31-10-2011
Carlos M. Padrón
Al leer lo que en estos dos posts,
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Del baúl de los recuerdos de IBM: Perfovericadoras (máquinas y mujeres) – Rel. 1 / L. Masina, M. A. Gutiérrez, y A. Lalaguna
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Del baúl de los recuerdos de IBM: Perfovericadoras (máquinas y clientes) – Rel. 2 / Alberto López, y Leonardo Masina
lo que acerca de las máquinas perfoverificadoras y de las damas que las operaban —comúnmente llamadas perforistas— han escrito para este «baúl» varios exIBMistas, me ha venido a la memoria la «aventura» que viví junto a una perforista.
En 1971, mi primer año en ventas en IBM de Venezuela, a los vendedores nos asignaron cuota de data center, lo cual era un verdadero dolor de cabeza, por decir lo menos, no sólo por lo difícil de vender sino por lo difícil de conseguir que el Data Center, que operaba en el Edf. Mene Grande (o Edf. 360) y cuyo gerente era Adolfo Fuenmayor, cumpliera con las fechas de entrega de los trabajos.
Yo confiaba en hacer mi cuota con un contrato de servicio que le había vendido al Banco de los Trabajadores de Venezuela (BTV), que para entonces estaba en el centro de Caracas, cerca de la catedral.
Pero entre las demoras del Banco en entregar los datos, la inconsistencia de éstos y los retrasos del Data Center, la relación BTV-IBM era cada vez peor, y yo veía cada vez más lejos mis posibilidades de hacer la cuota.
Así las cosas, en una reunión que con un tal Sr. Huizi, del BTV, sostuvimos Agustín Mogollón (q.e.p.d.) y yo, el Sr. Huizi, que se negaba a reconocer culpa alguna por parte del Banco, nos emplazó a entregar para el día siguiente un cierto trabajo y, si no lo hacíamos, cancelaría el contrato.
Mogollón aceptó y me dejó el muerto a mí.
Terminada la reunión salí en carrera al Mene Grande a hablar con Adolfo Fuenmayor.
Le conté los detalles del caso, y él se comprometió a hacer todo lo posible para sacar el trabajo para el día siguiente, pero a condición de que las cuatro damas perforistas que para eso se necesitaban se quedaran a trabajar esa noche.
Conseguí la autorización de sobretiempo y se la llevé a Mene Grande como a las 4:00 pm.
Cuando se la entregué a Fuenmayor, éste me dio la mala noticia de que el trabajo no saldría a tiempo porque una de las perforistas que había dicho que sí se quedaría, no podría hacerlo porque la persona con quien ella contaba para que viniera a buscarla en la noche, no podría venir.
Ante esto, salí de asomado y dije que yo la llevaría, así que, cuando terminé esa tarde en IBM-Capriles me fui para Mene Grande y me fajé a trabajar ordenando los documentos que las perforistas debían transcribir, y supervisando y revisando todo, pues allí sólo estábamos ellas, Adolfo Fuenmayor y yo.
El trabajo de perforación terminó a las 02:30 de la madrugada, así que a esa hora me dispuse a llevar a su casa a la dama perforista, según lo prometido.
Ya los dos en mi carro —un Ford Fairlane 1966— le pregunté dónde vivía. Me miró de una forma bastante rara y me dijo:
—Si le explico, seguro que usted no va a saber, pero tome hacia la Av. San Martín que yo lo guío.
Así que tomé ese rumbo, que me venía bien porque yo vivía en Vista Alegre, también al oeste de la ciudad.
Cuando llegamos como a mitad de la Av. San Martín, la muchacha me dijo que doblara a la derecha, y comenzamos una subida serpenteante que cada vez era más pronunciada y más estrecha.
Después de ‘n’ curvas yo ya no sabía dónde estaba, pero sí reparé en que la ciudad iba quedando cada vez más abajo, y cada vez se divisaba más y más de ella.
