Sobre la más occidental de las Islas Canarias.
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Las más las he publicado ya en forma aislada o como parte de algún archivo, pero en éste alguien las encadenó muy bien sobre el hilo conductor de un fondo musical muy acorde con el tema.
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Cortesía de Roberto González Rodríguez
23-10-2009
Estela Hernández Rodríguez
“Las fuentes también tienen otras historias en Canarias”, según contaba mi abuela Lola, esta vez y en aquel entonces, en la modesta sala de mi casa.
Con estos cuentos nos alimentaba del saber. Aunque no había dinero para comprar libros en aquella época, en casa teníamos dentro de la familia a la mejor narradora, pues sus anécdotas eran naturales y originales y, en verdad, a nosotros los más chicos, nos encantaban.
Volviendo a las fuentes, ella decía que en Canarias existían leyendas de que éstas eran lugar de visita de las brujas y sobre ello pude saber también por otros amigos de ese archipiélago que, si no conocían el tema, contaban algo sobre éste.
Mi abuela nos decía que había mujeres que poseían poderes y que éstas se reunían en las fuentes todos los viernes, el mejor día para ese tipo de reuniones. Otros cuentan que esas mujeres danzaban y daban patadas en el suelo, lo cual era una de sus características. Las personas que vivían por esos alrededores respetaban esas costumbres pues se señalaba que esas mujeres podían hasta hacer desaparecer a las personas, de ahí que se conocieran con el nombre de brujas.
En las noches de luna llena, y sobre todos los viernes, estas mujeres se encontraban y era entonces cuando podían expresar sus dotes de entendedoras de lo misterioso, de aquello de lo cual les era prohibido decir y hacer en cuanto a hechicería, en una época en que no a pocas les costó la vida.
Alguna de esas brujas quizás se verían, como siempre las han retratado, con ojos grandes, negros y profundos, inspirando hasta miedo. Podríamos hasta ponerle nombre a ésta de quien les cuento ahora, y me gustaría que el nombre fuera Toñica, quizás por el recuerdo de una isleña que, en la más occidental de las provincias cubanas, poseía ese arte de curar con sólo agua y que también tiene una historia que podré contar más adelante.
Toñica era una de esas mujeres que, aunque se reían de ella y le gritaban a su paso, nada tenía que ver con la del cuento de Blanca Nieves, porque al final Toñica no hacía daño, ni daba manzanas envenenadas; sólo trataba de curar.
Otras de esas mujeres curanderas lo hacían, pero de otra forma, y cuando había un niño con una indigesta, allí iban a pasarle la mano por el estómago (hoy contraindicado) y con cebo de carnero tibio en las manos comenzaba su cura en forma de cruz. Así era cómo encontraban el mal de empacho que al final quitaban con sus rezos, que sólo éstas conocían y repetían una y otra vez hasta quitar la maleza.
Esto último también nos lo hacía mi abuela Lola, pero recitaba tan bajo las oraciones que nunca pude aprendérmelas; además en aquel entonces era yo muy niña.
Las manos era una de las cosas que leía también la Toñica. Por ellas sabía del presente y futuro de su dueño, ¡y a cuantos no le auguraría un viaje a Cuba , Venezuela, o Puerto Rico! Podría ser que así comenzara un poco la historia de algún emigrante.
Sobre uno de tantos de ellos puedo contarles porque en Placetas, en la provincia de Sancti Spíritus —lugar que se caracteriza por ser un pueblo sencillo, bonito, de gente buena y afable— conocí a un nativo de La Gomera, llamado Marcos Vargas Lamas, quien llegó a Cuba en el barco Conde Wilfredo en el año 1924.
Victorino, como así también le llaman, es un hombre jocoso a pesar de haber llevado una vida dura. Y me contó muchas cosas de ella, pero como hoy les hablo del tema misterioso de las brujas seguiré con éste y ya en otra ocasión les contaré sobre el canario Victorino quien murió recientemente con más de cien años. Claro, pienso yo, que al contar sus historias puso un poco de su fantasía, pero bien vale aceptárselo si de brujas se trata.
Sobre ellas me contaba el anciano que él las vio, en Canarias, que volaban en su escoba. También contó que un amigo de él pasaba por una de esas fuentes, punto de reunión de las brujas, y un buen día empezó a molestarlas y de pronto cayó al suelo y no pudo levantarse hasta luego de un buen rato. Al mismo tiempo que lo decía, sus labios dejaban escapar una sonrisa, y no sé si era porque estaba mintiendo o porque recordó algo de aquellos años en Canarias y sobre una vecina suya que al parecer era una de esas brujas.
Y así afirmaba, pues contaba que la hija de esa mujer le decía que su mamá se iba de noche y regresaba ya de tarde, bien tarde, fría , fría, fría. Claro que su tono dejaba escapar otra idea que no tenía que ver con lo de bruja. Entonces jocosamente también le pregunté si él en Cuba había visto alguna bruja, y me contestó: “Aquí en Cuba no pueden volar brujas porque la escoba choca con las palmas”. Entonces pensé que, nada, esto son cosas de canarios.
Estela Hernández Rodríguez
La Habana (Cuba)
Coral Polifónica Ntra. Sra. de El Pino, de El Paso —fundada por Antonio Capote Pozuelo—, en su presentación en el concurso de habaneras, en 2006.
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Cortesía de Juan Antonio Pino Capote.
Por Eugenio Quirantes Sánchez
¿Te has caído alguna vez por una escalera y la has contado?
Creo que sobran las palabras. Eludir, no se sabe cómo, el duro cemento o la áspera piedra, y siempre con sus aristas y vértices, destroza pellejos.
Sí, es duro pensar en aquél que cayó rodando y no tiene la experiencia, porque a veces están escondidos los rincones en que Dios te llama, susurrándote si lo quieres de verdad.
Para que, como dijo Einstein, no se equivoque uno sobre el azar que el Creador «deja a su antojo».
Guamasa, Tenerife, 02/03/2006
30/Ago/09
C. Álvarez
Lo recuerdo como ahora mismo, en el año de 1948, a los siete años, me llevaron a operar de la garganta al Dr. Barajas, muy de moda en aquellos tiempos, y papá me llevó a dar un paseo en el tranvía hasta Tacoronte.
A las ocho de la noche del 1 de septiembre de 1934, el tranvía número 15 circulaba por la carretera de La Laguna cuando, a la altura de la Curva de Gracia, sufrió un atraco ya que este vehículo habitualmente era el último de la jornada y transportaba hacia la estación de La Cuesta la recaudación del día: unas 606 pesetas de la época.
Durante el viaje, el conductor del tranvía, Antonio Guerra, se apercibió de que los raíles tenían piedras encima y después tuvo que reducir la marcha al darse cuenta de que unas personas con la cara tapada rodeaban el vehículo y le apuntaban con las pistolas que portaban, al tiempo que le exigían que les entregara la recaudación.
Guerra les hizo caso en el acto entregándole el dinero a uno de los atracadores e intentando continuar la marcha. Pero, en ese momento, en la citada curva apareció otro tranvía, el número 13, que se había quedado averiado en La Laguna y que bajaba fuera de servicio para la estación de La Cuesta conducido por Luis García-Panasco y Toledo.
En ese momento de confusión los atracadores abrieron fuego contra los dos tranvías hiriendo mortalmente al estudiante Agustín Bernal Cubas, que iba de pasajero en el tranvía número 15, e igualmente al conductor del número 13, García-Panasco, quien también falleció.
Luego los atracadores se dieron a la fuga aprovechando la incipiente oscuridad y lo escarpado del terreno, dejando que el tranvía número 15 continuara viaje.
El conductor fallecido, Luis García-Panasco, de 34 años, vivía con su madre, Bernarda Toledo, y cinco hermanos más, en la Rambla de Pulido, y era el sustento de la familia, pues su padre, Romualdo García-Panasco y Acosta, había fallecido en 1922.
Agustín Bernal Cubas, de 19 años, estudiaba Bachillerato en La Laguna y preparaba su ingreso en Magisterio. Vivía en la calle Castro junto a su padre, Donato Bernal, y su madre, María Cubas Pérez, y un hermano, Patricio Bernal Cubas, de 18 años, futuro estudiante de Química y que siguió la carrera militar.
Se da la circunstancia de que ambos eran familiares de Isauro Abreu García-Panasco, actual vecino de Santa Cruz, quien rememora los hechos según la documentación que obra en su poder y los testimonios que ha recogido a lo largo del tiempo.
Isauro Abreu dice que su abuelo «se enteró de la noticia por la llamada que efectuó a Santa Cruz la Policía desde la casa de los Estévanez, situada en la Curva de Gracia, y desde donde se habían oído los disparos y seguido los acontecimientos del atraco».
