[*Opino}– El fútbol, la FIFA y Messi

18-07-14

Carlos M. Padrón

En El cierre del Mundial 2014 hablé sobre la FIFA y sobre Leo Messi, y acerca de algo de lo que sobre éste dije me ha hecho recapacitar el artículo que copio abajo, que me ha llegado por cortesía de Oscar del Barco.

Si Ernesto Morales, autor de ese artículo tiene razón, Messi es una pobre víctima, no sólo de una enfermedad sino de su propio virtuosismo; un niño, con cuerpo casi de hombre, que más que crítica merece comprensión, por no decir compasión.

Sinceramente, si lo del artículo es cierto —repito— el fin de Messi podría ser más triste que el otros futbolistas brillantes que han terminado arruinados o en manos de la droga porque su estructura moral no estaba preparada para lidiar adecuadamente con el dinero, la fama y la presión de los medios y del público.

Entre otras cosas, lo que Ernesto Morales cuenta explica —al menos para mí— por qué Messi no respondió al gesto de un niño que le extendió la mano, ni a ninguno de los muchos gestos similares que en la final del Mundial le hicieron personas apostadas a ambos lados de la escalera por la que él subió para recoger, en mala hora, el Balón de Oro.

Siempre dije que yo le veía a Messi expresión rara, como de medio loco; por lo visto, el motivo de tal expresión es otro.

Lo que de la FIFA dice el artículo creo que ya es no sólo sabido sino aceptado como cierto. El punto a debatir es si hay modo de acabar con eso, y cuándo.

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15 julio, 2014

Ernesto Morales

El obediente Lionel Messi y su autismo Asperger

La única vez que vi a Lionel Messi en persona, delante de mí, dos cosas me llamaron poderosamente la atención.

Primero: era mucho más frágil de lo que me yo imaginaba. Exceptuando sus piernas, desde luego, todo en él me recordaba a un niño. Si su estatura es 8 centímetros más baja que la mía, su torso es la mitad de estrecho que el de un adulto promedio, como si se tratara de un adolescente cuyo tórax no se terminó de desarrollar.

Segundo: Lionel Messi no disfrutaba aquel espectáculo de luces, flashes, autógrafos pedidos y cámaras de televisión con reporteros que, como yo, intentaban obtener una reveladora entrevista suya. Recuerdo haber pensado: «Este chico sólo quiere jugar, y lo han traído de la mano a esto».

Era el año 2012, acababa de ganar su tercer Balón de Oro, y estaba en Miami como parte de esa gira esperpéntica llamada “Messi & Friends”, organizada por la fundación que lleva su nombre, donde se desarrollaban partidos entre dos equipos «frankenstein», armados a como diera lugar con jugadores estelares, para exhibición y recaudaciones benéficas.

La lectura del marketing podría ser ésta: “El mejor jugador del mundo dedica sus vacaciones a jugar fútbol para recaudar dinero con fines benéficos”. La lectura un poco más profunda sería otra: “Un chico que sólo quiere jugar al fútbol, debe cumplir también en sus vacaciones con obligaciones, sin descanso, porque la maquinaria de dinero, de publicidad, exige fundaciones como la suya, benéficas, para paliar los impuestos millonarios a sus ingresos”.

De repente debía ganar más dinero para que le quitaran menos de su dinero, y del dinero de su padre, y del dinero que le generan Adidas, Head & Shoulders, y Doritos, y la retahíla de transnacionales que pagan por su imagen. Y cuando empezó todo esto, Leo Messi, con cinco añitos, sólo quería jugar al fútbol. Esa linda y sobrecogedora palabra: jugar.

Cuando aquella tarde, en los vestuarios del Sun Life Stadium, Lionel Messi me firmó el tenis que guardo en una vitrina de mi casa, apenas me miró. No miraba a nadie; no podía. Sus pupilas no tenían forma de fijarse en ningún punto concreto: tenía cien flashes encima, ocho cámaras de televisión, y un cordón de guardaespaldas liderado por su tío, que no por ser su tío tenía la complexión del sobrino. Es bajo, como él, pero es un pequeño Neandertal con brazos de orangután.

