[*Opino}– El atrofiante uso de algunas tecnologías

20-09-14

Carlos M. Padrón

En estos pocos días que he pasado en USA he podido comprobar cuánta razón tiene Nicholas Carr en las opiniones que describe el artículo que copio abajo.

Aunque ya he dicho que para mí los smartphones deberían llamarse complicatedphones, tengo uno que uso sólo para llamadas, mensajes de texto y WhatsApp; o sea, poco o nada de búsquedas en la Red. Por tanto, para mejor poder usarlo en USA —y especialmente para usar WhatsApp— necesito instalarle una tarjeta SIM de alguna operadora celular de ese país.

La última vez que estuve aquí, que fue en 2012, quise comprar una tarjeta SIM apenas llegar en tránsito al aeropuerto de Plastaforma, pero me dijeron que en los aeropuertos no las vendían, así que la compré en AT&T al llegar a San Francisco, mi destino final, y tuve que rellenar varios formularios en los que puse datos personales, tiempo de permanencia en el país, etc.

Pero ahora, al llegar igualmente en tránsito al mismo aeropuerto supe que en los establecimientos de cambio de moneda (Currency Exchange) venden las tarjetas SIM, así que compré una de T-Mobile que funcionó de maravilla durante las muchas horas que estuve en ese aeropuerto, pero que me ha fallado varias veces aquí en California, área en la que, según la gente de T-Mobile, tienen ellos muy buena cobertura.

Estando hoy en la sala de espera de un consultorio, en Santa Rosa (California), mi celular avisó que no tenía cobertura para internet. Extrañado, lo guardé, pero más extrañado quedé cuando a la sala de espera entró una pareja y, apenas sentarse, comenzaron a teclear en sus celulares.

Les pregunté —aunque aquí no es muy bien visto hacer eso— qué operadora usaban; él me dijo que Horizon, y ella que AT&T. En busca de un café, salí fuera de la sala de espera y, ¡oh, sorpresa!, apenas cruzar la puerta si tuve señal de T-Mobile. Para probar, entré de nuevo a la sala, y cero señal.

¿Será que esas tarjetas SIM que venden en los aeropuertos están «recortadas»? ¿O será que así es el servicio de T-Mobile?

Hablando sobre el caso supe que, a pesar del papeleo que en 2012 me hizo llenar AT&T para venderme una tarjeta SIM, ahora uno puede comprar, sin trámite legal alguno, un celular desechable, que usan mucho los delincuentes. Sinceramente, una contradicción difícil de entender, sobre todo en un país que, como éste, padece de legalitis.

Pero vayamos al grano.

Las personas con las que estos días he circulado en sus vehículos usan el celular para que una app les diga cómo llegar a cualquier lugar al que quieran ir. En un viaje usando ese recurso y hacia un lugar al que el conductor ya había ido antes, falló la cobertura celular en un tramo del camino, la indicación de la app no fue recibida por el conductor, éste tomó la ruta que no era, y nos perdimos.

«Si ya ha ido otras veces al mismo lugar —me pregunté—, ¿por qué diablos tiene que usar la bendita app para ir de nuevo?».

Para colmo, como el conductor debe estar pendiente de las instrucciones que la app le dé, no puede mantener con sus acompañantes una conversación decente, si es que no pide que todo el mundo guarde silencio. Un claro caso de aislamiento social, de camino a la atrofia y a una peligrosa dependencia.

He visto que a la app llamada Siri le preguntan hasta por el resultado de operaciones aritméticas básicas. De seguir así, pronto la gente olvidará como multiplicar usando una calculadora, al igual que ya muchos han olvidado la ortografía porque confían en lo que les digan los correctores de texto que, por cierto, suelen no estar actualizados y, por supuesto, en ciertos casos no pueden decidir qué es lo correcto. En fin, que me temo que al alzhéimer le irá cada vez mejor.

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21 SEP 2014

Joseba Elola

Vivir en modo piloto automático

Delegamos cada vez más en la tecnología. Guía nuestros pasos, relaciones, trabajos. Y vamos externalizando capacidades. El ensayista Nicholas Carr alerta de los peligros de la revolución digital

En la primavera del año 1995 el transatlántico Royal Majesty encalló, inesperadamente, en un banco de arena de la isla de Nantucket. A pesar de estar equipado con el más avanzado sistema de navegación del momento, hundió el morro en esta isla situada a 48 kilómetros de Cape Cod, Massachusetts, en Estados Unidos.