El sepelio de las víctimas tuvo lugar el domingo día 2 de septiembre, constituyendo una gran manifestación de duelo por las trágicas circunstancias del suceso y por el ambiente de inseguridad que reinaba aquellos años, los más duros de la conflictividad laboral de la República.
La comitiva fúnebre partió desde La Laguna hasta el cementerio de San Rafael y San Roque, en Santa Cruz, del cual Isauro Abreu lamenta el actual estado «de abandono y desidia, pese a las continuas y desafortunadas promesas de políticos e instituciones en mantener este lugar como parte importante de la historia de Santa Cruz, y que continúa en el más profundo olvido de las administraciones, cuando en otros países se muestra más respeto por lugares como éste». Lo cierto es que se desconoce dónde están enterradas las dos víctimas de este atraco.
Durante el trayecto, los féretros fueron acompañados por quince tranvías, guaguas de transporte público, taxis y miles de personas junto al gobernador civil, los alcaldes de Santa Cruz y La Laguna, y otras autoridades. Los periódicos de la época se hicieron eco de los actos, de los juicios que se celebraron en la Audiencia y de las sentencias de los encausados.
Tragedia para la historia
Abreu García Panasco dice también: «Muchos años después contaba mi abuela Teresa Pérez de la Rosa, quien también vivía en la Rambla de Pulido, que frente a su casa existía una ciudadela llamada El Convoy y que estando moribundo uno de sus moradores la mandó a llamar para decirle que él había participado en el atraco al tranvía, y que el motivo de los disparos había sido por los nervios del momento y, como algunos ya se habían quitado los pañuelos que cubrían sus rostros, pensaron que tanto Agustín como Luis, al ser vecinos por estar cerca los domicilios, les habían reconocido. Cosa que nunca sabremos, porque ambos fallecieron en dicho atraco», añade Isauro Abreu.
Al cumplirse esta luctuosa fecha ya se conoce que ambas víctimas del atraco están enterradas en el cementerio de San Rafael y San Roque, pero no exactamente dónde están sus restos, puesto que, según el historiador Daniel García Pulido, no figuran en el Registro Municipal datos fehacientes ni en el sepulcro familiar de los García-Panasco ni en el de la familia Bernal.
***
Cortesía de Fabián Trujillo
La comunidad canaria en Louisiana es más numerosa de lo que a primera vista se podría creer. Desde las pantanosas tierras de San Bernardo a los bayous de Valenzuela hay miles de personas que descienden de aquellos isleños que a finales del siglo XVIII llegaron a estas tierras de huracanes y mosquitos.
También arribó otra comunidad, tan pintoresca como la canaria: la acadiana, procedente de Francia y Canadá, auténtica pesadilla de la monarquía gala que no lograba contener sus deseos de libertad y democracia. Una buena parte de ambas comunidades se encuentran hoy tan mezcladas que hasta sus respectivos dialectos se han juntado en un habla tan complicada y sabrosa como sus famosos guisos. Ésta es mi experiencia con miembros de ambas comunidades.
Dennis Delany
Primavera de 2005. Dennis Delany está a un lado del poyo, con sus paneles abarrotados de fotografías antiguas, y yo en el otro, con la cámara en la mano, pensando por qué tantas veces termino entrevistándome con la gente en una cocina. En el exterior cae un diluvio. Nos encontramos en un lugar cercano a Nueva Orleáns. Todavía no ha llegado el huracán Katrina, pero no falta demasiado para que enseñe sus afilados vientos.
Dennis es un técnico que participa en el programa espacial del gobierno estadounidense. Tuvo que recorrer muchos kilómetros para traerme sus papeles y sus árboles genealógicos. Hace algunos años, se entusiasmó con la genealogía, cuando descubrió que era descendiente de canarios.
Tenacidad, sensibilidad y trabajo metódico lo han convertido en un auténtico experto, solicitado por mucha gente. Entre sus manos, las fotos parecen cobrar vida. A poca distancia de nosotros, los tahúres reparten cartas en los casinos flotantes del río Misisipi. En lugar de naipes, Dennis baraja datos. Cientos de datos que me fascinan y marean como un laberinto de espejos que reflejan otros espejos que reflejan… Fotos, apellidos, historias, memorias, espejos devolviendo la identidad incesantemente, fragmento a fragmento.
Desde el Realejo Alto al Bayou Lafourche
Sus fotografías son insólitas. Contemplo la imagen de una señora isleña, nacida en 1820, cuya mirada llega a perturbarme. Su dedo se posa en la foto de un soldado, también isleño, nacido en 1825, que participó en la Guerra Civil Estadounidense: exhibe una pistola en una mano y un puñal en la otra, con cara de querubín bigotudo.
Delany habla como una ametralladora. Refiere informaciones de primera mano, bebidas de fuentes aún inéditas en la escasa bibliografía que existe sobre los isleños de Louisiana. Todo se revela interesante e inesperado; me cuesta creer mi suerte al encontrarlo.
Uno de los resultados inmediatos de esta conversación es despertar en mí un interés considerable por los acadianos. El chaparrón de palabras que Denis despliega en la cocina, arrecia junto con la lluvia en el exterior:
“Hubo un tiempo cuando aquí se pensaba que la gente de las Islas Canarias era basura, pero esto no es cierto. Lo puedes ver cuando viajas por el Bayou Lafourche o, incluso, por San Bernardo, o si vas al Oeste, a Lafayette y a todos esos pequeños pueblos, los cuales se pensaba que eran estrictamente acadianos. Lo notas en su aspecto. Cuando miras las fotografías, cuando ves sus fisonomías, comprendes que son isleños canarios.
Como la mayoría de la gente en Louisiana, yo no sabía que el nombre de mi madre era Curbelo. Porque se escribía y se deletreaba Carbo como los nombres italianos. Así: C-a-r-b-o. Y no tenia ni idea de que yo pudiese tener origen canario. Mi madre tampoco lo sabía. Creo que quizás su bisabuelo sí estaba al tanto porque todos ellos hablaban español igual que francés e inglés.
“Mira esta foto. Este Carbo fue primo hermano de mi tatarabuelo. Su nombre era Francisco Carbo, y el de su esposa, María Rodríguez. Éstos eran sus hijos y los otros, sus nietos. Para poder componer todas estas fotos así, he necesitado mucho tiempo. Walter Carbo me ayudó a encontrar a toda esta gente, porque él todavía los conocía a todos. Y si te fijas en la historia de Walter, resulta que él también es acadiano, pero, sobre todo, es canario, isleño.
Y estaba orgulloso de serlo. La mayoría de la gente isleña está orgullosa de su procedencia. Los Carbo o Curbelo eran de San Juan de la Rambla y del Realejo Alto”.
Mientras observo a Denis, un hombre cuya edad debe andar por los cincuenta años, advierto que tiene cara de angelito, como el soldado de la foto, y me da por pensar que, quizás, este parecido obedece a que ambos están convencidos de que con su oficio facilitan a la gente el camino hacia la eternidad.
Entonces, decido acercarme más adelante a su ciudad, a seguir las huellas de esos espejos, a buscar la relación entre canarios y acadianos, a continuar mi iniciación en uno de los capítulos más asombrosos y desconocidos de la historia de los canarios en América.
Hoy, ese viaje también pertenece al pasado. Varios meses más tarde volví a una Louisiana aplastada por el Katrina y me interné solitario por los espejos que Denis había descrito. Seguí el río Misisipi, sus puentes imposibles y sus canales, serpenteé por el Bayou Lafourche, pasé mis dedos por los nombres desgastados de multitud de tumbas nuevas y viejas en multitud de lugares: Acosta, Mesa, Mendoza, Rodríguez, Alemán, Morales, Carbo, Medina o Medine…
Era consciente de que cada paso mío estaba cruzándose con una huella de los canarios o de sus innumerables descendientes en esta parte de América. Casi llegué a olvidar que la verdadera razón de mi presencia en aquellos lugares sólo obedecía a la realización de una serie documental y a un libro sobre nuestros primos hermanos al norte del Golfo de México.
A medida que me internaba en aquel Sur profundo, húmedo y medio desplomado, iba convenciéndome más y más sobre la mezcolanza racial de los canarios en Louisiana, incluido San Bernardo Parish; pero, y he aquí lo insólito del asunto, aún en lugares tan apartados como Napoleonville, las muestras de lo canario continúan palpitando para quien desee encontrarse con ellas.
Un puchero de razas e idiomas
Los habitantes de los asentamientos canarios en Louisiana son los descendientes de algo más de dos mil canarios que fueron trasladados a esa región por Carlos III, entre 1778 y 1784. Allí se dedicaron a la agricultura y, aunque permanecieron en las mismas tierras cuando los Estados Unidos las anexaron, una parte de ellos se aisló lo suficiente como para continuar hablando el mismo dialecto canario del siglo XVIII que llevaron sus antepasados. Exceptuando a Deliana Marante, una joven ingeniera, hija de inmigrantes palmeros en Venezuela, que ahora vive en Plaqueminth Parish, no creo que haya otro residente isleño en esa zona cuyos antepasados llegaran a Louisiana después del siglo XVIII.
