01-09-2025
De chuparse los dedos
En casa de mi cuñada Ma. Elena Arnal, la torta de queso no se prepara: se convoca como rezo a la virgen. Se llama con voz de antojo y barriga vacía, y aparece como las tías que no avisan, pero llegan con un pañito floreado, sandalias de plataforma y un molde redondo que huele a gloria bendita.
A mi cuñado Álvaro Frías, que está en el cielo con mi marido echando la lavativa pareja, le quedaba de chuparse los cinco dedos.
Nadie sabe quién la inventó, pero todos tienen una historia distinta. Que si fue la bisabuela en tiempos de Gómez, que si la trajo una monja portuguesa con acento de Cumaná, que si nació de un error cuando confundieron el queso con el coco.
Lo cierto es que la torta de queso criollo es más venezolana que el “ay, Dios mío” cuando se va la luz y más popular que el ventilador en Semana Santa.
A no confundir. No es cheesecake, no es quesillo, no es flan. Es una señora con curvas, con historia y con talante y carácter. Lleva queso blanco, del que se ralla con furia y se mide a ojo, porque quienes la saben hacer no creen en balanzas ni en cucharitas medidoras.
Se bate con huevos, azúcar y maicena, y se le agregan las claras como quien le da el último suspiro antes de meterla al horno, con la fe de quien sabe que lo que viene es bendición.
Y cuando sale, doradita, con ese olor que hace que hasta el perro del vecino se asome por la ventana, uno sabe que la tarde va a estar buena. Que se va a hablar de todo y de nada. Que se va a comer sin culpa y a repetir sin vergüenza.
La torta de queso criollo es como el pueblo venezolano. Tiene su genio. Si se le pone poco queso, se pone antipática. Si se le bate con flojera, se hunde como promesa de político. Si se le hornea con apuro, se resiente y se venga quedando cruda por dentro. Ella exige respeto, cariño y tiempo.
Es como esas abuelas que no aceptan café instantáneo ni arepas congeladas. Hay que tratarla con mimo, con música de fondo y con alguien que le eche cuentos mientras se bate la mezcla, porque ella es chismosa, nadie la calla y le gusta el bochinche.
Y cuando está lista, se sirve en platos finos o no, pero no se decora con menta. Se parte con cuchillo de mango roto, y se acompaña con café negro, leche espumosa o guarapo de papelón. Siempre hay alguien que dice: “Esta está mejor que la de la semana pasada”, aunque todos sabemos que es la misma receta, sólo que las ganas de ser feliz le dan otro sabor.
Hay quien la acompaña con guayaba, quien le pone papelón y quien la guarda en la nevera como si fuera lingote de oro. Pero cuidado: la torta de queso no perdona el olvido. Si no se come a tiempo, se pone seria y tiesa, como las abuelas cuando pasan días y no se las llama.
En casa de mi cuñada, cuando hay torta de queso, hay reunión. Se habla de política, de novios ajenos que no sirven ni para cargar agua, de primos que no llaman ni para pedir plata, de sobrinos de vecinos que se fueron a Seúl y mandan fotos desde el metro como si fuera Disneylandia. Se ríe, se llora, se recuerda.
Porque esta torta no es sólo postre: es testigo. Ha estado en velorios, en bautizos, en cumpleaños y en tardes sin motivo. Y siempre, siempre, ha sido motivo de conversación y excusa para quedarse más tiempo.
La torta de queso criollo es como esa tía solterona que no tuvo hijos pero crió a medio barrio. Tiene presencia. Tiene sazón. Tiene memoria. Y cuando falta, se siente. Hay postres que llenan el estómago, pero esta torta llena el alma. Es la que consuela cuando no hay luz, la que acompaña cuando se va el agua, la que celebra hasta los chistes repetidos. Es la señora que nunca falla. La que cada vez se pone más sabrosa.
Así que si usted tiene queso, huevos y ganas de hacer algo bonito, hágala. Pero hágala con cariño, con música de fondo y con alguien que le cuente un chisme mientras bate.
Porque la torta de queso criollo no se cocina sola: necesita calor humano, risas y ese silencio que sólo se rompe cuando alguien dice: “Dame otro pedacito, pero chiquito… aunque mejor grande”.
Ah, y si le queda buena, no diga que fue suerte. Diga que fue herencia de fogones venezolanos. Porque esta torta no se aprende: se hereda. Como el acento, como los cuentos, como las ganas de reírse que nadie nos puede quitar, como el país que queremos tener.
Y si le sale mal, no se preocupe: hasta los mejores cocineros tienen sus días. Pero si le sale bien… prepárese, que esa torta va a pedir aplausos, café y otra reunión.
Torta de queso en la mesa, el chiste empieza y la tristeza reza. Es Venezuela, la de verdad, la que está dentro y fuera de las fronteras, hecha torta. La que está intacta aunque quizás un poco encerrada. Necesita libertad.
