18-07-14
Carlos M. Padrón
En El cierre del Mundial 2014 hablé sobre la FIFA y sobre Leo Messi, y acerca de algo de lo que sobre éste dije me ha hecho recapacitar el artículo que copio abajo, que me ha llegado por cortesía de Oscar del Barco.
Si Ernesto Morales, autor de ese artículo tiene razón, Messi es una pobre víctima, no sólo de una enfermedad sino de su propio virtuosismo; un niño, con cuerpo casi de hombre, que más que crítica merece comprensión, por no decir compasión.
Sinceramente, si lo del artículo es cierto —repito— el fin de Messi podría ser más triste que el otros futbolistas brillantes que han terminado arruinados o en manos de la droga porque su estructura moral no estaba preparada para lidiar adecuadamente con el dinero, la fama y la presión de los medios y del público.
Entre otras cosas, lo que Ernesto Morales cuenta explica —al menos para mí— por qué Messi no respondió al gesto de un niño que le extendió la mano, ni a ninguno de los muchos gestos similares que en la final del Mundial le hicieron personas apostadas a ambos lados de la escalera por la que él subió para recoger, en mala hora, el Balón de Oro.
Siempre dije que yo le veía a Messi expresión rara, como de medio loco; por lo visto, el motivo de tal expresión es otro.
Lo que de la FIFA dice el artículo creo que ya es no sólo sabido sino aceptado como cierto. El punto a debatir es si hay modo de acabar con eso, y cuándo.
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15 julio, 2014
Ernesto Morales
El obediente Lionel Messi y su autismo Asperger
La única vez que vi a Lionel Messi en persona, delante de mí, dos cosas me llamaron poderosamente la atención.
Primero: era mucho más frágil de lo que me yo imaginaba. Exceptuando sus piernas, desde luego, todo en él me recordaba a un niño. Si su estatura es 8 centímetros más baja que la mía, su torso es la mitad de estrecho que el de un adulto promedio, como si se tratara de un adolescente cuyo tórax no se terminó de desarrollar.
Segundo: Lionel Messi no disfrutaba aquel espectáculo de luces, flashes, autógrafos pedidos y cámaras de televisión con reporteros que, como yo, intentaban obtener una reveladora entrevista suya. Recuerdo haber pensado: «Este chico sólo quiere jugar, y lo han traído de la mano a esto».
Era el año 2012, acababa de ganar su tercer Balón de Oro, y estaba en Miami como parte de esa gira esperpéntica llamada “Messi & Friends”, organizada por la fundación que lleva su nombre, donde se desarrollaban partidos entre dos equipos «frankenstein», armados a como diera lugar con jugadores estelares, para exhibición y recaudaciones benéficas.
La lectura del marketing podría ser ésta: “El mejor jugador del mundo dedica sus vacaciones a jugar fútbol para recaudar dinero con fines benéficos”. La lectura un poco más profunda sería otra: “Un chico que sólo quiere jugar al fútbol, debe cumplir también en sus vacaciones con obligaciones, sin descanso, porque la maquinaria de dinero, de publicidad, exige fundaciones como la suya, benéficas, para paliar los impuestos millonarios a sus ingresos”.
De repente debía ganar más dinero para que le quitaran menos de su dinero, y del dinero de su padre, y del dinero que le generan Adidas, Head & Shoulders, y Doritos, y la retahíla de transnacionales que pagan por su imagen. Y cuando empezó todo esto, Leo Messi, con cinco añitos, sólo quería jugar al fútbol. Esa linda y sobrecogedora palabra: jugar.
Cuando aquella tarde, en los vestuarios del Sun Life Stadium, Lionel Messi me firmó el tenis que guardo en una vitrina de mi casa, apenas me miró. No miraba a nadie; no podía. Sus pupilas no tenían forma de fijarse en ningún punto concreto: tenía cien flashes encima, ocho cámaras de televisión, y un cordón de guardaespaldas liderado por su tío, que no por ser su tío tenía la complexión del sobrino. Es bajo, como él, pero es un pequeño Neandertal con brazos de orangután.
Tengo el recuerdo grabado en la memoria con espantosa fijación: aquel chico, tres años menor que yo, literalmente no podía dar un paso con libertad. Su cara era una manifestación de la angustia sobrellevada.
En los vestuarios del stadium de Miami conversaban y se cambiaban esa tarde, con total naturalidad, futbolistas de élite, como Radamel Falcao, Didier Drogba, Fabio Cannavaro y Diego Forlán. Ellos podían, aunque fuera a trompicones, tener una vida normal: se tomaban un par de fotos, hablaban entre ellos, y socializaban incluso con nosotros los periodistas. Pero Lionel Messi, no, pues Adidas le exigía, como parte de los acuerdos contractuales de esta gira benéfica, seguridad personalizada a toda hora y en todo sitio. Y a toda hora y en todo sitio incluía también las duchas, por lo que Messi no podía bañarse y cambiarse en el mismo vestuario que el resto.
Y todo esto había empezado en un barriecito de Rosario, Argentina, veinte años atrás, con un chiquillo que sólo quería jugar al fútbol.
