[*Otros}– Los Canarios en América / José Antonio Pérez Carrión: José Alonso y Delgado

He aquí otra de las figuras mas simpáticas e importantes entre la pléyade de canarios distinguidos que, lejos de la patria, han conquistado un nombre esclarecido y ornado de inmarcesibles lauros las páginas de nuestra historia.

Nació este ilustre paisano en la ciudad de La Laguna, Tenerife, desde donde pasó, contando aún pocos años de edad, a Cuba, teatro de su actividad, de su talento, de su grandeza, de sus desgracias y de sus crueles y amargos desengaños.

Dedicado casi desde niño al magisterio, fue elegido en 1843 para desempeñar la directiva de las escuelas lancasterianas de ambos sexos que en el pueblo de Regla sostenía la Junta de Fomento, habiendo merecido de este respetable cuerpo y del público en general la mayor aceptación y repetidos aplausos por los buenos resultados que siempre se obtuvieron, hasta que en 1857, habiéndose dado a estos establecimientos una forma distinta, no convino a sus convicciones continuar en la citada dirección.

Desde esta fecha, y con el nombre de Colegio de San Francisco de Asís, fundó en Regla este plantel de educación, a cuyos exámenes (16 de diciembre de 1859) asistieron el general Serrano (que con sus propias manos premió con diploma de primera clase y con medalla de oro a 17 alumnos, y con el mismo diploma y medalla de plata a 31); el obispo diocesano D. Antonio Zambrana, rector de la Universidad Literaria; el secretario del Gobierno Superior; varios regidores, profesores y personas distinguidas de ambos sexos, en tan crecido número que llenaban por completo aquel local.

El buen éxito obtenido, y las felicitaciones de respetables autoridades y otras personas inteligentes y entusiastas despertaron en Alonso Delgado una verdadera vocación, e hicieron nacer en su ánimo un pensamiento que después se convirtió en el anhelo constante e invariable de toda su vida.

Los colegios de esta Isla, faltos de local ad hoc y de condiciones de existencias propias, han sido la creación transitoria y fugaz de la iniciativa de sus directores, estando ligada hasta tal punto la existencia del uno a la del otro, que cuando desaparecía de la escena el creador, no tardaba en seguirle de cerca su obra.

Este convencimiento le hizo pensar en la creación de un colegio semejante a los que, en Europa y América, han alcanzado la importancia de instituciones públicas y permanentes.

Su idea fija fue plantear una que, por sus condiciones y recursos de todo género estuviera a la altura que reclamaban ya la riqueza y cultura de una capital como La Habana, para hacer de ella a su muerte un legado provechoso al país en que ha pasado la mayor y mejor parte de su vida, y bajo condiciones beneficiosas para niños huérfanos o destituidos de recursos

Y lleno de fe y ardimiento en la realización de su constante idea, resolvió trasladar el colegio desde Regla a un punto en el que pudiera darle mayor desarrollo, habiendo escogido al efecto a loma de Madrazo a donde lo trasladó en 1862.

Y cuando, una vez vencidas las dificultades, oposiciones y obstáculos que se levantan al paso de ciertas empresas, el colegio entraba en una marcha normal y próspera, una manga de viento y agua (04 de abril de 1864) voló los techos y destruyó gran parte de los dos extensos edificios que lo componían, completando la obra de destrucción comenzada por el viento la copiosa lluvia que sobrevino e inutilizó el abundante y escogido material de enseñanza que constituía una fortuna.

Mas no por este revés quebrantose la voluntad de Alonso Delgado, pues lleno de fe en su propósito, lanzose de nuevo tras otro local que reuniese las condiciones adecuadas para su plan preconcebido, encontrando uno en la calle del Ayuntamiento (Cerro) que escasamente las llenaba.

Pocos esfuerzos de imaginación se necesitan para apreciar el número y la magnitud de las dificultades que de nuevo tuvo que vencer, pero el colegio surgió también de nuevo y con el las esperanzas en el corazón del filántropo lagunero.

El colegio ocupaba toda una manzana, y en él se hospedaban más de 500 personas. Un mundo en pequeño.