Procedía de las islas Bermudas y se dirigía hacia Boston, con 1.500 pasajeros a bordo. La antena del GPS se soltó, el barco fue desviándose progresivamente de su trayectoria y ni el capitán ni la tripulación se dieron cuenta del problema. Un vigilante de guardia no avistó una importante boya junto a la que el barco debía pasar, y no informó: ¿cómo se va a equivocar la máquina?

Afortunadamente, el accidente no produjo heridos.

El prestigioso ensayista useño Nicholas Carr utiliza este episodio para ilustrar hasta qué punto hemos depositado nuestra fe en las nuevas tecnologías, que no siempre resultan infalibles. En algunos casos, pueden arrastrarnos a lugares a los que no queríamos llegar.

En su nuevo libro, Carr, de 55 años, explica que hemos caído en una excesiva automatización, proceso mediante el cual hemos externalizado parte de nuestras capacidades.

La tecnología guía nuestras búsquedas de información, nuestra participación en la conversación de las redes, nuestras compras, nuestra búsqueda de amigos, y nos descarga de labores pesadas.

Todo ello, poco a poco, nos conduce a lo que Carr denomina complacencia automatizada: confiamos en que la máquina lo resolverá todo, nos encomendamos a ella como si fuera todopoderosa, y dejamos nuestra atención a la deriva. A partir de ese momento, si surgen problemas, ya no sabemos cómo resolverlos.

La pequeña historia del Royal Majesty, de hecho, encierra toda una metáfora: hemos puesto el GPS y hemos perdido el rumbo.

Algo así es lo que nos viene a explicar el experto estadounidense: “Estamos embrujados por las tecnologías ingeniosas”, dice en conversación telefónica desde su casa en Boulder, Colorado, en las Montañas Rocosas. “Las adoptamos muy rápido porque pensamos que son cool o porque creemos que nos descargarán de trabajo; pero lleva tiempo darse cuenta de los peligros que encierran, y no nos paramos a pensar cómo estas herramientas cambian nuestro comportamiento, nuestra manera de actuar en el mundo”.

Las tecnologías nos están robando talentos que sólo se desarrollan cuando se lucha duro por conseguir las cosas.

Este estudioso de las nuevas tecnologías, que en 2011 fue finalista del premio Pulitzer con su anterior obra, «Superficiales. ¿Qué está haciendo Internet con nuestras vidas?», estima que la complacencia automatizada está mermando nuestras capacidades. Y usa un ejemplo bien sencillo: gracias a los correctores automáticos, hemos externalizado nuestras habilidades ortográficas. Cada vez escribimos peor. Desaprendemos.

“A medida que empresas como Facebook, Google, Twitter y Apple compiten más ferozmente por hacer las cosas por nosotros, para ganarse nuestra lealtad, el software tiende a apoderarse del esfuerzo que supone conseguir cualquier cosa”.

Pregunta: ¿Qué nos están robando las nuevas tecnologías?

Respuesta: Nos están robando el desarrollo de preciosas habilidades y talentos que sólo se desarrollan cuando luchamos duro por las cosas. Cuanto más inmediata es la respuesta que nos da el software diciéndonos adónde ir o qué hacer, menos luchamos contra esos problemas, y menos aprendemos.

Nos roba también nuestro compromiso con el mundo. Pasamos más tiempo socializando a través de la pantalla, como observadores. Reduce los talentos que desarrollamos y, por tanto, la satisfacción que se siente al desarrollarlos.

El discurso tecno-escéptico de Carr puede ser rebatido desde muchos flancos. No son pocas las voces que se alzarían diciendo que esas mismas tecnologías están permitiendo expandir la capacidad de comunicación de las gentes, las posibilidades de aprender o incluso de organizarse para cambiar las cosas y comprometerse con el mundo.

El propio Carr matiza su discurso alabando las inmensas posibilidades que la Red ofrece para acceder a información y comunicarse. Pero hay costes asociados.

Mantener la atención en el nuevo escenario tecnológico, de hecho, no es cosa fácil. Los estímulos y distracciones que almacenan los teléfonos inteligentes que llevamos con nosotros, o las pantallas a las que estamos conectados nos impiden centrarnos. Nos hacen sobrevolar las cosas. Pasar de una otra, sin ton ni son, en un profundo viaje hacia la superficialidad.

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