29-07-12
Carlos M. Padrón
Mi amigo y paisano, el pasense Juan Antonio Pino Capote, médico de profesión ya retirado, me ha hecho llegar el libro titulado «GENIO Y CARÁCTER. Apuntes para una historia de La Palma» en el que su autor, Manuel Toledo Trujillo, incluye una anécdota de la que Juan Antonio, con el seudónimo de Dr. Nepote, es el protagonista.
A fin de dar al lector una idea del ambiente que propició tal anécdota —algo imprescindible para entenderla—, me permitiré hacer un resumen y reagrupar, refraseando cuando sea el caso, el contenido de los pasajes del libro en los que se describe cómo eran y se comportaban en La Palma, allá por finales de los años ’40s y principios de los ’50s, los naturales de la capital, Santa Cruz de La Palma —llamada generalmente «la ciudad», nombre que los menos educados pronunciaban «la suidad«—, con respecto a los que, como el Dr. Nepote, eran oriundos de los otros pueblos de la isla.
Para sentar los precedentes acerca de esta actitud, entre ridícula y lastimosa, cita el autor lo que acerca de «la ciudad» escribió el gran médico de Tazacorte don Manuel Morales, a quien Toledo —para no dar el verdadero nombre de este médico, como hace en la mención a otras personas citadas en el libro— llama acertadamente «reputado galeno».

(Chepina, mi mujer, frente al busto de don Manuel Morales, en Tazacorte. 10/04/2001)
Don Manuel fue, como bien dice Toledo, una especie de sabio, un médico cuya humanidad daba sentido a su vida, y quien, por su interés antropológico, elaboró teorías sobre la mentalidad del ciudadano de Santa Cruz de La Palma.
Don Manuel comparaba a «la ciudad» con un tubo de ensayo en cuyo fondo se hubieran sedimentado los hechos sucedidos a lo largo de la historia, grandiosa a veces y otrora miserable, lo cual tenía su reflejo, naturalmente, en la actitud de sus habitantes.
Geológicamente el puerto está situado en el fondo de un hemicráter abierto al mar, y ha sido, durante los últimos cinco siglos, el punto de comunicación de la isla con el exterior, recibiendo de primera mano los movimientos culturales y la riqueza importada, o producida en su interior, para convertirse y dar lugar a un pozo de sabiduría que influía en esa ciudad y en la personalidad de sus paisanos que, ricos en bienestar, se sintieron privilegiados y adquirieron un talante de superioridad con el que desafiaban y denostaban a todo individuo ajeno a sus círculos, ritos y modos, prejuzgando en cada extraño un enemigo que irrumpía en su mundo.
En el fondo del tubo de ensayo, de origen volcánico, se iba imponiendo un elitismo curioso: el del ciudadano señor, rico y culto, y el de sus sirvientes, que se sentían partícipes de un bienestar desde el que irrogaban el derecho a criticar a todo extraño.
La ciudad se nutría de los conocimientos, modas y costumbres que le llegaban del mundo del Renacimiento, con el barroco flamenco y portugués, haciendo a su habitante retórico y engolado, y con niveles culturales que le diferenciaban del campesino, quien trabajaba confinado a las fronteras del campo para dar al porteño su nivel de vida.
Pasado, en los siglos XV y XVI, el periodo brillante de su historia, y habiendo caído en la miseria y el abandono de principios del XX, años del hambre, los palmeros conservaron sin embargo su elitismo, orgullo e intolerancia para el foráneo, adoptando una particular inquina contra el campesino que por esos tiempos se había integrado a la capital mejorando sus economías.

NotaCMP.- Extremo sur de la calle O’Daly, también llamada Calle Real, ésa que fuera única y que sigue siendo bipolar y de eje norte-sur. Foto tomada de un calendario de 2011.
Aquellos micro límites entre el mar y las paredes de un hemicráter condicionaron un desarrollo civil lineal con una calle prácticamente única, bipolar y de eje norte-sur, en que los enfrentamientos, odios y rencillas se originan en la obligación física de cruzarse y saludarse, a lo largo de aquella vía, cuatro veces al día: de la casa al trabajo, del trabajo a la casa, de vuelta al trabajo vespertino, y otra vez a la casa. ¡Y así durante toda la vida!
Un producto de lo que don Manuel describe fue el creciente uso del término mago. que adquirió connotaciones peyorativas e insultantes en el núcleo capitalino de La Palma donde el trato al campesino llegó a ser denigrante.
La aparición del mago surge tal vez, o se consolida, del proceso de emigración de los campesinos Canarios a varios puntos del Caribe.
Acompañados a veces de su familia, y siempre en busca de una mejor subsistencia, se acomodaban a la tierra de acogida reuniéndose en grupúsculos que se aislaban de las comunidades de otros orígenes como si fuesen pueblos marginales.
Esta acomodación y aislamiento permitieron la aparición de un campesino que, por endogamia, produjo una descendencia de individuos de carácter hostil, solitario y desconfiado, a los que se llamó isleños, término que podría coincidir con la acepción peyorativa del término mago.
Con el regreso de este isleño, bruto e insolente al haberse liberado en América de su ancestral humillación, se introduce en «la ciudad» un nuevo tipo de habitante que cae en un medio hostil que usó el término mago para humillar al campesino enriquecido, recordándole su condición de desclasado y su ascendencia de estirpe impura y bruta.