Tengo el recuerdo grabado en la memoria con espantosa fijación: aquel chico, tres años menor que yo, literalmente no podía dar un paso con libertad. Su cara era una manifestación de la angustia sobrellevada.

En los vestuarios del stadium de Miami conversaban y se cambiaban esa tarde, con total naturalidad, futbolistas de élite, como Radamel Falcao, Didier Drogba, Fabio Cannavaro y Diego Forlán. Ellos podían, aunque fuera a trompicones, tener una vida normal: se tomaban un par de fotos, hablaban entre ellos, y socializaban incluso con nosotros los periodistas. Pero Lionel Messi, no, pues Adidas le exigía, como parte de los acuerdos contractuales de esta gira benéfica, seguridad personalizada a toda hora y en todo sitio. Y a toda hora y en todo sitio incluía también las duchas, por lo que Messi no podía bañarse y cambiarse en el mismo vestuario que el resto.

Y todo esto había empezado en un barriecito de Rosario, Argentina, veinte años atrás, con un chiquillo que sólo quería jugar al fútbol.

Messi no nació normal. Además de la deficiencia hormonal que le obligó a mudarse a Barcelona en su infancia para recibir tratamiento durante años, nació con una forma leve del autismo descubierta por el psiquiatra y pediatra austríaco Hans Asperger.

Cuando en este 2014 Messi dijo que no sabía nada de sus cuentas bancarias y deudas con Hacienda, que todo eso lo llevaba su padre, difícilmente no estuviera diciendo la verdad. No sólo porque su genio es para el fútbol, no para la economía y la mercadotecnia, sino porque él sólo ponía las piernas. Su síndrome de Asperger da para una concentración extraordinaria en un asunto (en su caso, el fútbol), y para nada más. Los cerebros que controlan los hilos de su nombre, su marca y su cotización, empiezan en su padre y terminan, quién sabe, en una red de abogados y firmas donde cada cual saca su apetitosa tajada.

A Messi, su padre le decía: “Tú juega al fútbol. Déjame el resto a mí”. El chico al que ni la escuela ni otros deportes ni la televisión ni los viajes le interesaban, el rosarino pequeñito de 10 años, al que sólo le interesaba inyectarse los muslos para poder jugar al fútbol, de repente se descubrió debiéndole 35 millones de euros a Hacienda.

Cuando Lionel ganó su primer Balón de Oro, en 2009, el escritor uruguayo Eduardo Galeano dijo que a Messi deslumbraba verlo porque no había dejado de jugar como un chiquilín de barrio. Era verdad, pues así jugaba Lionel, pero así no juega ya. Por el camino, en esa línea que debía ser recta entre un deportista fascinantemente talentoso y el deporte que él sólo quiere practicar, han entrado a jugar otras demasiadas variables que en nada son poéticas ni ingenuas como la palabra jugar.

De repente Messi se vio con un peso sobre sus hombros: ser el sustituto de Maradona. Él no lo pidió, él solo pidió jugar al fútbol. Pero su país y nosotros, los hinchas, le otorgamos esa empresa como quien envuelve el mapa del tesoro en la piel de un animal, y lo pone en manos de un héroe que debe partir.

De repente se vio, además, como una industria de hacer euros. Lo mismo posando en calzoncillos, que vistiendo los carnavalescos trajes de Dolce & Gabbanna, que lavándose la cabeza con un champú que, de seguro, ni usa. Pero es lo que sus familiares y sus abogados le decían que debía hacer. Un rasgo distintivo de los síndromes de Asperger es su noble capacidad para obedecer, y Messi terminó siendo como todos quisieron que fuera.

