A una edad avanzada y después de haber consagrado toda su vida al estudio, al trabajo, como abogado, y a la cátedra como maestro y decano de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de La Habana, nuestro distinguido compatriota León y Mora falleció en esta capital el 08-01-1881.
Acerca de la muerte del hijo de las Afortunadas, Domingo de León y Mora, notable campeón de las letras nacionales, dio cuenta al ilustrado claustro el erudito Dr. D. Leopoldo Berriel y Fernández. Inspirado estuvo el Dr. Berriel; sus pensamientos, llenos de erudición y saber, corrieron fáciles de su pluma, al abarcar en su vivaz imaginación las escenas de la vida del compañero que bajo el escudo de la virtud, del estudio y del amor a la humanidad, sólo derramó el bien moral y material sobre sus semejantes; cuyas máximas morales, reseñadas en los diversos párrafos del discurso, fueron otros tantos poemas de amor, de inteligencia y de virtud, fuentes de perenne gracia que entre sus discípulos, amigos y familia derramó purísima el tan sentido filósofo canario Domingo de León y Mora.
Pero dejemos hablar al Dr. D. Leopoldo Berriel y Fernández, quien se expresa como sigue, pues todo cuanto nosotros pudiéramos manifestar en honor de Domingo de León y Mora será pálido ante la magnitud de la oración fúnebre hecha por el Dr. Berriel:
«Filósofo eminente paseó su libre pensamiento por las más altas esferas de la especulación metafísica, y pudo discurrir en ellas sobre las cuestiones más abstrusas de igual a igual ciertamente con los González del Valle y los Caballeros. Como literato adquirió justo renombre, pudiendo expresarse de forma que cabía compararlo con los Canalejas y Revillas. Reuniendo dotes de verdadero maestro, por dilatados años difundió, en las aulas de este instituto y en otros centros de instrucción, los variados conocimientos que abarcaba su erudición vastísima al par de los Campos y los Poey.
Abogado notable, así probo como desprendido, no amparó nunca demanda que estimara injusta, ni rechazó jamás al inocente que a él se acogiera buscando apoyo contra la calumnia. Y tanto en las íntimas relaciones del hogar como en las de la amistad amena y en las derivadas de su solo concepto de hombre con los demás seres de la humana especie, él, siempre realizando el bien y siempre procediendo justamente, pudo ser llamado bueno, pudo ser nombrado justo.
Así era, en síntesis, el compañero querido que nos ha arrebatado la muerte, en la, para este claustro, para este país, y para la patria, tristísima aurora del presente año de 1881. Y esto, que a manera de proposición dejo apuntado, encontrará confirmación cumplida en lo que paso a exponer sobre la laboriosa vida y los excepcionales merecimientos de este sabio, acreedor a ser loado, no por el infacundo acento del que en estos instantes ocupa vuestra atención benévola, sino por la gran palabra de aquéllos que, verdaderos soberanos de la elocuencia, pueden hablar noblemente de otro, como ellos soberanos, que muy poderoso era en la ciencia, con la autoridad que todos le reconocían, el difunto León y Mora.
Allá, junto a la costa occidental del africano continente, formando pintoresco Archipiélago, se levantan sobre las aguas del Atlántico, con su gigantesco Teide el "Ayardima" de los heroicos guanches, las volcánicas Islas que, conocidas en el mundo antiguo con el nombre de Afortunadas, conquistó luego para la civilización el intrépido normando Juan de Bethencourt, a principios del mismo siglo en que, ya a su terminación, probara a Europa incrédula esta privilegiada tierra de América que no era un pobre loco el hijo inmortal de Coleto.
Entre esas Islas de menceyes tan valerosos como Bencomo y tan nobles como Guadarfia, de historiadores tan distinguidos como Viera y Clavijo, y de literatos tan eminentes como los Iriartes, Islas gloriosas que supieron domeñar por sí mismas el orgullo de Inglaterra con la derrota en Tenerife del gran Nelson, hay una, la del alto Garajonay, que dio con la vida al respetable eclesiástico Ruiz Padrón, la enérgica palabra que en las cortes españolas de enero de 1813 había de herir de muerte a aquel terrible tribunal cuyo sangriento recuerdo aún hace estremecer de horror a la por él tan castigada humanidad. Y en un valle delicioso de esa porción de tierra a que me refiero, que, como sabéis, se llama Gomera, en el valle de Ntra. Sra. de la Encarnación de Hermigua, abrió los ojos a la primera luz, el tres de octubre de 1807, D. Domingo Cándido del Rosario de León y Mora, nuestro llorado compañero.
La exposición de los servicios prestados por el ilustre canario a la causa de la pública enseñanza puede dividirse en dos partes, comprendiendo la una los valiosísimos trabajos de los que es y será siempre deudora esta Universidad, por cuyo buen nombre y prestigio tanto se afanara, y refiriéndose la otra a sus lecciones sobre distintos ramos del humano saber, en otros centros de instrucción.