Es decir, los canarios tenemos en el Sur de los Estados Unidos una reserva lingüística de hace más de dos centurias, y bastan algunas horas de avión para que uno se sienta transportado por la máquina del tiempo y sostenga una conversación con las mismas palabras que pronunciaban los abuelos de nuestros bisabuelos. Un tesoro inconmensurable que ahora mismo corre peligro inminente de desaparecer.
Cuando a principios del siglo XIX España abandonó Louisiana y Florida Occidental, el contacto con los colonos canarios sólo se mantuvo desde la ciudad de Cienfuegos, en Cuba.
Con posterioridad, estos vínculos también se perdieron paulatinamente y los descendientes de canarios llegaron a olvidar de dónde procedían sus ancestros. Hace unos treinta años, de la mano del profesor Frank Fernández, los isleños redescubrieron su procedencia canaria y han intentado revalorizar su herencia cultural, siguiendo el camino trazado por la comunidad acadiana unos años antes.
Sin estudiar la comunidad acadiana o cayún, es difícil que pueda entenderse la colectividad isleña de Louisiana. A pesar de los magníficos estudios del profesor Din —tan citados como poco leídos en Canarias, y tan leídos como poco citados en Louisiana— todavía está por realizar una amplia investigación sobre las intensas y complejas relaciones entre las comunidades isleña y acadiana.
Un número elevado de descendientes de canarios en Louisiana lleva apellido acadiano e, incluso, existe un grupo que habla spanishcajun, especie de espanglish donde se mezclan dialectos derivados del español y del francés. Otra parte de los isleños, sobre todo en las zonas aledañas al Bayou Lafourche y a Baton Rouge, ha sido absorbida por completo por la acadiana y le resulta sumamente dificultoso encontrarse con un pasado canario que, en muchos casos, ya está completamente borrado.
Tomando prestado un símil del cubano Fernando Ortiz, la impresión que uno experimenta cuando se adentra en toda esta interrelación de comunidades es hallarse contemplando un gigantesco puchero donde se ha introducido todo tipo de ingredientes, muchos de los cuales ya no se diferencian porque se han diluido o porque el caldo los cubre. Sin embargo, aquí y allá, surgen datos, muchos datos que comienzan a esbozar algo sobremanera más interesante que un rompecabezas.
Los términos acadiano y cajun son sinónimos. Cajun (pronunciado ‘kayán’ en inglés) se deriva de la pronunciación inglesa de acadian (akadján ® kadyán ® kayán). Así que toda la música cajun de Louisiana, es decir, la country music de ese Estado, procede de la comunidad acadiana, igual que una especial gastronomía mezclada con la cocina de los isleños.
Tal es el caso del gambó y del jambalaya o yambalaya (una especie de paella picante, con trozos pollo o de caimán, gambas y diversos embutidos), que hizo famosa una canción de 1949 (“On the Bayou”, de Hank Williams), popularizada en los años sesenta como Jambalaya por el famoso cantante de color Fats Domino, el cual, en aquella época, iba a cantar blues y rock-and-roll a los salones de baile de los pescadores y tramperos isleños en San Bernardo.
Por cierto, a las doce de la noche, Melerine o quien fuera el dueño de cada sala concreta, solicitaba a Fats Domino que parase la música a fin de que los isleños subieran a cantar décimas clásicas o a repentizar. Después, el baile continuaba hasta la madrugada, animado por platos de gambas, garrafas de vino de California y, eventualmente, algún puñetazo por culpa de una décima malintencionada.
Aunque el tema lo he recreado ampliamente en los próximos documentales de “La ruta del gofio”, creo que merece la pena detenernos algún día en otro artículo sobre los bailes y diversiones de los isleños, porque existe un verdadero repertorio de anécdotas de lo más gracioso, y es una pena que no se conozcan en Canarias.
¿Pero quiénes son y de dónde proceden los acadianos? Su historia es, al menos, tan interesante como la de los isleños de Louisiana.
En el siglo XVII, Francia envió a Canadá cierto número de colonos que fundaron Acadia en la región que actualmente se corresponde con Nueva Escocia.
El nombre Acadia (en francés Acadie) hacía alusión a una región griega, conocida en español como La Arcadia (de Arcas, hijo de Júpiter), situada en el Peloponeso, con un clima turbulento y habitada por un pueblo muy dado a los sacrificios humanos.
Pero los poetas clásicos, aprovechándose del difícil acceso a la región, cambiaron su imagen y atribuyeron a sus moradores una bondad sin límites y una vida idílica dedicada al pastoreo, la poesía y la música, sobre todo después de que el dios Pan decidió fijar allí su casa.
Esta tradición pasó a los romanos (Virgilio, etc.) e, incluso, se produjo en Francia una conmoción en el siglo XVII al difundirse que se había encontrado una tumba con una misteriosa inscripción “Et in Arcadia Ego”. En la década de 1640, el pintor Nicolás Poussin pintó dos óleos (en 1627 y 1640) titulados Les Bergers d´Arcadie con una tumba dibujada donde se puede leer la misma inscripción.
El cuadro Les Bergers d’Arcadie II se encuentra actualmente en el museo del Louvre, en París. Un cura llamado François Bérenger Saunière encargó una copia, motivado por unos papeles que encontró en una iglesia, pero, aunque es una suculenta historia, nos llevaría demasiado lejos.
Lo cierto es que en el siglo XVII, el nombre de La Arcadia se pronunciaba muchas veces en Europa. Alrededor de la reina Cristina de Suecia se formó un círculo escogido de pintores y literatos al que también se unieron filósofos y otros artistas.
A la muerte de la soberana, en lugar de dispersarse, los contertulios formaron una asociación que bautizaron La Arcadia, y ellos mismos se denominaron “pastores de La Arcadia”, aunque a las mujeres que eran miembros les decían “ninfas”, quizás porque ser pastora no les parecía cargo adecuado para una dama.
En realidad, durante esa época la evocación de la Arcadia clásica se produjo constantemente, como puede comprobarse en los escritos del papa Clemente XI o de la reina polaca Casimir, y en las partituras musicales de compositores de la talla de Alejandro Scarlatti, el cual terminó en 1706 la partitura de “Amor y Virtud”, evocando La Arcadia como medio para elevar el espíritu de sus coetáneos.
La Arcadia remitía al helenismo y representaba la “idea elevada” de la vida, concepto que estaba empezando a ser asumido por las clases dominantes y sirvió de abono al germen de la Ilustración. Esto explica de manera suficiente el nombre de la región canadiense y el espíritu de fraternidad que impulsaba a los colonos franceses que la crearon.
Años más tarde, el desarrollo de estos pensamientos dentro de la Ilustración presidió la selectiva recluta de los canarios para la Louisiana, en cuya cédula se especificaba que no debían conocérseles vicios ni defectos, persiguiendo la idea de fundar en el Nuevo Mundo muchas Arcadias felices, libres de los vicios y corruptelas propias de las poblaciones europeas.
Claro que, como le gusta repetir a Florent Hardy, director del Archivo Estatal de Louisiana, nadie les dijo a los canarios que se iban a encontrar viviendo dentro de un pantano con mosquitos de medio metro que desmoralizarían al propio dios Pan.
Los primeros colonos franceses se asentaron en el actual territorio canadiense, en Saint Croix Island, en 1604, bajo el reinado de Enrique IV. Sin embargo, los temporales les obligaron a mudarse a Port Royal. Cuatro años más tarde, algunos de los colonos se trasladaron hacia el norte y fundaron Nueva Francia, es decir, la actual Quebec.
En 1632 llegaron más colonos a Acadia. Dentro de un grupo de trescientas personas podían contarse muchos franceses y belgas, pero también había escoceses y hasta vascos que habían emigrado previamente a Francia. A principios del siglo XVIII ya rebasaban ampliamente los diez mil habitantes.
En Acadia fueron desarrollando una sociedad muy liberal y democrática, además de acercarse abiertamente a las comunidades indígenas y mezclar sin prejuicios sus culturas. Sin embargo, la Guerra de los Siete Años, se prologó hasta América y los ingleses se enfrentaron a los franceses en las frías tierras del Norte. El constante desafío de los acadianos a los británicos se tradujo en matanzas del ejército inglés que alcanzaban hasta los ancianos y los niños.
En el año 2003, la Reina de Inglaterra, Isabel II, pidió perdón públicamente por la injusticia cometida en 1755 contra los acadianos.