Y después vinieron los Balones de Oro. No importaba que él sólo balbuceara una y otra vez que sólo quería jugar al fútbol; nada de eso. Tenía que ser la estrella del circo, tenía que exhibirse como el principal gladiador del coliseo romano. Uno tras otro, los Balones de Oro que la FIFA le arrebató a una revista francesa, madre de la iniciativa. Toma: ahí los tienes porque eres el mejor del mundo. No nos basta con tu juego hermoso, divertido, de fantasía. No es suficiente con que hagas más bello este deporte todavía. Tienes que ser nuestra cabeza de turco, nuestro fantoche, algo que vender, porque te van a comprar ya que eres demasiado bueno.

¿Sería porque él los quería? No, casi de seguro, es porque nosotros los queríamos. Nosotros, los consumidores adictos al fútbol, los que exigimos cada vez más torneos, aunque los futbolistas tengan cada vez menos piernas. Y nosotros pagamos por eso. Pagamos por camisetas, por membresías de clubes, entradas a stadiums, juegos de Playstation, posters. Nosotros pagamos, la industria pone luces, cámaras y acción; los futbolistas, llámense Messi o Cristiano, que pongan sus piernas y sonrían.

Y uno termina preguntándose si aquel chico se acordará, entre tanta vorágine y tanta podredumbre, de que él sólo quería jugar al fútbol. Como otros queríamos ganarnos la vida escribiendo, otros bailando, y otros pintando cuadros. Divertirnos, sólo eso.

El primer gran enemigo de la FIFA, casualidad macabra, es el hombre cuya historia ha atormentado al rosarino Messi, sin ninguno de los dos quererlo. Es un atorrante incontenible, un comunista vomitivo y futbolista sin comparación posible, llamado Diego Armando Maradona.

Maradona se ganó la animosidad de la FIFA por hacer algo impensable, digamos: denunciar a los cuatro vientos que esa banda de rufianes que había organizado al fútbol alrededor de cuatro letras, se comportaba como una mafia sonriente con todo el poder del mundo, sin oposición o control posible.

Muchos se preguntan si, de no haber sido Maradona el enemigo declarado de la FIFA, su carrera habría sido truncada de forma tan escandalosa por aquel positivo a la endorfina, en 1994. No era el primero, y no sería el último en dar alterado en un test de doping. Con Maradona, el bocón, el bastardo, no hubo atenuante posible. La FIFA sonreía.

Hoy, rebelarse contra la FIFA es prácticamente imposible si quieres patear balones de manera profesional. El organismo tiene impunidad para, por ejemplo, no pagar impuestos y derogar leyes vigentes en los países donde celebra sus torneos si éstas afectan sus intereses económicos. Y desde hace 16 años está dirigida por un señor mayor llamado Joseph Blatter. Blatter es sólo 10 años más joven que Fidel Castro, y, para mí, oriundo de un país donde las entronizaciones del poder han sido cosa de más de medio siglo.

Me aterra cualquier mandato demasiado extenso, y más si el organismo dirigido se autodefine como «sin fines de lucro» y tiene fondos de reserva en bancos suizos (la casa natal de Blatter) por mil millones de dólares.

Y ésa es la organización que decide las vidas de chicos como Lionel, como James, como Suárez, como Cristiano. Jóvenes de entre 20 y 28 años que comenzaron viendo el fútbol no como un empleo, no como una forma de hacer dinero, no como mira un lobo de Wall Street los indicadores del Dow Jones, sino apenas como niños que querían divertirse jugando al fútbol.

Las lágrimas de Cristiano Ronaldo al recoger su segundo Balón de Oro no tienen falla: eran lágrimas de presión; lágrimas de tensión acumulada. De miedos impuestos por una industria donde todos, sus seguidores y detractores, le exigimos cada vez más, cada vez mejor, cada vez más espectacular.

El colmo de lo grotesco: Cristiano Ronaldo debió jugar la final de la Champions League con una orden comercial en su cabeza: “Si marcas un gol, te quitas la camisa, vas hacia la esquina del córner, y gritas y sacas músculos, lo más fuertemente que puedas”. ¡Filmaban una película sobre él! ¡Había que lanzar más carne al hambre del espectáculo!