Como la noche estaba despejada, la vista era impresionante, pero mi ánimo no estaba para esos deleites porque, a medida que subíamos como por una trocha bastante estrecha e irregular, nos íbamos acercando, en un silencio total, a una especie de barrio de sólo ranchos, y, apenas entrar a él, de la nada salieron dos tipos blandiendo machetes y se pararon delante de mi carro.
Frené en seco y pensé: “¡Bueno, hasta aquí me trajo el río! ¡¿Qué será de mi hija de cuatro años?!”.
La reacción de la muchacha fue inmediata. Sacando la cabeza por la ventanilla gritó un nombre que no recuerdo: “Fulano, ¡soy yo!”.
Mientras uno de los tipos se quedó en todo el centro de la vía, frente a mi carro y con el machete en ristre, el otro, el «Fulano», se acercó a la muchacha.
Ella le explicó lo que había pasado, y que yo le estaba haciendo el favor de darle la cola, y le pidió que “avisara” para cuando siguiéramos subiendo los dos, y para cuando luego bajara yo solo.
Al escuchar eso de la bajada solo, un escalofrío me recorrió la espalda.
El tipo metió la cabeza dentro del carro y me dedicó una mirada que a las claras fue para ver de cerca al loco que hacía lo que yo estaba haciendo.
Se retiró, le dijo algo al que estaba parado frente al carro, que arrancó a correr hacia arriba, y, echándose a un lado, me hizo señas de que continuara.
Todavía no entiendo cómo conservé la calma, porque por dentro estaba que reventaba.
Sin decir palabra seguí subiendo en continuo zigzag hasta que llegamos como al punto más alto de una colina desde donde vi una Caracas que jamás he vuelto a ver.
La muchacha me dijo que la dejara allí y que avanzara un poco más para que pudiera dar la vuelta, que ella me esperaría.
Así lo hice, la saludé con la mano al pasar, me gritó las gracias, y comencé a descender,… absolutamente agarrotado de miedo y preguntándome si yo podría llegar con vida a la Av. San Martín, y por qué vía, pues no estaba seguro de no perderme.
Dado lo estrecho de la trocha tenía que ir a paso de entierro, rogando que no viniera un carro en sentido contrario, y cuidando de no rozar siquiera alguno de los ranchos, porque, de hacerlo, seguro que le causaría daño y los dueños o inquilinos me lincharían.
La poca velocidad me permitió darme cuenta de que casi cada 50 metros había un tipo escondido en algún callejoncito transversal, pero ninguno se movió ni hizo amago sospechoso alguno.
A medida que yo bajaba había menos ranchos y la vía era menos estrecha, hasta que, de pronto, después de una eternidad y al doblar una curva, vi abajo la Av. San Martín.
Aunque sentí ganas de pisar el acelerador, me contuve porque había muchos huecos en la vía y corría el riesgo de quedarme accidentado si caía en uno de ellos, así que, poco a poco, con el corazón que se me salía por la boca, alcancé la bendita avenida.
Nunca, ni antes ni después, me ha parecido tan bella la Av. San Martín. Apenas entrar en ella y doblar a la derecha, pisé a fondo el acelerador y llegué a mi casa en tiempo récord.
La sensación de alivio que me invadió cuando cerré tras de mí la puerta de mi apartamento es de las que tampoco se olvidan.
Por años traté de no revivir ese mal trago, hasta que la curiosidad pudo más, y un domingo, acompañado por un amigo, decidí averiguar dónde había estado yo aquella memorable noche.
No lo conseguí, pues o no logré dar con la entrada donde se originaba la subida al cerro, o ya ésta había sido totalmente cambiada o clausurada. Y claro, para esa fecha ya nadie sabía de la perforista, pues ella sí habría podido dar detalles.
Sólo sé que, acompañando a una mujer que yo no conocía y que nunca más volví a ver, estuve a las 3:00 de la madrugada al norte de la Av. San Martín, en la parte más alta de un cerro lleno de ranchos, y con mi vida a merced de unos tipos armados con machetes.
Como dije en un relato anterior, éste es uno de esos casos de personas que se cruzan fugazmente en la vida de uno y pueden cambiarla.
