[Opino}– Botar vs. guardar o reparar, efectos del facilismo

Lo que acerca de lo que sigue puedo decir es ¡¡¡EXCELENTE!!! Me identifico totalmente con el sentir de Marciano Durán, uruguayo, quien, según esto es el autor:

Ya consignado en envío por separado a lectores y amigos, deseamos en este blog reiterar lo dicho por nuestro colega Marciano Durán de que este excelente texto es de su autoría y no (como alguien lo ha querido hacer pasar) de Eduardo Galeano, quien con toda humildad ha aceptado que no es suyo”.

Pero no estoy de acuerdo en que sea para los mayores de 40 años, pues conozco varias personas que ya pasan esa edad y no entienden lo que Durán, yo y muchos millones más decimos acerca de cómo nos criamos.

Hace apenas 3 días descubrí que a mi cámara fotográfica digital, la primera de este tipo que he tenido, no le funciona el autofocus. Sobre el borde del lente se le ve la marca de un golpe, pero no sé quién ni cuándo ni donde pudo dárselo, pues no lo recibió estando conmigo y no se la he prestado a nadie.

Antes de buscar dónde podrían repararla se me ocurrió hurgar en Internet y descubrí que esa misma cámara, nueva, cuesta hoy $35, ¡pero en 2003 pagué por ella en San Francisco $300! Por supuesto, decidí no intentar siquiera repararla porque lo más seguro es que si tal reparación funcionara me cobrarían por ella más de $35.

Lo que me causa tristeza y malhumor es que la primera cámara fotográfica que tuve en mi vida, una Regula III, alemana, que con gran esfuerzo económico de mi parte compré en Santa Cruz de Tenerife a comienzos de 1958, y con la que tomé las más de las fotos que acerca de mi vida antes de 1980 aparecen en este blog, funciona aún y, por supuesto, no tengo estómago para botarla, como no lo tengo para botar esta digital que ya no funciona bien. ¿Que para qué la quiero si no funciona? ¡Pues no sé!

No me queda más opción que comprar otra digital, a pesar de que aún tengo en perfectas condiciones la reflex Nikon que IBM me regaló en 1994 con motivo de mis 25 años de servicio en la compañía. Esa Nikon trabaja con carrete o rollo (o sea, es convencional, no digital) pero los buenos laboratorios que en Caracas usaba yo para el revelado de rollos y la impresión de copias como Dios manda cerraron todos porque la fotografía digital acabó con ellos.

¿Escardador de colchones? Otro punto en el que discrepo de Durán porque en El Paso no existía tal profesión. Los colchones se llenaban en verano con la paja del trigo recién trillado, y así se mantenían hasta la trilla del próximo año cuando ya la paja del año anterior se había compactado de forma tal que tenía la blandura y suavidad de un ladrillo.

 

¿Los juguetes de los niños? Pues trompos, pelotas de trapo y carritos de penca, todo hecho por los mismos niños o por alguno de sus parientes mayores.

Para quienes no sepan qué es un carrito de penca, aquí va la foto de uno que alguien que, aunque de menos edad que yo jugó con carritos como éste, se tomó la molestia de construir para la Fiesta de El Pino de 2006.

¿Y los zapatos? ¿Arreglar las media-suelas de las Nike? ¿¡Nike en aquella época!? ¡Por favor! Creo que mis problemas cuando uso zapatos de la talla que, según los expertos, me corresponde —ésa en la que el dedo gordo quede al menos a un par de centímetros de distancia del extremo interior delantero del zapato, y el pie algo holgado dentro de él— se deben a que por muchos años usé unos en los que, por crecimiento de mi pie, el dedo gordo pegaba en ese extremo del zapato, y el pie quedaba bien justo dentro de él.

Durante mi niñez, cuando ya ese dedo había abierto un hueco en la punta del zapato era cuando me compraban unos nuevos. Y durante mi adolescencia me compraban zapatos nuevos cuando ya mi pie no entraba en los viejos y, por supuesto, ésos se le regalaban a un muchacho al que le sirvieran.

Y el uso más frecuente del papel de periódicos y revistas era el que ahora cumple el papel higiénico, no el de envolver, que para eso usaban en los comercios (abastos, carnicerías, etc.) el llamado papel baso (¿o ‘vaso? ignoro si es ‘vaso’ o ‘baso’ porque nunca supe el significado de este término). Tal vez no haya sido así en los tiempos de Durán pero sí en los míos.

Nota.- A fin de evitar malsonancias y suspicacias en algunos países de este lado del charco, en la versión original de Durán me he tomado la libertad de cambiar por ‘botar’ el verbo usado por el autor.