Cristiano, como Messi, sólo quería en un principio jugar al fútbol. Hoy, ambos, son los gladiadores que ganan millones despedazándose en medio del coliseo, mientras nosotros decidimos, en las gradas, si con un pulgar arriba o un pulgar abajo, se les perdona o si se les salvan sus vidas. Nosotros los hemos puesto a pelear entre sí. Probablemente sin nosotros, sin la industria que nos satisface el morbo de la rivalidad malsana, ellos serían amigos o poco menos.

Admitámoslo: esto es grotesco. Esto es una mierda.

Alguien depositó en las neuronas de Lionel Messi una responsabilidad: tienes que ser el mejor de todos los tiempos. No basta con que juegues maravilloso. Tienes que ganar el Mundial, de lo contrario, no serás el mejor de todos los tiempos.

Y así llegó este chico a Brasil. No como quien viene a una fiesta, lo que debería ser. No como quien va a competir con dedicación, pero con disfrute. No. A él se le exigía golear, correr, y ganar.

Se lo exigía Adidas. Se lo exigía el contrato de mejor pagado del mundo que firmó con el Barcelona. Se lo exigía su mercantil padre. Se lo exigía la separatista Catalunya. Se lo exigía una Argentina donde ni siquiera tuvieron a bien ponerle inyecciones de crecimiento cuando chico. Se lo exigía una legión de detractores que, crueles como somos los hinchas futboleros, emplea adjetivos mordaces y destructivos, adjetivos que vendrían bien a asesinos seriales o a dictadores de pueblos, no a jóvenes que corren detrás de un balón. Se lo exigía yo. Sí: también se lo exigía yo mientras veía hoy el partido, con mi hijo de seis meses sobre mis piernas.

Messi ha fallado. Messi miraba al cielo en el momento de mandar a las nubes ese tiro libre. El mismo tiro que otras veces se clavó en la red, hoy fue a parar al cielo de Río a donde doscientos mil argentinos ponían sus rezos para que el equipo no se fuera así, sin más. Y Messi era el culpable. Era culpable de no estar ya a su mejor y más rutilante nivel, y, ¡oh, pecado!: era culpable de no ser ya el mejor de la Historia.

De repente lo recordé caminando delante de mí, dos años atrás, firmándome aquel zapato, mientras exhibía unas pupilas dilatadas por tanto bullicio y luces alrededor de él. Recordé su cara de angustia, de quien quiere desaparecer y tumbarse en el sofá como hace un tipo simplemente normal: la misma cara con la que recogió, en el sopor de la máxima humillación, el último premio que todavía hoy le tenía la FIFA listo, contra toda lógica y toda comprensión.

Yo vi a Messi esta tarde y, de repente, sentí lástima por él, y por la tragedia silenciosa que es toda esta profesionalización, esta industria de circo, descarnada, indolente, donde tantos futbolistas se han suicidado, y a otros tantos les ha explotado en la cancha el corazón; esta industria donde se corona a héroes y se desguaza a derrotados; esta cultura despiadada donde miles de periodistas como yo escribirán hoy sus crónicas de la derrota, y con un dedo señalarán —señalaremos— todos a Lionel Andrés, un muchachito de un metro sesenta y nueve centímetros, medio autista y medio genio, que no pidió ser el mejor de nada, que no soñaba con Balones de Oro ni cláusulas de 250 millones en el Barcelona, y al que sólo, en realidad, le interesaba poder divertirse un poco jugando al fútbol.

[*Opino}– El cierre del Mundial 2014

14-07-14

Carlos M. Padrón

El que copio abajo es otro excelente artículo de Juan Manuel Rodríguez; uno que desnuda las manipulaciones de la FIFA, y pone en perspectiva lo que realmente es Leo Messi.clip_image001

Sobre los errores arbitrales —tras los cuales está sin duda la FIFA— ya he hablado, pero ahora que ya terminó el Mundial 2014 debo expresar mi acuerdo con las muchas voces que dicen que dar a Messi el premio al mejor jugador fue un mayúsculo descaro, y tanto que, en mi opinión, si él lo hubiera rechazado habría mejorado mucho una imagen personal que entre líos con Hacienda, rumores de manejos con dinero negro, y falta de altruismo (¿tal vez por soberbia?), va cada vez a peor.

