrido.

Con cara de satisfacción se dio él a la tarea, y después de unas 16 sesiones diarias ya mis párpados se habían encallecido y no me provocaban lagrimeo; por tanto, ya estaba yo listo para abandonar mis gafas.

Como los prejuicios contra las lentillas eran entonces muchos, era 100% seguro que si de pronto me presentaba en la oficina sin llevar gafas, no faltarían quienes, al saber que me había puesto lentillas, comenzarían a presagiarme las siete plagas de Egipto, así que pedí a Eddy que en las monturas que yo tenía me montara unos vidrios neutros que yo podría usar cuando tuviera las lentillas, y así nadie sabría de éstas porque todos me verían con las mismas gafas de siempre.

Y así estuve, usando las lentillas 3 horas el primer día, 4 el segundo, etc., o sea, incrementando 1 hora diaria de uso hasta que pude usarlas sin molestias cada día desde las 6:00 hasta las 23:00.

Cuando logré esto dejé de lado las gafas —¡por fin, después de 22 años!— y, efectivamente, al presentarme en la oficina sin ellas comenzaron las profecías siniestras que sólo duraron hasta que a los «profetas» les dije que ya hacía más de 15 días que estaba yo usando lentillas, aunque ellos me hubieran visto con gafas, y que no sólo no me había pasado nada malo sino que con las lentillas mi visón era mucho mejor que la que por años había yo tenido.

Cuando por el uso aparecían rayas en las lentillas duras era hora de cambiarlas, y, para mi sorpresa, cada nueva fórmula indicaba menos miopía y sin avance del astigmatismo.

Un día comencé a ver mal, y la solución fueron las lentillas tóricas, cuya curva externa no es concéntrica con la interna. Además, también con el tiempo las lentillas fueron reduciendo su grosor y algo de su diámetro, pero aumentando la permeabilidad, o sea, dejando pasar a la córnea más aire que sus predecesoras.

Allá por 1979 mi visión de cerca no era tan buena como había sido, y entonces la solución fue que, previo examen, la lentilla a usar en el ojo izquierdo me la adaptaron para ver muy bien de lejos, y la a usar en el ojo derecho, para ver muy bien de cerca, y, ¡oh, maravilla!, el cerebro se las arregló, y se las sigue arreglando, para hacerme ver bien tanto de lejos como de cerca. Es lo que en optometría llaman monovisión.

Y hoy, 42 años después, así sigo,… a pesar de los muchos malos presagios que acerca del uso de lentillas me hicieron en los años ’70s y que desde hace mucho ya no se escuchan más porque la contactología ha progresado tanto que hace años que, además de tóricas, pueden hacerlas también bifocales, y quienes quieran pasar a usar lentillas no tienen ya que caer necesariamente en las duras sino que pueden optar por las blandas —desechables, de uso variable (semanal, quincenal, etc.)— que hoy en día son baratas.

Aunque me gustaría usar las blandas, no puedo hacerlo porque mi astigmatismo es corneal, o sea, que como la superficie exterior de mi córnea es irregular, ponerle encima una lentilla dura es como si yo tuviera una córnea perfecta, pero si se le pone una lentilla blanda, ésta se adaptaría en parte a las irregularidades de mi córnea, y la corrección no sería buena.

Lamentablemente, mi encuentro con las lentillas ocurrió muy tarde, y para entonces ya mis ojos se habían hundido tanto que habían perdido el sex appeal cautivador que antes tuvieron. ¡Una verdadera desgracia! 🙂