Cuando Poey, el sabio naturalista, y González del Valle, el que fue decano y catedrático de la Facultad de Filosofía en 1842, explicaban en el Liceo Artístico y Literario de La Habana, historia natural el uno, y el otro la ciencia del alma humana, León y Mora, socio facultativo de dicho instituto y vicepresidente de su sección de literatura, tuvo a su cargo la cátedra de este nombre, habiendo merecido los mayores elogios y los plácemes más sinceros de todos cuantos gozaron de sus lecciones, con especialidad de aquéllas que pronunciara, en los meses de abril a junio de 1858, sobre la ciencia hija de Sócrates, que Carlos Cristian Federico Krause llamó la Filosofía de lo Bello y del Bello Arte, y que nuestro compañero definía la Metafísica de las Artes.
Estas lecciones, verdaderamente notables, alcanzaron a su autor un lauro más que agregar a su corona de maestro, y el honor de que el "Liceo" no sólo las hiciera insertar extractadas en el periódico oficial de su nombre, sino que, además, «como muestra de merecida consideración a su ilustrado catedrático de Estética», acordara distribuir entre sus asociados el retrato litografiado del insigne maestro, como repartido había los de Humboldt y Varela, los de González del Valle, y la Avellaneda.
Tal fue en resumen nuestro inmortal compatriota Domingo de León y Mora, que dio a la bella y hospitalaria Cuba más de 2.000 discípulos que han venido a ser más tarde ornato inmarcesible de gloria nacional, y sobre todo del país que nos alimenta en su seno.
Si del estudio de la vida del abogado se pasa a la investigación de la del hombre, del amigo, del esposo, del padre, también, señores, habrá que arrancar aplauso unánime al llorado León y Mora, de quien puede asegurarse que bajó a la fosa sin dejar ningún recuerdo ingrato de mal que hubiera hecho; de quien puede decirse, como ya se ha expresado de otro ser igualmente magnánimo, que en su gran corazón cabía toda la humanidad.
Apóstol entusiasta, nuestro compañero, de aquella moral purísima que por boca de Cristo y sus discípulos proclamó en la Tierra el reinado del amor, fue siempre ejemplo vivo de lo que, acorde con dicha moral, sus labios enseñaban. No hizo como los hipócritas que, predicando la virtud, traicionaban con actos reprobables sus doctrinas. Si pronta estaba su palabra para aconsejar la práctica del bien, más ágil aún se mostraba su mano generosa en dispensar beneficios.
¡A cuántos brindó su mesa el sustento que no tenían! ¡A cuántos dio su bolsa, abierta siempre con una carrera literaria, risueño porvenir! ¡Cuántos en su morada hospitalaria albergue hallaron! Y Cuba, que ha sido testigo de estas grandezas del ilustre canario, jamás podrá olvidar que con ellas recibieron favor algunos de sus hijos; esos hijos para él tan queridos, a quienes, en la oración inaugural de 1857, alentaba con estos hermosos conceptos, verdaderamente evangélicos: "Si la hipocresía os llama charlatanes, impostores, embusteros, provocadores de crímenes, salteadores de caminos, matadores de almas, tened compasión del hipócrita, amadlo, que es vuestro hermano, y ¡adelante! Si el escepticismo, que confunde la verdad con el error, y el vicio con la virtud, mueve la cabeza y sonríe en señal de desprecio, y se burla de vuestros sacrificios, compadeced al escéptico, amadlo, que es vuestro hermano, y ¡adelante! Si la indiferencia al oírnos enseñar que el orden moral no tiene su emolumento acá en el mundo, y que hay otra vida donde la virtud se compensa, donde el vicio y el crimen tendrán su castigo, se mofare de vuestra religión, compadeced al indiferente, amadlo, que es vuestro hermano, y ¡adelante!".
Si como hombre tuvo por constante inspiración el bien, no de otra suerte procedió León y Mora en las relaciones comunes de la vida y en las especiales que con sus amigos y compañeros le creaba la toga que vestía. Con la modestia que distingue al verdadero mérito, en él se hermanaba la afabilidad de los corazones naturalmente generosos. Nunca pudo decirse que hiciera como aquéllos que, regalados con bondades y favores, recompensan al benefactor con las torpezas de la ingratitud o las veleidades de la inconsecuencia. Amigo leal, jamás dio a la amistad un desengaño. Sus compañeros le merecieron siempre, con la mayor distinción, el afecto más sincero. Y amándolos a todos, sin dejarles un recuerdo de disgusto ni una memoria infeliz, ha descendido al sepulcro.
¡Descanse en paz el ejemplar amigo! ¡Duerma tranquilo su último sueño el consecuente compañero!».
Así concluía elocuentemente su oración el eminente catedrático de la Universidad de La Habana, Dr. Berriel, al dar cuenta a sus compañeros del fallecimiento de Domingo de León y Mora, el inolvidable hijo de las Afortunadas.