He de reconocer que, como no me gusta ver al Barça, casi no he visto jugar a Messi en ese equipo, pero sí en los partidos que en torneos que, como la Copa Libertadores, ha jugado con la selección de Argentina y, sinceramente, no he visto que haya hecho nada extraordinario.

Sin embargo, por lo que acerca de él he escuchado y leído, está claro que, como futbolista, es un fuera de clase, pero, para mí, no el mejor de la Historia, título que reservo para Di Stefano (q.e.p.d.). Sin embargo, creo que como persona podría mostrarse mejor, pues, además de lo arria indicado, ha dado muestras de falta empatía y de desprecio hacia quienes lo admiran. Y por lo que hizo en el Barça en la pasada temporada, y ahora en este Mundial, creo que va ‘palo abajo’, y que sus mejores tiempos quedaron ya atrás.

Apenas minutos después del vergonzoso reconocimiento que ayer recibió, alguien hizo circular por internet esta acertada observación: «Si Messi merece el Balón de Oro, entonces Julio César merece el Guante de Oro, y Luis Suárez el ‘Diente de Oro’ en premio al fair play«.

Está claro que los de la FIFA son, además de corruptos, caraduras. El mejor jugador del Mundial, aunque su selección no haya llegado a la final, fue James Rodríguez, y también James fue el jugador revelación de ese torneo.

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14 de Julio de 2014

Juan Manuel Rodríguezclip_image001[1]

El tongo de Messi

Público o privado, conocido por unos pocos o sabido por todos, al final el tongo acaba por no reconfortar a nadie, tampoco a su momentáneo y circunstancial beneficiario.

Si el tongo es íntimo, salvo que seas un auténtico crápula, tu conciencia te impedirá mirar a los ojos de la gente; y si es público, el ridículo será aún mayor.

Hay dos ejemplos de tongos deportivos uno público y de ficción, y otro privado pero real y que, con el paso del tiempo, acabó saliendo a la luz para descrédito y vergüenza de sus autores intelectuales.

Un tongo público (tan público que únicamente lo desconocía su protagonista) es el que Mark Robson nos cuenta en la magnífica película «Más dura será la caída», película basada en la novela de Budd Schulberg; en ella se nos cuenta la historia de Toro Moreno, un gigantesco pero torpe boxeador a quien, con la ayuda del periodista deportivo Eddie Willis, interpretado por Humphrey Bogart, y del dinero del mafioso Nick Benko, a quien da vida en la gran pantalla Rod Steiger, pretenden convertir a base de amaños en el gran campeón que no es.

Toro Moreno es una buena persona, pero un púgil desastroso, y el tongo que hay montado a su alrededor es conocido por todos menos por él. De lo que nos habla Schulberg en su best seller no es por supuesto de boxeo, que vuelve a ser en el cine una excusa, sino de la mentira, de la manipulación, del dinero como elemento corruptor del deporte.

La mentira convierte en un pelele al boxeador, pero radiografía a quienes pululan a su alrededor, ya sean malas personas o bien, como es el caso del periodista Bogart, gentes que se ven en circunstancias vitales poco deseables para nadie.

Un ejemplo de tongo privado y que, al final, ha salido a la luz, es el del partido que enfrentó durante el Mundial de 1982 —el que se celebró en España— a las selecciones de Alemania y Austria.

Alemania venció a Austria por 1-0, y aquel marcador, pactado entre ambos rivales, dejó fuera a Argelia. En realidad todo el mundo conocía el tongo, pero nadie estaba en disposición de demostrarlo hasta que hace poco Hans-Peter Briegel —el extraordinario defensa central, lateral, centrocampista, interior y hasta ocasional delantero que jugó en el Kaiserslautern, y más tarde acabó haciéndolo en la Sampdoria—, reconoció, un cuarto de siglo después, que sí, que se pactó aquel marcador.

