26-08-2012
Carlos M. Padrón
Este artículo, que me llegó por cortesía del amigo y paisano Roberto González Rodríguez, recoge gran cantidad de palabras que, sospecho, o son exclusivas de La Palma o, como mucho y además, de alguna otra isla Canaria.
Lo curioso del caso, que ya he comentado antes, es que muchas de estas palabras no se usaban en El Paso (La Palma), donde sí se usaban otras —espero publicarlas algún día— que no eran de uso en otros pueblos de La Palma o de otras islas.
Por eso insisto en que usar el término «habla Canaria» no es válido, pues no existe un habla común a todo el archipiélago.
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17 de marzo de 2012
En Palmero
Perdonen esta licencia y no se me reviren.
Era una mañana de una viruja de mil diablos provocada por la sorimba que bajaba desde las escarchadas cumbres que hacía que se nos arripiara el cuerpo a cada instante mientras se nos aguajeaban las napias.
Avanzábamos por una empinada pista de piche que nos debía llevar a lo alto de un morro; íbamos en busca de una furna, que en un día de gran jarana y entre balbuceos, con guarniciones de exageraciones, un baladrón con cachimba nos había hablado de su existencia.
A pesar de la arrebujada frase «la cueva es tan grande que entró chivito y salió chivato«, algunas de las muchas matraquillas que nos largó, nos hacían entrever que todo podría ser cierto.
Con el sueño del descubrimiento y la promesa de aventura, nos movíamos torpemente, en parte por la abundante ropa que llevábamos para quitarnos el pelete, pero también por las prisas y los equipos de espelo y de capturar bichos que colgaban de la mochila.
Unos metros más arriba nos encontramos con un belillo que nos amenazó con darnos una trompada por haberle espantado un par de baifos, que salieron corriendo al vernos. Asustados, los muy guanajos habían decidido entaliscarse en una fajana colgada, para disgusto del singüanguo de su dueño.
Decidimos desviarnos para evitar jaleo, y así nos mandamos a mudar por una barranquera paralela que conformaba un paisaje rural, constituido por algunas fincas sembradas de papas, con pequeños huertos de millos y chochos.
Salpicado a tramos por enmarañadas enredaderas de chayoteras que llegaban hasta unas escarpadas vetas con ñameras entre las que se observaba de cuando en cuando algún árbol que venía a completar toda la gama de verdes posibles.
Unos metros más arriba, mientras saltábamos entre peneques y toniques, se nos presentó un desarrapado trafallo pendiente de su dula y, con ganas de palique. amablemente nos preguntó si nos habíamos perdido. Haciendo un alto en el camino mientras le explicábamos —colocados a barlovento por la varraquina— nuestros motivos de subir para arriba, el mago pasmao se descubría para rascarse el totizo donde destacaba su estrecha cabellera de blancas escarpias, al mismo tiempo que una transparente gota de saliva se deslizaba por su lambuceado palillo que nos dejaba totalmente aquellados.
Un par de gotas después nos indicaba una travesía por un caboco enchumbado y lleno de píjaras que nos ahorraría unos minutos —que ya comenzaban a escasear— no sin antes recordarnos varias veces que teníamos que estar atentos a una tonga de bolotes sobre una atarjea por donde había que ageitarse para salvar un paso fule y no esguañarse en el fondo.
Gracias a un par de gajos cambados que sobresalían, y a un fleje de cuerdas que usamos de pasamanos, llegamos a lo alto del caidero, tan resbaladizo que nos llevó a pegarnos algunos partigazos que dejaron nuestras piernas magulladas y las berijas apretadas.
Estaba a punto de darnos un yeyo cuando decidimos descansar unos minutos, mientras se nos despertaba, por tanto esfuerzo, un jilorio que sólo se achicaría con algo de entullo de frutos secos y un par de buches de agua.
Una vez repuestos los ánimos, anduvimos el último trecho hasta un risco que en su base escondía un enorme juro que se abría en el suelo. Todos nos quedamos boquiabiertos y dejé escapar un descriptivo ¡ÑOOS!
Amigos, esta vida es tan corta que cualquier detalle que nos sobrecoja justifica nuestra existencia.
Fuente: El Apurón
