– II –
Nada creo, aunque oiga y vea,
del mundo degenerado.
Hizo que así piense y crea,
aquélla que me ha burlado.
¡Maldita, maldita sea!
Por una hermosa mujer
do hallara solo cariño,
virtud y eterno querer,
soñaba desde muy niño,
ángel que no pude ver.
En mi madre solamente,
amores mil encontraba;
pero en mi ser imperaba
la ley del Omnipotente,
y en otra mujer soñaba.
En mis ansias por el mundo
iba en pos de esa deidad,
viendo con dolor profundo,
hijas do la vanidad.
¡Y proseguía errabundo!
Un día en cierto balcón,
encontré la ninfa aquélla,
que me miró con pasión…
Entonces… creyendo en ella,
latir sentí el corazón.
De la altiva aristocracia
era la joven hermosa
a quien amé por desgracia;
por lo bella y por su gracia
parecíame una diosa.
Yo amaba a aquella mujer
y en mi constante delirio,
ya no sabía qué hacer:
si continuar mi martirio
u ofrecerla mi querer.
Un día tras otro día,
mirábala y me miraba,
mi pecho en amor ardía,
la duda me atormentaba,
y amándola padecía.
Con mi espíritu en torturas
y el cerebro en devaneos,
soñaba mil aventuras
que aumentaban mis deseos,
mis ansias tiernas y puras.
Y hablarla de la pureza
de mis primeros amores;
mas, pensaba en mi pobreza
y concebía temores
que me causaban tristeza.
Por fin, ante aquel balcón,
la declare mi pasión,
y, quien creí enamorada,
diome por contestación
¡sarcástica carcajada!
Aquel fatal desengaño,
por espejo lo he tomado,
de que todo es un engaño;
del mundo degenerado
de nada malo me extraño.
Nada creo, aunque oiga y vea
la verdad más inaudita.
Hizo que así piense y crea
aquella mujer maldita.
¡¡Maldita, maldita sea!!