Alemania y Austria consiguieron clasificarse, pero el descrédito les sigue persiguiendo y, de lo acontecido hace más de 30 años, continúa hablándose hoy. ¿Mereció la pena? Sin duda alguna, no.

Todo lo que toca la FIFA acaba pudriéndose entre sus manos. Como con el Drácula de Francis Ford Coppola, que marchitaba las rosas a su paso, cuando el máximo organismo del fútbol mundial mete sus zarpas en algún asunto, acaba contaminándolo.

Pasó con el Balón de Oro, que mientras lo organizó en solitario France Football fue un premio prestigioso y que desde que lo apadrina Blatter es un circo en el que se pierden votos, se extravían votantes, se ponen en huelga en Correos, y en el que el conchabeo está a la orden del día.

La entrega ayer a Leo Messi, nada más finalizar el Alemania-Argentina, del premio al mejor futbolista del Mundial de Brasil 2014 pasará a los anales de la historia de los tongos deportivos más cutres y reprobables.

Es un tongo que, a diferencia de lo que puedan creer en FIFA, hace mucho daño a su receptor porque cuestiona otros títulos individuales recibidos por el argentino y que ya fueron motivo de agria polémica en su día. Salvo para un fanático, ese premio enturbia a quien lo entrega y mancha a quien lo recibe, porque Leo Messi no ha sido, ni de lejos, el mejor jugador del Mundial, y porque, a diferencia de Toro Moreno, a él no le hacen falta estos masajes que poco o nada tienen que ver con el juego y sí con los intereses comerciales.

A Messi, el gran fiasco de Brasil 2014, no le pesan sus problemas con Hacienda o los celos de Neymar, a Messi le pesa Maradona. Maradona, la sombra de El Pelusa, la «Mano de Dios», tira de Leo hacia abajo y, del mismo modo que un golpe al hígado te quita el aire, el hecho de que Diego ganara él solo un Mundial para Argentina ejerce sobre Messi una presión semejante a la que supondría llevar sobre la cabeza un sombrero con mil kilos de iridio.

Hasta que empezó el Mundial, pensamos que Leo había dejado en la estacada al Barça para centrarse en derrotar a Maradona; ahora sabemos que no, ahora sabemos que el asunto es peor.

El que haya tanta gente esperando a Messi a la vuelta de la esquina no es, por supuesto, un problema del jugador ni tampoco de quienes le acechan, sino, paradójicamente, de aquéllos que no acaban nunca de alabarle y sostienen que Leo ha sido, es y será el mejor futbolista de todos los tiempos, y amén.

Pero dee amén nada, nada de amén. Para calibrar con cierta exactitud el daño que esta panda de fanáticos y aduladores haya podido hacerle a este chico habrá que esperar aún un tiempo prudencial. Pero de lo que tuvimos certeza absoluta ayer es de dos cuestiones: del tongazo de la FIFA, por un lado, y de que Messi sigue estando varios escalones por debajo de su sombra, que es Diego Armando Maradona.

Entre que Messi es un futbolista fantástico y que es el mejor jugador de toda la Historia hay un término medio que algunos poetastros no saben distinguir. Y ayer la deidad se diluyó ante Alemania como un azucarrilo se deshace en una taza de café caliente.

Como, por cierto y cambiando de asunto, aunque ambos estén íntimamente relacionados, acabaron también por deshacerse las falsas prédicas de los valores y la cantera. La salvación para Messi pasaría por abandonar este microclima de peloteo en el que ha nacido y que le tiene tan engañado, un ecosistema que le está ahogando.

Pro no lo hará, y de ahí que, por primera vez, tema yo en serio por él.

Fuente

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[*ElPaso}– Discurso de don Manuel Galeno, politólogo pasense ‘de secano’

28-05-14

Juan Antonio Pino Capote

De El Paso de Arriba a El Paso de Abajo y de norte a sur, este prosopopéyico caballero andante recorría el pueblo en su caballo blanco, que le servía como tribuna para discutir sus elaboradas teorías y filosofía de la vida.

