[SE}> Pecado bendito / Soledad Morillo Belloso

04-09-2025

Soledad Morillo Belloso

Pecado bendito

En Venezuela, el chicharrón no se come: se espera. Se huele desde la esquina, se escucha desde la cocina, se adivina en el aire como quien sabe que viene lluvia. Es anuncio de reunión, de mesa larga, de dedos brillantes y bocas sin culpa. El cochino, que en vida fue terco y en muerte es glorioso, se transforma en rito cuando la paila empieza a hablar.

Porque sí, la paila habla. Habla en borbotones, en saltos de grasa, en ese sonido que no es fritura sino promesa. Y uno se arrima, como quien va a misa, con respeto y hambre. El carnicero, el tío, el compadre, la vecina que sabe de cochino más que de política, todos tienen su versión del chicharrón perfecto. Que si con pelo, que si sin pelo, que si con ajo, que si sin sal. Pero todos coinciden en algo:  chicharrón que no cruje, no emociona.

El chicharrón empieza desde temprano. El día antes se saca el cochino, se le habla bonito, se le corta con cariño. Carne y piel, porque ahí está el alma. Se le pone en la paila bien caliente con su manteca, con su ají dulce, con su paciencia. Y se espera. Se espera con fe, como se espera el milagro, como se espera el gol, como se espera el amor que uno sabe que va a llegar.

Cuando empieza a crujir, la gente se asoma. El vecino que iba de paso, el primo que dijo que no venía, el perro que no es de nadie pero siempre aparece. Todos saben que el chicharrón llama. Y se reparte. Se reparte en pedazos calientes, en servilletas que no aguantan, en manos que no preguntan. Se come parado, se come hablando, se come riendo. O sentados alrededor de una mesa. Porque el chicharrón no se come en silencio. El chicharrón exige conversación, exige refrán, exige cuento.

“Este cochino murió por la patria”, dice el abuelo, mientras se mete un pedazo en la boca y se limpia con la servilleta de papel.

“Esto está mejor que chisme de comadre”, dice la tía, mientras le da al niño el pedazo con más pellejo.

“Esto no engorda si uno lo come con alegría”, repite la prima, que ya va por el cuarto pedazo, y que jura de mañana no pasa para arrancar la dieta.

El chicharrón también tiene sus versiones. Está el de cochino, el clásico, el que se respeta. Está el de pollo, más humilde pero igual de sabroso. Está el de ñiqui, que se mete en la masa de la arepa y aparece como sorpresa. Está el de cordero gordo.  Está el que se guarda para el arroz del lunes, el que se mete en la hallaca, el que se ofrece en los velorios en los pueblos como consuelo después de rezar el rosario.

Y todos tienen su lugar. Porque el chicharrón no discrimina. El chicharrón une. Une al rico y al pobre, al citadino y al de pueblo, al que lo come con ají y al que lo come con papelón. Es símbolo de picardía. Es el aplauso del cochino antes de irse al cielo.

Y así, entre mordiscos, chupadas de dedos, suspiros y risas, el chicharrón se convierte en memoria. Porque uno no recuerda el día, recuerda el sabor. Recuerda el crujido, el olor, la cara de la abuela diciendo “dame un último pedazo, pero que esté bien tostado”. Recuerda el viaje en carretera, la parada en la arepera, el papel marrón que se mancha de manteca. Recuerda el pecado, pero lo recuerda como bendito.

Cuando se acaba, queda el silencio. Un silencio grasoso, satisfecho, como de misa bien dicha. Y uno se limpia los dedos, se echa para atrás, y dice: “Esto es pecado… pero bendito.” Y alguien te contesta: “… pues habrá que confesarse…”

Eso es Venezuela.

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