En la década de 1760, los británicos derrotaron a los galos en la batalla de Quebec. Así, aunque los ingleses perdieron en esa época los territorios de la Louisiana —la cual iría a parar, finalmente, a manos españolas—, quedaron dueños de Canadá. El resultado de esta guerra fue que expulsaron a los acadianos y poblaron la región con escoceses de las Tierras Altas o highlanders.
Los acadianos fueron dispersados y trasladados a otras zonas de Canadá y a Francia, cuyo monarca tuvo un grave problema, porque esta comunidad se había habituado a formas de vida democrática y no aceptaba órdenes reales. La realeza absoluta gala no podía permitir ese foco de rebelión constante en su territorio y llegó a un acuerdo con el rey de España, Carlos III, que estaba buscando colonos para la Louisiana.
Así fue como los acadianos fueron embarcados en varios navíos que los trasladaron al Nuevo Mundo para que fueran a disfrutar de los mismos mosquitos que los canarios.
El poeta estadounidense Henry Wadsworth Longfellow compuso el poema Evangeline, A Tale of Acadie (Evangelina, Historia de Acadia) que describe la diáspora de los acadianos a través de una muy triste historia de amor entre Evangelina y Gabriel, dos jóvenes que son separados durante la expulsión de Canadá y se buscan desesperadamente hasta encontrarse ya muy viejos, durante la epidemia de Fidelfia, con el tiempo justo para que Gabriel muera en los brazos de su amada.
Lo curioso es que en Lafayette, en Louisiana, donde también hay descendientes de isleños, existe (si el huracán Katrina no la ha destruido) una casa que supuestamente perteneció a Gabriel. Y hay una estatua de Evangeline cerca del cementerio de San Martín, donada por Dolores del Río, la actriz que interpretó la película Evangeline, hace setenta y seis años.
Una vez en Louisiana, en las tierras del Delta del Misisipi, los acadianos se las arreglaron para confraternizar nuevamente con los indios, adquirir parte de sus costumbres y sobrevivir en aquel infierno de barro, caimanes, ratones y jejenes.
Las relaciones con la comunidad negra fueron cordiales, y buena parte de los isleños, de carácter algo más reacio a compartir su casa con gente extraña, pronto se dejaron influenciar por aquella gente encantadora que tocaba el violín y bailaba valses y polcas como ellos. No en vano esos ritmos eran descendientes directos del baile “el canario”.
Posteriormente, a la zona llegarían colonos alemanes. No han conservado el idioma, como los acadianos y los isleños, pero aún pueden ser rastreadas sus comunidades. Ellos introdujeron el acordeón. Y también hubo una comunidad yugoslava que mezcló con la isleña su sangre y sus vocablos, en un pago de San Bernardo muy devastado por el Katrina.
Las relaciones de los acadianos con los isleños tuvieron sus altibajos. Como muestra, baste comentar que durante una época los canarios de Asunción, Ascensión y otras poblaciones ubicadas en el Bayou Lafourche no podían entrar en las iglesias acadianas y tenían que asistir a misa desde el exterior, lo cual originaba más de un rifirrafe.
En general, los acadianos tenían el mismo problema que los canarios: un complejo de inferioridad respecto a los colonos de ascendencia británica. Practicaban sus costumbres y hablaban su idioma, pero si se sabían observados procuraban ocultarse para hacerlo.
En la actualidad, las canciones cajuns inundan las emisoras de todo el mundo y ahora nos parece increíble que se avergonzaran de su hermosa música.
Pero cuando Joe Falcón y su esposa grabaron la primera canción cajun en 1928, nadie se atrevió a distribuirla fuera de las comunidades acadianas donde tuvo un éxito inaudito. Habría que esperar hasta la década de 1960 para que de la mano de Floy Soileau y algunos grupos de jóvenes se difundiera la música cajun tradicional, con letras en francés, y se organizaran macro festivales que superarían todas las expectativas.
Junto con la difusión de la música, los acadianos fueron percatándose de lo importante que era fortalecer su identidad cultural. Comenzaron a llevar a cabo acciones encaminadas a recuperar cuanta cultura acadiana se pudiera, a ponerla en vigor y a enorgullecerse de ella. Lo han conseguido sobradamente, aunque algún dignatario en Washington haya comentado que si trabajaran más y cantaran menos no tendrían que pedir ayuda cuando llegan los huracanes.
En esa década de los sesenta, un isleño cuarentón, nacido en los alrededores del Bayou Terre-aux-Boef, en San Bernardo, contemplaba fascinado la revolución musical y cultural de los acadianos. También volvía la mirada a sus vecinos y se preguntaba por qué ellos seguían acomplejados de su idioma español y de un origen cuya memoria tenían prácticamente perdida. Era maestro, se apellidaba Fernández y se puso a trabajar en aquel asunto.
Unos cuantos investigadores sabían desde hacía décadas las raíces de aquella peculiar comunidad isleña y hasta habían realizado estudios de sus características lingüísticas y publicado libros sobre ellas, como el lingüista Manuel Alvar. Incluso, llegó a realizarse un documental por parte del musicólogo canario Lothar Siemen.
Sin embargo, los isleños de Louisiana no tenían conocimiento de esto y, desgraciadamente, las personas que habían sido objeto de encuestas o filmaciones no tenían suficiente cultura académica para darse cuenta de su significado y de su auténtica importancia. De manera que Frank Fernández comentó, prácticamente, desde el principio.
Pronto averiguó que él y sus vecinos provenían de las Islas Canarias y que su habla no era un trasto inservible sino un tesoro del siglo XVIII. Que su comida, como el caldo isleño, no era bazofia sino un manjar. Que sería posible recuperar la memoria y contactar nuevamente con sus hermanos al otro lado del Atlántico. Y así lo hizo.
El efecto fue sorprendente: muchos de los isleños, con apellidos franceses, que hasta entonces sólo se atrevían a reivindicar débilmente la cultura cajun, declararon a los cuatro vientos que eran canarios. Desempolvaron los apellidos Pérez, González o Morales, y se los engarzaron a sus nombres ingleses como si fueran joyas.
Los que llevaban apellidos franceses, pronto se presentaron diciendo: “Me llamo Fulano Mengano, y mis apellidos isleños son Rodríguez y Morales”.
En muchas casas, los niños crecieron hablando una mezcla de acadian y de isleño. Generación tras generación se fue convirtiendo en un dialecto propio que todavía hoy avergüenza a quienes lo hablan en sus casas, quizás porque todavía nadie ha certificado oficialmente su existencia. Por esta razón, es tan difícil encontrar personas dispuestas a mantener una conversación, y es probable, si no se pone remedio, que termine desapareciendo dentro de diez o veinte años.
La persona más joven que conozco que habla spanish acadian es una mujer policía llamada Judy, con una edad cercana a la jubilación.
Un problema parecido sucede con el dialecto isleño puro; sin embargo, la solución sería menos complicada puesto que todavía hay personas que lo hablan con orgullo. No obstante, la avanzada edad de los hablantes agrava mucho la situación.
A ello viene a sumarse la dispersión de las familias isleñas por causa del huracán Katrina. Se calcula que un elevado porcentaje de los isleños no volverán a San Bernardo (sólo en esta población residían más de cuarenta mil descendientes directos de canarios) y se encuentran en otros estados, en casa de familiares o intentando rehacer su vida.
Si se tiene en cuenta que está anunciado un formidable huracán en Louisiana para junio de 2006, esta diáspora hacia tierras más seguras es comprensible. Ante todo esto, ¿qué hacer?
En principio, uno podría suponer que contando con una hipotética partida económica suficientemente generosa el problema podría solucionarse con el envío de profesores y folkloristas del archipiélago que instruyeran a los jóvenes isleños en las cuestiones básicas de la identidad canaria. Pero el problema, desde mi punto de vista, es más complejo.
En primer lugar, está la cuestión de la identidad. ¿Es la identidad canaria actual igual que la identidad canaria del siglo XVIII? Parece natural admitir que ha evolucionado y ahora contiene elementos diferenciadores que se han sumado y otros que han desaparecido. Dilucidado esto, habría que aplicarlo a los isleños de Louisiana: su identidad también ha evolucionado y, partiendo de un tronco común, ha seguido su propio desarrollo.
Y eso es, precisamente, lo hermoso de toda esta historia, tan parecida a la de los judíos sefardíes con los castellanos: nos reconocemos en ellos, ellos se reconocen en nosotros, pero no somos iguales. La belleza está en la simetría, como proclamó Hegel, pero también en la asimetría como saben perfectamente los maestro florales japoneses.
Y, digo yo, ¿no será contraproducente “convertirlos” a nuestra cultura canaria actual y borrarles su auténtica cultura? Aquí entra el idioma, la gastronomía, el folklore y hasta la filosofía de la vida, manifestada en frases y dichos. Estoy convencido de que uno de los mayores tesoros culturales canarios son, precisamente, los isleños de Louisiana. ¿Deberíamos convertirlos en “canarios” de Canarias? ¿Debería enseñarse a hablar a los judíos sefardíes el español de Valladolid del año 2005?
