17-10-2006
Carlos M. Padrón
Los hermanos José Antonio y Ramón —de entre 20 y 25 años para la época— y su madre Doña Fina, habitaban en una casa que servía de vivienda a dos familias: la conformada por ellos tres, y la de Julián, apodado El Ñoño y conocido de todos porque al hablar se comía las primeras consonantes de las sílabas iniciales, y si tenía que decir “al correr me caí”, lo que acertaba a decir era “al orrer e aí”.
La separación física de las viviendas, hecha en la mitad del área que alguna vez fue el único y grande dormitorio de una casa solariega original, consistía en un tabique de una solidez y aislamiento sónico tan débil que permitían que del dormitorio de los hijos de Doña Fina pudiera oírse todo sonido hecho en el de El Ñoño, donde éste dormía con su mujer, Bernarda.
El Ñoño y Bernarda eran una pareja dispareja en cuanto a la diferencia de estatura, pero su mayor diferencia —a decir de Ramón y José Antonio, y de los vecinos a quienes El Ñoño había confiado sus cuitas conyugales— radicaba en el apetito sexual, pues El Ñoño era un insaciable semental, mientras que Bernarda pocas veces correspondía a los requerimiento amorosos de su marido, pues cuando no le dolía la cabeza, estaba haciendo la digestión, tenía la regla, estaba muy cansada, etc., pretextos todos que recitaba en la cama con retintín de fastidio,… y para regocijo de los dos hermanos que escuchaban todo desde el otro lado del endeble tabique.
Pero, según contaron éstos con lujo de detalles y ratificó El Ñoño en sus confidencias a los vecinos, como El Ñoño era persistente en sus deseos de sexo —que expresaba en voz alta cuando en la noche se metía en la cama con Bernarda— ésta, para protegerse de las eróticas embestidas de El Ñoño, además de la retahíla verbal de pretextos, adoptó la costumbre de darle la espalda y encogerse como una rosca, llevando sus rodillas casi hasta tocar su boca.
Una noche en que los numerosos y más que audibles requerimientos verbales de El Ñoño no paraban, Bernarda optó por adoptar esa posición, y ya más que frustrado por tan impenetrable postura, El Ñoño le gritó:
—¡¡¡Enerézate, Ernarda, e areces el arco e la ira!!! (= “Enderézate, Bernarda, que pareces el arco iris”),
pues para El Ñoño el tal arco se llamaba ‘arco de la ira’ y no arco iris. Con el humor que el pobre tendría, hasta se entiende el cambio de nombre.

Sobre el Ñoño recuerdo el chiste de Moisés Cova de otro «ñoño» que fue a la farmacia en busca de sal de fruta y al preguntarle el mancebo si lo queria ENO (refiriendose a la marca comercial) el Ñoño le contestó laro o a a er acio.
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