Fotos de la isla al morir el día.
Tiene sonido.
Para bajar/ver el archivo, clicar AQUÍ
Cortesía de Antonio Rocha.
Fotos de la isla al morir el día.
Tiene sonido.
Para bajar/ver el archivo, clicar AQUÍ
Cortesía de Antonio Rocha.
El venerable fray Agustín de Bethencourt —llamado el predicador clarísimo, predicador general, y predicador reverendo— cronista apostólico de Nueva España, falleció en la capital metropolitana de México, después de haber avanzado una alta reputación por sus grandes virtudes, saber e inimitable elocuencia.
Un recorrido por la mayor de las islas del archipiélago canario.
Tiene sonido.
Para bajar/ver el archivo, clicar AQUÍ
Cortesía de Lucy de Armas Padrón
Carlos M. Padrón
Los medios de escapismo en que por años me refugié para mitigar los efectos de tiempos de crisis fueron el trabajo, la fotografía, la cría de patos y la música.
Para esta última tuve un salón debidamente equipado en el que me encerraba a seleccionar, grabar, y escuchar luego lo grabado. Así armé una colección de varias decenas de casetes que tienen para mí la ventaja de que me gusta todo lo que contienen.
Después de escuchar una y otra vez algunos de los casetes de música instrumental así grabados, a veces comenzaba a destacar de entre todas alguna melodía evocadora de un sentimiento que con el tiempo iba tomando más y más cuerpo cada vez que —siempre encerrado en mi salón, solo o con alguna de mis hijas—, escuchaba yo de nuevo esa melodía.
Una en particular me hizo recordar a mi padre, otra a mi pueblo como lugar geográfico, otra a mi pueblo como conjunto de costumbres y nostalgias, etc., Y como esos instrumentales estaban ejecutados en un tono al que, jugando con las octavas, podía yo llegar cantando, un día decidí escribir letras alusivas a los sentimientos que esas melodías evocaban en mí y, poco a poco, fui grabando todas esas letras en forma de canción interpretada por mí, usando como fondo el instrumental con la correspondiente melodía evocadora, y lidiando, también yo solo en el salón de música, con los controles del tocadiscos, deck de casetes, ecualización, volumen, audífonos, letra, etc., mientras trataba de cantar lo mejor que podía para lograr algo más o menos aceptable dentro de mis posibilidades.
Al enésimo intento obtenía un resultado menos malo que los anteriores, y con ése me quedaba.
Ahora que vinculadas a artículos previos he publicado ya, además de la descripción que precede, algunas de estas canciones, he decidido agruparlas en esta sección, Mis (pocas) canciones, y otras, por, en lo posible, orden cronológico de grabación.
Hoy le toca el turno a «Tiempos de ayer».
***oOo***
La lejanía de mi pueblo —hace 52 años que dejé de residir en él— exacerba la nostalgia que siento por aquella época de mi adolescencia cuando me abrí al romanticismo, y llevado por las ilusiones de juventud veía ante mí un sinfín de caminos de entre los que creía que podía tomar casi el que yo quisiera, y soñaba con una vida llena de promesas, amor y oportunidades.
Algunas ya pasaron, otras culminaron en fracaso, otras nunca se presentaron, y así el sinfín de caminos se redujo a muy pocos, y aumentó la nostalgia.
Las faenas de campo en un pueblo eminentemente agropecuario se aderezaban con la compañía de familiares, amigos y vecinos que se ayudaban mutuamente en esas tareas (acarreas, trillas, pisadas de uvas, matazones de cochino, recogidas y partida de almendras, etc.) y los caminos, entonces empedrados cuando no eran de sólo tierra, se llenaban con animales de carga, con ganado vacuno o cabrío, y con el rumor de las conversaciones entre quienes con ellos iban y venían a/de los campos en flor.
O las cosechas caseras, a veces tan frondosas que ameritaban una foto, como la de esta col, cultivada por mi padre, que alcanzó los 4,83 metros de altura.