Esta perforista se cruzó en mi vida y estuvo a punto de hacérmela perder.
Bueno, la verdad es que usted, Carlos, tiene un ángel de la guarda que lo cuida de verdad, porque ya otra vez pasó por otro trago amargo: cuando se le rompió el carro y quedó a merced del tiempo y de un señor que lo acompañó en la espera por que lo recogieran. Un lugar también de peligrosidad.
Son cosas que pasan y que, por mucha explicación que les busquemos, no se la encontramos.
Estela
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Estela, eso decía mi madre (q.e.p.d.): que yo tenía un buen ángel de la guarda, y que Dios me tenía colgado de Sus pestañas 🙂
¡Cosas de madre!
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«¡Qué molleja!», como decimos en Maracaibo.
Yo no hubiera bajado solo; me habría quedado allá arriba, con el permiso de la perforista, hasta el amanecer.
¿Adolfo sabe esta historia? Sería interesante que lo comentaras con él. Ubícalo y hazlo feliz; lo necesita. Y sabrás por qué te lo digo.
Cordiales saludos.
CS
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Sí, claro, ¡y en la misma cama que la perforista! ¿Qué habría hecho mi entonces mujer al ver que yo no aparecía?
Al día siguiente le conté eso a Adolfo, y creo que luego él lo validó con la perforista de marras.
Y no, no sé por qué dices que Adolfo necesita eso. Hace mucho tiempo que lo vi en un supermercado, creo que en Santa fe, y nada más he sabido de él desde entonces. Si tú sabes algo y quieres compartirlo, I’ll appreciate!
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La gente vive donde puede, «o donde quiere».
Carlos, no me sorprende tu relato porque hay una cosa que poco pude entender en el ámbito de trabajo de IBM-Venezuela donde los sueldos de una perforista no eran precisamente de los peores, comparándolos con una mecanógrafa o una secretaria.
La grandísima mayoría de las perforistas y de los operadores vivían en barrios periféricos de Caracas. Lo más raro era que las que trabajaban en el Este, vivían, mayoritariamente, en el Oeste de la ciudad, lo cual implicaba traslados —y te hablo de la época en que todavía no existía el Metro— de casa al trabajo de unas dos horas de viaje, tanto de ida, como de vuelta.
También las conocí que, trabajando por el oeste (San Martín, El Paraíso, Montalbán, etc.), vivían por el Este.
Cuando uno llegaba a tener cierta confianza con algunos operadores, se sorprendía al enterarse donde vivían, ya que se trataba normalmente de barrios humildes de la extrema periferia de Caracas y, a mi pregunta del porqué, ya que consideraba que su sueldo no debía de ser indiferente, sus respuestas, más de una vez, me dejaron desconcertado: “Es que uno no es un pendejo como tú, que tiene que pagar luz, agua, impuestos, alquiler, etc. A mí no me falta de nada, tengo todo lo que puedes tener tú y más. Me sobra dinero y vivo feliz”.
Si esto me hubiese venido de una o dos personas, pensaría que era sólo fruto de la casualidad, pero no fue así, y, es más, porque aparte de operadores y otros empleados de clientes, como analistas y programadores, conocí a varios empleados de IBM, entre ellos varios técnicos, que opinaban exactamente lo mismo.
De uno de ellos —y del cual jamás me lo hubiese imaginado— una vez me enteré que no podía poner a cargar su radio (el page-boy Motorola que teníamos los técnicos) porque donde vivía no tenía corriente eléctrica, y lo llevaba siempre a cargar a la oficina o a un cliente; por supuesto, tampoco tenía teléfono.
Así que, de tu relato, no me sorprendió en absoluto tu “tour” por esos “cerros altos”. Lo que me sorprendió ha sido la hora un poco avanzada. La perforista de Singer que yo llevé a su casa vivía, vía Cota 905, en La Vega, bastante arriba, y casi llegando a la Panamericana.
Un lugar que, sinceramente, no conocía yo para nada y fue la primera vez que me metí por esos lados y creo, que la última. Por supuesto. ¡SOBREVIVÍ!
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