Por eso, y a partir de entonces, cuando alguno de estos individuos puso de manifiesto su eficiencia económica o intelectual, despertó envidias en las clases más serviles que fijaron el uso del término mago como insulto, adjetivándolo con maléfica especificidad para definir una condición más o menos despreciable: mago fino, mago hediondo, mago cabrón, etc.
En este marco social tan discriminatorio tuvo lugar el hecho protagonizado por el Dr. Nepote —quien, como ya he dicho, no es otro que el Dr. Juan Antonio Pino Capote— allá a comienzos de los años ’50s cuando, como también hice yo, Juan Antonio fue a «la ciudad» a presentar examen de bachillerato en el único instituto de enseñanza media que para entonces había en la isla.
Toledo narra el hecho así, en un relato en el que, como ya he dicho, he reagrupado y refraseado, y hasta también añadido pasajes que no venían en el libro pero que Juan Antonio me ha relatado.
Ocurrió que en la isla triangular de vértice agudo que es La Palma, isla meridional y dividida en dos mitades por una larga cordillera que la recorre de norte a sur, llamaban La Banda a la mitad occidental, para expresar que —con respecto a «la ciudad», que está en la mitad oriental— se trata del «otro lado», del «lado de allá» o de «la banda de allá».
Mi buen amigo Nepote, hoy médico acreditado en los ámbitos de Canarias, hombre culto y agradable donde los haya, me dijo haber sido víctima, durante años, de un oculto y ya cicatrizado resentimiento contra la memoria del Instituto Viejo de Santa Cruz de La Palma.
Nació mi amigo en en El Paso, bellísimo pueblo de La Banda, entrañable para los palmeros porque alberga el Parque Nacional de La Caldera de Taburiente (1).
Al finalizar el cuarto curso de los estudios de bachillerato, los alumnos libres que procedíamos de escuelas privadas, civiles o rurales, estábamos obligados a revalidar nuestros conocimientos en las instituciones oficiales de Enseñanza Media con el fin de proseguir los estudios superiores.
A eso acudió el joven, formal y puntual, vestido según costumbre y precepto —traje dominguero, de corbata, pantalón rodillero sin alcanzar el largo del calcetín ajustado a la pantorrilla, y bien peinado— con un grupo de alumnos rurales de El Paso y de otros pueblos, y otros de escuelas preparatorias de «la ciudad», y de la academia Pérez Galdós, entre los que yo estaba incluido.
Todos juntos esperábamos la llamada a examen «con los nervios en la barriga», según solía decirse, cuando vimos como desde la secretaría, con paso largo y firme venía el bedel con las listas en su mano.
Era un personaje genuino de Santa Cruz de La Palma y, además, diría yo que un «abusador de los más chicos» porque cuando trataba con inferiores se aprovechaba de su superioridad (2). Era una especie de resentido social que no sabía a dónde ni a quién pertenecía, y andaba profiriendo insultos por lo bajo contra todo y todos, como si estuviese enfadado con el mundo. No obstante, con aquéllos que él estimaba superiores se deshacía en reverencias y halagos.
Quizás los niños de «la ciudad» de aquel tiempo debamos excusarnos en cierta medida del pecado de proferir insultos relativos a la ascendencia de nuestros propios amigos, algo que, sin darnos cuenta, infectó nuestra educación escolar en una ciudad que, desde su fundación, prebendaba a los nacidos dentro de sus límites.
Si con el campesino fuimos despreciativos a veces, y otras burlones, debe ser porque captamos algo desde la escuela donde el eres un mago se escuchaba en cada pelea, pero tan vacío de significado como todos los insultos.
—¡Atención!—, gritó el bedel de uniforme raído. —¡Vayan pasando los alumnos de la suidad cuando los nombre!
Así, una vez sentados en el aula los de «la ciudad», oímos como, con talante y gesto casi insultante, y sin apenas mirarlos, se dirigió al grupo rural a voz en grito:
—Y ahora, ¡que pasen los del campo!
Me contaba Nepote que, al escuchar esto, sintió como un tiro en la sien. La cara se le puso muy caliente y roja, y tuvo la sensación de que el suelo huía bajo sus pies al verse apartado, discriminado y ninguneado como las ovejas.
Pero, alterado por la ira, al pasar frente al bedel para, según éste, sentarse en el grupo de los magos, le dijo en voz baja: «¡Tate quieto, SUIDADANO!«, dándole a entender que el burro y mago era él al pronunciar así la palabra «ciudad».
Muchos años después Nepote me juró que jamás había podido olvidar aquel momento ni a aquel hombre que, durante años, lo enfermó de severo rencor, pero, de hecho, por la fuerza y el patetismo de su relato, y la gesticulación al narrarme su historia, me atrevo a deducir que su presunto alivio es de imaginación y que, en realidad, mi amigo Nepote no se ha curado nunca.
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(1) Acerca de la Caldera de Taburiente:
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(2) Gracias a este bedel, o a uno como él, supe que mi segundo nombre es Miguel, según conté en el post La ‘M’ de Carlos M. donde hablo de lo tenso e intimidante del ambiente que en esos actos se creaba.