[*ElPaso}– «¡Adiós, Calero!»

10-11-2009

Carlos M. Padrón

En uno de los pueblos del Valle de Aridane habitaba en los años 50 un individuo de nombre Francisco al que todos llamaban Panchito. Era amanerado, de unos 35 años, solterón, y vivía con su madre viuda de la cual era hijo único.

Su pasión era la Iglesia, y por ello se encargaba de mantener pulcro y limpio el templo de su pueblo, cuidando de todos los detalles, desde el orden de los bancos y reclinatorios hasta la apariencia física de las imágenes, incluyendo sus vestidos. Y cuando hablaba de temas relativos a eso —que eran de los que hablaba el 99% del tiempo— lo hacía con tono solemne, casi apocalíptico.

A diario iba a la iglesia del pueblo a cumplir con sus tareas, pero para ello tenía que pasar frente a unas edificaciones de dos o más pisos en cuyos balcones y ventanas había siempre varias ancianas que, a falta de mejor cosa que hacer, vigilaban desde arriba el paso de los vecinos para luego hablar de ellos. Y en la base de esas edificaciones había unos bancos en los que, como era y sigue siendo costumbre en nuestros pueblos, se sentaban a diario unos cuantos hombres, de la tercera edad todos ellos, que entretenían sus lenguas con temas pueblerinos, y que, como les disgustaba el amaneramiento de Panchito, cuando éste pasaba frente a ellos, siempre llevando un ramo de flores para ponerlas en el trono de a la imagen de la Virgen patrona de su pueblo, le soltaban comentarios que a él le molestaban, como también hacían los jóvenes, adolescentes y hasta los veinteañeros.

Para hacer oídos sordos a los hirientes comentarios de aquellos hombres e ignorarlos, al pasar frente a los bancos en que éstos estaban, Panchito alzaba la vista hacia los balcones y ventanas antes mencionados y, mientras saludaba con la mano en alto, iba diciendo: “¡Adiós, doña Margarita!”, “¡Buenos días, doña Gertrudis!”, “¡Hasta luego, doña Albertina!”, y así hasta que dejaba atrás la “zona de peligro”.

Se cuenta que un día en que estaba esperando que llegara la guagua, acertaron a pasar dos curas en el coche de uno de ellos, y al ver a Panchito, que de seguro esperaba para ir a la iglesia, le ofrecieron llevarlo.

Él, más que feliz por tan gran deferencia y por tener la oportunidad de estar por unos minutos en la cercanía y compañía no sólo de un cura sino de dos, aceptó gustoso. Al subir al coche, el cura de la iglesia que Panchito atendía quiso presentárselo al otro, que era párroco de otro pueblo, y lo hizo con estas palabras:

—Don Antonio, éste es Panchito, de quien ya le he hablado. Es un mirlo blanco.

A lo que Panchito, arrobado en su inmensa satisfacción, desde el asiento trasero del coche contestó:

—No, don Marino, ¡aún sostengo reñidas luchas con la carne!

Un día, Panchito tuvo que ir a Santa Cruz de Tenerife y se hospedó en una pensión de estudiantes que estaba en la calle Ramón y Cajal, en la que también se hospedaban varios jóvenes de su pueblo y de pueblos vecinos. Uno de estos jóvenes, a quien llamaban Calero, pues ése era su apellido, no dejaba de gastarle a Panchito bromas pesadas, pero, porque ambos eran vecinos de barrio en su pueblo natal, Panchito socializaba más con Calero que con los otros paisanos.

Los más de los estudiantes de esa pensión frecuentaban un determinado burdel y conocían muy bien a las mujeres de vida alegre que en él ofrecían sus servicios. Y sabiendo que Panchito era virgen, Calero se puso de acuerdo con otros paisanos, y entre todos le montaron una emboscada.

Desde comienzos de cierta semana primaveral, Calero le dijo a Panchito que quería que el próximo domingo lo acompañara a conocer a sus primas, propuesta que fue aceptada de inmediato, pues Panchito consideró que eso de que Calero lo llevara a conocer a su familia era un gran honor, y se sintió halagado cada vez que Calero le recordó, día a día, esa invitación, pidiéndole encarecidamente que para la tarde del domingo de marras no aceptara ningún otro compromiso.

Llegó el tan ansiado domingo, y Panchito, en compañía de Calero y de tres de los otros estudiantes, se dirigió contento a conocer a las “primas” de Calero,… y cayó en la emboscada que fue para él el hecho más importante y trágico que le había ocurrido en su vida, pues lo contaba —y lo contó muchas veces, a título de tema aleccionador— así:

«Llegamos a una casa muy grande. Calero abrió la puerta sin llamar, pero, como era la casa de sus tíos —pensé yo— podía tomarse esas libertades.

Apenas entramos aparecieron cuatro mujeres todas pintarrajeadas y con vestidos no muy decorosos, pero pensé que era por el día domingo. Además, me extrañó que fueran cuatro cuando nosotros éramos cuatro también. Alborotadas, como si los que iban conmigo fueran viejos conocidos, los saludaron, uno a uno, con besos en la cara. Cuando la primera llegó a mí, Calero la detuvo, y en voz alta me presentó ante todas, y no sé por qué, ¡pero a Dios gracias!, ya no intentaron besarme.

Yo miraba aquella casa y a aquellas mujeres y decía para mí “¡Cuántas primas tiene Calero! ¡Pero qué raras son todas! Además, ¿dónde están sus padres, los tíos de Calero?”.