Carlos M. Padrón

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03-05-2009

Por qué todavía no me compro un DVD

Marciano Durán

Lo que me pasa es que no consigo andar por el mundo botando cosas y cambiándolas por el modelo siguiente sólo porque a alguien se le ocurre agregarle una función o achicarlo un poco.

No hace tanto, con mi mujer, lavábamos los pañales de los críos, los colgábamos en la cuerda junto a otra ropita, los planchábamos, los doblábamos y los preparábamos para que los volvieran a ensuciar.

Y ellos, nuestros nenes, apenas crecieron y tuvieron sus propios hijos, se encargaron de botar todo por la borda, incluyendo los pañales.     ¡Se entregaron inescrupulosamente a los desechables! Sí, ya lo sé: a nuestra generación siempre le costó botar. ¡Ni los desechos nos resultaron muy desechables! Y así anduvimos por las calles guardando los mocos en el bolsillo y las grasas en los repasadores.

¡¡¡Nooo!!! Yo no digo que eso era mejor, lo que digo es que en algún momento me distraje, me caí del mundo y ahora no sé por dónde se entra. Lo más probable es que lo de ahora esté bien, eso no lo discuto; lo que pasa es que no consigo cambiar el equipo de música una vez por año, el celular cada tres meses o el monitor de la computadora todas las navidades.

¡Guardo los vasos desechables!
¡Lavo los guantes de látex que eran para usar una sola vez!
¡Apilo, como un viejo ridículo, las bandejitas de espuma plástica de los pollos!
¡Los cubiertos de plástico conviven, en el cajón de los cubiertos, con los de acero inoxidable!

Es que vengo de un tiempo en el que las cosas se compraban para toda la vida. Es más, se compraban para la vida de los que venían después.

La gente heredaba relojes de pared, juegos de copas, fiambreras de tejido y hasta palanganas de loza. Y resulta que en nuestro no tan largo matrimonio hemos tenido más cocinas que las que había en todo el barrio en mi infancia, y hemos cambiado de nevera tres veces.

¡¡Nos están fastidiando!! ¡¡Yo los descubrí!! ¡¡Lo hacen adrede!! Todo se rompe, se gasta, se oxida, se quiebra o se consume al poco tiempo, para que tengamos que cambiarlo. Nada se repara; lo obsoleto es de fábrica.

¿Dónde están los zapateros arreglando las media-suelas de las Nike? ¿Alguien ha visto a algún colchonero escardando colchones, casa por casa? ¿Quién arregla los cuchillos eléctricos, el afilador o el electricista? ¿Habrá teflón para los hojalateros, o asientos de aviones para los talabarteros?

Todo se bota, todo se desecha y, mientras tanto, producimos más y más basura.
El otro día leí que se produjo más basura en los últimos 40 años que en toda la historia de la humanidad. El que tenga menos de 40 años no va a creer esto: ¡¡Cuando yo era niño, por mi casa no pasaba el basurero!! ¡¡Lo juro!! ¡Y tengo menos de… años!

Todos los desechos eran orgánicos e iban a parar al gallinero, a los patos o a los conejos (y no estoy hablando del siglo XVII).

No existían el plástico ni el nylon. La goma sólo la veíamos en las ruedas de los autos, y las que no estaban rodando las quemábamos en la Fiesta de San Juan.

Los pocos desechos que no se comían los animales servían de abono o se quemaban. De ‘por ahí’ vengo yo, y no es que haya sido mejor. Es que no es fácil, para un pobre tipo al que lo educaron con el ‘guarde y guarde que alguna vez puede servir para algo’, pasarse al ‘compre y bote que ya se viene el modelo nuevo’. Mi cabeza no resiste tanto.

Ahora mis parientes y los hijos de mis amigos no sólo cambian de celular una vez por semana, sino que, además, cambian el número, la dirección electrónica y hasta la dirección real.

Y a mí me prepararon para vivir con el mismo número, la misma mujer, la misma casa y el mismo nombre (y vaya si era un nombre como para cambiarlo) Me educaron para guardar todo. ¡¡¡Toooodo!!! Lo que servía y lo que no. Porque algún día las cosas podían volver a servir. Le dábamos crédito a todo.

Si, ya lo sé, tuvimos un gran problema: nunca nos explicaron qué cosas nos podían servir y qué cosas no. Y en el afán de guardar (porque éramos de hacer caso) guardamos hasta el ombligo de nuestro primer hijo, el diente del segundo, las carpetas del jardín de infantes, y no sé cómo no guardamos la primera caquita. ¿Cómo quieren que entienda a esa gente que se desprende de su celular a los pocos meses de comprarlo?

