Carlos M. Padrón
Debido al retraso con que salimos de Madrid, llegamos tan tarde a Casablanca que el aeropuerto estaba desierto.
La mayoría de los que veníamos de Madrid seguíamos viaje a Marrakech, así que hicimos cola frente al mostrador de tránsito para que nos dieran el boarding pass. Cuando recibí el mío, casi ilegible por lo malo de la impresión, pregunté en inglés a la dama que me lo había dado cuál era la puerta de salida de ese vuelo. Me contestó algo como “deus”, y le pregunté entonces “Gate number two?”, mientras con los dedos le indicaba un 2. Con una amplia sonrisa me contestó “Yes!” y me fui derecho a la puerta 2 donde en ese momento embarcaban un vuelo. Al mostrar mi boarding pass a la dama que estaba recibiéndolos, ésta me dijo “Ten more minutes, please” (= Diez minutos más, por favor) y me senté a esperar en un bar que había enfrente.
Trascurrida casi media hora y faltando menos de otra media para la anunciada salida del vuelo a Marrakech, frente a esa puerta 2 estaba sólo yo a pesar de que, como dije, la mayoría del pasaje del vuelo que nos había traído desde Madrid iba para Marrackeh, así que, sospechando que algo andaba mal, salí al pasillo.
De inmediato, y no sé de dónde, aparecieron dos policías y un empleado del aeropuerto gesticulando y gritando como locos. Se acercaron a mí, me rodearon, me pidieron el boarding pass y, al verlo, los policías se fueron, y el empleado de RAM comenzó a vociferar en árabe y otras extrañas lenguas, pero nunca en español, hasta que en su peregrinación políglota recaló en el inglés y me dijo “12J”, mientras señalaba, medio histérico, un 12J impreso en mi boarding pass. Le dije que ése era mi asiento, y más histérico aún me contestó que en ese vuelo los asientos eran libres, que el 12J era el número de la puerta de abordaje de mi vuelo, y que mejor corría porque éste estaba listo para salir.
Efectivamente, corrí, pero al llegar al punto de control de equipajes de mano, el policía a cargo, después de otro peregrinaje políglota que no hacía escala ni en el español ni en el inglés, logró que yo entendiera su francés y me preguntó que adónde iba, pregunta más que estúpida porque sólo había un vuelo para salir: el que yo, que había llegado corriendo, quería tomar; y por la puerta en que el policía y yo estábamos sólo se abordaba uno: el que iba a Marrakech, que era también el que yo quería tomar.
Cuando, con una forzada sonrisa, le dije que yo iba a Marrackech, y le señalé el avión que estaba en pista a escasos metros de nosotros, me preguntó que a qué iba yo a Marrakech. Dije no entender su pregunta, lo cual era cierto, y entonces fue directamente al punto: ¿era yo turista? Le respondí que sí y, para mi asombro, esbozó una sonrisa abiertamente irónica, emitió el chasquido repetitivo de desaprobación que uno suele emitir cuando ve que alguien está haciendo algo malo, y movió la cabeza en señal de incredulidad.
Bastante molesto con esto, me encogí de hombros con gesto ampuloso para hacerle notar que no entendía a qué venía su actitud, y entonces, con una mirada de tipo listo, me preguntó dónde estaba mi cámara fotográfica. Cuando abrí el bolso de mano y se la mostré, volvió a mover su morisca testa y, obsequiándome una sonrisa compasiva y de resignación, me indicó que pasara adelante. Corrí hasta el avión, cuya puerta se cerró detrás de mí, y apenas me senté comenzó el taxeo por la pista.
El vuelo a Marrakech duró 25 minutos y, a Dios gracias, sin baile ni cante jondo. En el aeropuerto había un representante de Dunia Torus que esperaba a sus clientes para llevarlos a sus respectivos hoteles. A mí me montaron en un taxi conducido por un bereber —vestido con un largo abrigo de pieles, y tan alto que pegaba su cabeza en el techo del vehículo, techo que ya por eso estaba abollado—, y llevando por compañeros a dos muchachos mexicanos que, como yo, venían a partir el año en la tan cacareada Marrakech, también conocida como Jardín de África. El taxista los dejó a ellos primero y luego a mí.