Entonces, cada uno de ellos se sentó con una de las primas, y la que quedó sobrante vino a sentarse conmigo.

Ya aquello no me estaba gustando, pero menos me gustó cuando, hablando bajito y de a poquito, cada pareja se fue retirando hacia la parte alta de la casa, y cuando sólo quedábamos Calero y yo, con una mujer al lado de cada uno, Calero se dirigió a la que estba sentada conmigo y le dijo que por qué no me llevaba arriba y me mostraba las fotos de sus padres. “¡Por fin —me dije yo— voy a conocer a los tíos de Calero, aunque sea en fotos!”. E inocente subí con aquella mujer a la parte alta de la casa, sin imaginar siquiera la dura prueba que me esperaba.

Arriba había un pasillo muy largo con puertas a los dos lados. La mujer, que iba delante de mí, abrió una de estas puertas y me hizo entrar a la habitación que, en contra de lo que yo pensaba, no era un salón de recibo sino un dormitorio, con cama y todo. “¡Ay, señor! —me dije yo— ¡esto cada vez me gusta menos!”.

Y menos todavía me gustó cuando la mujer cerró la puerta apenas entrar yo. Y enseguida, con una sonrisa diabólica, me echó los brazos al cuello y me besó en la boca.

Enfurecido, con todas mis fuerzas la separé de mí gritando “¡Noooo! ¡¡Apártate, Satanás!!”. Y aprovechando que mi empujón la dejó sentada en la cama, corrí hacia la puerta y la abrí.

Al salir al pasillo miré a la derecha y a la izquierda, exclamé “¡Ayúdame, San Francisco de Asís, a encontrar la salida más cercana!” y, desesperado, comencé a abrir puerta tras puerta en la esperanza de encontrar una que diera a la calle. Pero, ¡oh, Dios mío!, cada vez que abría una puerta ¡¡yo veía,…. yo veía,…. veía,…!!».

Siempre que contaba este trágico suceso de su vida, Panchito se detenía, rojo de vergüenza, en este pasaje. Quienes, por malicia, lo habían estimulado a que lo contara, lo animaban con repetidos “¿¡Qué viste, Panchito, qué viste!? ¡Dinos qué viste!”, hasta que, después de hacerse rogar varias veces, Panchito, cubriéndose el rostro con ambas manos y bajando su cabeza, gritaba,

—¡Un parapeto, un parapeto!

—Pero, Panchito, ¿qué es un parapeto?—, preguntaban varios al unísono.

—¡Un hombre con una mujer, y desnudos los dos!— gritaba angustiado Panchito mientras, sin retirar las manos de su enrojecida cara, la escondía ahora entre las rodillas.

Y luego de una pausa, como para recuperar algo la perdida compostura, continuaba:

«Pero San Francisco de Asís, protector de los inocentes, me escuchó, y al abrir una de las puertas vi que era una salida a la calle trasera. Sintiéndome libre al fin, me paré frente a esa puerta bendita, y cuando de un golpe terminé de abrirla de par en par, volví la vista hacia atrás y vi que en el pasillo estaban, riéndose, los tres que me habían llevado a aquel lugar de perdición».

Y al llegar a este punto, Panchito unía la acción a la palabra recreando con gestos y entonación el cierre de su historia:

«Y entonces, mirando de frente a Calero, alcé mi mano en gesto condenatorio hacia el pecador que él era, y le dije “¡Adiós, Calero! ¡¡¡Has perdido un amigo para siempre!!!”, y a toda carrera me alejé de aquel antro de pecado».

***

Tal vez Panchito no sepa —o nunca supo, si es que murió— que esta su trágica frase ha sobrevivido en mi familia, y entre muchos conocidos, hasta el día de hoy, y, cuando después de una reunión alguien de éstos quiere irse a pesar de que el resto no quiere que se vaya, ese alguien levanta su mano en gesto grandilocuente, se dirige a los demás y, en tono trágico, exclama “¡Adiós, Calero!”, prescindiendo casi siempre de la segunda parte por cuanto ya los más de los así increpados la conocen.

Y el tal Calero seguramente tampoco sabe cuánto ha perdurado la frase que le fue endilgada por el iracundo Panchito.

Esos conocidos saben de la frase por mi familia, y ésta lo supo por mis cuentos, pero la adoptó la noche en que, a la salida de la primera boda a la que asistí en Venezuela —boda de una tal Flor, que tuvo lugar en el barrio caraqueño de La Pastora el 18/08/1961— en la camioneta que entonces tenía mi difunto hermano Raúl íbamos él, su mujer, sus dos hijas, mis padres, mis dos hermanas y yo.

Para que viéramos algo de la Caracas nocturna, Raúl hizo un recorrido que nos llevó a la Avenida Bolívar que a esa hora, sobre las dos de la madrugada, estaba desierta. Pero vimos que delante de nosotros, por el borde del canal por el que Raúl conducía, caminaba tambaleante un individuo que, a todas luces, estaba borracho.

Al pasar a su altura, a mí se me ocurrió gritarle: “¡Adiós, Calero!”. La respuesta del borrachito fue contundente, pues se enderezó cuanto pudo y a todo pulmón exclamó: “¡Al coño’e tu madre!”.

Ese improperio inmortalizó, al menos en el círculo social que señalé, la histórica frase de Panchito.