 

Anoche, en mis sueños, se me apareció don Manuel y, a modo de susurro cómplice, me dijo en tono despectivo:

—¡POLÍTICA DE GALLINERO!

—¿Qué cuento de gallinas es ése, don Manuel?

—Calla y escribe, tú que eres instruido.

Y me dictó el siguiente discurso:

POLÍTICA DE GALLINERO

Europa desnortada

Con motivo del desastre electoral al Parlamento Europeo en mayo de 2014

«Y toda la Humanidad está desnortada, desquiciada, y el planeta polucionado y perdido por los desechos de de sus pobladores.

La Europa de la Ilustración, la de la cultura, la de los grandes progresos y descubrimientos, también está engolfada en esta POLÍTICA DE GALLINERO. Como gallinas en un corral, se vive de los picotazos que nos damos y de los granos que violentamente arrebatamos a la homóloga o prójima, sin orden ni justicia, sino por la ley del más fuerte.

Pero todas cacareando mucho y protestando porque no están conformes con su estatus. Y cada vez son más en el mismo gallinero y, como solía decir el mago: “Más gallinas en un gallinero, más mierda y menos huevos”. Pero todas las que pueden estiran su cuello picoteado y enmierdando para salir en la foto, o para cacarear su también enmierdado discurso. Y luego salen a bombo y platillo en todos los medios cuando alguna logra un cacareo extraño o estridente. La estridencia y los gritos, están de moda.

Un poeta festivo solía decir:

Este mundo es un relajo
en forma de gallinero,
que los que suben primero
se cagan en los de abajo.

Mas, si sube algún guanajo
de peso no muy ligero,
puede que se parta el gajo
y se vayan pa’l carajo
los que subieron primero.

La mayoría de estos enmierdados discursos son de autobombo y de falsas promesas que no apuntan a las verdaderas realidades y exigencias de las circunstancias, sino a lo que les gusta oír a las demás gallinas. Más abundantes son los discursos descalificadores, condenatorios y hasta calumniosos y un “quítate tú para ponerme yo”. Y así una legislatura tras otra, dando vueltas a la noria de nuestro desdichado destino.

Una gallina sale volando del corral

Dos generaciones que tienen que ponerse de acuerdo; no sólo protestar, que no es más que cacarear. Alguien dijo “¿Por qué andar como las aves de corral, cuando podemos volar como las águilas?”. Sencillamente porque no sabemos más que cacarear, dar picotazos y, si es posible, no hacer ni un esfuerzo para poner un huevo. Y si alguien intenta volar, se llevará los mayores picotazos. Nadie se atreve a volar, y todos siguen jugando a lo mismo.

Después de tantos años de democracia, nadie remonta el vuelo; todos siguen dando picotazos y cacareando sobre lo mismo. Después de que Felipe González repitiera la frase de Mao: “Gato blanco, gato negro, qué más da si caza ratones”, entendí que las filosofías, las ideologías y los principios habían periclitado.

Hemos comprobado que las alternativas de poder no son más que eso: alternativas de poder para aprovecharse lo más posible de manera alternativa. Todos prometen arreglarlo todo, y luego, más de lo mismo. Pero nadie se pone a pensar en el descubrimiento que pueda resolver los problemas de toda la Humanidad a gran escala, a escala mundial.

Claro que eso no da votos ni poder ni chollos. Siguen con los picotazos y los cacareos. En el cuarto trastero está la filosofía de Sócrates, Platón, Jesucristo y hasta del propio Marx, que nunca soñó con las grandísimas diferencias y explotaciones que íbamos a tener.

Tampoco soñó que la democracia iba a servir para que los políticos nos vendieran al mejor postor capitalista. Por esto, después de los cacareados 100 años de honradez, los progresistas también han perdido el norte y no nos conducen a ningún progreso real y efectivo a gran escala, salvo al cacareo descalificador.