La respuesta —y el ejemplo— podría hallarse en un programa en español sefardí especialmente para ellos que Radio Exterior de RNE emite cada martes. Me gustaría creer —no es que lo crea, naturalmente— que la Academia Canaria de la Lengua, de acuerdo con la Viceconsejería de Asuntos Exteriores y la de Emigración, ya ha tomado en cuenta estos asuntos, los ha valorado y ha emprendido las acciones pertinentes.
Por otro lado, gastar el dinero público para enviar enseñantes canarios a impartir español a Louisiana para los isleños de allí no ha solucionado nada ni que lo va a solucionar en el futuro, si bien aquí habría que establecer una diferencia fundamental entre los habitantes de Baton Rouge y los de San Bernardo.
Entre los primeros —sean isleños o no— hay cierto interés en aprender español para tener mayores posibilidades de negocio o de empleo, y les da lo mismo que el dialecto sea canario o manchego.
Sin embargo, este asunto es muy diferente en la segunda zona mencionada, donde el atracción reside en conservar una tradición, una herencia cultural importante para mantenerla viva. Ésta es una disimilitud que conoce perfectamente mucha gente en nuestro archipiélago, incluyendo a quienes actualmente imparten clases de español en el denominado Estado del Pelícano.
De modo que no creo oportuno destinar el dinero público de nuestra comunidad autónoma a suplir las funciones del Instituto Cervantes, en el caso de Baton Rouge y de otras poblaciones similares, y mucho menos dilapidarlo en enviar profesores que terminen de extirpar su especial manera de hablar.
Igual sucede con los trajes típicos, la música típica, etc. ¿Por qué en lugar de inducirles a conservar sus vestimentas tradicionales, digamos por ejemplo del siglo XIX, los estimulamos a que se pongan el traje típico de La Orotava o de Valsequillo? ¿No estaremos despojándoles de su verdadera identidad en lugar de ayudarles a buscarla? Habría que mirar más, mucho más, hacia la comunidad acadiana —o la sefardí— y aprender a tratar el problema.
Si ellos hubieran hecho lo mismo que nosotros, a estas alturas, en lugar de cantar canciones cajuns y comer caimanes fritos, estarían hablando con el acento de Giscard D’Estaigne y desayunando paté a las finas hierbas. Y, sinceramente, creo que hasta nuestro Presidente se disgustaría si algún día escuchase a un isleño de Louisiana hablando como él.
Afortunadamente, los votos de los isleños de Louisiana no les valen a los políticos canarios. Así que las ayudas prestadas para “canarizarlos” han sido tan cicateras que pocos elementos culturales ajenos les han podido aportar. Y ahora que, como ellos dicen, “han cabucado” con el temporal, menos caso les harán, porque la identidad canaria se mide en votos, en oportunidades de negocio y, dicho sea con la mayor ingenuidad, en algún que otro aprieto personal; exactamente igual que en los Estados Unidos de América.
Ésa es, por ejemplo, la diferencia entre Texas o Florida y Louisiana. Aquí y allá, en realidad una parte del proceso es similar al que ha servido para conservar algunos elementos tradicionales, como el silbo gomero o el pito herreño, en las islas periféricas: los recursos para su desarrollo se despilfarraron y se ha producido la paradoja de que las penurias de su población fueron la mejor cápsula para conservar esas tradiciones; cuando las miserias se alejan, la tradición se convierte en folclore, y el folclore —en el sentido más trillado del término— tiende a evolucionar por caminos paralelos a la mass media.
Como muestra, basta con fijarse en la evolución de la lucha canaria, el timple, las romerías o el silbo gomero.
No me gustaría terminar este artículo sin antes formular alternativas, puesto que también he vertido críticas. A mi entender, la mejor forma, por no decir la única, de atajar la desaparición del dialecto isleño de Louisiana es convirtiendo a los más viejos en transmisores culturales.
Sus alumnos deben ser isleños jóvenes, con preparación suficiente para comprender la importancia de la transmisión del idioma tal como se habla en la actualidad. Y esto es un tema lo suficientemente serio como para abrir un debate donde participen, sobre todo, los propios interesados.
Por cierto, existe en la Universidad de Louisiana profesorado en activo que ha estudiado el asunto lingüístico isleño y debería recabarse su opinión. Tal es el caso de la Dra. Patricia Lestrade, con excelentes publicaciones sobre el habla isleña de Louisiana.
Aquí entra el factor económico: esos aprendices deben ser estimulados con suficientes dotaciones dinerarias para que se dediquen plenamente a su cometido.
Por muy caros que salgan sus sueldos, siempre será un gasto menor que el de un profesor enviado desde aquí. Ésta es la dirección correcta hacia la que dirigir los esfuerzos, tanto de la administración pública como de cualquier institución cívica o privada.
Si no es así, me temo que los intereses reales de prestar “ayuda” más tienen que ver con el provecho personal que con la defensa de nuestro patrimonio trasatlántico.
Creo que toca dejarse de mezquindades. El problema de los isleños de Louisiana es un problema canario, y el Gobierno y las instituciones públicas tienen el deber de involucrarse y dejar de mirar para otro lado. De sobra sabemos que hay problemas más urgentes en otras partes del mundo, pero ellos son los biznietos de una gente que las autoridades alejaron de esta tierra que todavía llevan en el corazón.
Y aunque están en la nación más poderosa del mundo, los responsables de su seguridad los han dejado abandonados a su suerte cuando ha sobrevenido el desastre (¿Alguien ha dicho aquí que la mayoría de los 30 ancianos que perecieron en la residencia abandonada eran isleños?).
Eso tenemos que conservarlo a toda costa, y hay que esforzarse en mantenerlo. Estará bien olvidar las mentiras oficiales de los días posteriores al huracán, pero alguien del Gobierno debería tomar cartas en el asunto y poner firme a quien corresponda. ¿O eso de la identidad canaria en el Estatuto de Autonomía era puro vacilón?
Desde aquí, me atrevo a sugerir que se inicien los trámites para que los Isleños de Louisiana sean declarados por la Unesco Patrimonio de la Humanidad. Sería una buena manera de darlos a conocer y de que los políticos obtengan su rentabilidad haciéndose la foto a su lado.
La buena voluntad —o, al menos, la apariencias de buena voluntad— puede conducir a cometer notables errores históricos en las intervenciones de una comunidad humana sobre otra. En nuestros días, podría pensarse que a poca gente se le ocurriría defender la erradicación o la intromisión externa en la cultura autóctona de una comunidad para “mejorarla” y “actualizarla”, sobre todo si esos rasgos culturales constituyen un patrimonio cultural único.
No obstante, sólo basta indagar un poco para caer en la cuenta de que las justificaciones para la intervención continúan utilizándose, y no sólo en los ámbitos políticos, sino en los intelectuales, como muestra el siguiente párrafo de Sebastián Haffner (1902-1999), el historiador y periodista alemán que destacó por su oposición a Hitler, y que he traído a colación por tratarse de un personaje poco sospechoso de apoyar expansionismos de corte nazi y que, sin embargo, defiende y justifica las expansiones colonialistas prusianas, realizadas a sangre y fuego:
“La colonización siempre significa agresión sobre pueblos y civilizaciones más débiles por parte de otros más fuertes. También constituye progreso, porque una civilización más débil y primitiva se sustituye por otra más fuerte y avanzada. De esta manera, siempre es una mezcla de cosas buenas y malas, y su apreciación depende de si la balanza se inclina más a lo positivo que hacia lo negativo.” (Haffner, Sebastian: Prusia ohne Legende, Hamburgo, 1979).
Desde que el Padre de Las Casas puso el dedo en las llagas del Nuevo Mundo, en el siglo XVI, pasando por Joseph Conrad y su soberbio alegato contra Leopoldo II de Bélgica con su obra “El corazón de las tinieblas”, la discusión sobre los perjuicios y los beneficios de la invasión y el dominio protector de unos pueblos sobre otros no ha cesado. Mientras unos centran los beneficios en la comunidad supuestamente protectora, los otros alegan que los supuestamente protegidos son los beneficiados, dado que se trata de dotarles de herramientas culturales para que afronten la modernidad.
Sobradamente conocidas son las guerras entre diversos países que disputaban su contribución a la mejora de algunas poblaciones, como fue el caso de Francia, Inglaterra y España en los territorios de Louisiana y la Florida. El exiguo número actual de indígenas y su nula entidad social nos indican a las claras los resultados de tan piadosos y desinteresados esfuerzos.