Los muchachos anhelábamos que llegara el día domingo para ir temprano a la Plaza Nueva, y antes de la misa mayor caminar en grupos alrededor de la iglesia en sentido contrario al de las muchachas que nos gustaban, para así cruzarnos dos veces con ellas en cada vuelta, e intercambiar sonrisas y sugerentes miradas furtivas.
En uno de esos paseos, un domingo de 1953, fue tomada esta foto.
De izq. a derecha: Carlos M. Padrón, Fernando Pino, Florencio Martín, Tomás Simón (Masico), Manolo Pino, y Santiago Herrera.
Faltan ya cinco de los seis amigos que aparecemos en ella.
El primero en dejarnos fue Santiago, que murió en El Paso, creo que de cáncer de pulmón, uno o dos años después de tomada esta foto. Luego fue Manolo, que murió en Santa Cruz de Tenerife (Canarias). Luego Masico, en 1996 en el hospital Los Magallanes (Catia, Caracas). Y, por último, Fernando que murió en Higuerote (Venezuela) en 1998. No tengo datos sobre Florencio.
Han pasado 56 años desde esta foto, pero los recuerdos a ella asociados permanecen vivos en mí.
***
La romería de la Fiesta de El Pino era de casi obligada asistencia.
En la Fiesta de El Pino, primer domingo de septiembre de 1952, con mis padres y hermanas.
Desde muy joven me gustó cantar y formé parte de la coral del pueblo, dirigida unas veces por doña Luisa Pozuelo y otras por don Pedro Lorenzo.
Foto tomada el 08/12/1954.- De Izq. a derecha: Juan Antonio Pino, Antonio Capote, ¿?, Miguel Díaz, Pedro Lorenzo, Carlos Padrón, ¿?, ¿?, Javier Simón, y Teudis ¿?.
Misma fecha de la foto anterior y mismos varones excepto por don Salvador Miralles, al fondo a la izq., párroco del pueblo. Las damas, de atrás hacia adelante y de izq. a derecha: Teresa Calero, Carmen María Capote, Marisol ¿?, Celina Pino, ¿?, ¿?, Gloria Isabel Rodríguez, Pepita Taño, Rosa Castro, y Teresa García.
Fiesta de El Pino, primer domingo de septiembre de 1955. Mi prima Celina Pérez Padrón (delante, a la izq.) y yo (al fondo, izq.) acompañamos a los hermanos Silva Padrón, nuestros primos de San Pedro (Breña Alta), cuatro hermanas y un varón, Paco, que está a mi izquierda.
Las bodas eran también lugares de reunión a las que se asistí con traje formal y ánimo jovial. La foto que sigue fue tomada el 25/06/1956, durante una boda celebrada en la terraza de Monterrey.
De izq. a derecha: Juan Enrique Brito, Carlos Padrón, Javier Simón, Isnardo Molina, Miguel Afonso, Florencio Martín, y Gilberto Santana.
Y en fechas señaladas eran frecuentes las representaciones teatrales en las que participábamos los más de los que estamos en esta foto tomada el 10/12/1956.
De atrás hacia adelante y de izq. a derecha: Imelda Martín, Rosa María Rodríguez, Amalia Pages, Carmen Rosa Brito, Celita ¿?, Rosa Castro, Teresita Martín, Juan Antonio Capote, Celina Pino, Susana Miralles, Lourdes Capote, Carlos Padrón, Miguel Díaz, Juana Brito, y Mari Cristo Lorenzo.
Foto tomada en la Fiesta de El Pino del 01/09/1957, la última que gocé antes de dejar el nido, o sea, antes de irme de mi casa a vivir por mis propios medios. De izq. a derecha: Mario Rigoberto Rodríguez, Carlos Padrón, Eleuterio Sicilia, y Antonio Capote Pozuelo.
La que sigue fue tomada en la Cruz Grande (El Paso), frente a la entonces casa de Pepe “el Sirio”, en febrero de 1960.