A la mesa se sentaban 400 y pico de pupilos y 22 profesores y ayudantes; allí había una capilla con privilegio hasta para bautizar y casar; un telégrafo eléctrico ponía en comunicación todas las clases con el despacho del director; allí se hacían estudios de primera y segunda enseñanza, con validez académica; y en su aula magna, adornada regiamente, podían y se tomaban grados de bachiller.

Entre los adornos de este elegante salón figuraban los retratos de las autoridades y de los hombres que más habían trabajado por el desarrollo de la ilustración en el país. Aquella galería importó más de $6.000.

Dicho colegio tenia espléndidos gabinetes de Física, Química e Historia Natural; tenia litografía, imprenta y fotografía; en él se publicaba un periódico; allí había gimnasio, y picadero con más de 20 caballos propios; sala de esgrima, biblioteca y salón de pinturas; había huerta, jardín y baños; el alumbrado del colegio pasaba de ochenta luces; tenía cuatro encendedores y otros tantos serenos armados de lanza y farol; poseía un ómnibus (guagua) para conducir desde la estación a los alumnos y profesores; también tenía quitrines y caleseros, y magnificas parejas.

La despensa era un almacén; la cocina una fragua; se consumían tres arrobas diarias de arroz y tres de carne; la cafetera, hecha ad hoc, contenía como 400 tazas; había capellán, médico, administrador, mayordomo, enfermero, hortelano y despensero; cuatro cocineros y dos marmitones; los sirvientes pasaban de veinticinco; el pan y las galletas se traían por canastas; el carbón por carretones; y de aquella casa salían diariamente diez cantinas que se repartían, gratis, entre varias familias pobres; 70 niños recibían gratuitamente educación, vestido y alimento; más de $30 respondían diariamente a las esquelitas que recibía el director, y alguna vez, más de una gruesa suma salvó de un compromiso a un afligido padre de familia.

El huracán ocurrido en octubre de 1865 puso otra vez a dura prueba el sufrimiento de nuestro benemérito paisano. Destruyó todo el frente principal, causando no pocos desperfectos en el resto del edificio y en todo el mobiliario de la casa, especialmente en los gabinetes de Física, Química y Biblioteca.

Reparáronse los desastres del huracán, y las tareas literarias continuaron no sin que antes Delgado contrajese grandes compromisos, aunque no superiores a sus fuerzas.

Mas el Destino, siempre adverso, le tenía deparado para el porvenir dos nuevos martirios: la peste y la guerra. El cólera del 67-68, difundiendo la alarma consiguiente, le alejó a los alumnos, y la insurrección (octubre del 68) trajo la dispersión de las familias. Y, para complemento de la fatalidad que persiguió a este atleta de la enseñanza, los temporales del 7 y 18 de octubre de 1870 dejaron al edificio en un estado poco menos que ruinoso.

No obstante, por espacio de doce años más, Alonso Delgado, en medio de los mayores trastornos y a fuerza de sacrificios personales y pecuniarios, quiso sostener su colegio, hasta que en 1880 hubo de cerrar para siempre sus puertas, separándose del magisterio al cabo de cuarenta y cinco años de servicios a la causa de la enseñanza. Y como recompensa a tan larga labor y tantos sufrimientos, cúpole el único y dulce consuelo de contemplar a tan crecido número de sus discípulos desempeñando, en toda la Isla y fuera de ella, cargos distinguidos de abogados, magistrados, médicos, catedráticos, profesores, oficinistas, comerciantes, mecánicos, etc., siendo por su inteligencia, ilustración y honradez, gloria de la sociedad y honra de la patria.

Jamás dobló su frente al poderoso. Hombre de arraigadas convicciones, amó y continuo amando la libertad, y, ante la majestad de aquella frente ennoblecida por el talento, el saber y la virtud, en presencia del venerable anciano en cuya centellante mirada se descubría el hervidero de un cerebro gigante y fecundo, ante el poder de su palabra templada al fuego de una larga y sabia experiencia, siéntese el alma transportada lejos, muy lejos de este mundo de miserias donde suele pagarse tanta honradez, tanta sabiduría, tanto valor, tanta abnegación, tanta caridad, tanto amor al prójimo, con el más frío y criminal olvido, y la más negra ingratitud.