¿Será que cuando las cosas se consiguen fácilmente no se valoran y se vuelven desechables con la misma facilidad con la que se consiguieron?

En casa teníamos un mueble con cuatro cajones. El primer cajón era para los manteles y los repasadores, el segundo para los cubiertos, y el tercero y el cuarto para todo lo que no fuera mantel ni cubierto. Y guardábamos,.. . ¡¡cómo guardábamos!! ¡¡Tooooodo lo guardábamos!!

Guardábamos las chapitas de los refrescos,.. ¡¿Cómo que para qué?! Con ellas hacíamos limpia-calzados para poner delante de la puerta para quitarnos el barro. Dobladas y enganchadas a una cuerda se convertían en cortinas para los bares. Al terminar las clases les sacábamos el corcho, las martillábamos y las clavábamos en una tablita para hacer los instrumentos para la fiesta de fin de año de la escuela. ¡Tooodo lo guardábamos!

¡¡¡Las cosas que usábamos!!!: mantillas de faroles, ruleros, ondulines y agujas de primus,… y las cosas que nunca usaríamos. Botones que perdían a sus camisas y carreteles que se quedaban sin hilo se iban amontonando en el tercero y en el cuarto cajón. Partes de lapiceras que algún día podíamos volver a necesitar. Tubitos de plástico sin la tinta, tubitos de tinta sin el plástico, capuchones sin la lapicera, lapiceras sin el capuchón. Encendedores sin gas o encendedores que perdían el resorte. Resortes que perdían a su encendedor.

Cuando el mundo se exprimía el cerebro para inventar encendedores que se botaban al terminar su ciclo, inventábamos la recarga de los encendedores descartables. Y las hojillas Gillette —hasta partidas a la mitad— se convertían en sacapuntas por todo el ciclo escolar. Y nuestros cajones guardaban las llavecitas de las latas de sardinas o del corned-beef, por las dudas de que alguna lata viniera sin su llave. ¡¿Y las pilas?! Las pilas de las primeras Spica pasaban del congelador al techo de la casa. Porque no sabíamos bien si había que darles calor o frío para que vivieran un poco más. No nos resignábamos a que se terminara su vida útil, no podíamos creer que algo viviera menos que un jazmín.

Las cosas no eran desechables, eran guardables. ¡¡¡Los diarios!!! Servían para todo: para hacer plantillas para las botas de goma, para poner en el piso los días de lluvia y, por sobre todas las cosas, para envolver. ¡¡¡Las veces que nos enterábamos de algún resultado leyendo el diario pegado al trozo de carne!!!

Y guardábamos el papel plateado de los chocolates y de los cigarros, para hacer guías de pinitos de navidad; y las páginas del almanaque para hacer cuadros, y los cuentagotas de los remedios por si algún medicamento no traía el cuentagotas, y los fósforos usados porque podíamos prender una hornalla de la Volcán desde la otra que estaba prendida, y las cajas de zapatos que se convirtieron en los primeros álbumes de fotos.

Y las cajas de cigarros Richmond se volvían cinturones y posa-mates, y los frasquitos de las inyecciones con tapitas de goma se amontonaban vaya a saber con qué intención, y los mazos de naipes se reutilizaban aunque faltara alguna, con la inscripción a mano en una sota de espadas que decía ‘éste es un 4 de bastos’.

Los cajones guardaban pedazos izquierdos de palillos de ropa y el ganchito de metal. Al tiempo albergaban sólo pedazos derechos que esperaban a su otra mitad para convertirse otra vez en un palillo.

Yo sé lo que nos pasaba: nos costaba mucho declarar la muerte de nuestros objetos. Así como hoy las nuevas generaciones deciden ‘matarlos’ apenas aparentan dejar de servir, aquellos tiempos eran de no declarar muerto a nada, ¡¡¡ni a Walt Disney!!!

Y cuando nos vendieron helados en copitas cuya tapa se convertía en base y nos dijeron: ‘Cómase el helado y después tire la copita’, nosotros dijimos que sí, pero, ¡¡¡minga que la íbamos a botar!!! Las pusimos a vivir en el estante de los vasos y de las copas. Las latas de arvejas y de duraznos se volvieron en macetas y hasta en teléfonos. Las primeras botellas de plástico se transformaron en adornos de dudosa belleza. Las hueveras se convirtieron en depósitos de acuarelas, las tapas de botellones en ceniceros, las primeras latas de cerveza en portalápices, y los corchos esperaron encontrarse con una botella.