En realidad, todos estos cambalaches de territorios eran el resultado de intereses más o menos velados que poco tenían que ver con sus habitantes. Cuando España negoció Louisiana con Francia, estaban usándola como moneda de cambio para sus intereses en Europa, y cuando España ayudó a Washington contra Inglaterra fue porque estaba enemistada con la monarquía británica. Ciertamente, todo esto es historia y, por tanto, tenemos la obligación de extraer sus enseñanzas en lo positivo y en lo negativo.
Lo que pretendo indicar es que las intervenciones de unas comunidades sobre otras en raras ocasiones son filantrópicas y la mayor parte de las veces responden a intereses camuflados.
Las intrusiones culturales funcionan de manera similar a las políticas y militares, y si bien no hay derramamiento de sangre ni desplazamientos de fronteras, las tácticas y los intereses personales no se encuentran tan alejados como cabría suponer.
Evidentemente, todo lo expuesto hasta ahora no es algo novedoso, sino que desde hace años lo comparten la mayor parte de las personas de nuestro entorno. No obstante, las divergencias comienzan cuando se trata de llevar a cabo actuaciones concretas. […].
Fuente: Blog de Manuel Mora Morales
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Cortesía de Fabián Trujillo Plasencia.
10-11-2009
Carlos M. Padrón
En uno de los pueblos del Valle de Aridane habitaba en los años 50 un individuo de nombre Francisco al que todos llamaban Panchito. Era amanerado, de unos 35 años, solterón, y vivía con su madre viuda de la cual era hijo único.
Su pasión era la Iglesia, y por ello se encargaba de mantener pulcro y limpio el templo de su pueblo, cuidando de todos los detalles, desde el orden de los bancos y reclinatorios hasta la apariencia física de las imágenes, incluyendo sus vestidos. Y cuando hablaba de temas relativos a eso —que eran de los que hablaba el 99% del tiempo— lo hacía con tono solemne, casi apocalíptico.
A diario iba a la iglesia del pueblo a cumplir con sus tareas, pero para ello tenía que pasar frente a unas edificaciones de dos o más pisos en cuyos balcones y ventanas había siempre varias ancianas que, a falta de mejor cosa que hacer, vigilaban desde arriba el paso de los vecinos para luego hablar de ellos. Y en la base de esas edificaciones había unos bancos en los que, como era y sigue siendo costumbre en nuestros pueblos, se sentaban a diario unos cuantos hombres, de la tercera edad todos ellos, que entretenían sus lenguas con temas pueblerinos, y que, como les disgustaba el amaneramiento de Panchito, cuando éste pasaba frente a ellos, siempre llevando un ramo de flores para ponerlas en el trono de a la imagen de la Virgen patrona de su pueblo, le soltaban comentarios que a él le molestaban, como también hacían los jóvenes, adolescentes y hasta los veinteañeros.
Para hacer oídos sordos a los hirientes comentarios de aquellos hombres e ignorarlos, al pasar frente a los bancos en que éstos estaban, Panchito alzaba la vista hacia los balcones y ventanas antes mencionados y, mientras saludaba con la mano en alto, iba diciendo: “¡Adiós, doña Margarita!”, “¡Buenos días, doña Gertrudis!”, “¡Hasta luego, doña Albertina!”, y así hasta que dejaba atrás la “zona de peligro”.
Se cuenta que un día en que estaba esperando que llegara la guagua, acertaron a pasar dos curas en el coche de uno de ellos, y al ver a Panchito, que de seguro esperaba para ir a la iglesia, le ofrecieron llevarlo.
Él, más que feliz por tan gran deferencia y por tener la oportunidad de estar por unos minutos en la cercanía y compañía no sólo de un cura sino de dos, aceptó gustoso. Al subir al coche, el cura de la iglesia que Panchito atendía quiso presentárselo al otro, que era párroco de otro pueblo, y lo hizo con estas palabras:
—Don Antonio, éste es Panchito, de quien ya le he hablado. Es un mirlo blanco.
A lo que Panchito, arrobado en su inmensa satisfacción, desde el asiento trasero del coche contestó:
—No, don Marino, ¡aún sostengo reñidas luchas con la carne!
Un día, Panchito tuvo que ir a Santa Cruz de Tenerife y se hospedó en una pensión de estudiantes que estaba en la calle Ramón y Cajal, en la que también se hospedaban varios jóvenes de su pueblo y de pueblos vecinos. Uno de estos jóvenes, a quien llamaban Calero, pues ése era su apellido, no dejaba de gastarle a Panchito bromas pesadas, pero, porque ambos eran vecinos de barrio en su pueblo natal, Panchito socializaba más con Calero que con los otros paisanos.
Los más de los estudiantes de esa pensión frecuentaban un determinado burdel y conocían muy bien a las mujeres de vida alegre que en él ofrecían sus servicios. Y sabiendo que Panchito era virgen, Calero se puso de acuerdo con otros paisanos, y entre todos le montaron una emboscada.
Desde comienzos de cierta semana primaveral, Calero le dijo a Panchito que quería que el próximo domingo lo acompañara a conocer a sus primas, propuesta que fue aceptada de inmediato, pues Panchito consideró que eso de que Calero lo llevara a conocer a su familia era un gran honor, y se sintió halagado cada vez que Calero le recordó, día a día, esa invitación, pidiéndole encarecidamente que para la tarde del domingo de marras no aceptara ningún otro compromiso.
Llegó el tan ansiado domingo, y Panchito, en compañía de Calero y de tres de los otros estudiantes, se dirigió contento a conocer a las “primas” de Calero,… y cayó en la emboscada que fue para él el hecho más importante y trágico que le había ocurrido en su vida, pues lo contaba —y lo contó muchas veces, a título de tema aleccionador— así:
«Llegamos a una casa muy grande. Calero abrió la puerta sin llamar, pero, como era la casa de sus tíos —pensé yo— podía tomarse esas libertades.
Apenas entramos aparecieron cuatro mujeres todas pintarrajeadas y con vestidos no muy decorosos, pero pensé que era por el día domingo. Además, me extrañó que fueran cuatro cuando nosotros éramos cuatro también. Alborotadas, como si los que iban conmigo fueran viejos conocidos, los saludaron, uno a uno, con besos en la cara. Cuando la primera llegó a mí, Calero la detuvo, y en voz alta me presentó ante todas, y no sé por qué, ¡pero a Dios gracias!, ya no intentaron besarme.
Yo miraba aquella casa y a aquellas mujeres y decía para mí “¡Cuántas primas tiene Calero! ¡Pero qué raras son todas! Además, ¿dónde están sus padres, los tíos de Calero?”.
Entonces, cada uno de ellos se sentó con una de las primas, y la que quedó sobrante vino a sentarse conmigo.
Ya aquello no me estaba gustando, pero menos me gustó cuando, hablando bajito y de a poquito, cada pareja se fue retirando hacia la parte alta de la casa, y cuando sólo quedábamos Calero y yo, con una mujer al lado de cada uno, Calero se dirigió a la que estba sentada conmigo y le dijo que por qué no me llevaba arriba y me mostraba las fotos de sus padres. “¡Por fin —me dije yo— voy a conocer a los tíos de Calero, aunque sea en fotos!”. E inocente subí con aquella mujer a la parte alta de la casa, sin imaginar siquiera la dura prueba que me esperaba.
Arriba había un pasillo muy largo con puertas a los dos lados. La mujer, que iba delante de mí, abrió una de estas puertas y me hizo entrar a la habitación que, en contra de lo que yo pensaba, no era un salón de recibo sino un dormitorio, con cama y todo. “¡Ay, señor! —me dije yo— ¡esto cada vez me gusta menos!”.
Y menos todavía me gustó cuando la mujer cerró la puerta apenas entrar yo. Y enseguida, con una sonrisa diabólica, me echó los brazos al cuello y me besó en la boca.
Enfurecido, con todas mis fuerzas la separé de mí gritando “¡Noooo! ¡¡Apártate, Satanás!!”. Y aprovechando que mi empujón la dejó sentada en la cama, corrí hacia la puerta y la abrí.
Al salir al pasillo miré a la derecha y a la izquierda, exclamé “¡Ayúdame, San Francisco de Asís, a encontrar la salida más cercana!” y, desesperado, comencé a abrir puerta tras puerta en la esperanza de encontrar una que diera a la calle. Pero, ¡oh, Dios mío!, cada vez que abría una puerta ¡¡yo veía,…. yo veía,…. veía,…!!».
Siempre que contaba este trágico suceso de su vida, Panchito se detenía, rojo de vergüenza, en este pasaje. Quienes, por malicia, lo habían estimulado a que lo contara, lo animaban con repetidos “¿¡Qué viste, Panchito, qué viste!? ¡Dinos qué viste!”, hasta que, después de hacerse rogar varias veces, Panchito, cubriéndose el rostro con ambas manos y bajando su cabeza, gritaba,
—¡Un parapeto, un parapeto!
—Pero, Panchito, ¿qué es un parapeto?—, preguntaban varios al unísono.