Messi no nació normal. Además de la deficiencia hormonal que le obligó a mudarse a Barcelona en su infancia para recibir tratamiento durante años, nació con una forma leve del autismo descubierta por el psiquiatra y pediatra austríaco Hans Asperger.
Cuando en este 2014 Messi dijo que no sabía nada de sus cuentas bancarias y deudas con Hacienda, que todo eso lo llevaba su padre, difícilmente no estuviera diciendo la verdad. No sólo porque su genio es para el fútbol, no para la economía y la mercadotecnia, sino porque él sólo ponía las piernas. Su síndrome de Asperger da para una concentración extraordinaria en un asunto (en su caso, el fútbol), y para nada más. Los cerebros que controlan los hilos de su nombre, su marca y su cotización, empiezan en su padre y terminan, quién sabe, en una red de abogados y firmas donde cada cual saca su apetitosa tajada.
A Messi, su padre le decía: “Tú juega al fútbol. Déjame el resto a mí”. El chico al que ni la escuela ni otros deportes ni la televisión ni los viajes le interesaban, el rosarino pequeñito de 10 años, al que sólo le interesaba inyectarse los muslos para poder jugar al fútbol, de repente se descubrió debiéndole 35 millones de euros a Hacienda.
Cuando Lionel ganó su primer Balón de Oro, en 2009, el escritor uruguayo Eduardo Galeano dijo que a Messi deslumbraba verlo porque no había dejado de jugar como un chiquilín de barrio. Era verdad, pues así jugaba Lionel, pero así no juega ya. Por el camino, en esa línea que debía ser recta entre un deportista fascinantemente talentoso y el deporte que él sólo quiere practicar, han entrado a jugar otras demasiadas variables que en nada son poéticas ni ingenuas como la palabra jugar.
De repente Messi se vio con un peso sobre sus hombros: ser el sustituto de Maradona. Él no lo pidió, él solo pidió jugar al fútbol. Pero su país y nosotros, los hinchas, le otorgamos esa empresa como quien envuelve el mapa del tesoro en la piel de un animal, y lo pone en manos de un héroe que debe partir.
De repente se vio, además, como una industria de hacer euros. Lo mismo posando en calzoncillos, que vistiendo los carnavalescos trajes de Dolce & Gabbanna, que lavándose la cabeza con un champú que, de seguro, ni usa. Pero es lo que sus familiares y sus abogados le decían que debía hacer. Un rasgo distintivo de los síndromes de Asperger es su noble capacidad para obedecer, y Messi terminó siendo como todos quisieron que fuera.
Y después vinieron los Balones de Oro. No importaba que él sólo balbuceara una y otra vez que sólo quería jugar al fútbol; nada de eso. Tenía que ser la estrella del circo, tenía que exhibirse como el principal gladiador del coliseo romano. Uno tras otro, los Balones de Oro que la FIFA le arrebató a una revista francesa, madre de la iniciativa. Toma: ahí los tienes porque eres el mejor del mundo. No nos basta con tu juego hermoso, divertido, de fantasía. No es suficiente con que hagas más bello este deporte todavía. Tienes que ser nuestra cabeza de turco, nuestro fantoche, algo que vender, porque te van a comprar ya que eres demasiado bueno.
¿Sería porque él los quería? No, casi de seguro, es porque nosotros los queríamos. Nosotros, los consumidores adictos al fútbol, los que exigimos cada vez más torneos, aunque los futbolistas tengan cada vez menos piernas. Y nosotros pagamos por eso. Pagamos por camisetas, por membresías de clubes, entradas a stadiums, juegos de Playstation, posters. Nosotros pagamos, la industria pone luces, cámaras y acción; los futbolistas, llámense Messi o Cristiano, que pongan sus piernas y sonrían.
Y uno termina preguntándose si aquel chico se acordará, entre tanta vorágine y tanta podredumbre, de que él sólo quería jugar al fútbol. Como otros queríamos ganarnos la vida escribiendo, otros bailando, y otros pintando cuadros. Divertirnos, sólo eso.
El primer gran enemigo de la FIFA, casualidad macabra, es el hombre cuya historia ha atormentado al rosarino Messi, sin ninguno de los dos quererlo. Es un atorrante incontenible, un comunista vomitivo y futbolista sin comparación posible, llamado Diego Armando Maradona.
Maradona se ganó la animosidad de la FIFA por hacer algo impensable, digamos: denunciar a los cuatro vientos que esa banda de rufianes que había organizado al fútbol alrededor de cuatro letras, se comportaba como una mafia sonriente con todo el poder del mundo, sin oposición o control posible.
Muchos se preguntan si, de no haber sido Maradona el enemigo declarado de la FIFA, su carrera habría sido truncada de forma tan escandalosa por aquel positivo a la endorfina, en 1994. No era el primero, y no sería el último en dar alterado en un test de doping. Con Maradona, el bocón, el bastardo, no hubo atenuante posible. La FIFA sonreía.
