17-05-2007
Carlos M. Padrón
En la década de los 50 existía en casi cada barrio de El Paso al menos una casa en la que se había habilitado un espacio —generalmente una habitación con ventana a la calle— donde una de las damas que en esa casa habitaba dictaba clases de costura y bordado.
A esa casa asistían muchachas, desde muy jóvenes hasta no tanto, que se disputaban los puestos de junto a la ventana porque les permitían, mientras cosían o bordaban, ver quién pasaba por el camino al borde del cual estaba la casa. Es oportuno aclarar que en aquellos tiempos las únicas vías llamadas “calles” eran las del propio centro del pueblo; todas las demás eran caminos, empedrados o no, excepto, por supuesto, las dos carreteras que había: la que conducía a Tajuya y más allá, y la que llevaba al túnel hecho en la Cumbre Nueva.
En mi opinión, y según los comentarios que escuché de algunos de los varones residentes en tales casas, éstas eran, más que de costura—como se las llamaba—, de corte y costura, pero la actividad de “corte” se practicaba con la lengua, ya que las féminas que atendían las clases desmenuzaban todos los chismes —en particular los amoríos y desavenencias, pasados, presentes y proyectados a futuro— y no dejaban títere con cabeza en los comentarios que hacían entre ellas, que solían ir subiendo progresivamente de tono en la escala moral.
Por una de esas casas, en las que el “corte” era actividad clave, tenía yo que pasar casi a diario cuando montado a caballo llevaba la vaca a la relva [1], y cuando regresaba luego, a pie, a mi casa. Y en esta segunda pasada era frecuente que las muchachas —al menos algunas de ellas— de la casa de corte y costura (a las que, para abreviar, llamaré C3) me sacaran colores con los comentarios que me dedicaban, ninguno de los cuales, ni siquiera mucho más ligeros, se hubieran atrevido a hacerme en plena calle o cara a cara, pues creo que el sentirse en grupo les daba un valor que de otra forma no tendrían y, además, siempre les quedaba el recurso de esconderse dentro de la habitación si alguna de sus “víctimas” volvía la vista hacia ese lugar.
En mi viaje de ida, cuando pasaba montado a caballo, no me decían nada porque desde mi posición podía yo ver el interior de la habitación donde estaban reunidas, e identificar quién había hablado.
Estas C3 jugaron papel primordial en la formación de matrimonios entre una muchacha del pueblo y un muchacho, también del pueblo, que anunciara su venida, de paseo o a quedarse, desde Venezuela. Apenas se sabía la noticia comenzaba en las C3 la búsqueda de la muchacha más apropiada para el “indiano”, que así solía llamarse a los que venían de América. Los criterios de escogencia solían ser, principalmente,
• Los gustos, preferencias y rasgos de carácter que el muchacho había demostrado mientras estuvo en el pueblo. Determinar esto requería de una larga pesquisa que, una vez finalizada, y creado con sus resultados el perfil del muchacho, era seguida de otra encaminada a determinar qué muchachas podrían hacer pareja con un hombre de tal perfil
• Que la muchacha estaba entre las que a él le gustaban cuando aún no había emigrado a Venezuela
• Que entre las familias de ambos no había problemas de aceptación recíproca
• Que el nivel socioeconómico de esas familias era el adecuado. (Claro: el de la de él superior en algo al de la de ella… como de costumbre)
Ese proceso, trabajado y pulido sesión tras sesión, eventualmente producía en cada C3 una candidata de consenso y, tan pronto se sabía quién era ésta, era inevitable que la de dos o más C3 fuera la misma, creando así una mayoría que comenzaba a dar más forma al asunto, que entonces salía ya a la calle, rebasabando los límites de las C3, y pasaba a ser tema de conversación, y de comparación de opiniones y criterios, en bautizos, bodas, velorios y hasta en los bares, a los que acudían sólo hombres.
Cuando faltaba poco para que llegara el indiano “víctima” —al que a efectos de este relato llamaré Ramón—, en el pueblo comenzaban a dirigirle a Rosa —le daré este nombre a la muchacha agraciada y acordada por la opinión mayoritaria— preguntas como: “¿Y es verdad que Ramón viene a casarse contigo?”.
Rosa reaccionaba primero con gran sorpresa, pero cuando las preguntas de ese tipo le caían a diario y desde todos los frentes sociales, la sorpresa iba tornándose en rubor, y luego en sonrisa tímida que, a todas luces, escondía una esperanza, pues tanta repetición terminaba por hacerle creer a Rosa que la gente sabía algo cierto porque Ramón habría hecho algún comentario en ese sentido.
Y cuando por fin Ramón desembarcaba en el puerto de Santa Cruz de Tenerife —traído por el “Santa María”, el “Veracruz” o alguno de los trasatlánticos que en esa época hacían escala allí, de ida y de vuelta, en sus viajes a Venezuela—, le llovían preguntas como: “¿Y es verdad que vienes a casarte con Rosa?”.
Y las reacciones de Ramón eran copia, sólo que en versión masculina, de las de Rosa, de forma que, para cuando él llegaba por fin a El Paso, y las preguntas e indirectas aumentaban, no podía evitar sentirse de alguna forma alterado al toparse por primera vez y cara a cara con Rosa y, por supuesto, saludarla. Ella, a su vez, no podía evitar sonrojarse y bajar la vista, incluso mientras se daban el apretón de manos, único saludo entonces permitido en esas circunstancias.
Y claro, cuando Ramón iba al primer baile en Monterrey, allí estaba Rosa,…. y también cien pares de ojos fijos en ambos a ver qué pasaba.
Tal vez porque las miradas tienen, como se dice, efecto telequinético, Ramón se acercaba a Rosa y la invitaba a bailar, y ella aceptaba… y ahí comenzaba un tipo de relación, basado en “selección natural” —nunca mejor dicho— que, créase o no, produjo matrimonios que el tiempo se encargó de probar que fueron duraderos.
En otros casos, la relación sentimental entre un Ramón yuna Rosa comenzó antes de que él emigrara a Venezuela, y ella, siguiendo la costumbre de la época, “le guardó la ausencia”, o sea, se encerró en vida esperando que él regresara. Pero Ramón consiguió pareja en Venezuela y nunca regresó,… y Rosa quedó como Penélope en la estación del tren.
Acerca del tema de estas esperas, del que vi varias muestras, escribí y grabé una canción que me propongo publicar aquí algún día.
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[1] ‘Relva’ no está en el DRAE; no al menos con la acepción que se le daba en El Paso. Así que echo mano de mi Léxico Pasense, en el que ya tengo recogidos casi 400 vocablos o expresiones, y para los no de El Paso aclaro que relva es un prado o zona de pasto fresco y verde en el que se suelta al ganado de leche, generalmente el vacuno, para que paste a placer.