Los chicos del 15-M consiguieron congregar multitudes, pero sólo para decir que no estamos de acuerdo con el rumbo de nuestra sociedad. Y no se mostraron dispuestos a cambiar algo ni con propuestas viables ni con una actitud perseverante. Se diluyeron por carencia de programas e ideales.

Los grandes cambios socioeconómicos perversos invalidaron las teorías económicas de John Adams Smtith y las de Keynes, tenidas como axiomáticas en las escuelas de economía de hace algún tiempo. Las bondades del libre mercado han perecido por el libertinaje desmadrado con que nuestros gobiernos les han permitido actuar, con los grandes Bancos como cómplices, sin que nadie les haya cortado las alas.

Así estamos, pues las causas de la actual crisis son de sobra conocidas, pero las gallinas siguen enfrascadas en su afán de poder y del mayor picoteo, en la pura inmediatez gallinácea

En nuestra sociedad hay grandes economistas y grandes hombres que podrían ayudar mucho en la corrección de todos los desafueros perpetrados, pero les faltan los altavoces que manejan unos medios amordazados por los gobiernos y el capital. A los aguerridos jóvenes del 15-M no les hicieron falta estos medios asalariados para aglutinar unas multitudes reivindicativas en Madrid.

Queda claro que con un DIALOGO ENTRE GENERACIONES se podrían plasmar unos grandes principios y actitudes generales para ofrecer unos NUEVOS HORIZONTES PARA LA HUMANIDAD. Y éste sería el nuevo y verdadero progresismo, y no el de boquilla que han querido imponer como una moda de los jóvenes, los guapos, los inteligentes y los solidarios, haciendo el juego a cualquier partido o perro con distinto collar.

No les he oído pronunciarse contra el moderno totalitarismo sibilino de la GLOBALIZACIÓN, que no es para el bien de los consumidores, sino para una mejor explotación de los mismos a nivel planetario, y para acumular un poder ante el cual tiemblen los gobiernos. Pobres gobiernos mal paridos en las urnas y secuestradores de votos, amordazados por el capital.

No discutamos entre nosotros, en nuestros pobres y enmierdados corrales, y tratemos de volar como las águilas en las alas de un nuevo progresismo solidario y activo, y capaz de poner el cascabel al gato, sin temor a represalias. Una tarea de un sindicalismo potente y superior, apoyado por grandes mayorías y con la salvaguarda de la Policía —y hasta de los ejércitos, si fuera necesario—, aunque seguramente no tendrán armas por no tener dinero, asfixiados por los poderosos capitalistas.

Alguna alternativa deberá servir para lograrlo. No basta con pedir trasparencia y honradez, que sería mucho, sino llegar el meollo de la gran especulación del libertinaje financiero que no conoce límites ni reglas.

Entrarían en la escena dos grandes protagonistas complementarios: Los sabios pensadores, filósofos y experimentados conocedores de la realidad que formularían los principios generales y la carta de navegación con argumentes inequívocos y contundentes; y los jóvenes progresista y aguerridos que proclamarían, exigirían y ejecutarían el programa. Por definición, los autodenominados progresistas deberían dedicarse primordialmente a este cambio y no a jugar a nuevos ricos o a imitar a los dictadores bananeros disfrazados de socialistas.

Debe quedar claro, como dijo Stephen Convey: “Si sigues haciendo lo que estás haciendo seguirás consiguiendo lo que estás consiguiendo”. Y lo que estamos consiguiendo no sirve y es necesario un NUEVO ORDEN SOCIAL, por el bien de cuantos habitamos este maltrecho planeta que es la Tierra.

Y mi admirado don Manuel se despidió diciendo: “No digas a nadie que he vuelto, y firma como tuyo lo que te he dictado”».

Don Manuel, desde su humildad, no sabe que en El Paso su firma tiene más prestigio que la mía, y por eso no le voy a guardar el secreto. Lo entenderá y me perdonará.

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