—¡Un hombre con una mujer, y desnudos los dos!— gritaba angustiado Panchito mientras, sin retirar las manos de su enrojecida cara, la escondía ahora entre las rodillas.
Y luego de una pausa, como para recuperar algo la perdida compostura, continuaba:
«Pero San Francisco de Asís, protector de los inocentes, me escuchó, y al abrir una de las puertas vi que era una salida a la calle trasera. Sintiéndome libre al fin, me paré frente a esa puerta bendita, y cuando de un golpe terminé de abrirla de par en par, volví la vista hacia atrás y vi que en el pasillo estaban, riéndose, los tres que me habían llevado a aquel lugar de perdición».
Y al llegar a este punto, Panchito unía la acción a la palabra recreando con gestos y entonación el cierre de su historia:
«Y entonces, mirando de frente a Calero, alcé mi mano en gesto condenatorio hacia el pecador que él era, y le dije “¡Adiós, Calero! ¡¡¡Has perdido un amigo para siempre!!!”, y a toda carrera me alejé de aquel antro de pecado».
***
Tal vez Panchito no sepa —o nunca supo, si es que murió— que esta su trágica frase ha sobrevivido en mi familia, y entre muchos conocidos, hasta el día de hoy, y, cuando después de una reunión alguien de éstos quiere irse a pesar de que el resto no quiere que se vaya, ese alguien levanta su mano en gesto grandilocuente, se dirige a los demás y, en tono trágico, exclama “¡Adiós, Calero!”, prescindiendo casi siempre de la segunda parte por cuanto ya los más de los así increpados la conocen.
Y el tal Calero seguramente tampoco sabe cuánto ha perdurado la frase que le fue endilgada por el iracundo Panchito.
Esos conocidos saben de la frase por mi familia, y ésta lo supo por mis cuentos, pero la adoptó la noche en que, a la salida de la primera boda a la que asistí en Venezuela —boda de una tal Flor, que tuvo lugar en el barrio caraqueño de La Pastora el 18/08/1961— en la camioneta que entonces tenía mi difunto hermano Raúl íbamos él, su mujer, sus dos hijas, mis padres, mis dos hermanas y yo.
Para que viéramos algo de la Caracas nocturna, Raúl hizo un recorrido que nos llevó a la Avenida Bolívar que a esa hora, sobre las dos de la madrugada, estaba desierta. Pero vimos que delante de nosotros, por el borde del canal por el que Raúl conducía, caminaba tambaleante un individuo que, a todas luces, estaba borracho.
Al pasar a su altura, a mí se me ocurrió gritarle: “¡Adiós, Calero!”. La respuesta del borrachito fue contundente, pues se enderezó cuanto pudo y a todo pulmón exclamó: “¡Al coño’e tu madre!”.
Ese improperio inmortalizó, al menos en el círculo social que señalé, la histórica frase de Panchito.
IGLESIA DE SANTO DOMINGO DE GUZMÁN, SANTA CRUZ DE LA PALMA.
José G. Rodríguez Escudero
El célebre viajero portugués Gaspar Frutuoso llegó a la capital palmera poco tiempo después de la construcción de esta bella capilla; por este motivo constituye un testigo de excepción. Nos habló de la construcción, de su iconografía, de su ornamentación y de su retablo de magníficas pinturas.
Una de las noticias que han llegado a nosotros, escritas por el propio Frutuoso, y que recoge en su obra Fernando G. Martín, es la siguiente: “Luis de Vendaval, que en el tiempo del hambre mantuvo a la gente, como dije, hizo una capilla junto a la mayor de este convento, al lado S, muy hermosa con su retablo de la historia del Santisimo Sacramento y del mana, su alegoria, grande y de hábil pincel, con todos los ornamentos necesarios de brocado, oro y plata, al cual ha dotado con gran patrimonio”.
El extinto convento de San Miguel de Las Victorias, posteriormente de Santo Domingo de Guzmán, se fundó en 1530 sobre una antigua ermita con la advocación del Patrón de la Isla y que siguió dando nombre al convento, aunque la ocupación completa de los hermanos Predicadores no se produce hasta después de 1543. El propio Obispo no había dado la autorización para que los frailes emplazaran allí su residencia hasta 1542.
Se dijo que fue incendiado y saqueado por los piratas calvinistas en julio de 1553 y que se reedificó posteriormente “mucho mejor que estaba antes”. Para algunos investigadores no parece clara esta afirmación de Frutuoso y tal vez el fuego no llegara tan arriba, a esta zona alta de la ciudad donde se alzaba el monasterio. Incendiado o no, el cenobio necesitó limosnas urgentes para proseguir las obras y reparos, y los frailes suplicaron ayuda “a Su Magestad e a los señores de su Real Concejo”. La capilla colateral de la Epístola, dedicada a Santo Tomás de Aquino y erigida por el caballero flamenco Luis Van de Walle, llamado el Viejo, empezó a edificarse en 1554 y concluida en 1567.
El antiguo retablo
El caballero mencionado en el fragmento de Frutuoso, Lodewijk (en español, Luis) Van de Walle —o Vendaval, como se españolizaba en la época— fue un importantísimo personaje, perfecta figura del filántropo y lo más cercano a un mecenas renacentista que tal vez haya existido en Canarias.
Para algunos investigadores, como los profesores Díaz Padrón y Hernández Perera, era evidente que los valiosos cuadros flamencos que, afortunadamente, aún existen en el Convento y que se atribuyen a Pourbus el Viejo, “el último epígono de la brillante Escuela de los Países Bajos”, no se trajeron para esta capilla, sino para la mayor.
Fernando G. Martín y Pérez García ahondan en este punto. Consideran lógico que las tablas formaron parte del retablo donado por Juan de Santa Cruz para la capilla mayor. Según la tesis de Frutuoso, el único encargo que puede corresponder a las pinturas es el retablo de esa capilla. Pérez Morera también es tajante en este asunto: “equivocadamente se pensó que dichas tablas pertenecían al retablo de la capilla de Santo Tomás… Atendiendo a la descripción que hizo Frutuoso y a la escritura de la dotación de la capellanía de Van de Walle en 1567, desmentimos tal opinión desde 1989”.
Otros estudiosos indican que las magníficas tablas tampoco fueron encargados por el gentilhombre flamenco Van de Walle, considerado como el prototipo de caballero moderno, por su nobleza, sus virtudes cristianas y sus cuantiosas riquezas. Tan sólo para este monasterio donó más de 26.000 ducados, como nos relatan Juan B. Lorenzo Rodríguez y Viera y Clavijo.
Hay varios estudios que ponen en tela de juicio esta aseveración. En ellos se afirma que las pinturas fueron encargadas por el flamenco, pues en escritura de 1567, ante Bartolomé Morel, ”la comunidad tramitó al citado donante, constando a su costa la construcción de una capilla…”. Así, las pinturas estarían en ese año “en la capilla edificada por Vandewalle”.
El prestigioso profesor Paul Huvenne también indica: “En este sentido, el retablo de La Palma constituye una pieza clave, puesto que puede ser relacionado con el inmigrante flamenco Lodewijk Van de Walle, sobre la base de un documento de 1567, en el que aparece como comprador del retablo”.
Actualmente las seis tablas —de San Miguel Arcángel, San Juan Bautista, la Genealogía de Jesús, los Santos Dominicos y las grisallas de San Blas y San Francisco— atribuidas a Pierre Pourbus el Viejo se encuentran colgadas en la pared izquierda de la nave central y única del templo. Una séptima de mayor anchura, la tabla central del retablo representando al Calvario, hoy está en paradero desconocido. Fue fotografiada por última vez en la exposición de la Bajada de la Virgen de 1920.
Juan Van de Walle
El mecenas protegió y auxilió a la Comunidad de Dominicos durante los once años que duró el litigio para la fundación del convento, especialmente en Madrid y Roma, donde se siguió el pleito. Durante esta “contradicción”, don Luis Van de Walle los cobijó en una hacienda suya en Buenavista.
Después de haber traído agua a la ciudad, hecho un Pósito en 1560 para los más desfavorecidos (con una renta de 500 doblas de oro anuales), dado dotes a huérfanos, un maravilloso pontifical de brocado para El Salvador, construido gran parte del Hospital de Dolores, donado la imagen de San José para Breña Baja, y así un largo etcétera, funda la capilla de Santo Tomás de Aquino en el Convento dominico. Así consta en la escritura de patronato realizada ante Bartolomé Morel el 27 de septiembre de 1567, tal y como quedó reflejado por Viera y Clavijo.