Y me muerdo para no hacer un paralelo entre los valores que se desechan y los que preservábamos. ¡¡¡Ah, no lo voy a hacer!!! Me muero por decir que hoy no sólo los electrodomésticos son desechables; que también el matrimonio y hasta la amistad son descartables.

Pero no cometeré la imprudencia de comparar objetos con personas. Me muerdo para no hablar de la identidad que se va perdiendo, de la memoria colectiva que se va botando, del pasado efímero. No lo voy a hacer; no voy a mezclar los temas, no voy a decir que a lo perenne lo han vuelto caduco y a lo caduco lo hicieron perenne. No voy a decir que a los ancianos se les declara la muerte apenas empiezan a fallar en sus funciones, que los cónyuges se cambian por modelos más nuevos, que a las personas que les falta alguna función se les discrimina, o que valoran más a los lindos, con brillo y glamour.

Esto sólo es una crónica que habla de pañales y de celulares. De lo contrario, si mezcláramos las cosas, tendría que plantearme seriamente entregar a la ‘bruja’ como parte de pago de una señora con menos kilómetros y alguna función nueva. Pero yo soy lento para transitar este mundo de la reposición y corro el riesgo de que la ‘bruja’ me gane de mano y sea yo el entregado.

Fuente: Marciano Durán

[Col}> Mi abuela Lola / Estela Hernández Rodríguez

27-05-2009

DEDICO A “EL PASO” ESTA BREVE HISTORIA

Estela Hernández Rodríguez

La emigración ha dejado huellas en aquéllos que una vez emprendieron otra vida sin saber lo que les depararía el destino. Quizás la desesperación de encontrar un futuro mejor llevaba a muchos de los emigrantes a dejar lo que nunca olvidaron: su terruño, a pesar de haber encontrado en esta isla de Cuba un lugar que con amor les ofreció.

Muchos años han pasado por estas personas que relatan sus vidas convertidas en historias, y con ellos la añoranza de sus Islas.

Quizás si económicamente les hubiera ido bien la vida, sin miserias ni calamidades, nunca habrían abandonado las Islas Canarias; o si una guerra cruel no les hubiera impuesto sus leyes hasta llevarlos a un servicio militar de maltratos y de agonía.

No había otra solución, la emigración era la única que tenían a la mano, y muy pocos países les negaron asilo; Cuba se los concedió. Aquí llegaron y se asentaron. Hicieron sus vidas, formaron sus familias, siguieron sus costumbres y dieron lo mejor de sí en el trabajo.

El campo fue uno de los mayores testigos, en las hojas verdes del tabaco y la tierra fértil que los ayudó en esa tarea. Allí también se oyeron sus cantos convertidos en poesías. Con ellos sembraron la semilla de la décima que, traída desde sus Islas, la legaron hasta nuestros días.

Para los emigrantes Canarios hablar de su historia es como volver a revivir el momento. Para ellos es una necesidad y, sobre todo, lo es hacer saber con ello que quieren a su terruño, y que no porque lo abandonaron dejan de ser isleños.

Por ello es tan significativo escribir sobre esas Islas, que éstas no se queden por dentro de sus corazones para que todos sepan cómo le fue la vida y cuánto se sufre cuando uno deja su tierra querida.

Contar esos momentos es entrar en el pensamiento añejo de las mentes de cada uno de estos isleños y de sus descendientes, no importa de qué islas sean. Es como si hubieran dormido por largos años, pero despiertos, de ahí que podrían catalogarse estas historias como Sueños de Emigrantes, título de mi libro aún no editado. De éste, les cuento estas breves vivencias de El Paso, donde nacieron mis abuelos.

La autora, Estela Hernández Rodríguez (La Habana, Cuba)

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MI ABUELA LOLA

Los isleños legaron a sus descendientes sus costumbres, las que han trasladado de generación en generación.

Es así cómo aprendí de mi abuela esas tradiciones y pude conocer algunas de sus anécdotas, pues ella, aunque añoraba su tierra, siempre se mantenía callada: Sólo sus expresiones, sus cantos, denunciaban algún pensamiento hacia su nativa isla.

De cómo era mi abuela canaria

Mi abuela era una abuela como todas las que son buenas y quieren a sus nietos. Una posible diferencia de las demás es que ella era oriunda de las Islas Canarias y, concretamente, de El Paso.

Sus padres, fueron Don Laureano Arocha, del pueblo de Tías (Lanzarote), y Doña Basilisa Alonso Rodríguez, de El Paso. Podría haber otras mujeres del mismo lugar pero no posiblemente que respondan al nombre de Dolores Arocha Alonso (Lola), como así se apodaba, y que llegaran a Cuba en el año 1910 en el vapor “California”.