Creo que, salvo Maximiliano y Antoñico —los dos caballeros sentados al fondo—, las demás personas que aparecemos en esta foto vivimos aún, aunque yo sólo conozca a dos o tres de los niños que en ella me acompañan.
Uno de ellos —el que está con el balón y hoy doctor en Medicina— consiguió en este blog mi dirección, me contactó por e-mail hace varios meses y me envió esta misma foto que, aunque tal vez él no lo recuerde, llegó a sus manos porque fue tomada con mi cámara y, de vuelta yo en Santa Cruz de Tenerife, hice varias copias que mandé a mis hermanas en El Paso para que las dieran a los muchachos que vivían más cerca de nosotros.
Llevado por todos estos recuerdos y los muchísimos más que no tienen fotos que los ilustren, hace ya un cuarto de siglo grabé “Tiempos de ayer”. El tiempo transcurrido desde entonces ha redoblado la intensidad de los sentimientos que en 1984 me inspiraron la letra de esta canción.
Ficha técnica,
Para escuchar/bajar la canción, clicar:
***
P.D.: Los signos de interrogación los uso para significar que no recuerdo el nombre o apellido oficial de la persona a que corresponden. Si alguien me refresca la memoria, con gusto reemplazaré los “¿?” por los nombres o apellidos correspondientes.
31-07-2009
Cabaiguán, en la provincia de Sancti Spíritus, guarda recuerdos y leyendas referentes a los isleños en Cuba. Existe allí un gran asentamiento de canarios.
En una de esas visitas que realicé hace algún tiempo a ese lugar hermoso y de entusiasta población pude descubrir en sus calles algo interesante.
Desde la principal se veía la bandera cubana ondeando frente a la iglesia, y eso le daba al lugar un tono de pueblo añejo con sus casas y techos de tejas.
Sí, me encontraba en Cabaiguán y era una tarde de ésas en que el sol recrudece con el verano. El motivo de mi visita y recorrido por esa región spirituana era investigar sobre los canarios residentes en el lugar.
Y ese calor penetrante era comparable al de la atención que me dio José Francisco Osorio, un hombre de estatura alta y robusta, y de un pelo ya entrecano que dejaba ver su sombrero grande de hojas de guano. Era de origen canario y de profesión dulcero. Precisamente lo conocí frente a una tienda que llevaba por nombre “Canarias”.
Con su bicicleta tiraba de un carrito bien estructurado y con unos cristales a través de los que podían verse los dulces que ofertaba. Cremas de leche, coquitos y torticas, o mantecaditas, como le dicen en esa zona.
Aparentemente, Osorio, como así le decían, era muy conocido en esa parte del territorio, y lo paraban y saludaban al mismo tiempo que le compraban sus deliciosos dulces. Digo deliciosos porque pude probarlos y pienso que no podemos dudar que también la mano isleña tiene un toque especial en eso de hacer cualquier manjar, y más cuando de dulces se trata.
Osorio contó que su papá había nacido en el barco donde vino para Cuba, a bordo del cual su mamá, una tinerfeña, lo tuvo, en alta mar, a los siete meses de embarazo.
Pronto conocí un poco más de su historia. Contaba que tenía ocho años cuando murió su padre. «Mi familia —dijo— tenía sitios en Sancti Spíritus donde sembraban tabaco y frutos menores. Estaba en un lugar al que le decían “El Camino de La Habana».
Expresó además que se sentía orgulloso de ser descendiente de canarios y de vivir en Cabaiguán, lugar que abrigaba a personas honestas, trabajadoras y honradas.
Antes de despedirse comentó que a la Casa Canaria de allí llevaba sus dulces y también cocos, pues los canarios de origen y los descendientes de canarios que en ella se reunían gustaban del agua de coco con la que a veces preparaban ron o aguardiente.
En la despedida no faltó la sonrisa en sus labios a los que se llevó un silbato con el que hacía sonar una sencilla melodía que avisaba a los pobladores que se acercaba el dulcero canario José Francisco Osorio, y ellos salían a su encuentro.