Hoy, rebelarse contra la FIFA es prácticamente imposible si quieres patear balones de manera profesional. El organismo tiene impunidad para, por ejemplo, no pagar impuestos y derogar leyes vigentes en los países donde celebra sus torneos si éstas afectan sus intereses económicos. Y desde hace 16 años está dirigida por un señor mayor llamado Joseph Blatter. Blatter es sólo 10 años más joven que Fidel Castro, y, para mí, oriundo de un país donde las entronizaciones del poder han sido cosa de más de medio siglo.
Me aterra cualquier mandato demasiado extenso, y más si el organismo dirigido se autodefine como «sin fines de lucro» y tiene fondos de reserva en bancos suizos (la casa natal de Blatter) por mil millones de dólares.
Y ésa es la organización que decide las vidas de chicos como Lionel, como James, como Suárez, como Cristiano. Jóvenes de entre 20 y 28 años que comenzaron viendo el fútbol no como un empleo, no como una forma de hacer dinero, no como mira un lobo de Wall Street los indicadores del Dow Jones, sino apenas como niños que querían divertirse jugando al fútbol.
Las lágrimas de Cristiano Ronaldo al recoger su segundo Balón de Oro no tienen falla: eran lágrimas de presión; lágrimas de tensión acumulada. De miedos impuestos por una industria donde todos, sus seguidores y detractores, le exigimos cada vez más, cada vez mejor, cada vez más espectacular.
El colmo de lo grotesco: Cristiano Ronaldo debió jugar la final de la Champions League con una orden comercial en su cabeza: “Si marcas un gol, te quitas la camisa, vas hacia la esquina del córner, y gritas y sacas músculos, lo más fuertemente que puedas”. ¡Filmaban una película sobre él! ¡Había que lanzar más carne al hambre del espectáculo!
Cristiano, como Messi, sólo quería en un principio jugar al fútbol. Hoy, ambos, son los gladiadores que ganan millones despedazándose en medio del coliseo, mientras nosotros decidimos, en las gradas, si con un pulgar arriba o un pulgar abajo, se les perdona o si se les salvan sus vidas. Nosotros los hemos puesto a pelear entre sí. Probablemente sin nosotros, sin la industria que nos satisface el morbo de la rivalidad malsana, ellos serían amigos o poco menos.
Admitámoslo: esto es grotesco. Esto es una mierda.
Alguien depositó en las neuronas de Lionel Messi una responsabilidad: tienes que ser el mejor de todos los tiempos. No basta con que juegues maravilloso. Tienes que ganar el Mundial, de lo contrario, no serás el mejor de todos los tiempos.
Y así llegó este chico a Brasil. No como quien viene a una fiesta, lo que debería ser. No como quien va a competir con dedicación, pero con disfrute. No. A él se le exigía golear, correr, y ganar.
Se lo exigía Adidas. Se lo exigía el contrato de mejor pagado del mundo que firmó con el Barcelona. Se lo exigía su mercantil padre. Se lo exigía la separatista Catalunya. Se lo exigía una Argentina donde ni siquiera tuvieron a bien ponerle inyecciones de crecimiento cuando chico. Se lo exigía una legión de detractores que, crueles como somos los hinchas futboleros, emplea adjetivos mordaces y destructivos, adjetivos que vendrían bien a asesinos seriales o a dictadores de pueblos, no a jóvenes que corren detrás de un balón. Se lo exigía yo. Sí: también se lo exigía yo mientras veía hoy el partido, con mi hijo de seis meses sobre mis piernas.
Messi ha fallado. Messi miraba al cielo en el momento de mandar a las nubes ese tiro libre. El mismo tiro que otras veces se clavó en la red, hoy fue a parar al cielo de Río a donde doscientos mil argentinos ponían sus rezos para que el equipo no se fuera así, sin más. Y Messi era el culpable. Era culpable de no estar ya a su mejor y más rutilante nivel, y, ¡oh, pecado!: era culpable de no ser ya el mejor de la Historia.
De repente lo recordé caminando delante de mí, dos años atrás, firmándome aquel zapato, mientras exhibía unas pupilas dilatadas por tanto bullicio y luces alrededor de él. Recordé su cara de angustia, de quien quiere desaparecer y tumbarse en el sofá como hace un tipo simplemente normal: la misma cara con la que recogió, en el sopor de la máxima humillación, el último premio que todavía hoy le tenía la FIFA listo, contra toda lógica y toda comprensión.
Yo vi a Messi esta tarde y, de repente, sentí lástima por él, y por la tragedia silenciosa que es toda esta profesionalización, esta industria de circo, descarnada, indolente, donde tantos futbolistas se han suicidado, y a otros tantos les ha explotado en la cancha el corazón; esta industria donde se corona a héroes y se desguaza a derrotados; esta cultura despiadada donde miles de periodistas como yo escribirán hoy sus crónicas de la derrota, y con un dedo señalarán —señalaremos— todos a Lionel Andrés, un muchachito de un metro sesenta y nueve centímetros, medio autista y medio genio, que no pidió ser el mejor de nada, que no soñaba con Balones de Oro ni cláusulas de 250 millones en el Barcelona, y al que sólo, en realidad, le interesaba poder divertirse un poco jugando al fútbol.
