[*ElPaso}– Acto de presentación de «Memorias al viento», poesías de Antonio Pino Pérez: Intervención de su hija, Rosario Pino

El Paso, 26 de agosto de 1982

Rosario Pino Pérez

Mi presencia aquí, y mis palabras, sólo se justifican por razones afectivas. Este acto de presentación del libro de poesías de Antonio Pino tendría un carácter muy distinto en cualquier otro contexto; pero en esta Isla, en su Pueblo y con todos nosotros aquí, se torna un acto, sobre todo, entrañable, cordial.

Lo que yo pueda decir no pretende ser un retrato cabal de Antonio Pino, sobre todo porque me faltaría el distanciamiento crítico necesario para tomar la perspectiva adecuada. Tampoco quiero que sea una exaltación de su persona, a la que naturalmente me sentiría inclinada por la admiración que tuve siempre por mi padre y que se acrecienta al paso del tiempo, por esa dinámica del “optimismo del recuerdo” de que hablara Bergson. Y, por supuesto, sobraría en este contexto una nota biográfica que, por otra parte, está incluida en la solapa del libro objeto de presentación. Únicamente intentaré poner de relieve algunas de las que, a mi parecer, eran líneas dinamizadores de su persona, ideas básicas, con las que intentó ser coherente en sus actuaciones.

Para los que le conocieron, y creo que son la mayoría de ustedes, no aportaré nada nuevo porque —y ésta es una de las primeras cosas que debo subrayar— él era, según sus propias palabras, “de esos hombres abiertos, derramados…”. No hacía falta tener un contacto diario ni demasiado íntimo con él, para conocerlo, para saber de sus ocupaciones y preocupaciones, de su forma de sentir la tierra y, en general de su talante.

“De esos hombres abiertos, derramados, que dicen con rudeza cuanto sienten…” pero que también callaba por fidelidad a los secretos que se le confiaban o por elemental prudencia. Y decía, no sólo con rudeza, también con ironía unas veces y con exquisita delicadeza otras, como cuando nos recitaba sus propios verso o los versos de sus poetas preferidos, que guardaba en su envidiable (al menos para mi) memoria.
Entre esos muchos poetas preferidos figuraban León Felipe y Antonio Machado. Yo diría que se sentía muy identificado con el poema “Romero” del primero y con el “Autorretrato” del segundo, al menos en gran parte de este.

De Felipe:

“Ser en la vida romero,
romero solo que cruza
siempre por caminos nuevos,
pasar por todo una vez,
una vez solo y ligero.
Que no se acostumbre el pie
a pisar el mismo suelo”.

Creo que le molestaba la vida rutinaria y monótona, y así, en su trabajo profesional, muchas veces mecánico, encontraba la novedad diaria que le ofrecía el trato cercano y cordial con los pacientes que asistían a su consulta.

“Ligero siempre ligero”… Trató de no tener lo que el llamaba “impedimenta”, refiriéndose a todas aquellas cosas que dificultan nuestra andadura en la vida, distrayéndonos de lo fundamental. Se sentía con las raíces bien hundidas en la tierra, pero quería seguir creciendo, como los pinos que tantas veces contempló y de los que tanto le gustaba oír el suave murmullo en el diálogo con la brisa cuando los besa y acaricia.

Como Machado, acudió a su trabajo mientras pudo, para ganar el sustento”el traje que me cubre y la mansión que habito, el pan que me alimenta y el lecho donde yago”. No se creó falsas necesidades ni se afanó en acumular riquezas, y así, según su deseo, lo encontró la muerte: “ligero de equipaje, casi desnudo, como los hijos de la mar” del poema machadiano.

Creo que tuvo una obsesión en su vida: buscar la verdad. La buscó en los libros —lector incansable— pero, sobre todo, la buscó en la vida . Era muy frecuente encontrarlo ensimismado repensando los acontecimientos, los encuentros… Cuando descubrió metas, a su parecer valiosas, se puso todo entero a luchar por conseguirlas, intentando ser fiel a lo que le parecía justo. Pues, como dice en su poema “Epifanía”, en la vida tenemos que cumplir una misión, y lo que importa es ser fieles y abnegados en la lucha. La vida “es sólo un acto de servicio”, son sus palabras, y vale la pena el empeño por servir sin escatimar energías. Dice en su autorretrato:

                                 SOY

“De los que viven y se dan confiados,
y en alegría su dolor convierten,
ni la traición ni el desamor advierten
a sus propios amores consagrados

De los que alcanzan luz entre las sombras
y, cuando pasan, ni el rencor los nombra
porque en la vida fueron generosos”.

Pero, como dije al comienzo, no pretendo hacer ni un retrato completo ni un panegírico. Termino, pues, recordando aquellos últimos días de septiembre de 1970, en que se fue de entre nosotros. Me sobrecogió saber que, el día que nos dejaba, los pinos de la Cubre Nueva se incendiaron como en un postrero adiós al que tanto empeño había tenido en darles vida. Y ya en el cementerio, entre el olor a romero, corre la noticia de un pequeño accidente ocurrido al sepulturero. Le dan sepultura sus amigos, como para hacer que se cumplieran aquellas palabras del poema “Romero” que tanto a él le gustaba:

“No sabiendo los oficios
los hacemos con respeto.
Para enterrar a los muertos
como debemos,
cualquiera sirve,
cualquiera,
menos el sepulturero”.