Estela Hernández Rodríguez
La Habana (Cuba)
Carlos M. Padrón
Dice Noel Clarasó que “Cuando se habla de estar enamorado como un loco, se exagera; en general, se está enamorado como un tonto”.
Creo que ni una cosa ni la otra, pues el drogamoramiento incluye los ingredientes de la locura y la estupidez.
Pero si he de decantarme por uno, sería por la locura, pues un tonto tal vez no experimente los estados de excitación que produce el drogamoramiento, pero un loco tal vez sí, pues se dice que algunos locos creen ver y oír lo que nadie ve ni oye, y creen estar en poder de la verdad, de haber dado con la Piedra Filosofal y encontrado la fuente de la dicha eterna.
Pero los locos tienen algunas ventajas sobre los drogamorados, como, por ejemplo:
• La locura suele ser permanente, pero el drogamoramiento no
• Los locos no serán víctimas de la decepción, pero los drogamorados sí
• Los locos tal vez no se percaten jamás de los desastres que han hecho con su vida, pero los drogamorados sí
• Los locos tal vez no tengan que dar marcha atrás en lo hecho durante su periodo de locura, pero los drogamorados sí.
04-08-2009
Carlos M. Padrón
Manuelito
Fue, desde pequeño, el dolor de cabeza de sus padres, pues era un muchacho realmente malo, especialista en hacer ruindades y jugarle malas faenas a todo el que podía.
Tal vez con alguna jugarreta ya en mente se metió a monaguillo, y ahí hizo lindezas como las que, a título de muestra, describo a continuación.
Cuando le daban ganas de merendar (los días entre semana iba a la iglesia sólo en las tardes) comía hostias sin consagrar y las acompañaba con vino del destinado a consagrar, pues espió al cura y pudo averiguar dónde éste escondía la llave de la alacena en la que guardaba hostias, vino y otros objetos que ameritaban cuidado.
Sabedor de las costumbres de los feligreses, había comprobado que la sirvienta de una casa de familia cercana a la iglesia venía a confesarse todas las semanas, el mismo día y a la misma hora. Uno de esos días en que el cura no estaba, Manuelito montó guardia apoyado en la baranda Este de la Plaza Nueva, y cuando vio que la sirvienta veía hacia la iglesia, fue, y en presencia del otro monaguillo, se metió en el confesionario.
Para ese momento, en la iglesia había sólo un par de mujeres que, no sabiendo que el cura no vendría, rezaban a dúo el rosario haciendo tiempo a que comenzara la novena. Apenas la sirvienta entró a la iglesia fue directamente al confesionario y, cuando se arrodilló en él, Manuelito la confesó “a fondo”, o sea, le preguntó de todo con pelos y señales, tanto que la pobre muchacha, alarmada, decidió dar por terminada aquella extraña confesión, y retirarse.
Al notar esto, Manuelito salió del confesionario y se paró frente a la atónita sirvienta que avergonzada y asustada saltó hacia atrás como un resorte, mientras soltaba un grito de espanto, y salió en carrera de la iglesia sin parar de gritar.
Desde ese día, enrojecía y bajaba la cabeza cada vez que se cruzaba con Manuelito, quien, para mortificarla más, le picaba el ojo o le mencionaba palabras “clave” relacionadas con pecados que ella había contado durante la confesión.
Otras de sus diabluras está relacionada con la comunión durante la misa.
En aquellos tiempos, en que se decían las misas en latín y el oficiante daba la espalda a los feligreses, la comunión era impartida sólo por el sacerdote, y en el acto lo ayudaba un monaguillo que bajo la barbilla del comulgante colocaba la patena a guisa de platillo para evitar que, si la hostia se caía, llegara al suelo.
Pues bien, cuando Manuelito era el monaguillo que prestaba ese servicio, sostenía la patena con sus dedos índice y pulgar, y al colocarla bajo la barbilla de las jóvenes extendía el dedo medio y les acariciaba la garganta.
