Carlos M. Padrón
El caso que sigue deja al descubierto la forma apabullante en que campea la mentalidad de rebaño, que en este experimento con el famoso violinista puso de manifiesto que si la gente sabe que va a verlo y escucharlo, aplaudirá enfervorecida y dirá que sus interpretaciones son una maravilla,… maravilla que para esa misma gente pasa desapercibida si creen que a están a cargo de un don nadie.
¿Es eso entender de música? No, es seguir la corriente de la mayoría o dejarse llevar por lo que digan los medios; es estar convencido de que sí se sabe de música y de sus ejecutantes cuando, en realidad, se es incapaz de distinguir entre la técnica de un verdadero virtuoso y la de uno que toca en la calle como medio de pedir limosna. Es, en resumen y una vez más, estupidez humana.
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10/04/2007
Washington. (EFE).- El famoso violinista estadounidense Joshua Bell ha demostrado que, pese a tocar de forma magistral las piezas más exquisitas, si lo hace en el Metro de la capital de Estados Unidos, los pasajeros pasan de largo ante el virtuosismo.
El experimento, planificado por el diario ‘The Washington Post’ y publicado en su dominical de esta semana, consistía en observar la reacción de la gente ante la música tocada por Bell, uno de los mejores violinistas del mundo, que aceptó la propuesta de actuar de incógnito en el subterráneo estadounidense.
El 12 de enero pasado, a las 07.51 de la mañana, el artista y ex niño prodigio comenzó su recital, de seis melodías de diversos compositores clásicos, en la estación de L’Enfant Plaza, epicentro del Washington federal, entre decenas de personas cuyo único pensamiento era llegar a tiempo al trabajo. La pregunta que lanzó el rotativo era la siguiente: ¿Sería capaz la belleza de llamar la atención en un contexto banal y en un momento inapropiado?.
En ese momento, Bell, ataviado con unos vaqueros, una camiseta de manga larga y una gorra, comenzó a emitir magia desde su Stradivarius de 1713 —valorado en 3,5 millones de dólares— ante las 1.097 personas que pasaron a escasos metros de él durante su actuación.
En los 43 minutos que tocó, el violinista (nacido en Indiana en 1967) recaudó en su estuche 32 dólares y 17 céntimos —donados luego a la beneficencia—, una cifra muy lejana a los 100 dólares que los amantes de su música pagaron tres días antes por asientos decentes (no los mejores) en el Boston Symphony Hall, que registró un lleno completo.
En cambio, en L’Enfant Plaza, alejado de las campañas de promoción de su arte, fuera de los grandes escenarios y con la única compañía de su violín, a Bell sólo lo reconoció una persona, y muy pocas más se detuvieron siquiera unos momentos a escucharle.
Leonard Slatkin, director de la Orquesta Sinfónica Nacional de Estados Unidos, dijo al Post que calculaba que «entre 75 y 100 personas se pararían y pasarían un rato escuchando» al artista, aunque a primera vista nadie cayera en cuenta de su identidad. De hecho, pasaron tres minutos y 63 personas hasta que alguien se cercioró de que, efectivamente, una melodía sonaba en el subterráneo.
Un hombre de mediana edad fue el primero en apartar la vista del suelo, aunque fuera por un segundo, para dirigirla hacia Bell. Treinta segundos después llegó el primer dólar, y a los seis minutos alguien decidió pararse por un momento para apoyarse en una de las paredes de la estación y disfrutar de la música. El violinista comenzó con la interpretación de la chacona de la “Partita número 2 en Re menor, de Johann Sebastian Bach” y siguió con piezas como el Ave María, de Schubert, o la ‘Estrellita’, de Manuel Ponce. En total, fueron siete los individuos que detuvieron su marcha para escucharle, mientras 27 decidieron contribuir a la ‘causa’.
Aunque sólo le reconoció una mujer que había estado en uno de sus conciertos, en general quienes se pararon a escucharle percibieron que el artista no era un pedigüeño cualquiera.
«Era un violinista soberbio, nunca he oído nada así. Dominaba la técnica, su fraseo era buenísimo. Y su cacharro era bueno también, el sonido era amplio, rico», describió John Piccarello, un supervisor postal que en su día estudió violín. Otro pasajero que se detuvo a oír al virtuoso fue John David Motensen, funcionario del Departamento de Energía, que, sin los conocimientos de Piccarello, sí explicó al Post que la música de Bell le hacía «sentir en paz».
El redactor del Post Gene Weingarten, que ideó el experimento, dijo hoy durante una charla con los lectores del diario que retrasó la publicación del artículo debido al premio Avery Fisher’, el más importante de la música clásica, que recibirá el artista mañana.
En conclusión, según el Post, los ciudadanos de Washington hicieron bueno el refrán que defiende que «la belleza se encuentra en el ojo de quien mira». Y en el oído de quien escucha, al parecer. El hábito no hará al monje —o el Boston Simphony Hall al violinista—, pero bien que le ayuda.
La Vanguardia.