Sobre esa travesía nos contó mi abuela un día, a mi hermana y a mí, sentadas las tres en aquel parque del pueblo donde vivíamos en la provincia de La Habana. Salíamos de la iglesia, como todos los domingos en que religiosamente asistíamos a la santa misa, y no sé por qué salieron a relucir esas Islas, y así comenzó mi abuela su narración.

Contaba que durante el viaje tenía los malestares e inconvenientes de ese momento para un emigrante, y más en aquellos tiempos en que no existían las tecnologías en lo que a transporte marítimo se refiere.

En aquel entonces abuela Lola contaba con 16 años y en ese instante, con ojos pensativos y de añoranza, nos dijo que aquel día sintió que la embargaba una tristeza muy grande, pues había dejado su patria, Canarias, por las circunstancias económicas en que se encontraba su familia, la cual constaba de sus padres y tres hermanas, María, Efigenia y Áurea. No teníamos otra alternativa —decía— y por eso buscamos otros horizontes.

Cuba fue uno de los países que abrió sus puertas a los emigrantes Canarios, razón por la que existo y por la que ella pudo contar algunas de sus vivencias de allá y de ésta, su segunda patria.

Contaba abuela Lola que,

—Yo venía en el barco muy pensativa y con muchos deseos de llorar, aunque con la esperanza de encontrar un camino mejor, lo cual daba un poco de alivio a mi pesar. De pronto quise dejar de lado los pensamientos y las conversaciones de familia y amigos que demostraban tanto la añoranza como los deseos de tocar la tierra cubana para iniciar una nueva vida que pudiera traer un poco más de alegría a nuestros corazones.

Pues fíjate lo que trae la vida. La mar estaba tranquila y el sol irradiaba sus rayos con alegría, como para contagiarnos y tranquilizarnos; a pesar de todo era un día muy bonito. Subí yo por una de las escalerillas del barco, hasta a la proa, y entonces fue cuando comencé a gritar de miedo porque vi a un hombre, negro como el azabache, vestido con una bata blanca, tan blanca como su pelo y su barba.

Cual sería mi sorpresa que casi me desmayo del susto. Pensé que pudiera haber sido una visión, pero no, era un hombre de carne y hueso que venía del África y fue precisamente allí donde, por primera vez, vi a un hombre africano. Cosas que tiene la vida.

Abuela contaba, y para mí su relato no pasaba de ser curioso. Pero cuando crecí y conocí un poco más de Geografía pensaba en él y me preguntaba entonces por qué si las Canarias están tan cerca de África, cómo era que mi abuela no sabía de las características de los africanos ni del color de su piel.

—Para mí, ése fue el momento más difícil que pasé durante el viaje a Cuba—, dijo abuela Lola.

Tanto va el cántaro a la fuente

Pues sí, abuela siguió contando y la conversación la llevó a la ciudad de El Paso, donde nació. Allí —decía— no todo era malo a pesar de las vicisitudes existentes y de la escasez. Había un lugar muy bonito que los habitantes de esa región tenían por necesidad que visitar a menudo: La Fuente del Pino. Era la zona que de forma natural les suministraba agua, el preciado líquido que salía de sus manantiales limpio y transparente.

—Allí nos reuníamos los muchachos, los que además de rellenar los porrones y cántaros, jugábamos y hacíamos la rueda con cantos y bailes. Un día, de pronto comenzó a llover y uno de los muchachos, huyéndole al agua y a las gotas que golpeaban ligeramente su cara y cuerpo, tropezó con ella y le rompió el recipiente. Sebastián, que así se llamaba el muchacho, se puso rojo como un tomate y no sabía cuántas disculpas iba a pedir por haber cometido tal acción.

Luego me contó abuela que días después ella y Sebastián volvieron a encontrarse en el mismo lugar, y en ese momento abuela tuvo que correr mucho, esta vez no por la lluvia sino por unos chicos que le cortaron el paso tirándole piedras, y sobre ello reiteró:

—Imagínense ustedes qué iba a hacer yo, no podía hacer nada. Pero en ese momento apareció, como ángel de la guarda, Sebastián, y gracias a él pude evadir el mal comportamiento de aquellos pilluelos.

Quién iba a decir que luego, al transcurrir de los años, aquel niño llamado Sebastián Rodríguez Sicilia, también de El Paso, se encontraría con mi abuela Lola en Cuba y los dos se casarían y tendrían una hija llamada Graciela, que fue mi madre.