Siendo aún muy joven, Manuelito dejó El Paso y vino a Venezuela, donde aún reside, si es que no ha muerto. Nunca ha vuelto a su pueblo natal.
Cuando todavía vivía mi madre, Manuelito le dispensó una visita en uno de sus esporádicos viajes a Caracas y relató ante ella todas estas travesuras.
Asombrada, mi madre, que no daba crédito a lo que oía, le preguntó que por qué había confesado a la sirvienta, a lo que él respondió que lo hizo para enterarse de lo que en materia de sexo pensaban o hacían las mujeres.
A la pregunta de por qué se comía las hostias, su respuesta fue muy simple: “Porque tenía hambre”.
Y a la pregunta de que si acariciaba la garganta de todas las comulgantes, contestó: “No, qué va; ¡sólo acariciaba a las que me gustaban!”.
***
Alfonso
También fue tormento, principalmente de su padre.
Siendo aún un niño de unos 10 años, sus travesuras fuera de la casa, que iniciaba en las tardes después de almorzar, causaron que un día don Dimas, su padre, desesperado por no saber ya qué hacer con Alfonso, al término del almuerzo lo metiera dentro de un grueso saco, cerrara bien la boca de éste y lo colgara, con Alfonso dentro, de un gancho que había en el techo de la despensa de la casa. Así, se dijo, no podría salir a la calle a hacer diabluras.
Cuando anocheció, estando ya próxima la hora de la cena, don Dimas, decidido a liberar a Alfonso de su prisión colgante, se dirigió a la despensa y por poco se infarta al comprobar que en el colgante saco no estaba ya su hijo,…. sino una buena porción de excremento que éste le dejó como recuerdo.
Don Dimas había olvidado que Alfonso llevaba siempre consigo, al igual que los más de los muchachos de entonces, una navaja plegable.
Cuando tenía 15 años jugaba con un grupo de muchachos de 19 que lo aceptaban porque era muy despabilado.
Entre esos muchachos mayores estaba mi hermano Raúl, y él contaba que una vez que jugaban fútbol en un terreno baldío bastante cercano a la casa en que habitaba Carolina, una muchacha de 18 y no de muy buena reputación, notó que un gran tonel de madera —como las llamadas pipas usadas en las grandes bodegas para guardar vino— que estaba arrinconado por inservible en una esquina del terreno, se movía de forma por demás extraña.
Intrigado dejó de lado el juego, se acercó al tonel, y para su sorpresa comprobó que metidos en su interior estaban Alfonso y Carolina en plena faena sexual.
El recuerdo de ese suceso molestaba mucho a mi hermano, y cuando terminaba de narrarlo decía siempre algo así como:
—¡No jodas! Nosotros, de entre 19 y 20 años, jugando al fútbol como unos pendejos, ¡y Alfonso, de sólo 15, cogiéndose a Carolina! Y lo peor es que eso era lo que todos queríamos hacer, ¡pero no podíamos conseguirlo!
***
Perico
A la edad de 20 años adquirió complejo de Antonio Machín [1], y cuando le daba la veneta [2], que era siempre veraniega, subía a la azotea de su casa y a voz en cuello anunciaba, como lo haría un locutor de radio: «Señoras y señores, ¡a continuación Antonio Machín canta para ustedes “Dos gardenias”!», y acto seguido rompía a cantar la mencionada canción mientras gesticulaba como si estuviera en un concierto en vivo y ante numeroso público.
Las horas que él prefería para sus conciertos eran las de la siesta veraniega, o sea, las de después del almuerzo de los días de verano, tal vez porque entonces no debía prestar ayuda a sus padres. El problema con estos conciertos era para los vecinos, pues cuando ellos recién estaban comenzando a adormitarse, la estentórea voz de Perico los regresaba a la calurosa realidad y los dejaba desvelados.
De nada sirvieron las protestas de estos vecinos ni los sermones que a Perico le daban sus padres, pues a ambos respondía con sonoras carcajadas.