Es la colateral derecha de la capilla mayor “y así a la parte de la mano derecha entrando por la iglesia y del monasterio yendo al altar mayor y la derecha capilla que el derecho, Luis Van de Walle así ha hecho y por todo acabado y proveida adornada del retablo y de todo lo demás que es necesario para el servicio de toda ella”. Su relación con esta orden es muy fluida y amplia. No sólo invierte muchísimo dinero en su construcción, sino que protege a los monjes durante los difíciles años de su fundación. Uno de sus hijos, Fray Miguel Van de Walle, toma los hábitos.
La suntuosidad y el esplendor de la capilla tuvieron que ser considerables. Aún conserva su estructura arquitectónica pero, a excepción del frontal de azulejos sevillanos del altar y la espléndida techumbre mudéjar, no ha perdurado ningún otro de sus componentes. Al igual que la capilla colateral del Evangelio —antigua de la Soledad y luego de Santo Domingo— se cierran con espléndidas techumbres mudejáricas decoradas con lacería que se despliega por todos los faldones.
Pérez Morera nos informa de que “su deslumbrante policromía, a base de rosetones vegetales sobredorados, motivos florales y temas inspirados en el grutesco renacentista (quiméricas cabezas humanas con senos de mujer y cuerpos de águilas, jarrones y seres fantásticos y monstruosos), dispuestos simétricamente en los frisos del arrocabe, es vivo testimonio del esplendor de antaño”.
Finalmente, entre tanto lujo, instaura el panteón familiar y es enterrado junto a su esposa, María Bellid de Cervellón, muerta diecisiete años antes, en 1570, quien también es amortajada con el hábito dominico. El matrimonio había incluido esta capilla en el vínculo de bienes propios, fundado a favor de su hijo primogénito, Tomás Van de Walle, y de su descendencia. La condición impuesta era la celebración de ciertas festividades o funciones en la capilla.
Tras la muerte de este hijo, “entró en el goce y disfrute de dicho vínculo y patronato don Luis Vandewalle de Servellón, a quien se le concedió la gracia de hacer una tribuna con salida y puerta a la calle o plaza del convento”. La escritura, con las licencias necesarias, se hizo ante Andrés de Huerta el 19 de octubre de 1730, “expresándose en ella que la llave de esta puerta había de tenerla y custodiarla el patrono, y a la vez se le autorizó también para abrir una ventana sobre la capilla mayor, que no llegó a hacerse”.
Esta prestigiosa familia, siempre ligada a las ramas de su ciudad natal a pesar de la enorme distancia, dotó a la capilla bajo su protección, “de la dignidad que era común en la próspera ciudad europea de donde partieron, para arraigar en las islas hasta nuestros días”.
Advocaciones
A pesar del nombre de la capilla, el tema principal del retablo no es el santo dominico. Se piensa que hubo una tabla pintada con Santo Tomás, pero que no se conserva. El origen hay que buscarlo en su padre, llamado Messire Thomas Van de Walle, “décimo Señor de Lembecke y de otros feudos” y es posible que esta advocación se haya relacionado con el nombre de este flamenco.
En su testamento declara su “devocion del sanctisimo sacramento de la eucaristia”. El tema de las pinturas que configuraban el antiguo altar se relaciona con una historia del Antiguo Testamento: el maná o alimento llovido a los hambrientos hebreos desde el cielo durante su penosa travesía en el desierto. Ésta está conectada con la instauración de la Eucaristía por Cristo en la Última Cena. Ambos asuntos se suelen representar conjuntamente en el arte religioso.
El extraño asunto del “maná”
El profesor Pérez Morera ha desarrollado la lectura del retablo definiéndolo como “discurso contrarreformista”, que defiende la presencia de Cristo en la Sagrada Forma y la exalta como camino de “salvación eucarística”, en correlación al significado del anejo retablo de la Santa Cruz como “triunfo sobre la herejía”.
Tal y como refleja magistralmente Fernando G. Martín en su obra, se sabe que el maná “está identificado por los científicos con excrecencias del tamarisco segregadas por insectos”. Concretamente en La Palma y durante el siglo XVI, los cronistas como, por ejemplo, Alonso de Santa Cruz, daba cuenta de un hecho perfectamente conocido: “ay muchos que afirman que se cogia en ella antes que se conquistase una miel que llamavan celestial que la cogian sobre las matas y los montes como copos de nieve; agora cae algunos años”. Así, se recogía un maná sabroso y alimenticio que, incluso llegó a exportarse.
Abreu Galindo nos da más datos: “Habia en esta isla de La Palma, antes que se conquistara, y después muchos años, mucha cantidad de maná, que se cogia en ella y se llevaba a vender a España; el cual dejó de caer y cogerse después que la arboleda de la cumbre de la isla se perdió”.
El detallista Frutuoso apunta también hacia 1567: “Los isleños dicen que antes y despues de ser tomada la isla caia en la cumbre un manjar del cielo, menudo y blanco, como confites…. sobre los arboles bajos y espesos como los tagetes, retamas y ajenjos… Ellos lo llamaban Gracia de Dios y maná oloroso…”. Concluye su relato afirmando que cuando comenzaron “los tratos mercantiles… se perdió para no volver más”.
Torriani, que se encontraba en la isla entre 1584 y 1587, también lo señala brevemente: “Encima de los montes Andenes, que son los más altos, cae algunas veces buenisimo maná”.
Viera y Clavijo lo describe científicamente: “jugo meloso, concreto, purgante, sabor insipidamente dulce, de la clase de los cuerpos llamados mucosos, que se resuda de algunos árboles y con el calor del sol se condensa en pequeños grumos…”. Leyó libros antiguos que hablaban del maná de La Palma y se exportaba a los países del Norte de Europa.
Fernando Gabriel Martín relaciona el “milagro del maná caído en La Palma” pintado en el retablo encargado por Van de Walle, con la metáfora bíblica, que ya tiene explicación científica: La necesidad de buscarse el sustento a través del trabajo. Él había alimentado literalmente al pueblo palmero en momentos críticos, asemejándose así a Dios cuando alimentó al pueblo hebreo. El palmero y el hebreo, dos pueblos elegidos y unidos por intervenciones milagrosas: un paralelismo que complacería a todos.
Alimento real —maná— y alimento espiritual —eucaristía— se confunden. Ayuda divina a los hombres a través de la fe; el deber de consumir lo necesario a través del sustento; todas estas ideas y asociaciones bien pudieran deberse a una persona luchadora que quisiese hacer méritos y fortalecer su imagen y protagonismo social. Un modelo de vida perfecto para un caballero ejemplar como Van de Walle.
Otros aspectos
La imagen de Santo Tomás de Aquino, restaurada en 2007 por el escultor palmero Domingo Cabrera, fue traída de Roma por el doctor don Tomás Van de Walle de Cervellón, y permaneció en su nuevo sitio hasta el 28 de marzo de 1956, cuando fue colocado el Cristo de la Columna, obra del escultor Andrés Falcón San José y decorada por Manuel Arriaga Beroa. Costó 9.850 pesetas. La imagen del Divino Cautivo, en escorzo, aparece ligeramente forzada sobre la columna, destacándose en la escultura el buen acabado de sus pies y manos.
Este Cristo es acompañado, desde el 27 de marzo de 1956, por la imagen de la Virgen de La Esperanza en la noche del Martes Santo. La bella talla mariana es una obra de estilo sevillano que luce traje de raso blanco bordado en oro, con un enorme y precioso manto de terciopelo de seda verde. Está entronizada en una esquina de la misma capilla sobre un pedestal.
“Ambas esculturas fueron traídas a Santa Cruz de La Palma por iniciativa de don Dionisio Duque Fernández, para lo cual se hicieron peticiones públicas que arrojaron la cantidad de 20.097,70 pesetas” (de acuerdo con las «Notas Históricas…» del
desaparecido historiador palmero Alberto José Fernández García). Se encargaron a los talleres madrileños de don Manuel Calderot. Los gastos de la celebración de los cultos del Martes Santo (antes la procesión era por la tarde), fueron sufragados en los dos primeros años por su iniciador don Dionisio Duque y por don Aurelio Feliciano. Después ha corrido a cargo del “Licenciado en Medicina” don Gabriel Duque Acosta.
Se encuentra en esta capilla un cuadro al óleo de la Virgen de la Merced con Santa María de Cervellón y San Ramón Nonato, rematando el conjunto la Santísima Trinidad. Actualmente está acortado ya que en la parte baja del mismo aparecían las armas de la noble familia de Cervellón, a la que pertenecía la mencionada Santa.
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BIBLIOGRAFÍA
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• FRAGA GONZÁLEZ, Carmen. La Pintura en Santa Cruz de La Palma; La Arquitectura mudéjar en Canarias
• HUVENNE, Paul, Dr. Discurso sobre Pieter Pourbus. Julio 2002.
• LORENZO RODRÍGUEZ, Juan Bautista. Noticias para la Historia de La Palma,.
• MARTÍN RODRÍGUEZ, Fernando Gabriel. Santa Cruz de La Palma. La ciudad renacentista.