Ese anciano isleño que tanto bien prodigara, que a los 67 años de edad se vio solo y pobre, condimentaba con sus propias manos un plato de sopa en las soledades del edificio en ruinas de su colegio, en otro tiempo albergue de tanta grandeza.

Nosotros tuvimos el honor de oír de sus labios estas palabras en los últimos días de su vida: «Son tantos y tan grandes los desengaños que guardo, y tantos los reveses que he sufrido, que ya no tengo ni creencias políticas, ni creencias sociales, ni creencias religiosas; sólo aspiro a terminar los pocos días que me quedan de vida, en este rincón, entre cuyas ruinas quisiera hallar mi humilde tumba».

El 02 de noviembre el noble y generoso hijo de las Canarias cerró para siempre sus ojos en Ta tierra volando su espíritu hacia los infinitos espacios.

He aquí cómo La Revista de Canarias daba cuenta a sus lectores de aquel suceso:

«A las siete de la noche del lunes tres del actual, cuando las campanas de los templos católicos doblaban por el eterno descanso de los fieles difuntos, cerró para siempre los ojos el insigne canario, cuyo preclaro nombre sirve de honroso epígrafe a estos renglones. Y el martes cuatro, después de que el Sol hubo transpuesto el horizonte, hundiéndose en el ocaso, bajaban al seno de modesta tumba los tristes despojos de aquel grande hombre que, en vida, llenaba por completo la historia de una existencia todo honradez, virtud, talento, saber, trabajo, constancia, abnegación y consecuencia inconmovible en sus profundas y sanas convicciones. En el mundo de los vivos, luto; en la ciudad de los muertos, un cielo que pliega sus brillantes galas, para sepultarse en las densas tinieblas de la noche. ¿Existe acaso alguna misteriosa relación entre el ser y el no ser, cuando una gran figura humana se sepulta en las entrañas de la Tierra?

Lejos de su patria, huérfano del tierno afecto de la familia, solitario en las ruinas del vasto edificio que un tiempo fuera augusto templo de Minerva, adonde la juventud cubana —hoy legítima gloria de este infortunado país— acudía a recibir el alimento intelectual, y donde bajo el manto de la caridad hallaron calor y abrigo multitud de infelices,…

José Alonso y Delgado hubiera traspasado los umbrales de la eternidad sin que su lecho de muerte se viera ungido por una sola lágrima, ese bálsamo del corazón, ese rocío celestial que dulcifica y refresca el espíritu en los angustiosos momentos de la agonía… a no ser por dos huérfanos a quienes el filántropo lagunero prohijara, colocándolos bajo su amparo y protección, a una edad en que apenas podían articular una sílaba hasta el día en que la muerte vino a separarlo de ellos.

Varios de sus discípulos —y, en primer lugar, el Dr. Raimundo Cabrera— prodigaron al enfermo todo género de cuidados y atenciones, y tributaron al muerto homenajes dignos de su en otro tiempo alta representación social… mas aquella lujosa capilla, aquel sarcófago metálico de gran costo, aquellos plateados blandones, alegóricas y fúnebres alfombras, sí señalaban elocuentemente que el hombre que tanto bien hiciera en esta Tierra, no había muerto en brazos de un pueblo ingrato; un algo así como la imagen vaga de la patria llorosa flotaba en la atmósfera de aquel recinto, tal vez por la soledad relativa en que yacía el cadáver de un hijo esclarecido… aserto que en parte comprueba el hecho de ser sólo dos las coronas depositadas sobre su féretro, cuando doscientas no hubieran bastado para señalar los servicios prestados a su segunda patria. Y de estas dos coronas, la una fue dedicada por los inconsolables huérfanos, la otra por la Asociación Canaria; es decir, por dos amores inextinguibles: el amor filial y el de la patria.

Y si allá, en la capilla, la soledad a que nos referimos antes se hizo hasta cierto punto notable, no lo fue menos en el solemne acto de la inhumación del cadáver, acto que sólo presenció un reducido número de concurrentes, por más que la mayoría fuese compuesta de personas de valer y sabiduría, oyéndose sólo la voz de un canario que diese al ilustre muerto el eterno adiós de la despedida. Esto es, ¡siempre el eco de la patria ausente, salvando las distancias y la indiferencia de los hombres!».