Sin embargo, Doña Bernarda, la vecina más próxima, que era mujer de malas pulgas y de armas tomar, no perdió su tiempo en hacer un educado reclamo a Perico o a sus padres, sino que optó por subir también a la azotea de su casa e insultar a Perico a grito limpio mientras éste estaba absorto en la interpretación de “Madrecita”, “Angelitos negros”, “Mira que eres linda”, u otra de las varias canciones de Machín que entonces estaban de moda, pero en especial “Dos gardenias”, que era su preferida.
Molesto por esas bruscas interrupciones que cercenaban su creatividad artística, Perico, que a esa vecina la llamaba “Bernardí” en son de burla y para enojarla, ideó una cruel venganza.
No sé de dónde, pero consiguió lo que llamábamos un cristel [3], que no era otra cosa que un cilindro metálico (como de unos 10 cm de diámetro y unos 30 cm de largo) provisto de un émbolo que se introducía por uno de sus extremos y se accionaba mediante un mango, mientras que el otro extremo terminaba en un estrecho tubo. O sea, una jeringa gigante pero sin la aguja, y se usaba para succionar líquidos que luego podían expulsarse, lejos y con mucha presión, por el estrecho tubo.
En las más de las casas había un pequeño estanque que recogía las aguas producto del fregadero de las cocinas o de la pileta donde se lavaba la ropa. Si ese estanque no se vaciaba con regularidad, el agua represada en él terminaba corrompiéndose, en su superficie aparecía una espesa costra que se llenaba de gusanos, y despedía un olor putrefacto.
Una tarde de mucho calor, Perico llenó el cristel con el agua pestilente del estanque de su casa, y a la hora de su concierto diario, en vez de subir a su azotea se ubicó cerca de la ventana de Doña Bernarda, a quien suponía haciendo siesta, y comenzó a gritar: “¡Bernardí, Bernardí! ¡Hoy voy a cantarte aquí, cerca de tu ventana, para que me oigas mejor!”. Y después de repetir un par de veces esa terrible amenaza, rompió a cantar.
No había pasado medio minuto cuando en el interior de la casa de Doña Bernarda se escucharon los gritos de ésta insultando a Perico mientras se acercaba a la ventana que abrió de par en par y sacó fuera medio cuerpo para hacerse escuchar mejor. En el momento en que ella mantuvo abierta su boca para sostener la última sílaba del insultante grito de turno, Perico le descargó, en plena cara y a máxima presión, el “perfumado, sabroso y saludable” contenido del cristel.
Ignoro en qué terminó el incidente, pues cuando a los furibundos e insultantes gritos de Doña Bernarda, luego de superado el atragantamiento, salieron a la calle los padres de Perico, yo me retiré prudentemente, pero nunca olvidé aquel drama vecinal de acuosa y perfumada inyección,… que le recordé a Perico todas las veces que lo vi en Venezuela, y todas las veces soltó una sonora carcajada.
***
[1] Tanto mi padre como mi tío-abuelo Juan Sosa detestaban profundamente a Machín, y cuando a oídos de cualquiera de ellos llegaba la plañidera voz de ese cantante exclamaban: “¡Ahí está Joaquín jozando mierda!”.
[2] Veneta.- Decisión generalmente inesperada y a veces alocada. “Le dio la veneta de irse a Venezuela, y se fue”. “Le dio una veneta, y se botó por el barranco”. Palabra del Léxico Pasense que he recopilado
[3] Nombre incorrecto pero usado allá y entonces. Creo que ahora se les llama “bomba manual de vacío”.
El Doctor en teología y jurisprudencia, Antonio Porlier, fue en 1766 fiscal de Indias en la Audiencia de las Charcas, fiscal civil de Lemejer (1775); fiscal del Consejo de Indias y académico de la Historia.
Escribió por encargo de la docta Corporación Española la erudita y bien conocida obra denominada Descubrimiento de las Canarias, que mereció los aplausos de las personas doctas.
Falleció Porlier en Madrid, después de haber colocado muy alto en ambos mundos el nombre de los hijos de las Afortunadas.