03-09-2025
Invento con sobras
Dicen que nació sin querer queriendo, como muchas cosas buenas en esta tierra. Fue un invento de necesidad, de sobras y de ganas, como quien dice: “A falta de arepa, bueno es pan relleno”.
En algún rincón de Caracas, quizás en Petare, tal vez en El Cementerio, donde los hornos no descansan ni los domingos, un panadero con bigote de respeto, barriga de experiencia y cara empalmada de harina decidió que ese jamón reseco que dormía triste en la nevera merecía segunda oportunidad. Y como aquí nadie bota nada, lo picó chiquitico, lo mezcló con mantequilla y esperanza, y lo envolvió en masa como quien arropa a un muchachito con frío.
Lo metió al horno sin saber que esa madrugada estaba creando un ícono nacional. Cuando salió, doradito, perfumado, con ese olor que despierta hasta al más dormilón, la gente se acercó como moscas a la panela. “¿Qué es eso?”, preguntaron. “Un cachito”, respondió el panadero, inventando el nombre como quien bautiza a un perro recogido sin pensarlo mucho. Desde entonces, como aquí, “el que no inventa, no almuerza”, el cachito se convirtió en ritual, se volvió desayuno, merienda, consuelo y excusa.
Se come en la panadería de la esquina, con café con leche y conversación. Se pide “calientico, por favor”, como si el calor fuera parte del sabor. Hay quien lo rellena con queso, con tocineta, con lo que haya en la nevera. Novelerías. Pero el de jamón, ese es el clásico, el que sabe a infancia, a colegio, a mamá diciendo “apúrate que se te hace tarde”.
Y es que el cachito no es sólo pan. Es abrazo envuelto en harina. Es la prueba de que en Venezuela hasta las sobras se convierten en fiesta. Es desayuno de oficina, merienda de liceísta, salvación de estudiante pelando. Es el pan con sorpresa que no discrimina: lo come el gerente y lo come el mototaxista, lo pide la señora con sandalias de plataforma y el chamo con audífonos.
Hay cachitos que salen torcidos, otros que parecen más bien empanadas largas, pero todos tienen su encanto. El cachito no busca perfección, busca sabor. Y si está mal enrollado, mejor: más relleno por mordida. Porque aquí lo imperfecto también se celebra. “Pan feo, pero sabroso”.
Y no falta quien diga que el cachito es primo lejano del croissant, pero aquí no nos complicamos con genealogías. Aquí lo que importa es que llene, que sepa, que consuele. Porque “El que come cachito, no pelea con nadie”. Y si pelea, que sea por el último que queda en la bandeja.
El cachito también tiene su lado romántico. Hay parejas que se conocieron haciendo cola para comprarlo. Hay quien lo regala como gesto de cariño. Porque regalar un cachito es decir: “pensé en ti mientras olía a pan”. Y eso, en esta tierra, vale más que mil palabras.
Y si el cachito hablara, contaría historias de amores madrugadores, de niños con uniforme arrugado y sueño en los ojos, de abuelas que lo parten en dos para compartirlo con el nieto que “no ha comido nada”. Diría que ha sido testigo de reconciliaciones, de desayunos con lágrimas, de carcajadas con malta y servilleta en mano. Porque el cachito no juzga: acompaña. “Es compañía que no traiciona”, dice el refrán que se inventó solo, entre mordida y mordida. Y así, sin aspavientos ni etiquetas gourmet, el cachito se ha ganado su lugar en el alma del venezolano, como ese amigo fiel que siempre está ahí, calientico, sabroso y dispuesto a escuchar sin decir palabra.
La próxima vez que muerdas uno, recuerda que en la boca está entrando historia, ingenio, costumbre, picardía y afecto. Estás participando en una liturgia nacional que no necesita decreto ni bandera. Sólo masa, jamón y ganas de vivir sabroso.
